Autor: GONZALO ARRUEGO RODRÍGUEZ
I. Introducción.—De modo similar al derecho a la vida, y excepción hecha de la cláusula de due process of Law de la Constitución de los Estados Unidos de América (enmiendas 5.ª y 14.ª), la proclamación formal como derecho fundamental autónomo de la integridad personal es relativamente reciente; hasta el extremo, a diferencia de aquél, de que ni siquiera está consagrado expresamente como tal en todos los sistemas jurídicos.
Sin embargo, una de sus manifestaciones más notables, la prohibición de la tortura y de las penas y tratos inhumanos o degradantes, posee una larga tradición constitucional y cuenta con instrumentos internacionales de protección de los derechos humanos específicos [vid., por ejemplo, los artículos X del Bill of Rights y 8 de la Constitución de los Estados Unidos de América y la Convención de Naciones Unidas contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes (1984), la Convención Interamericana para prevenir y sancionar la tortura y el Convenio Europeo para la prevención de la tortura y de los tratos o penas inhumanos o degradantes (1987)]. Ahora bien, a menos que la categoría «tratos inhumanos o degradantes » se interprete de un modo tan amplio que desdibuje sus contornos hasta prácticamente equipararla con cualquier lesión de un derecho fundamental, ha de señalarse que esta proscripción no agota el derecho del que es expresión. Se trata, por el contrario, de una manifestación específica que adopta la forma de prohibición absoluta e inderogable incluso en las circunstancias más extremas para cualquier comunidad políticamente organizada [vid., entre otros, Tribunal Europeo de Derechos Humanos Caso Irlanda c. Reino Unido (1978) y Corte Interamericana de Derechos Humanos Caso Loayza Tamayo y otros c. Perú (1999)].
A diferencia de lo que sucede en el ámbito constitucional iberoamericano a la luz de la Convención americana de derechos humanos (1969), cuyo artículo 5.1 protege, bajo el epígrafe «Derecho a la integridad personal», el derecho a la integridad «física, psíquica y moral», todavía no es habitual en el contexto europeo referirse específicamente al derecho a la integridad y, además, más allá de su vertiente física. En este sentido, el derecho no aparece mencionado como tal en el Convenio Europeo para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales (1950), que consagra el derecho a la vida en su artículo 2 y prohíbe la tortura y las penas y tratos «inhumanos y degradantes» en su artículo 3. Ello no ha sido obstáculo, sin embargo, para que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos haya reconocido que la integridad, en sí misma considerada y en su doble dimensión física y psíquica, esté protegida por el Convenio al amparo del derecho a la «vida privada» consagrado en su artículo 8 [«(…) el concepto de vida privada abarca la integridad física y moral de la persona», Caso X. e Y. c. Holanda (1985) (§ 22); ha de reseñarse que, en pronunciamientos posteriores, la Corte utiliza el calificativo «psicológica» en lugar de «moral» para reiterar esta doctrina; así, Casos Pretty c. Reino Unido (2002) (§ 61) y Y. F. c. Turquía (2003) (§ 33)].
Sin embargo, la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea contiene la que, hasta la fecha, probablemente sea la proclamación más minuciosa del derecho a la integridad personal en un documento de esta naturaleza. Por un lado, y bajo el epígrafe «Derecho a la integridad de la persona», su artículo 3 consagra el derecho a la integridad física y psíquica junto a un conjunto de previsiones específicamente referidas al ámbito de la Biomedicina (garantía del principio de consentimiento informado y prohibición de prácticas eugenésicas, de selección de personas, de conversión del cuerpo humano o de cualquiera de sus partes en objeto de lucro y de clonación reproductora de seres humanos). Por otro, su artículo 4 prohíbe la tortura y las penas o tratos inhumanos o degradantes. Así, el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas ha estimado que el derecho fundamental a la integridad forma parte del derecho de la Unión Europea [Caso C-377/98, Holanda c. El Parlamento Europeo y el Consejo (2001) (§ 70)].
Específicamente en el contexto biomédico, el Convenio para la protección de los Derechos Humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina (1997) y la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos (2006), se refieren expresamente a la garantía de la integridad del individuo (artículos 1 y 8 respectivamente, si bien en este último caso aparentemente sólo con relación a los individuos y grupos «especialmente vulnerables »), desarrollando a lo largo de sus previsiones algunas de sus principales manifestaciones en este ámbito.
