ENCICLOPEDIA de BIODERECHO y BIOÉTICA

Carlos María Romeo Casabona (Director)

Cátedra de Derecho y Genoma Humano

cuerpo humano (Jurídico)

Autor: FÁTIMA FREIRE DE SÁ

El tratamiento dado al cuerpo humano en el transcurso de la historia de la humanidad refleja la forma en la que nos enfrentamos a la problemática en torno al reconocimiento de la persona humana en una esfera de relacionalidad. La existencia de «conceptos de persona normativamente saturados » y «conceptos de naturaleza metafísicamente cargados» (Habermas, 2004, p. 104) retiraron de la base sensible de la persona humana, esto es, el cuerpo humano, toda la representatividad efectivamente merecida.
Históricamente, se puede decir que en las disposiciones de la Ley de las XII Tablas —de importancia indiscutible, basta con decir que fueron el origen del Derecho Civil y de las acciones de la ley— se encuentran las normas más antiguas sobre el tratamiento dispensado al ser humano.
En aquella época, en torno al año 450 a.C., el valor del individuo era reconocido por los créditos que poseía, además del poder del que disponía, y la comprobación de tal afirmación está en algunas disposiciones de la ley mencionada anteriormente que, junto con otros dispositivos, permitía la muerte y el encadenamiento de seres humanos, con el claro objetivo de que se hiciera justicia, en las situaciones en las que los deudores no cumpliesen su compromiso de saldar sus deudas.
A título de ejemplo, véanse las disposiciones de los artículos 6º al 9º de la Tabla Tercera, de la Ley de las XII Tablas: «6. Si no paga y nadie se presenta como fiador, que el deudor sea llevado por su acreedor y atado por el cuello y pies con cadenas con un peso máximo de 15 libras; o menos, si así lo quisiera el acreedor; 7. El deudor preso vivirá a sus expensas, si quisiere; si no quisiere, el acreedor que lo mantiene preso le dará por día una libra de pan o más, a su criterio; 8. Si no se produce conciliación, que el deudor permanezca preso por 60 días, durante los cuales será conducido en 3 días de fiesta al comitium, donde se publicará, en voz alta, el valor de la deuda; 9. Si son muchos los acreedores, se permite, después del tercer día de fiesta, dividir el cuerpo del deudor en tantos pedazos como sean los acreedores, no importando cortar más o menos; si los acreedores lo prefiriesen, podrán vender el deudor a un extranjero, más allá del Tiber».
Situaciones como las descritas anteriormente eran comunes en aquellos tiempos, en que la ejecución de los créditos debidos era ejercitada sobre la persona del iudicatus o confessus. Finalizado el proceso instructor y demostrada la existencia de créditos en favor del demandante, se instauraba la ejecución a través de la Legis actio per manus iniectionem, que tenía como presupuesto el incumplimiento de la obligación surgida de la sentencia o de la confesión.
Tras el acto citatorio, en la presencia del magistrado, el acreedor afirmaba: «visto que no me habéis pagado los 10.000 sestercios, a los que fuiste condenado a pagarme, lanzo mi mano sobre ti, a razón de los 10.000 sestercios», al mismo tiempo en que colocaba la mano sobre cualquier parte del cuerpo del deudor (Gaio, I, 4.21).
Sin embargo, la evolución del Proceso Civil Romano provocó el nacimiento de otras leyes que, paulatinamente, fueron dificultando la manifestación de la fuerza física sobre la persona del deudor. Pero el marco de transición de la responsabilidad personal a la responsabilidad patrimonial se verificó con la aparición de la Lex Poetelia Papiria, en el año 326 a.C., que prohibió las cadenas y los grilletes, la muerte o venta del deudor como esclavo, pasando a admitir, en sustitución de la ejecución personal, la ejecución patrimonial.
