Autor: MARC ANTONI BROGGI TRIAS
Rechazar actuaciones, sean de tratamiento o no, que se le proponen al ciudadano para mejorar su salud o preservar su vida, es un derecho que tiene totalmente reconocido: lo confirma la vigencia de la Ley General de Sanidad de 1986, el Convenio del Consejo de Europa de 1997, vigente en nuestro país desde el año 2000, y la ley básica 41/2002, conocida como la de “la autonomía del paciente” y todas las normas que las han seguido. No es más que una plasmación del principio ético y jurídico de la libertad de las personas, y de la asunción de que el estado de enfermedad ya no constituye ningún paréntesis para no poder ejercerla. Así es cómo los enfermos disfrutan ahora legalmente de un poder de decisión que las generaciones precedentes no podían ni siquiera imaginar. Podría decirse que los principios de la Ilustración han llegado finalmente con ello a la cabecera del enfermo y que éste ya no quiere ser considerado menor de edad, sino ciudadano de pleno derecho a pesar del estado en el que se encuentra.
1. El derecho la no aceptación. — La introducción reciente de este derecho en el ámbito de la clínica es una plasmación de la teoría y la práctica de lo que se ha convenido en llamar «consentimiento informado» (CI). Podríamos resumirlo así: todo enfermo, o a través de su representante cuando él no pueda, debe tener una ocasión para consentir o para negarse a lo que se le ofrece. Debe poder decidir entre las posibilidades que tiene delante una vez las haya conocido y podido valorar; y sabemos que siempre existe la de preferir que no se actúe sobre él o de que no se continúe con la actuación en curso. Como dice escuetamente el artículo 5º del Convenio de Oviedo: «Una intervención en el ámbito de la sanidad sólo podrá efectuarse después de que la persona afectada haya dado su libre e informado consentimiento… En cualquier momento la persona afectada podrá retirar libremente su consentimiento». Queda claro que el consentimiento legitima la actuación, y, su falta, la vuelve reprochable y punible. Ha sido un giro importante, reciente y brusco, y que incluso puede ser difícil de asumir en algún momento por profesionales, familiares e instituciones, sobre todo cuando la decisión del enfermo no gusta. Pero, siendo la libertad el fundamento de la convivencia que queremos, defendemos como Ronald Dworkin, que “un ciudadano adulto, libre y con una competencia normal, tiene derecho a tomar por sí mismo decisiones importantes y definitorias de su vida”, incluso a hacer “malas inversiones” si conoce sus consecuencias. “Preferimos -dice él- defender esta libertad, que interferir en su vida cada vez que creemos que comete un error, porque estamos convencidos de que la posibilidad de autorrealización permite a cada uno de nosotros hacernos responsables para configurar nuestras vidas de acuerdo con nuestra personalidad, coherente o no, pero, en cualquier caso, distintiva”.
2. El deber profesional. — Por tanto, uno de los nuevos deberes del profesional sanitario es el de respetar la voluntad del enfermo cuando decide si acepta o no lo que le ha propuesto. El profesional ya no puede seguir amparándose únicamente en perseguir la máxima eficacia contra la enfermedad, cómo ha sido su objetivo casi único durante siglos. Es cierto que tiene el deber de saber cuál es la mejor actuación posible frente al problema que tiene el enfermo; y que es esta posibilidad la que debe presentarle. Pero ya no puede imponérsela, por bien indicada que esté. Solamente podrá actuar sobre él si tiene su consentimiento. Y no solamente es esto necesario para intervenciones quirúrgicas o invasoras, sino ante cualquier tipo de actuación sanitaria: también vale para un traslado o un ingreso, para una analítica o una radiografía, para la colocación de una vía o una transfusión de componentes de la sangre, para un tratamiento quimioterápico o para un antibiótico que sabemos efectivo. Cierto es que, ante ocasiones relevantes y previamente especificadas, esta “ocasión para decir NO” debe quedar reseñado por escrito en un documento firmado, pero en otras menos gravosas también es imprescindible, salvo que se expresará verbalmente la mayoría de las veces, y sólo tácitamente más a menudo a menudo (por ejemplo, cuando se va a inyectar un medicamento a un paciente hospitalizado y él lo ve y lo acepta sin más).