Tampoco existe mención expresa al derecho ni en la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) ni en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966), cuyos artículos 3 y 5 y 6 y 7, respectivamente, consagran los derechos a la vida y la prohibición de ser sometido a «torturas (ni) a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes ». Es cierto, pese a ello, que el Pacto introduce ya un importante elemento adicional al proscribir, como especie de aquella prohibición, que el individuo pueda ser sometido a experimentos médicos o científicos sin su consentimiento.
En el ordenamiento jurídico español el derecho fundamental a la integridad está consagrado en el primer inciso del artículo 15 de la Constitución Española de 1978, que lo proclama junto al derecho fundamental a la vida en su doble dimensión «física y moral». Por su parte, el constitucionalismo hispanoamericano reconoce expresamente el derecho hasta en cuatro formulaciones distintas. Así, si algunos textos se refieren, al igual que la Constitución española, a la «integridad física y moral» (por ejemplo la Constitución de El Salvador), otros hablan de la «integridad física y psíquica» (por ejemplo las Constituciones de Chile y Paraguay), de la integridad «física, psíquica y moral» (caso, por ejemplo, de las Constituciones hondureña, nicaragüense, peruana y venezolana) o, más sencillamente, de la integridad «personal» (por ejemplo la Constitución ecuatoriana) o «de la persona» (por ejemplo, Constitución de Guatemala).
II. Titularidad, objeto y contenido del derecho.— El derecho fundamental a la integridad física y moral, cuya titularidad sólo ostenta la persona física, pertenecería a aquel grupo de derechos que disfruta el individuo en cuanto tal, y no como ciudadano, en tanto que reflejo imprescindible de la dignidad humana. Por lo tanto, no toleraría en principio la existencia de un régimen jurídico diverso en función de la condición de nacional o extranjero (por ejemplo, en el ámbito constitucional español, STC 107/1984/3). Minoría de edad e incapacidad condicionan el ejercicio, que no la titularidad, de este derecho fundamental [por ejemplo, Caso Glass c. Reino Unido (2004) en el contexto del Convenio Europeo de Derechos Humanos; Casos «niños de la calle» (Villagrán Morales y otros) c. Guatemala (1999), Hermanos Gómez Paquiyauri c. Perú (2004) e Instituto de Reeducación del menor c. Paraguay (2004), entre otras, en la doctrina de la Corte Interamericana de Derechos Humanos; y, en el ámbito constitucional español, SSTC 141/ 2000/5 y 154/2002/9 con relación a los menores y 214/1994/2 específicamente respecto de los incapaces]. Por lo tanto, habrá que atender a sus concretas manifestaciones y a los distintos mecanismos previstos por el ordenamiento jurídico para suplir la eventual falta de capacidad de obrar iusfundamental, ya sea de hecho o de derecho.
Pese a que como se ha mostrado el lenguaje utilizado para su consagración es diverso, puede afirmarse, utilizando la consolidada doctrina elaborada por el Tribunal Constitucional español, que el sustrato del derecho fundamental a la integridad personal estaría constituido por «el cuerpo y el espíritu » del individuo. Esta caracterización de la integridad moral es la que se desprendería, entre otras y en el caso español, de las SSTC 53/1985, 221/2002 ó 160/2007, y se correspondería con la doctrina que puede inferirse de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que utiliza indistintamente los términos «integridad física y psicológica», «integridad física y moral» o el más genérico «integridad personal»; conclusión no empañada por la eventual referencia a la «integridad psíquica y moral». Del mismo modo, la versión inglesa de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea habla de integridad «física y mental». Finalmente, en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos los supuestos lesivos de la integridad psicológica y moral suelen coincidir, pese a su distinta índole e incluso en aquellas situaciones más vinculadas, por ejemplo, a aspectos culturales, en la causación de un daño o sufrimiento psicológico y/o emocional [así, entre otros, Caso Blake c. Guatemala (1998), donde el trato dispensado a un cadáver, «contrario a los valores culturales, prevalecientes en la sociedad guatemalteca, transmitidos de generación a generación (…) intensificó el sufrimiento de los familiares» (§ 115)].