Con el advenimiento de la Lex Poetelia surgen varias normas atenuadoras del sistema de vigilancia: a) La prohibición de la muerte y el encadenamiento del deudor; b) institucionalización de lo que antes era una simple alternativa ofrecida al acreedor, o sea, la satisfacción del crédito mediante la prestación de trabajos forzados; c) permiso en el sentido de que el ejecutado se librase de la manus injectio, repeliendo la mano que lo prendía (manum sibi depellere) a través del juramento de que tenía bienes suficientes para satisfacer el crédito (bonam copiam jurare); y principalmente d) extinción del nexum, el deudor pasa entonces a responder por sus obligaciones con el patrimonio que tuviese, y no con el propio cuerpo (pecuniae creditae bona debitoris, non corpus obnoxium esset).
La Ley de las XII Tablas se refiere a otros asuntos además de a la forma específica de ejecución del crédito. Disposiciones sobre la patria potestad, delitos, Derecho público y otras cuestiones están recogidas en sus artículos. Y, de igual forma que en las disposiciones anteriores, su perspectiva era de total falta de respeto por la vida, y la inexistencia de cualquier garantía para la integridad física de persona.
La Tabla Cuarta trata de la patria potestad: «1. Se permite al padre matar al hijo que nace deforme, mediante el juicio de cinco vecinos; 2. El padre tendrá sobre los hijos nacidos de su matrimonio legítimo el derecho de vida y de muerte y el poder de venderlos».
La Ley de las XII Tablas también castigaba con la muerte delitos de lesa patria: si un juez o un árbitro indicado por el magistrado recibió dinero para juzgar a favor de una de las partes en perjuicio del otro, que sea muerto; si alguien promueve en Roma asambleas nocturnas, que sea muerto; si alguien insufló el enemigo contra su patria o entregó un conciudadano al enemigo, que sea muerto (artículos 3º, 6º y 7º de la Tabla novena).
En Roma, toda la regulación y protección del cuerpo y, por lo tanto, del Derecho de la Personalidad se dio más en el área jurisdiccional. Las disposiciones de la Ley de las XII Tablas y de la protección ampliada que supuso la Lex Aquilia exigían la reparación de toda acción contraria al derecho (iniuria).
Contra la iniuria estaba la actio iniuriarum, que protegía a la persona de atentados a su integridad física, difamación verbal o escrita, ataques a la honra de la mujer casada, etc. La responsabilidad civil aquiliana, o extracontractual, tiene su origen en ella. «En la Edad Media, glosadores y comentadores continuaron con la protección procesal de la actio iniuriarum, sin, no obstante, elevar el tema una categoría autónoma. Fue la Escuela Humanista o Escuela Culta de Derecho la que procedió a esto, creando los iura in persona ipsa o potestas in se ipsum. El Humanismo apartaba los fundamentos de la existencia humana de la religión, permitiendo que el hombre se emancipase bajo un poder de autodeterminación, que incluiría su propio cuerpo» (NAVES, 2007, p. 19-20).
El ser humano fue objeto e instrumento de la —inhumana— «razón de Estado», que desconocía sus derechos primarios.
Superadas estas fases, desde la revolución francesa se manifestó la prevalencia del individuo, si bien en el periodo socialista con sumisión al interés común. Actualmente, se ha producido una vuelta al sistema individualista, pero con un enfoque en el que está presente el principio de solidaridad. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, fue el marco de protección a la vida y sus disposiciones fueron acogidas en las Constituciones de diversos países.
Hoy en día, el cuerpo humano no debe ser entendido como una prisión del alma o como manifestación de una realidad intangible, ni tampoco reducir al mismo todo proceso que es ser una persona humana. Por el contrario, el cuerpo debe ser tratado como elemento imprescindible para el reconocimiento de la base sensible de una persona que se manifiesta a través de él. Ser persona no es ser un cuerpo, sino tener un cuerpo. Conforme destaca Hegel: «el principio según el cual yo, como persona, soy también una individualidad inmediata, significa, en una definición más rigurosa: vivo en este cuerpo orgánico que es mi existencia extrínseca, indivisa, universal en su contenido y posibilidad real de cualquier determinación posterior. Como persona, poseo mi vida y mi cuerpo como cosas extrañas e independientes de mi voluntad» (Hegel, 1997, p. 76).