Pero el deber actual del profesional va más allá de lo que marca la Ley. El derecho a la autorrealización de los ciudadanos no solamente incluye el respeto a su decisión cuando ya se ha tomado, sino que incluye también la ayuda experta y honesta para tomarla según sus propios valores. Es un deber profesional no abandonar a las personas a sus simples derechos y sobre todo en una situación de desorientación y de vulnerabilidad como la de la enfermedad. A lo largo de la comunicación mutua que deben emprender ambos, pueden disiparse malentendidos o aflorar valores ocultos que ni el enfermo conocía como propios -está en una situación nueva-, por lo que conviene profundizar en ella. El profesional debe exhibir la racionalidad que de él se espera para intentar persuadir al enfermo de la bondad de su indicación. Pero no pude llegar a coaccionarlo; ni a decirle una mentira, ni a desinformarlo. Debe interesarse por el mundo del enfermo, ser comprensivo y leal con él sin aprovecharse de la situación desigual entre ambos para imponer su criterio. Siempre debería tener presente la línea, roja y delgada, a no traspasar que separa el obligado intento de persuasión que conlleva su rol, de la coacción. Su deber de ayuda se ha complicado, evidentemente, y con la inercia que lleva de tan largo pasado paternalista a sus espaldas, le cuesta a veces aceptar la voluntad del enfermo, sobre todo cuando se manifiesta con el rechazo a un tratamiento eficaz y que le es vital.
3. Requisitos para respetar el rechazo. — Claro está que cualquier derecho tiene unos límites, y el derecho a decidir y a decir que NO, también. Pero los límites no pueden ser arbitrarios ni estar al albur de la conciencia de cada profesional: éste no puede alegar solamente la posibilidad de su ayuda eficaz, el peso de un protocolo o la gravedad de la situación. Sería vaciar de contenido el Consentimiento Informado y relegarlo a aquellos casos leves, menos urgentes o menos incómodos. Los límites para poder respetar la voluntad se encuentran precisamente en los requisitos para la validez de toda decisión autónoma: haber comprendido la información lo que hay y lo que se puede hacer, con sus consecuencias, y tener libertad y capacidad para decidirlo. Es por lo que conviene considerar individualizadamente cada rechazo, y distinguir entre el que es fruto de una coherencia personal, a pesar de su aparente irracionalidad al no coincidir su resultado con el criterio científico o más común (como pasa con el Testigo de Jehová o el huelguista de hambre, por ejemplo), y el rechazo que se toma con una insuficiente valoración del riesgo. Todo rechazo a una actuación correctamente indicada, y que sería importante para la salud o la vida del enfermo, legitima explorar los requisitos mencionados, aunque eso suponga una cierta intromisión en su intimidad. El profesional responsable debe entonces convencerse de que el paciente toma su decisión de manera voluntaria y libre de coacciones, aunque reciba las influencias lógicas e inevitables de su entorno. Debe darle también una información no sesgada sobre las posibilidades que deberían ponderarse y de las consecuencias de cada opción real. Y, finalmente, debe calibrar su comprensión y su capacidad para decidir en aquellas circunstancias concretas. Es decir, un enfermo puede ser capaz legalmente, porque es mayor de edad y no está incapacitado, pero puede no tener la capacidad suficiente para decidir aquello en aquel momento; por ejemplo, por su estado de embriaguez, por su angustia excesiva o por cualquier otra circunstancia que disminuya demasiado su lucidez. Cada vez los clínicos tienen más a mano herramientas para calibrar la competencia del enfermo, esto es, su capacidad de hecho puntual para tomar aquella decisión en aquel momento. Declarar competente a quien no lo es, es grave y puede poner en peligro su seguridad, pero declarar incompetente a un ciudadano que solamente defiende unos valores propios que no son compartidos por los demás, es un atentado a su dignidad. Además, quien ahora está en un estado de incompetencia quizá se le pueda ayudar a que se recupere y pueda decidir en mejores condiciones más adelante. El NO a una buena propuesta, aunque sea legítimo en principio, debe alertar al profesional responsable para que evalue los tres requisitos indispensables; y debe considerar que la racionalidad que se pide al enfermo no es la que muestra el mero resultado de su decisión -que puede parecer excéntrica e incomprensible a los demás- sino la que se manifiesta con la manera de llegar a ella. Si el ciudadano enfermo ha tenido en cuenta la realidad, con sus posibles líneas de acción posible, si asume las consecuencias de lo que escoge y lo hace basándose en sus propios valores, su decisión debe ser reconocida como racional y autónoma.