El derecho preservaría fundamentalmente la inviolabilidad de la persona en su doble dimensión corporal y espiritual y, por lo tanto y tal y como explícitamente ha reiterado el Tribunal Constitucional español, no sólo protegería al individuo frente a toda agresión en su cuerpo en su doble vertiente física y psíquica, sino que, además, proscribiría toda intervención no consentida en aquellos bienes (STC 120/1990/8; específicamente con relación a la integridad física, el Tribunal Constitucional español ha afirmado que el derecho protege «la incolumidad corporal», es decir, no sufrir lesión o menoscabo no consentido en el cuerpo o apariencia externa. Por ello, que una intervención coactiva genere dolor, malestar o riesgo para la salud significaría un plus de afectación del derecho, pero no una conditio sine qua non para su vulneración, STC 207/1996/2).
Así, y en primer lugar, el derecho fundamental a la integridad física y moral permitiría al individuo reaccionar frente a todos aquellos comportamientos que le infligieran, o que estuvieran encaminados a infligirle, un daño, menoscabo, sufrimiento o padecimiento físico o psicológico. No sería preciso para apreciar vulneración del derecho ni la existencia de una actividad directamente encaminada a su lesión, ni su efectiva causación, pues fundamentalmente con relación a la preservación de la salud, también se han identificado como agresiones al derecho aquellas conductas activas u omisivas que generan una situación de riesgo o amenaza de menoscabo [por ejemplo, en el ámbito del Convenio Europeo de Derechos Humanos, Casos López Ostra c. España y Moreno Gómez c. España, de 1994 y 2005 respectivamente, y, en el sistema constitucional español, SSTC 119/2001/5, 221/2002/4, 220/2005/4, 62/2007/3 y 160/2007/2, entre otras; esta doctrina desempeñaría un importante papel en materia medioambiental y en el ámbito de la normativa tuitiva laboral, especialmente y en el caso español, con relación a la mujer embarazada (SSTC 62 y 160/2007)].
Es cierto, no obstante, que partiendo de la afirmación de que no cualquier riesgo o amenaza constituiría, sin más, una vulneración del derecho, en el caso de la doctrina del Tribunal Constitucional español existirían ciertas vacilaciones con relación a la intensidad que deben revestir para que pudiera apreciarse lesión. Si en unas ocasiones simplemente se habla de un «riesgo para la salud» o de un «riesgo relevante» (SSTC 35/1996/3 y 221/2002/4), en otras se exige un «grave riesgo», «peligro grave e inmediato», «peligro grave y cierto», «riesgo palmario y manifiesto» o «riesgo constatado de producción cierta, o potencial pero justificado ad casum» [SSTC 7/1994/2, 119/2001/6, 5/2002/4, 220/2005/4 y 62/2007/3, respectivamente; en materia conexa aunque diversa, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos exige con relación al deber positivo de los poderes públicos «de adoptar las medidas adecuadas para proteger a aquellas personas cuya vida está en peligro como consecuencia de la conducta criminal de un tercero», impuesto por el artículo 2 del Convenio, que se trate de un «riesgo real e inmediato» y que no constituya una carga desproporcionada, Caso Osman c. Reino Unido (1998) (§ 116). Asimismo, tanto el Tribunal, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos incorporando su doctrina, han sostenido que la mera amenaza de someter a alguien a una conducta prohibida por los artículos 3 y 5 del Convenio y de la Convención, respectivamente, puede bajo ciertas circunstancias considerarse lesiva de aquellos siempre que fuera «real e inmediata», Caso Cambell y Cosans c. Reino Unido (1982) (§ 26) y Caso «niños de la calle» (Villagrán Morales y otros) c. Guatemala (1999) (§ 165)].
En segundo lugar, el derecho fundamental a la integridad física y moral posee una vertiente que proscribe cualquier intervención no consentida en el cuerpo en su doble dimensión física y psíquica; es decir, permite al individuo reaccionar frente a intervenciones en el sustrato del derecho fundamental que no cuenten con su aquiescencia [así se desprende de la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Casos Pretty c. Reino Unido (2002), Y. F. c. Turquía (2003) y Glass c. Reino Unido (2004) e, incluso, del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, Caso C-377/98, Holanda c. El Parlamento Europeo y el Consejo (2001); así lo ha afirmado reiteradamente también el Tribunal Constitucional español en su jurisprudencia, entre otras, STC 120/1990/8]. Aunque esta segunda vertiente implica de facto cierto poder de disposición sobre el propio cuerpo, ha de reseñarse que el derecho a la integridad personal parece concebirse principalmente, y al igual que sucede con el derecho a la vida, no como un derecho de libertad con un contenido positivo. Desde esta perspectiva, esta suerte de facultad de disposición no sería tanto consecuencia del reconocimiento de una tal naturaleza del contenido del derecho, cuanto el resultado mediato o derivado de una prohibición; en otras palabras, sería producto de la proscripción de intervenir en el cuerpo y espíritu del individuo sin contar con su anuencia (en el caso del ordenamiento jurídico español, la inexistencia de un poder de libre disposición sobre el propio cuerpo de naturaleza iusfundamental, atendido el contenido eminentemente negativo o reaccional del derecho, es patente en la STC 215/1994/2 e, incluso, en la STC 120/1990/7).
