Autor: PABLO SIMÓN LORDA
El rechazo del tratamiento es una de las posibles decisiones que un paciente, su representante o su sustituto pueden tomar como resultado del proceso de decisión clínica. Este proceso de decisión clínica, entendido como proceso informado de ponderación de beneficios y riesgos de las opciones disponibles, no es otra cosa que lo que en términos más generales se llama «consentimiento informado ». Es decir, lo que se llama rechazo de tratamiento no es en realidad sino la denegación del consentimiento para recibir una determinada terapia. Esta denegación puede producirse antes de que el tratamiento sea instaurado o posteriormente, en cuyo caso nos encontramos ante una revocación o retirada del consentimiento antes emitido.
En cualquier caso, adopte una forma u otra lo que es claro es que el rechazo de tratamiento es uno de los posibles resultados del proceso de consentimiento informado. Es por tanto en este marco teórico general donde debe insertarse una reflexión ética sobre esta cuestión.
La expresión «rechazo de tratamiento» es en realidad incompleta: un paciente puede rechazar no sólo tratamientos, sino también, por ejemplo, procedimientos diagnósticos. Por eso sería más correcto usar expresiones más amplias como «rechazo de intervenciones», considerando éstas todas las actuaciones que se realizan en un paciente con fines diagnósticos, terapéuticos, cuidadores o de rehabilitación.
I. El fundamento ético del derecho a rechazar tratamientos. 1.1. El rechazo de tratamiento en la visión clásica de la moral médica.—Como norma general hay que decir que la posibilidad de que un paciente rechace el tratamiento propuesto por un médico es algo no contemplado por la moral médica tradicional. Si dicho rechazo se produce, la explicación que más frecuentemente se dará a esa decisión del paciente será ofuscación, confusión, falta de comprensión o inmadurez del paciente, en resumen, se achacará a una presunta incapacidad. Y por supuesto, todo rechazo de tratamiento que implique aumento del riesgo para la salud o la vida del paciente será rápidamente colocado bajo el paraguas del intento de suicidio, y por tanto, saldado como inmoral e inaceptable.
Esta manera de enjuiciar el rechazo de tratamiento tiene una extraordinaria consistencia interna, y se ancla en el naturalismo de los médicos hipocráticos del siglo IV a.d.C, posteriormente cristianizado. Presupone que el médico posee un conocimiento objetivo, a la vez técnico y ético, acerca de lo que es el mayor bien para el enfermo, y de lo que debe hacerse para recuperar la salud perdida. La información al paciente sólo es importante en la medida que asegure una mayor colaboración con el médico, pero su participación activa en el proceso de toma de decisiones es irrelevante, porque se le presupone incapacitado para discernir qué es lo mejor para él. Se da por sentado que cuando éste acude al médico, lo hace convencido de que su función es colaborar obedientemente con sus prescripciones. Este modelo se sustenta en un principio moral bien claro, el de la beneficencia paternalista, que obliga al médico, al profesional de la salud, a proporcionar al paciente el mayor bien posible, tal y como dicho profesional, en función de sus conocimientos, experiencia y prudencia, lo entiende, de la misma manera que un buen padre lo haría con su hijo. El médico es aquí, «padre» o «guardián», como la enfermera es «madre », y el paciente, «hijo pequeño». Este es el modelo que ha estado vigente en la práctica de la Medicina y la Enfermería durante 25 siglos, hasta bien entrado el siglo XX. Y no sólo de la Medicina, sino de la Política y el Derecho: el gobernante y el juez tratan como buenos padres a sus gobernados, que no son ciudadanos con libertad y derechos, sino súbditos a los que hay que proteger y cuidar.
Obviamente, desde los presupuestos del paternalismo el rechazo del tratamiento es algo impensable y, en todo caso, inaceptable. El tratamiento no se discute con el paciente, se le impone, autoritaria y coactivamente si hace falta. Sin embargo sí cabe matizar este enfoque general en dos supuestos. Uno es la práctica de la cirugía, otro el de los pacientes incurables.