4. La reticencia y la objeción frente al rechazo. — Si se cumplen estas condiciones de suficiente libertad, de información y de competencia del enfermo, no existen razones de peso para oponerse a su rechazo, por muy comprensible que sea el malestar que produzca en su entorno ver que no podrá aplicársele lo que se cree que le beneficiaría. A pesar de ello, no puede esgrimirse el desasosiego de los demás para imponer una actuación a quien que no la desea. Incluso en una situación de gravedad y de riesgo vital, la imposición no constituiría más que una violencia que ya no se tolera entre nosotros, ni ética ni jurídicamente. El rechazo del enfermo hace decaer el pretendido “deber de auxilio” que el profesional podría creer que le obligaba, y también decae su derecho a intervenir para corregir lo que siente como un “estado de necesidad” que tiene ante si. El enfermo, ni pide este auxilio ni tiene la pretendida “necesidad” de lo que se le querría imponer. Y el recurso de pedir entonces ayuda al juez para hacerlo juntos, es un intento de coacción que sólo estaría justificado en caso de creer que la decisión del enfermo no es autónoma o cuando haya indicios para creer que la actitud del representante que substituye al enfermo incompetente no es fiable.
4.1. Pretendida objeción ante el rechazo a que se actúe. — Es decir, no puede esgrimirse el mandato de la conciencia personal con el fin de impedir la libertad de un enfermo e imponerle una actuación. El pretendido objetor no se limitaría con ello a desobedecer una obligación (que sería la base teórica de la objeción de conciencia), la de respetar la voluntad de quien es objeto de su actuación, sino que, en este caso, ejercería además una violencia contra su integridad personal, coartaría su libertad y ofendería su dignidad. Pasaría una frontera que claramente ya no es aceptable al ejercer esta coerción.
4.2. Ante el rechazo a que se continúe la actuación. — Lo que vale para la no aceptación de actuaciones, vale así mismo para su retirada. El enfermo puede retirar su consentimiento una vez empezada la actuación si ve que ya no le conviene; y entonces deberá retirársele. No hay, en principio, diferencia ética o legal alguna entre no empezar y detener, cuando se trata de evitar imponer al enfermo algo que no quiere o que ya no quiere más. Aunque a menudo, la dificultad para adaptarse a los nuevos derechos y deberes, sobre todo en cuanto a la limitación de actuaciones se refiere, es la causa de continuar imponiendo tratamientos no queridos a muchos enfermos al final de la vida. Y es que la resistencia del entorno es mayor cuando se trata de quitar tratamientos en curso, por la sensación subjetiva de tener que actuar para hacerlo. Éticamente convendría apuntar dos argumentos para corregir la sensación negativa que a veces se tiene y que es superior a la que nos produce la simple inhibición de no comenzar: la primera, es que debería valorarse más la ayuda al empoderamiento del enfermo y a su sensación de autoestima y de dignidad que se le brinda con la retirada de lo que para él es indeseable; y la segunda es que se evita la futilidad de una actuación cuyo objetivo ya no coincide con las verdaderas necesidades del enfermo. La futilidad no depende de la mera ineficacia fisiológica, sino del objetivo que se persigue y que incluye el que cada cual prioriza.