III. La integridad personal como principal anclaje iusfundamental del principio de autonomía del paciente.—Con arreglo a la doctrina descrita, y tal y como literalmente evidencian algunos textos como la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, en el ámbito médico asistencial el derecho fundamental a la integridad personal constituye el principal anclaje iusfundamental del principio de autonomía del paciente y, consiguientemente, de la exigencia de su previo consentimiento informado (también, por ejemplo y en el ámbito hispanoamericano, la Constitución venezolana proclama dentro de la consagración constitucional del derecho a la integridad personal en su artículo 46, concretamente en su párrafo tercero, que ninguna persona «será sometida sin su libre consentimiento a experimentos científicos, o a exámenes médicos o de laboratorio»). En este sentido, cuando una persona consiente, elige, rechaza o retira el consentimiento previamente manifestado a cualquier intervención o tratamiento sanitario, está ejerciendo su derecho fundamental a la integridad física y moral.
Ello significa, en primer lugar, que una intervención médica realizada sin contar con o en contra de la voluntad del paciente constituirá, prima facie, vulneración del derecho a la integridad personal a menos que esté legitimada con arreglo a los parámetros vigentes en el correspondiente sistema jurídico [por ejemplo, en el contexto del Convenio Europeo de Derechos Humanos así se desprende de la doctrina establecida especialmente en los Casos Pretty c. Reino Unido (2002) y Glasigs. c. Reino Unido (2004), donde la imposición de un tratamiento médico en ausencia de consentimiento del enfermo adulto y capaz, constituiría una afección de los derechos garantizados por el artículo 8.1 de la Convención cuya legitimidad dependería del canon establecido en su apartado segundo; en el caso constitucional español vid., entre otras, STC 120/1990/8].
En segundo lugar, ha de tenerse presente que la negativa a recibir o someterse a un tratamiento médico es, en sí misma considerada, ejercicio del derecho fundamental a la integridad física y moral. Es decir, no necesita estar cualificada como manifestación de otro derecho fundamental, señaladamente el derecho a la libertad ideológica y religiosa o a la intimidad, y todo ello con independencia, obviamente, de que además pudiera estar amparada por cualquiera de ellos. En suma, el puro y simple rechazo del tratamiento por parte del individuo libremente manifestado tendría acomodo, como tal, en el contenido normativo del derecho a la integridad física y moral, sean cuales fueren las razones o motivos esgrimidos para ello (en el caso del ordenamiento jurídico español, este hecho ha sido especialmente recalcado por el Tribunal Constitucional en la STC 154/2002/9; vid., asimismo, SSTC 120/1990/8 y 48/1996/2).
En el contexto constitucional español, hay que reseñar que la amplitud con la que el Tribunal Constitucional ha identificado esta segunda vertiente del derecho fundamental, que en principio permitiría a su titular oponerse a «toda clase de intervención» no consentida en su «cuerpo y espíritu », ha sido matizada en sentido restrictivo en algunos pronunciamientos, con el resultado de dificultar el anclaje iusfundamental del consentimiento informado con relación a ciertas intervenciones en el ámbito sanitario. Problema agravado por la concepción negativa del derecho y, consiguientemente, la inexistencia de un poder positivo de disposición sobre el propio cuerpo. Esta línea argumental, que parece interpretar la segunda dimensión del contenido del derecho fundamental en conexión con la primera, comportaría que el consentimiento prestado a todas aquellas intervenciones sanitarias que no supusieran «lesión o menoscabo del cuerpo», no tendría acomodo en el derecho a la integridad y habría de reconducirse, siempre que ello fuera posible, a otras posiciones jurídicas de naturaleza iusfundamental (STC 207/ 1996/3, que distingue entre «inspecciones y registros corporales», que consisten en cualquier género de reconocimiento del cuerpo humano, e «intervenciones corporales», consistentes en la extracción del cuerpo de determinados elementos externos o internos o en su exposición a radiaciones).