A diferencia del resto de la práctica médica, la práctica quirúrgica sí ha tenido históricamente en cuenta el consentimiento del paciente, que no la información. Hay varias razones que lo explican. Una es que sin la colaboración activa del paciente era muy difícil realizar cualquier tipo de intervención en la era preanestésica. Otro era que las intervenciones eran con frecuencia penosas y de resultado muy incierto, por lo tanto se entendía que un paciente decidiera no aceptarlas. Por último, desde el punto de vista del Derecho penal, el consentimiento del paciente se ha contemplado históricamente como uno de los elementos que podrían dar legitimidad a la actividad quirúrgica y evitar al cirujano ser acusado del delito de lesiones. La combinación de todos estos factores explica que no haya sido rara, en la tradición clásica, la aceptación del rechazo del paciente a recibir dichos tratamientos.
La atención médica de los pacientes incurables también supone un caso particular que es importante clarificar. La no prolongación artificial de la vida de los pacientes incurables, desahuciados, forma parte de la tradición médica desde los tiempos hipocráticos, se incorporó con toda claridad a la doctrina moral cristiana y desde entonces pertenece a la tradición de la moral médica. Sin embargo en estas situaciones no puede hablarse propiamente de un rechazo del tratamiento por parte del paciente. El argumento principal para decidir la no aplicación de tratamientos no era que el paciente los rechazara. Esta era una cuestión marginal, que podía reforzar la decisión, pero no fundamentarla. Era la evaluación unilateral realizada por los médicos y la familia acerca del bienestar del paciente, su pronóstico y la potencial inutilidad de las medidas terapéuticas el eje principal de la decisión. Se trata de casos de limitación del esfuerzo terapéutico —confusamente llamados tradicionalmente «eutanasia pasiva»— más que de verdaderos escenarios de rechazo de tratamiento.
1.2. El principio de autonomía y el rechazo de tratamiento.—Para que podamos empezar a hablar con propiedad de rechazo de tratamiento habremos de esperar a que la moral médica tradicional sufra el impacto de la Modernidad. Y esto sólo sucede a partir del siglo XX, especialmente a partir de su segunda mitad.
La Modernidad, ese largo proceso histórico que ha durado cinco siglos de nuestra historia, no es, en el fondo, más que el costoso proceso de deslegitimación y destrucción de todo el modelo de pensamiento paternalista en todos los órdenes de la vida. Los súbditos se convertirán ahora en ciudadanos con derechos, sujetos con libertad de conciencia para decidir qué religión profesar y qué estructura política construir. La autodeterminación de las personas, el ejercicio de la propia soberanía sobre el cuerpo y la mente, y la imposibilidad de recortarla salvo cuando perjudique a otros —como dirá Stuart Mill dos siglos después— se convierte en la clave moral del proyecto sociopolítico de la Modernidad.
El aterrizaje de estas ideas en el ámbito de la relación médico-paciente fue tardío. La vulnerabilidad del enfermo y su dependencia respecto al saber médico en algo tan sensible como la vida y la salud, hicieron este proceso especialmente largo. El fenómeno comenzó en los albores del siglo XX en los EE.UU. y poco a poco se ha ido extendiendo por todas las democracias de corte occidental. Los pacientes comenzaron a «decir»: «somos ciudadanos con derechos y las relaciones sociales que establecemos se basan en el libre consentimiento mutuo; por tanto, no vemos la razón por la que al entrar en un hospital dejamos de tener la consideración de ciudadanos y se nos obliga a establecer unas relaciones basadas en la desinformación y el sometimiento ». Y también «decían»: «el concepto de salud y enfermedad no es sólo algo objetivo, determinado unilateralmente por los médicos, sino también una experiencia subjetiva donde los valores del afectado son claves para determinar lo que le conviene ». El médico ya no puede saber por sí solo en qué consiste «hacer el bien» al paciente. La voz de éste es imprescindible; sin ella no hay actos clínicos correctos. Los médicos ya no son los señores de la vida y la muerte, la salud y la enfermedad. La Deontología moral clásica será insuficiente para responder a estos nuevos retos, y ello obligará la aparición de una nueva disciplina, la Bioética.
En este nuevo escenario ya sí que va a aparecer como posibilidad real que un paciente rechace un tratamiento, a pesar de que a juicio de los profesionales pueda serle beneficioso. El fundamento de esta idea es la inclusión en la argumentación moral de un nuevo principio ético, extraño a la tradición médica. Es el principio de autonomía, que exige el respeto al hecho de que las personas gestionen su propia vida y tomen decisiones respecto a su salud y su enfermedad. La toma de decisiones clínicas ya no se regirá a partir de ahora sólo por el principio de beneficencia médica, sino que dicho ideal deberá balancearse siempre con el principio de autonomía del paciente. Este proceso es el que denominamos «consentimiento informado». Uno de los resultados de este proceso puede, ahora sí, ser que el paciente entienda que el balance riesgo-beneficio de una determinada terapia no es lo suficientemente positivo en función de su propia escala de valores, a pesar de que el médico considere que sí le beneficia. Este sí que es un auténtico escenario de rechazo de tratamiento.