Asumir la existencia del cuerpo como algo personal implica, necesariamente, el reconocimiento y la legitimación de la autonomía privada como forma de autodeterminación de la persona humana, y evidentemente de su identidad, en una red de interlocución. El cuerpo humano es, por lo tanto, la expresión de la propia persona en este proceso de autodeterminación, tanto para atribuir contenido a su integridad física como para delimitar las coordenadas de su orientación psíquica. Retomando a Hegel: «mientras dure mi vida, mi alma (mi libertad) y mi cuerpo no están separados; éste es la existencia de la libertad y es en él donde yo siento» (Hegel, 1997, p. 76).
No siendo el cuerpo humano espectro de una perfección intangible, éste es asumido por la propia persona en la medida que es libre para construir su propia biografía. Sin embargo, como estas biografías no están construidas en un contexto aislado sino dentro de una red de interlocución democrática, el cuerpo humano está tutelado por instrumentos normativos que imponen límites a la asunción de corporeidad. Por lo tanto, el cuerpo humano merece una tutela jurídica que confiera a su titular una esfera de derechos, o sea, libertades de disposición (donación de partes separadas del cuerpo, donaciones del cuerpo muerto, exposición del propio cuerpo, procreación artificial y otros) o libertades para reivindicar algo que se refiera al propio cuerpo (derecho a la salud, reparación por daños y otros); así como deberes implicados en las «no libertades» atribuidas a su titular (la Ley brasileña n. 9.434/1997 prohíbe la comercialización de órganos humanos): y a los otros que interactúan con él (respeto, deber de protección del cadáver —hasta el punto de sufrir sanción penal).
El cuerpo humano es tratado como sujeto de derechos de personalidad por ser un elemento constitutivo de la persona. La persona se hace presente a través de su cuerpo en las relaciones intersubjetivas. Se trata del elemento físico que la identifica (imagen), asemejándola o diferenciándola de aquellos con quien convive (identidad). Si el cuerpo está tan íntimamente relacionado con la persona, cualquier acto que implique su disposición, modificación o exposición exige la voluntariedad de la persona a la cual identifica. Se destaca que la relación cuerpo y persona es una correlación autoconstitutiva, de modo que el cuerpo no puede ser negado a favor de un aspecto espiritual de la persona humana, ni tampoco significar la reducción espiritual de la misma.
Esta relación persona y cuerpo está siendo discutida cada vez más con los avances de las biotecnologías. El cuerpo humano, comprendido, científicamente, como fuente primaria para innumerables investigaciones biotecnológicas, ha potenciado una serie de posibilidades que, en un principio, significarían un acto de libre disposición individual, como es el caso de la comercialización del cuerpo y sus elementos por la persona que lo constituye. ¿Se podría pensar en el cuerpo humano como un producto comercializable?
Para algunos, el cuerpo humano es un objeto que pertenece a la persona que lo constituye, de modo que ésta podría disponer libremente del mismo, incluso con fines comerciales. Para otros, esta disponibilidad no sería posible, puesto que el cuerpo goza de una esencia metafísica que lo eleva a una categoría espiritual.
Sin embargo, estas posiciones son criticables en la medida en que la primera reduce toda la manifestación del desarrollo de la personalidad al cuerpo humano y la segunda puede llegar a negar la libertad individual a partir de justificaciones metafísicas. El cuerpo humano, en cuanto base sensible de una persona y por lo tanto elemento de su identidad, debe ser entendido en conjunto con la propia aproximación a lo que es una persona. Se trata de reconocerlo como algo común (especie homo sapiens) y distinto (personal) a todos los individuos que comparten una misma realidad intersubjetiva dialéctica.