Sin embargo, esta operación sería especialmente compleja en algunos casos, sobre todo a la luz de la doctrina mantenida por el juez de la Constitución con relación a la intimidad corporal y a la privacidad. En suma, los problemas no sólo derivarían del hecho de que la autonomía del paciente carecería de anclaje iusfundamental en determinados supuestos, sino además, de la fragmentariedad de su protección constitucional en aquellos casos en que sí gozara de dicha cobertura, atendida la distinta naturaleza de los derechos fundamentales que se la prestarían. Parece razonable, en este sentido, mantener una interpretación amplia de la segunda vertiente del contenido del derecho, tal y como por otra parte se desprende de la mayoría de los pronunciamientos del Tribunal.
Tal y como se ha indicado, la concepción que parece primar acerca del derecho a la integridad personal, lo caracteriza, al igual que sucede con el derecho a la vida, como un derecho de carácter eminentemente defensivo o reaccional. Consecuentemente, el principio de autonomía del paciente no sería tanto el resultado de otorgar al individuo una capacidad positiva de autodeterminación vital, cuanto el fruto de una potestad puramente negativa que proscribe toda intervención no consentida en su integridad física o moral y que, por lo tanto, requiere de su previo consentimiento libre e informado. Por el contrario, y desde una concepción dinámica de los derechos fundamentales especialmente atenta a un contexto médico asistencial caracterizado por la multiplicación de los espacios de decisión del paciente y en el que, por lo tanto, una comprensión estrictamente defensiva de los derechos a la vida y a la integridad parecería insuficiente, también se ha defendido la existencia de una auténtica facultad para disponer de la propia esfera vital sin menoscabo de derechos o de bienes jurídicos ajenos constitucionalmente protegidos. En este contexto, es casi un lugar común postular una interpretación de aquellos derechos a la luz de otros valores, principios y derechos fundamentales tales como la libertad, la dignidad humana, el libre desarrollo de la personalidad, la libertad ideológica y religiosa como garante de la capacidad del individuo para enjuiciar la realidad con arreglo a sus personales convicciones y de actuar consecuentemente con ellas siempre dentro del marco constitucional, o la intimidad. Quedaría así delimitado un espacio de libertad individual caracterizado, principalmente y en palabras del Tribunal Constitucional español, «por la autodeterminación consciente y responsable de la propia vida» y la consiguiente «pretensión de respeto por parte de los demás», sin otras restricciones que las que dimanan de la preservación de los derechos fundamentales ajenos y de otros bienes jurídicos protegidos constitucionalmente (STC 53/1985/8). En esta línea, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha afirmado que la noción de autonomía personal es un importante principio subyacente a la interpretación del Convenio Europeo para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, que comporta que pese a que el modo en que cada individuo decide conducir su vida pueda considerarse una amenaza o peligro para su salud o su vida, la adopción de medidas coercitivas o penales supone una ingerencia en su «vida privada» (artículo 8.1) que requiere de una justificación en los términos de su artículo 8.2 [Caso Pretty c. Reino Unido (2002) (§ 61 y 62)]. Nótese, que la remisión al canon contenido en el apartado segundo del artículo 8 de la Convención, significa reconocer la legitimidad prima facie de la conducta en sí misma considerada.
IV. Los eventuales límites del derecho.—Al igual que sucede con la mayoría de derechos fundamentales, el derecho a la integridad personal puede estar sujeto a eventuales restricciones derivadas de la necesaria preservación de otros principios, valores, bienes, intereses o derechos constitucionales (piénsese, por ejemplo, en la imposición de una asistencia sanitaria forzosa por motivos de salud pública o en la práctica coactiva de una intervención corporal en el seno de un proceso o por motivos de seguridad en el ámbito penitenciario). De este modo, existirían supuestos de intervención en el cuerpo y el espíritu del individuo en los que su voluntad carecería de relevancia [así, y en la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Casos Pretty c. Reino Unido (2002), Y. F. c. Turquía (2003) y Glass c. Reino Unido (2004); por su parte, el Tribunal Constitucional español ha afirmado expresamente que, pese a que la Constitución no ha previsto en su artículo 15 la posibilidad de un «sacrificio legítimo» de los derechos que consagra, el derecho fundamental a la integridad física y moral puede estar sujeto a limitaciones, STC 207/1996/4]. Obviamente, la legítima imposición de una restricción al derecho dependerá de los parámetros que, para ese tipo de operación jurídica, rijan en el ordenamiento correspondiente. Las próximas reflexiones se ciñen, así, a la rica doctrina elaborada en esta materia por el Tribunal Constitucional español.