Pero la introducción real de este escenario en la práctica médica no ha sido sencilla. En realidad es un largo proceso en el que todavía estamos inmersos. Los casos donde la aceptación del rechazo de tratamiento ha sido más compleja y todavía no definitivamente superada ha sido aquellos en que el rechazo de la terapia podía amenazar claramente la vida del paciente. Con frecuencia este debate ha adoptado, en ámbito de la Ética y el Derecho médico, la forma del conflicto de valores entre vida y libertad. La argumentación más frecuente ha sido que la realización del valor libertad no puede llegar hasta el extremo de amenazar el valor vida, porque este es superior a aquél ya que es su presupuesto: no puede haber libertad si no hay vida. En ocasiones bajo este tipo de argumentaciones existían elementos provenientes de la moral religiosa, en el sentido de que la persona no es propietaria de su cuerpo y de su vida, sino sólo depositaria y administradora: sólo Dios es señor de la vida, por tanto nadie puede ponerla en peligro mediante el ejercicio de la libertad. La salida de este conflicto más aceptada hoy es la que propugna que ninguno de estos dos valores es a priori superior al otro, sino que ambos son fundamentales para respetar la dignidad de los seres humanos. Este último concepto, el de dignidad, es el concepto que regula formalmente las relaciones entre vida y libertad en cada caso concreto. Así, en muchas ocasiones, el respeto a la dignidad de los seres humanos obliga a garantizar el respeto a la vida incluso a costa de lesionar el valor libertad. Pero otras veces sucede lo contrario, la libertad de las personas es el garante de su propia dignidad, aun a costa de lesionar el valor de la vida. Este es el fundamento ético más actual de la aceptación del rechazo de tratamiento.
1.3. Las condiciones y consecuencias del rechazo de tratamiento.—Para que la decisión de un paciente de rechazar un tratamiento sea éticamente aceptable debe ser una acción autónoma, es decir, una acción que es resultante del libre ejerció de su libertad, de su propia personalidad. Para ello debe reunir los siguientes requisitos, que no son otros más que los de todo proceso de consentimiento informado:
— Asegurarse, hasta un grado de convicción razonable, de que el paciente toma su decisión de manera voluntaria, libre de coacciones y manipulaciones por parte de terceras personas.
— Proporcionarle información detallada acerca de las consecuencias de la decisión que está tomando, de una manera reiterada y clara. Asimismo deberán explorar todas las alternativas posibles y disponibles. Entre las consecuencias que deberían ser ponderadas por el paciente no están sólo las estrictamente médicas y personales, sino las que puedan afectar a terceros, como pueden ser los familiares.
— Evaluar explícitamente su capacidad de obrar para tomar una decisión.
Si se cumplen adecuadamente estas condiciones, y el paciente decide rechazar un tratamiento, entonces no existen razones éticas consistentes para oponerse a dicho rechazo.
El respeto a la decisión del paciente exige no adoptar actitudes de carácter punitivo hacia el paciente. El alta médica «voluntaria» ha sido un proceso ampliamente usado en este sentido. Es éticamente inaceptable, e implica el incumplimiento del deber de «no-abandono» que tienen todos los profesionales sanitarios. Una cosa bien distinta es hasta dónde llegan las obligaciones de los profesionales sanitarios e instituciones de ofrecer al paciente alternativas al tratamiento rechazado. Para valorar esto deben entrar en juego otros dos principios éticos introducidos por la Bioética moderna: los principios de no-maleficencia y de justicia. El primero exige a los profesionales no realizar intervenciones diagnósticas o terapéuticas incorrectas o contraindicadas desde el punto de vista científico-técnico y clínico, inseguras o sin evidencia suficiente. El segundo exige un reparto equitativo de los beneficios y las cargas, facilitando un acceso no discriminatorio, adecuado y suficiente de las personas a los recursos disponibles, y un uso eficiente de los mismos. Ambos principios funcionan como los límites aceptables a la hora de decidir, junto con un paciente, alternativas a un tratamiento que ha rechazado. Un paciente, por muy autónomo que sea, no puede exigir que se le proporcionen alternativas maleficentes o injustas.