4.3. Ante el rechazo expresado anticipadamente. — En la incompetencia sobrevenida, la voluntad del enfermo expresada previamente es ética y legalmente vinculante, Así, vincula la consignada en el CI previo -antes del acto quirúrgico y del postoperatorio, o antes de perder la conciencia por la anemia, por ejemplo -. Y también vincula la voluntad expresada en un plan de decisiones anticipadas, reseñadas en la Historia Clínica como tal, i sobre todo si además han quedado consignadas en un Documento de Voluntades Anticipadas o Instrucciones Previas (DVA o DIP). El profesional debe aceptar estas voluntades del enfermo documentadas y tenerlas en cuenta en las decisiones que tome, tal como lo obligan las leyes “de autonomía del paciente”. Obligan asimismo a razonar por escrito cómo y hasta dónde se han seguido. Incluso un deber profesional obliga a ayudar lealmente a redactar los documentos cuando haga falta para que puedan ayudar a preservar las instrucciones legítimas del ciudadano. Claro que puede haber dudas sobre la pertinencia de un rechazo allí expresado, y en qué caso o en qué momento aplicarlo. El representante -que puede nombrarse en estos documentos- permite adecuar con más credibilidad y autoridad la voluntad que en ellos de expresa; y además es el sustituto para situaciones no previstas, e interlocutor obligado y firmante de los consentimientos cuando el enfermo se encuentre ya sin capacidad para entender o decidir. Hay que considerar que este tipo de documentos no son tan solo una ayuda para los ciudadanos que quieren prever instrucciones, sino también para los profesionales y familiares respetuosos para con ellas.
4.4. Ante el rechazo por sustitución. — Si el paciente ha perdido su capacidad de hecho para hacer llegar su voluntad directamente, y no tenemos fehaciencia de ningún documento que la exprese, el CI prescriptivo antes de cada actuación debe obtenerse de su representante. No se puede actuar sobre un enfermo, aunque esté en estas condiciones, sin el consentimiento quien lo representa y sustituye, ya sea el nombrado por él mismo o, si no, el que se prevé legalmente. Claro está que se espera que el representante defienda los valores del enfermo y no los propios; y, en la práctica, esta cuestión alguna vez puede suscitar dudas. Por ejemplo, se puede considerar cuestionable la idoneidad del sustituto cuando no se lo ve lo bastante atento a los intereses y proyectos de quien representa y, en cambio, prioriza en exceso una norma de un colectivo determinado (de la familia, o de una comunidad de Testigos de Jehová). Todo aquello que documente los valores del enfermo y su voluntad de rechazo, aunque no esté en un registro, será una ayuda.
4.5. Ante el rechazo a una parte de la actuación aceptada. —El enfermo puede aceptar la propuesta que se le hace pero exigiendo algunas limitaciones (no sangre por creencias, no mastectomía radical por estética, no látex por alergia: los límites exigidos y los motivos pueden ser varios). El profesional debería mirar de respetar lo que es importante para el enfermo en la medida de lo posible, aunque suponga alguna molestia para él o para la Institución en la que se encuentran. No estamos ante un rechazo global a actuar o a continuar con lo que se hacía, sino ante una demanda de actuación sui generis. El enfermo pide al profesional que haga algo sobre él; y debería quedar claro desde el principio que esta demanda tiene un límite: no puede obligarle a realizar una actuación contraindicada o mal hecha. Es cierto que pactar la personalización es una dificultad: porque hace falta distinguir, en cada caso, lo que es una contraindicación franca de lo que es simplemente salirse de la práctica habitual. No todo lo que pueda beneficiar a alguien está contemplado en los parámetros de la indicación estricta ni en los protocolos consensuados con antelación. Claro está que habrá demandas inalcanzables y condicionantes inaceptables, pero hasta llegar a la contraindicación nítida hay un abanico de posibilidades que el profesional debe sopesar razonablemente con ánimo de ayudar al enfermo, no sólo mirando lo habitual para su enfermedad, sino también, en lo que pueda, lo más adecuado a su escala de valores. Con los protocolos se quiere evitar la variabilidad de las propuestas, pero no limitar la adaptación clínica a cada enfermo. Así pues, los profesionales tendrían que poder asumir un cierto riesgo para adaptarse; aunque su implicación para esto dependa de muchas variables, no siempre sea compartida por todos y no pocas veces dificulte el trabajo en equipo. Veamos tres situaciones a distinguir:
a) Cuando la actuación se ve contraproducente, o inútil en aquellas condiciones, la negativa de los profesionales a hacerla cómo la pide el enfermo no puede considerarse una objeción de conciencia, sino un criterio de buena práctica y de responsabilidad profesional.