Reiteradamente, y de modo más o menos explícito dependiendo del pronunciamiento objeto de análisis, el Tribunal ha sostenido que la concreta imposición de un límite al contenido de un derecho fundamental, sólo es constitucionalmente legítima en el ordenamiento jurídico español cuando satisface una serie de exigencias de naturaleza formal y sustantiva.
Desde un punto de vista formal exige, como regla general, que se establezca mediante resolución judicial motivada y dictada al amparo de lo previsto en una norma con rango de ley (es cierto que, excepcionalmente y como consecuencia de las circunstancias concurrentes, el Tribunal ha reconocido la legitimidad de ciertas restricciones impuestas a los derechos fundamentales pese a no estar amparadas por resolución judicial; así por ejemplo, la STC 37/1989/7 como consecuencia de las peculiaridades del contexto penitenciario o la STC 207/1996/4 que, ante la falta de reserva de jurisdicción en el artículo 15 CE, reconoce la posibilidad de que, por razones acreditadas de urgencia y necesidad, la ley autorice a la policía judicial a practicar «intervenciones corporales leves» y «simples inspecciones y reconocimientos»). Desde un punto de vista material, el límite ha de poseer fundamento constitucional, respetar las exigencias derivadas del principio de proporcionalidad y, cualquiera que sea la situación que se derive de su imposición, en ningún caso puede conllevar «menosprecio para la estima que en cuanto ser humano merece la persona» (STC 120/1990/4). Sin embargo, el uso por parte del Tribunal de la garantía del contenido esencial plantea, en esta materia, mayores dificultades (compárense, en este sentido, los fundamentos jurídicos 8 y 6 de las SSTC 120 y 137/1990, respectivamente). Con relación al derecho fundamental a la integridad personal, y en su jurisprudencia relativa a los supuestos de intervenciones corporales, el juez de la Constitución suele exigir una serie de requisitos específicos que, en puridad, pueden considerarse expresión del principio de proporcionalidad; básicamente, que la intervención no suponga ni objetiva ni subjetivamente un riesgo o quebranto para la salud de la persona y que se realice por personal sanitario que deberá ser especializado si así lo requiere su naturaleza (entre otras, SSTC 7/1994/ 3, 35/1996/4 y 207/1996/4).
Básicamente, son dos los ámbitos en los que la jurisprudencia constitucional española ha examinado los posibles límites al derecho fundamental a la integridad física y moral: las intervenciones corporales en el marco penitenciario y en el contexto de las necesidades probatorias en el seno del proceso y la asistencia sanitaria no consentida.
Con relación a las «intervenciones corporales », el juez de la Constitución española ha manifestado que «el derecho a la integridad física no se infringe cuando se trata de realizar una prueba prevista por la ley y acordada razonadamente por la autoridad judicial en el seno de un proceso », pues no puede convertirse en una «suerte de consagración de la impunidad» [STC 7/1994/2, relativa a la prueba de paternidad. Con relación al proceso penal, vid. STC 207/1996, sobre la extracción de cabellos de diferentes partes de la cabeza y del pelo de las axilas del individuo para su examen pericial; por el contrario, el sometimiento a un examen ginecológico en el curso de una investigación por delito de aborto fue examinado desde la óptica de la intimidad corporal (artículo 18.1 CE) en la STC 37/1989, frente a la perspectiva adoptada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en Y. F. c. Turquía (2003), donde la legitimidad del sometimiento forzoso a un examen ginecológico fue analizada desde la integridad física]. Por su parte, en el ámbito penitenciario la jurisprudencia constitucional ha enjuiciado, por ejemplo, la licitud de la orden dada a un preso de desnudarse y realizar varias flexiones tras una comunicación íntima (STC 57/1994) o su sometimiento a pruebas radiológicas (STC 35/ 1996), a la luz de la relación especial de sujeción que existe entre los reclusos y la administración penitenciaria (artículo 25.2 CE), quien está obligada a velar por la seguridad y el orden en los centros de prisión.
En el ámbito médico, el Tribunal Constitucional ha hallado, hasta la fecha, un doble fundamento para sostener la legitimidad constitucional de la asistencia sanitaria coactiva; uno de carácter contingente, pues únicamente concurre en determinados supuestos atendido el status jurídico del individuo que soporta la restricción de sus derechos, y otro de alcance universal.