Una cuestión diferente es que el profesional sanitario aduzca objeción de conciencia para expresar su disconformidad con esta decisión del paciente.
1.4. Consentimiento y rechazo de tratamientos en los documentos y declaraciones internacionales de Bioética.—La idea de que el respeto a las decisiones de consentimiento o rechazo de tratamientos de un paciente que actúa de forma libre, informada y capaz forma parte de las obligaciones éticas de los profesionales y organizaciones sanitarias es algo consolidado en los documentos y declaraciones internacionales de Bioética. A título de ejemplo cabe señalar los de 3 instituciones internacionales relevantes: la UNESCO, el Consejo de Europa y la OMS.
La Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos fue aprobada por la UNESCO en octubre de 2005 en su Conferencia General. El artículo 6.1 dice lo siguiente: «Toda intervención médica preventiva, diagnóstica y terapéutica sólo habrá de llevarse a cabo previo consentimiento libre e informado de la persona interesada, basado en la información adecuada. Cuando proceda, el consentimiento debería ser expreso y la persona interesada podrá revocarlo en todo momento y por cualquier motivo, sin que esto entrañe para ella desventaja o perjuicio alguno.»
El Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y la Dignidad del Ser Humano con respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina, denominado abreviadamente como «Convenio de Oviedo», aprobado por la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa el 28 de septiembre de 1996, establece en su artículo 5 lo siguiente: «Una intervención en el ámbito de la sanidad sólo podrá efectuarse después de que la persona afectada haya dado su libre e informado consentimiento. Dicha persona deberá recibir previamente una información adecuada acerca de la finalidad y la naturaleza de la intervención, así como sobre sus riesgos y consecuencias. En cualquier momento la persona afectada podrá retirar libremente su consentimiento.»
La Declaración sobre la Promoción de los Derechos de los Pacientes en Europa, de la Oficina Regional Europea de la OMS, de marzo de 1994, establece en sus artículos 3.1 y 3.2 que: «3.1. El consentimiento informado del paciente es un prerrequisito para realizar cualquier intervención médica. 3.2. El paciente tiene derecho a rechazar o suspender una intervención médica. Las consecuencias de tal rechazo o suspensión deben ser cuidadosamente explicadas al paciente».
La Deontología moral de los profesionales sanitarios, aunque, como ya se ha explicado, durante muchos años haya estado anclada en los presupuestos del paternalismo clásico, ha experimentado en los últimos años una renovación muy importante. Así, la Declaración de Lisboa de la Asociación Médica Mundial sobre los Derechos del Paciente (1981, 1995, 2005) establece la obligación de los médicos y las organizaciones sanitarias de respetar el derecho de autodeterminación de los pacientes y aceptar el rechazo del tratamiento o la denegación del consentimiento: «3.a. El paciente tiene derecho a la autodeterminación y a tomar decisiones libremente con relación a su persona. El médico informará al paciente de las consecuencias de su decisión. 3. b. El paciente adulto mentalmente competente tiene derecho a dar o negar su consentimiento para cualquier examen, diagnóstico o terapia. El paciente tiene derecho a la información necesaria para tomar sus decisiones. El paciente debe entender claramente cuál es el propósito de todo examen o tratamiento y cuáles son las consecuencias de no dar su consentimiento».
Así, los Códigos Deontológicos de las organizaciones médicas o de las Sociedades Científicas en los diferentes países del mundo han seguido esta tendencia. Valga como ejemplo la situación española, donde el actual Código de Deontología Médica de la Organización Médica Colegial (OMC) avala el ideal del respeto a la autonomía del paciente en la toma de decisiones, y por tanto del respeto a los principios general del consentimiento informado, incluido el rechazo del tratamiento (Artículos 8 y 9), aunque abriendo también la puerta a la cuestión de la objeción de conciencia. De forma similar se posiciona el Código Deontológico de la Enfermería Española. En sus artículos 4, 5 y 6.
II. Los escenarios diferentes al rechazo de tratamiento.—Las decisiones de rechazo de tratamiento que pueden implicar la muerte del paciente han sido históricamente confundidas con otras de las que resulta necesario actualmente diferenciarlas.