b) Cuando la actuación puede ser útil en aquellas condiciones, pero el profesional no quiere correr el riesgo que, aunque sea escaso, lo impone la demanda del enfermo, la negativa del profesional a llevarla a cabo no es tampoco propiamente una objeción de conciencia sino una valoración negativa que él hace de la balanza entre riesgos y beneficios para el enfermo. Es una opción legítima; como lo sea también la contraria, quizá más comprometida, de preferir actuar a pesar de todo. De hecho, en clínica es corriente la dificultad y la variedad personal al hacer esta calibración, aunque la mayoría de las veces no sea debido a la voluntad del paciente sino a causas más objetivas.
c) Cuando la actuación sería claramente útil para el enfermo y el riesgo de que se produzca una situación incontrolable es remoto y menos grave que el de la abstención, la negativa del profesional a hacerla no es tan razonable y a menudo esconde una dificultad para respetar al otro, una incomodidad a verse inmerso en un problema nuevo o un desconocimiento de la responsabilidad profesional actual.
4.6. Ante la alternativa a la actuación rechazada. — La reticencia a continuar tratando al enfermo con un tratamiento alternativo, quizás paliativo, para un enfermo que ha rechazado el habitual, no tendría que comportar nunca su abandono. El profesional reticente debe implicarse en la solución para que el enfermo reciba el cuidado que merece. La tentación de exigir el “alta voluntaria” (un oxímoron legalmente nefasto) es una forma cínica y éticamente inaceptable de coacción, castigo y abandono del ciudadano.
4.6. Ante la probabilidad de que la muerte siga al rechazo. — Hay que considerar que es la enfermedad subyacente la que con toda seguridad será la causa de la muerte, en el caso de que ésta se vaya a producir al rechazar o retirar un tratamiento de sostén. No se trata por tanto de “una eutanasia”, pues no se pretende provocar la muerte directamente, sino simplemente de dejar que la muerte llegue sin oponerle una actuación que el enfermo considera peor. Debemos aceptar que hay situaciones que pueden ser peores que la muerte para alguien, y que cada cual tiene derecho a tener su propia priorización sobre ello.
5. Excepciones al rechazo. — 5.1. Interés público.— El peligro para la salud pública es una excepción clásica, basada en que las decisiones personales no deben dañar a los demás. Cuando esto pueda pasar con el rechazo al tratamiento, la sociedad tiene legitimidad para imponerlo: así podríamos imponer una vacuna o un ingreso involuntario, por ejemplo. Salvo que esta imposición debe tener carácter excepcional y transitorio, debe estar decidida por una autoridad competente en la materia y estar bien fundamentada. La obligación de alimentar a la fuerza a presos en huelga de hambre, por ejemplo, y que tanto revuelo llegó a producir en su tiempo, no tendría un fundamento éticamente suficiente: ampararse en que el Estado debía preservar la seguridad de quienes custodiaba, es un argumento paternalista que contradice el espíritu que debe presidir el respeto debido a la voluntad del ciudadano para evitarle actuaciones no queridas y tratos que considera degradantes.