La contingencia del primero se explica atendida la peculiaridad de que, por el momento, el único supuesto en el que el juez de la Constitución ha examinado la constitucionalidad de la asistencia sanitaria coactiva en sentido estricto, ha sido con ocasión del progresivo agravamiento del estado de salud de una serie de reclusos que habían iniciado una huelga de hambre reivindicativa contra la política penitenciaria del Gobierno (SSTC 120 y 137/1990 y 11 y 67/1991). En opinión del Tribunal, a la luz de la relación especial de sujeción que nace entre los poderes públicos y los reclusos y que legitima la imposición de restricciones a sus derechos fundamentales no aplicables a los ciudadanos libres (artículo 25.2 CE), el deber del Estado de preservar la vida, la salud y la integridad de los convictos [artículo 3.4 de la Ley Orgánica General Penitenciaria (LOGP)] legitimaría la restricción al derecho fundamental a la integridad física y moral consistente en el tratamiento médico suministrado sin contar con su consentimiento en todos aquellos supuestos en los que su vida corriese peligro (STC 120/1990/ 6 y 8). Sin embargo, esta doctrina habría desbordado, al menos con relación a la asistencia médica, las consecuencias derivadas de la prisión, estableciendo un diferente status del paciente en función de su situación de libertad o de reclusión. Por el contrario, y tal y como sugieren otros pronunciamientos del Tribunal (STC 57/1994/6), parece razonable interpretar las potencialidades de la remisión contenida en aquel precepto constitucional, sin desvincularla del contexto en que se inserta; es decir, el ámbito penitenciario y sus especialidades. Ello no sólo posibilitaría una comprensión más coherente del deber impuesto por el artículo 3.4 LOGP, sino que excluiría aquella diferenciación de status de los enfermos, pues, a la luz de la Constitución, su situación jurídica debería ser independiente de su condición de recluso o ciudadano libre (vid., en este sentido y con relación al derecho fundamental a la vida, la STC 48/1996/1).
Pese a que en ocasiones las razones esgrimidas por el Tribunal pudieran sugerir lo contrario, el argumento central de alcance universal utilizado para dotar de cobertura constitucional a la asistencia sanitaria coactiva, es la preservación de la vida humana como bien jurídico constitucionalmente protegido y valor superior del ordenamiento jurídico-constitucional con anclaje en el artículo 15.1 CE. En otras palabras, la restricción de derechos fundamentales que significa la prestación no consentida de la asistencia médica, es constitucionalmente legítima por estar encaminada a la preservación de otro bien jurídico constitucionalmente protegido de especial trascendencia constitucional, la vida humana. La licitud de la asistencia sanitaria no consentida se sitúa, así, en el contexto del significado y naturaleza que en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional posee el derecho fundamental a la vida: una vez caracterizado como expresión de un valor superior del ordenamiento jurídico y delimitado en términos estrictamente negativos, el Tribunal legitima la imposición del tratamiento médico en aras de su preservación. Conclusión, además, que es coherente con la afirmación de que el reconocimiento de un derecho a la propia muerte contravendría el contenido esencial del derecho fundamental a la vida [STC 120/1990/7; sin embargo, y a la luz de las exigencias del principio de proporcionalidad, la doctrina del Tribunal sugiere situaciones en las que pese a hallarse en riesgo la vida del paciente, no sería posible la imposición del tratamiento dada su severidad, STC 48/1996/2. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha afirmado en esta materia que, «A menos que se distorsione el lenguaje, el artículo 2 de la Convención (derecho a la vida) no puede ser interpretado en el sentido ni de conferir a los individuos el derecho diametralmente opuesto, derecho a morir, ni un derecho de libre determinación que otorgue la facultad de elegir la muerte en lugar de la vida», Caso Pretty c. Reino Unido (2002) (§ 39)].
Ahora bien, más allá de una u otra concepción de los derechos fundamentales involucrados en la asistencia sanitaria no consentida, la auténtica clave para una interpretación constitucionalmente adecuada de su naturaleza radica en determinar si el sistema de derechos fundamentales consagrado por la norma fundamental tolera que se imponga a un individuo una asistencia médica en contra de su voluntad cuando no están en juego derechos o bienes constitucionales ajenos. Yendo más allá, se trataría en última instancia de delimitar el ámbito constitucionalmente definido de agere licere del individuo; es decir, un espacio de libertad que sin revestir en sí mismo naturaleza iusfundamental, no toleraría, a la luz de la Constitución, intromisión alguna por parte del poder público.