2.1. Eutanasia versus rechazo de tratamiento.— El término «eutanasia» es un término muy confuso porque ha sido interpretado y utilizado de muchas maneras. Etimológicamente el término sólo significa «buena muerte», y en este sentido etimológico vendría a resumir de excelente manera el ideal de la muerte digna. La palabra se ha ido cargando de numerosos significados y adherencias emocionales, a menudo contrapuestos, que la han vuelto imprecisa, y necesitada de una nueva definición. Para deslindar los diversos significados, se han introducido adjetivos como activos, pasivos, directos, indirectos, voluntarios, involuntarios, etc. El resultado final ha sido que la confusión entre los ciudadanos, los profesionales sanitarios, los medios de comunicación y aún los expertos en Bioética o en Derecho no ha hecho sino aumentar. Como un intento de delimitar el significado de la palabra eutanasia, existe hoy en día una tendencia generalizada a considerar sólo como tal las actuaciones que: a) producen la muerte de los pacientes, es decir, que la causan de forma directa mediante una relación causa-efecto única e inmediata, b) se realizan a petición expresa, reiterada en el tiempo, e informada de los pacientes en situación de capacidad, c) en un contexto de sufrimiento debido a una enfermedad incurable que el paciente experimenta como inaceptable y que no ha podido ser mitigado por otros medios, por ejemplo, mediante cuidados paliativos, y; d) son realizadas por profesionales sanitarios que conocen a los pacientes y mantienen con ellos una relación clínica significativa.
En el rechazo del tratamiento la producción de la muerte no es ni segura, ni buscada deliberadamente, ni producto causal inmediato de la suspensión del tratamiento. Es la enfermedad subyacente la causa de la muerte, en caso de producirse ésta. Por el contrario, en la eutanasia la producción de la muerte es segura, y un efecto directo, inmediato y buscado de forma deliberada. Además está positivamente causado por la intervención del profesional, y no por la enfermedad subyacente.
2.2. Suicidio versus rechazo de tratamiento.— El debate entre vida y libertad al que nos referíamos más arriba ha tomado en la historia de la filosofía moderna (Hume, Kant) la forma del debate en torno a la moralidad del suicidio. Es por eso importante distinguir entre suicidio y rechazo de tratamiento vital. Hablamos de suicidio lúcido, es decir, de aquél que comete una persona en pleno uso de sus facultades mentales. Las diferencias fundamentales entre estas dos actuaciones son parecidas a las que separan la eutanasia del rechazo de tratamiento. El suicida busca la muerte, el que rechaza un tratamiento vital sólo la acepta como inevitable. El que rechaza un tratamiento entiende que este tratamiento amenaza una serie de valores muy importantes para su proyecto vital personal, más importantes incluso que la propia vida biológica. En tales casos la persona prioriza estos valores sobre la vida biológica, y acepta su pérdida, pero no la busca. Además, la muerte la produce en última instancia la enfermedad subyacente, no el profesional. En el caso del suicida lúcido la muerte es libremente buscada como objetivo final de las acciones que realiza el sujeto y es la propia acción suicida la que la produce, no la enfermedad subyacente. El suicida puede ser ayudado por otros en diferentes grados y formas, es lo que denominados «auxilio o ayuda al suicidio». Cuando el que presta dicha ayuda es un profesional sanitario en el ejercicio de sus funciones hablamos de «suicidio asistido ». Pero es importante insistir en que el profesional que acepta el rechazo del tratamiento no comete inducción, auxilio o ayuda al suicidio. Sólo hace buena práctica clínica.
2.3. Limitación del esfuerzo terapéutico (LET) versus rechazo de tratamiento.—La limitación del esfuerzo terapéutico o más genéricamente la limitación del tratamiento es la retirada o no instauración de un tratamiento de soporte vital porque, a juicio de los profesionales sanitarios implicados, el mal pronóstico del paciente en términos de cantidad y calidad de vida futuras, lo convierte en algo fútil y sólo contribuye a prolongar en el tiempo una situación biológica que carece de expectativas razonables de mejoría. Es decir, el escenario de la LET es el del desahucio clásico que hemos visto anteriormente. La decisión de no aplicar o de retirar un tratamiento no pivota aquí sobre los deseos del paciente, sino sobre una valoración clínica que realizan los profesionales. En esto se diferencia claramente del rechazo de tratamiento. Cuando un profesional, tras una evaluación ponderada de los datos clínicos de que dispone, concluye que una medida terapéutica resulta fútil, no tiene ninguna obligación ética de iniciarla y, si ya la ha iniciado, debería proceder a retirarla. De lo contrario estaría entrando en lo que se ha denominado obstinación terapéutica; actuación anteriormente conocida con los desafortunados nombres de «encarnizamiento terapéutico» o «ensañamiento terapéutico», o con el de «distanasia», término más moderno y aceptado por la Real Academia. Obviamente estas actuaciones no son sino mala práctica clínica.