5.2 Minoría de edad e incapacitación.— Ni la minoría de edad ni la incapacitación previa de una persona son motivo suficiente para no atender su rechazo a una actuación, porqué, a pesar de todo, puede ser capaz para decidir en aquel momento sobre aquella propuesta en concreto. Claro que habrá que investigar su capacidad para hacerlo, es decir, la madurez de aquel menor o la lucidez de aquel incapacitado.
Conviene recordar que, como prevé la norma, el consentimiento para una actuación sobre una persona de más de 16 años lo debería dar ella misma. No obstante, en situaciones graves (el rechazo a un tratamiento vital, por ejemplo), por debajo de la mayoría de edad de 18 años la ley señala que se recabe también la opinión de sus padres o tutores, aunque esta opinión no sea vinculante.
En el caso de un menor de entre los 12 y los 16 años, el consentimiento debe pedirse a sus padres o tutores, pero la voluntad del menor debe ser escuchada y tenerse muy en cuenta. Por ejemplo, puede ser decisiva para posponer una intervención no imprescindible en aquel momento, y así, un cirujano puede hacer caso de la negativa del niño a intervenirse de una elongación tibial para aumentar su estatura, y no operarle contraviniendo la demanda de los padres.
La negativa de los padres o tutores de un menor de menos de 12 años a un tratamiento curativo, y por la cual acabaríamos poniendo en peligro su vida, no puede respetarse; y es conveniente, si hay tiempo, pedir al juez el cambio de tutela o de “patria potestad” para velar por la seguridad del menor.
El rechazo más complejo es aquel que puede tener consecuencias graves (la negativa a la transfusión de sangre en el caso de una anemia severa, pongamos por caso) y para el cual coinciden los padres y el menor de más de 12 años.
6. La formalización del rechazo a la actuación.—. El consentimiento (CI), imprescindible para actuar, incluye en si mismo la posibilidad del no consentimiento como alternativa. Su formalización no debería constituir ningún escollo, ni ser objeto de abuso por parte de una actitud defensiva exagerada; actitud que a veces lleva casi a la retención abusiva del ciudadano: “no puede marcharse de aquí sin firmar…”, “si quiere que no le opere, debe firmar…”. De todas formas, es evidente que una prueba fehaciente de que al enfermo, o a su representante, se le ha presentado una propuesta que él no ha aceptado, resulta oportuna y útil para la seguridad de los profesionales que le atendieron. La misma hoja de CI, rellenada con las características de este supuesto (llenando la casilla del NO, por ejemplo, y firmando) debería bastar a menudo. Algunos servicios sanitarios han diseñado documentos ex profeso para el rechazo. Es importante, como en otras circunstancias, que se reseñen en la Historia Clínica los pormenores de la comunicación que hubo entre las partes, sobre la propuesta y sobre las consecuencias de las opciones, y de la decisión que finalmente se tomó, tanto si fue compartida como si no lo fué.
Véase: consentimiento, dignidad humana, eutanasia, huelga de hambre, incapacidad, instrucciones previas, objeción de conciencia, paternalismo, principio de autonomía, principio de no maleficencia, representación legal, suicidio asistido, transfusión de sangre.
Bibliografía:
BROGGI, Marc Antoni. Por una muerte apropiada. Ed. Anagrama. Barcelona, 2012. COMITE de BIOETICA de CATALUNYA. Recomendaciones a los profesionales ante el rechazo del enfermo al tratamiento. Barcelona, 2010. http://www.gencat.cat/salut/portal/cat/spbioe00.htm DRANE, James. Ethical Bioethics. Sheed & ward. Kansas City, 1994. DWORKIN, Ronald. El dominio de la vida. Ed. Ariel. Barcelona, 1994. SIMÓN, Pablo, El consentimiento Informado. Historia, teoría y práctica. Triacastela, Madrid, 2000.
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