Desde esta perspectiva, se ha sugerido que el modo en el que la jurisprudencia constitucional ha resuelto hasta la fecha estas situaciones, es decir, en términos de la existencia de un conflicto entre derechos fundamentales del propio individuo o entre sus derechos fundamentales y otros bienes y valores constitucionales pertenecientes a su esfera jurídica, debería ser rechazado. Se argumenta que, quizá, este modo de proceder tenga su origen en una problemática concepción del significado y naturaleza de la dimensión objetiva que poseen los derechos fundamentales en el constitucionalismo democrático y que habría posibilitado algún entendimiento de aquellos que comprometería seriamente su indemnidad. Básicamente, al hilo de su vertiente objetiva se transformaría su naturaleza y, de ser primariamente derechos subjetivos, se los convertiría en institutos, bienes o valores a los que se atribuiría un determinado contenido o fines y a cuyo cumplimiento se subordinarían vertiente subjetiva y acción de los poderes públicos. Es decir, no sólo se postergaría lo que los derechos fundamentales primariamente son, derechos subjetivos, sino que, además, se los funcionalizaría respecto de los bienes, valores o institutos que pretendidamente encarnan y que, derivados inicialmente de su vertiente subjetiva, llegarían a oponerse a ella para limitarla o instrumentalizarla.
Por el contrario, se sostiene que normas como las contenidas en los artículos 1.1, 9.2, 10.1 ó 53.1 de la Constitución Española, serían la expresión del compromiso constitucional por asegurar la vigencia real y efectiva de los derechos fundamentales como lo que principalmente son; es decir, derechos subjetivos cuya titularidad ostentan las personas no de forma aislada sino en el seno de las relaciones sociales. Por ello, el artículo 10.1 CE se refiere, entre otros, al respeto a los derechos de los demás como «fundamento del orden político y de la paz social». A la luz de todo ello, toda restricción de los derechos fundamentales del individuo cuya justificación radicara en la preservación de sus propios derechos e intereses estaría constitucionalmente proscrita; en otras palabras, cuando su conducta no comprometiera otros bienes o valores constitucionales ajenos a su esfera jurídica.
Véase: Asistencia sanitaria, Cadáver, Capacidad, Clonación no reproductiva, Clonación reproductiva, Consentimiento, Constitucionalismo y Bioderecho, Convenio de Derechos Humanos y Biomedicina, Cuerpo humano, Derecho a la intimidad, Derecho a la protección de la salud, Derecho a la vida, Derechos del paciente, Derechos fundamentales, Derechos humanos, Dignidad humana, Encarnizamiento terapéutico, Eugenesia, Experimentación humana, Huelga de hambre, Incapacidad, Integridad moral, Intimidad, Minoría de edad, Muerte, Muestra biológica, Omisión de tratamiento, Persona, Principio de autonomía, Rechazo del tratamiento, Riesgo, Salud pública, Salud, Tratamiento, Trato inhumano o degradante, Unión Europea.
Bibliografía: ARRUEGO RODRÍGUEZ, G., «La naturaleza constitucional de la asistencia sanitaria no consentida y los denominados supuestos de ‘urgencia vital’», REDC, n. 82, 2008; BARCELONA LLOP, J., La garantía europea del derecho a la vida y a la integridad personal frente a la acción de las fuerzas del orden, Aranzadi, Pamplona, 2007; CANOSA USERA, R., El derecho a la integridad personal, Lex Nova-IVAP, Valladolid, 2006; DÍEZ-PICAZO, L. M.ª, Sistema de derechos fundamentales, Civitas, Madrid, 2003; REY MARTÍNEZ, F., Eutanasia y derechos fundamentales, CEPC, Madrid, 2008; RODRÍGUEZ MOURULLO, G., «Artículo 15. Derecho a la vida», Comentarios a la Constitución española, T. II, EDERSA, Madrid, 1996; ROMEO CASABONA, C. M.ª., El derecho y la Bioética ante los límites de la vida humana, Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, Madrid, 1994; TOMÁS-VALIENTE LANUZA, C., La disponibilidad de la propia vida en el Derecho Penal, CEPC-BOE, Madrid, 1999; VERONESI, P., Il Corpo e la Costituzione. Concretezza dei «casi» e astrattezza della norma, Giuffrè, Milano, 2007.
2024 © Cátedra Interuniversitaria de Derecho y Genoma Humano | Política de Privacidad | Condiciones de uso | Política de Cookies | Imprimir