III. Las situaciones especiales. 3.1. Rechazo de tratamiento, autonomía prospectiva, representación y sustitución.—Si la aceptación ética del rechazo de tratamiento en el caso de pacientes capaces ha sido compleja, en el caso de los pacientes que no pueden decidir por sí mismos dicha complejidad ha sido todavía mayor. La razón es obvia: si el fundamento principal del rechazo de tratamiento es el ejercicio de la autonomía personal, ¿cómo aceptar ese rechazo cuando el paciente no está ejerciendo dicha autonomía?
Las respuestas han sido largamente maduradas y debatida, sobre todo en EE.UU. Pero una convicción ética ha ido abriéndose paso: si reconocemos el derecho de los pacientes capaces a rechazar tratamientos, deberíamos buscar la manera de respetar ese mismo derecho en el caso de incapacidad. Las respuestas han sido básicamente dos:
3.1.1. Autonomía prospectiva e instrucciones previas.—Las personas pueden ejercer prospectivamente su autonomía manifestando, cuando todavía son capaces, los tratamientos que desearían aceptar o rechazar en determinadas situaciones clínicas cuando ellos no estuvieran en condiciones de decidir por sí mismos. La manera de hacer esto es redactar un documento escrito con dichas preferencias, que recibe diferentes nombres: instrucciones previas, voluntades anticipadas, testamento vital, etc.
3.1.2. Decisiones de representación o sustitución.— Otra manera es aceptar que determinadas personas pueden estar cualificadas para establecer los posibles deseos y preferencias del paciente ahora incapaz respecto a la aceptación o rechazo de un tratamiento. Esta persona puede haber sido designada previamente por el paciente cuando todavía era capaz (representante), o ser escogida de entre los familiares o allegados siguiendo un procedimiento legislativo (sustituto) o judicial (tutor). 3.2. Minoría de edad.—La aplicación de la teoría del consentimiento informado a la toma de decisiones con pacientes menores de edad es posiblemente uno de los ámbitos más complejos de la Ética clínica y el Bioderecho.
Un primer escenario de alta complejidad ética y jurídica es aquel en el que un menor de edad rechaza recibir un tratamiento de carácter vital.
El primer elemento clave para afrontar este tipo de situaciones es el de la evaluación de la capacidad general del menor para decidir. Desde un punto de vista ético es esta capacidad, y no la edad concreta del paciente, la que establece si el menor puede o no decidir. El problema es que todavía hoy no tenemos buenos instrumentos clínicos para evaluar dicha capacidad. Un segundo elemento clave es la capacidad específica para ponderar adecuadamente el alcance y trascendencia real de una decisión que puede significar su muerte. Ya Aristóteles decía en la Retórica que los jóvenes son malos para la deliberación moral porque les falta la prudencia que da la experiencia de la vida y les sobra el arrojo que da la poca edad. Esto exige que las decisiones de rechazo de un tratamiento vital por un menor, por ejemplo, un adolescente, deban ser cuidadosamente valoradas y ponderadas con él. El tercer elemento fundamental es el papel que juegan los padres o tutores del menor de edad en el proceso de toma de decisiones. Si el menor es incapaz entonces estos son, obviamente, los que deben tomar las decisiones últimas, aunque facilitando la participación del menor en lo posible. La cuestión más difícil es aclarar cuál es su papel en casos de rechazo de tratamiento por menores de edad con capacidad suficiente. Posiblemente no hay respuestas únicas y definitivas. Desde el punto de vista ético el conflicto de valores entre libertad del menor capaz de decidir, protección de la vida y derecho de los padres a participar en la decisión sólo puede ser resuelto contextualmente mediante un proceso de deliberación moral donde seguramente los profesionales o los comités de Ética pueden constituirse en moduladores fundamentales del acuerdo.
Un segundo escenario distinto y también de alta complejidad es aquel en que son los padres o tutores los que rechazan un tratamiento vital para su hijo incapaz. Ejemplos de estas situaciones son el rechazo de las trasfusiones sanguíneas en hijos cuyos padres son Testigos de Jehová o la negativa a dar el consentimiento para realizar intervenciones quirúrgicas en neonatos con malformaciones. En este tipo de conflictos es clave poner en el centro de la discusión ética el bienestar actual y futuro del menor. Hoy en día parece fuera de toda discusión ética y jurídica que unos padres no pueden imponer sus valores religiosos a sus hijos hasta el punto de que ello ponga en peligro su vida por negarse a que reciban un tratamiento claramente efectivo. Habitualmente las transfusiones sanguíneas caen dentro de este supuesto, y por eso suele negarse a los padres o tutores la posibilidad de que rechacen este tipo de tratamientos. Mucho más complejo es el escenario donde el beneficio de esas terapias es discutible en términos de pronóstico y calidad de vida. Aquí, de nuevo, no hay recetas. Sólo procesos de deliberación moral donde padres y profesionales ponderen los valores en conflicto, con la ayuda de un Comité de Ética Asistencial, podrán encontrar la mejor respuesta para cada caso.
3.3. Peligro para la salud pública.—El peligro para la salud pública es una excepción clásica de la teoría del consentimiento informado. Se fundamenta en que, en estas situaciones, el bienestar individual y el respeto a la autonomía de las personas tiene menos prioridad moral que la protección del bien de la colectividad que emana del principio de justicia. En estas situaciones una persona no puede rechazar un tratamiento, por ejemplo una vacuna, o una cuarentena. En cualquier caso esta imposición del tratamiento debe tener siempre carácter excepcional y transitorio y basarse en una evidencia suficiente de su efectividad.
3.4. Transfusiones sanguíneas.—El rechazo de trasfusiones sanguíneas por parte de los ciudadanos pertenecientes a la sociedad religiosa de los Testigos cristianos de Jehová ha sido el paradigma clásico de la discusión ética y jurídica sobre la legitimidad del rechazo de tratamientos de carácter vital por los pacientes. Es interesante anotar que la evaluación general del debate tiene dos pasos diferenciados. El primer paso, propio del siglo XX, es la discusión en torno a si existe o no el derecho a rechazar un tratamiento vital, si ese rechazo es o no equivalente a un suicidio y por tanto si los profesionales que lo aceptan cometen o no auxilio al suicidio, etc. Desde el punto de vista ético hay que decir que este tipo de debate debería darse por finalizado. Los pacientes Testigos de Jehová adultos, capaces e informados tienen perfecto derecho a rechazar voluntariamente una trasfusión sanguínea asumiendo la posibilidad de que de dicho rechazo se derive su propia muerte. Este enunciado forma parte del derecho a que se respete su autonomía y se desprende claramente de la teoría del consentimiento informado.
Pero en los últimos años, ya en el siglo XXI, el debate actual ha adoptado otra forma. La polémica no gira ya tanto en torno al derecho del paciente sino en tanto al deber del profesional. Es decir, a si un profesional puede o no puede, debe o no debe, tratar a un paciente aceptando esta condición de la exclusión de la trasfusión del arsenal terapéutico, y si aceptándolo incurre en una práctica clínica deficiente. En un segundo momento la cuestión gira en torno a que sea el profesional el que rechace la participación en dicho tratamiento invocando una objeción de conciencia, por motivos puramente profesionales, morales o religiosos. El conflicto se produce aquí entre diferentes valores: el derecho del paciente a rechazar tratamientos (principio de autonomía) y su derecho a acceder a la atención sanitaria (principio de justicia), sobre todo en los sistemas sanitarios públicos, por un lado, y por el otro la obligación del profesional de proporcionar una atención de la máxima calidad (principio de no-maleficencia) y su derecho a que se respeten los postulados de su propia conciencia (principio de autonomía). De nuevo no es fácil ponderar aquí los valores, pero sí cabe decir que, como norma general de la actividad sanitaria, los derechos e intereses de los pacientes están por encima de los de las instituciones y sus profesionales, que voluntariamente han escogido esta dedicación.
3.5. Huelga de hambre.—El rechazo de la hidratación y nutrición por parte de presos que están en huelga de hambre durante períodos tan prolongados que pueden resultar peligrosos para sus vidas es otro escenario de alta complejidad ética y jurídica. Este tipo de situaciones suelen tener una enorme repercusión política y social, con gran impacto mediático. Ello hace todavía más difícil su ponderación, y el coste para los profesionales implicados suele ser muy elevado. En este conflicto siempre hay al menos tres partes implicadas: el preso, el profesional sanitario que lo atiende y el Estado. Habitualmente el profesional está atrapado en medio del conflicto entre el preso y el Estado. Desde el punto de vista ético parece claro que, en principio, los presos pueden ejercer libremente su autonomía y rechazar los tratamientos que estimen convenientes. La prisión no tiene por qué suponer cortapisa alguna para el ejercicio de sus derechos como pacientes. La teoría del consentimiento informado y el derecho a rechazar tratamientos les son aplicables. Esto obliga de entrada a los profesionales sanitarios a respetar su rechazo a la alimentación.
La Declaración de Tokio (1975) de la Asociación Médica Mundial respecto a tortura, malos tratos o tratos degradantes a personas encarceladas en su punto 5 dice: «En el caso de un prisionero que rechace alimentos y a quien el médico considera capaz de comprender racional y sanamente las consecuencias de dicho rechazo voluntario de alimentación, no deberá ser alimentado artificialmente. La decisión sobre la capacidad racional del prisionero debe ser confirmada al menos por otro médico ajeno al caso. El médico deberá explicar al prisionero las consecuencias de su rechazo a alimentarse ». Por su parte la Declaración de Malta (1991) sobre personas en huelga de hambre traslada al médico la decisión final sobre el tratamiento, pero siempre teniendo en cuenta las aspiraciones, opinión y decisión previamente manifestadas por el paciente, y siempre que el médico haya dejado claro al paciente con anterioridad si podrá o no respetar esta decisión.
Pero el problema ético más profundo lo afrontan los profesionales sanitarios que pertenecen a la Institución Penitenciaria, y por tanto al aparato del Estado. El Estado suele imponer la alimentación forzosa invocando diferentes argumentos. El más consistente es que tiene el deber público general de proteger la salud, integridad y bienestar de todos los presos que tiene a su cargo. Lo que sucede es que no está tan claro que este deber sea positivo, y no tan sólo negativo. Este último implica que el deber del Estado se limita a poner a disposición de los presos todos los medios necesarios para que estén bien alimentados, eviten contraer enfermedades, sufran la violencia física o sexual, etc. Pero no es tan seguro que, desde el punto de vista ético, signifique que puedan obligar positivamente a los presos a utilizar siempre esos medios. Porque si es así, entonces esta obligación positiva debería alcanzar a todas las situaciones amenazantes para la salud de los presos, y no sólo la de la huelga de hambre: debemos imponer el tratamiento con antiretrovirales al seropositivo, con quimioterapia al que tiene cáncer y con sangre al preso Testigo de Jehová, debemos imponer el uso del preservativo en todas las relaciones sexuales, debemos prohibirles fumar, etc.
Y es que, en última instancia, el conflicto ético de la alimentación forzada del preso en huelga de hambre pertenece más al ámbito de la ética política y social que al de la Ética clínica o Bioética. Porque si las reclamaciones del preso en huelga de hambre son justas, entonces la resolución del conflicto no puede ser otra más que atenderlas. El Estado está éticamente obligado a ello. Sin embargo, si las reclamaciones no son aceptables, son injustas, entonces a la sociedad y al Estado no le cabe más remedio que no ceder a la presión, respetar escrupulosamente la libertad personal del preso, invitarle continuamente a que reconsidere su postura y, finalmente, asumir las consecuencias del desenlace final del caso.
Véase: Principio de Autonomía, Consentimiento, Derecho a la información sanitaria, Dignidad humana, Eutanasia, Huelga de hambre, Instrucciones previas, Minoría de edad, Objeción de conciencia, Paternalismo, Principio de no maleficencia, Recursos sanitarios, Representación legal, Suicidio asistido, Transfusión de sangre.
Bibliografía: GRACIA, Diego, Fundamentos de Bioética, EUDEMA, Madrid, 1989 (Reimpresión, Triacastela, Madrid, 2008); GRACIA, Diego / JÚDEZ, Javier (editores), Ética en la práctica clínica, Triacastela, Madrid, 2004; SIMÓN, Pablo, El Consentimiento Informado. Historia, teoría y práctica., Triacastela, Madrid, 2000; SIMÓN, Pablo / BARRIO, Inés M.ª, ¿Quién decidirá por mí? Ética de las decisiones de representación en la práctica clínica., Triacastela, Madrid, 2004.
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