De este modo, considerando el cuerpo humano como sustento de derechos de la personalidad, es necesario partir de una perspectiva jurídica con el análisis de estos derechos.
Actualmente, se puede aludir a «situaciones jurídicas de la personalidad» (Naves, 2007, p.104). Así, los derechos de personalidad no pueden ser entendidos única y exclusivamente como derechos subjetivos —tal como ocurrió en el pasado— , sino como situaciones jurídicas subjetivas, lo que significa que bien pueden ser estudiados como derechos potestativos (derecho a la revocación del consentimiento a las investigaciones; derecho a negarse a someterse a análisis genéticos), bien como facultades (cesión de uso de datos genéticos del titular a instituciones dedicadas a la investigación), gravámenes (cuando los datos genéticos sirven de prueba en procesos judiciales) o deberes jurídicos (el fallecido puede ser la referencia de un deber jurídico en caso de lesión a la honra o a la imagen).
Para la protección del cuerpo humano, la Teoría Clásica de los Derechos de Personalidad se traduce en las facultades cuyo objeto son los diversos aspectos de la propia persona del sujeto, así como de su proyección esencial en el mundo exterior. Bajo la denominación de derechos de personalidad, se comprenden los derechos esenciales al desarrollo de la persona humana que la doctrina tradicional preconiza como derechos absolutos y desprovistos de la facultad de disposición. Se destinan a salvaguardar la dignidad de la persona humana, preservándola de los atentados que puede sufrir por parte de otros individuos.
Son varias las clasificaciones ofrecidas por la doctrina jurídica en relación con los derechos de personalidad. De Cupis los divide así: derecho a la vida y a la integridad física; derecho sobre las partes del cuerpo y derecho sobre el cadáver; derecho a la libertad; derecho al intimidad (derecho a la honra, a la intimidad y al secreto); derecho a la identidad personal (derecho al nombre, al título y a la propia imagen); y derecho moral del autor (De Cupis, 2004).
Antônio Chaves los relaciona de la siguiente manera: derecho a la honra; derecho al nombre; derecho a la libertad de manifestación de pensamiento; derecho a la libertad de conciencia y de religión; derecho a la protección de la propia imagen; derecho al secreto; derecho moral del autor. (Chaves, 1982, p.491).
La clasificación de Orlando Gomes, muy valorada por la doctrina jurídica, distingue dos bloques fundamentales: derecho a la integridad física, la cual comprende el derecho a la vida, el derecho sobre el propio cuerpo, que se subdivide, a su vez, en derecho sobre el cuerpo como tal y derecho sobre las diferentes partes separadas del mismo; y el derecho sobre el cadáver. El segundo bloque comprende el derecho a la integridad moral: el derecho a la honra, a la libertad, al recato (privacidad), a la imagen, al nombre y derecho moral del autor. (Gomes, 2002, p. 153).
La teoría clásica atribuye a los derechos de personalidad las siguientes características, que consecuentemente deben ser aplicadas a la protección jurídica del cuerpo humano: son originarios; absolutos; necesarios; vitalicios; indisponibles; intransmisibles; extrapatrimoniales; imprescriptibles; inembargables. A continuación se describen estas características para, más adelante, llevar a cabo una reflexión crítica.
El que los derechos sean originarios significa que son innatos o naturales: son derechos «anteriores al Estado» y compete a éste, únicamente, el reconocimiento de los mismos, que emergen de la razón natural.
Son absolutos en el sentido de que su oposición es erga omnes. Implican una obligación negativa de abstención de cualquier acto perjudicial. Todo individuo goza de estos derechos, y por tanto son vitalicios y necesarios, y no se extinguen más que por el fallecimiento.
La indisponibilidad significa irrenunciabilidad, es decir, son derechos que permanecen en la esfera de su titular independientemente de su voluntad. El acto de renuncia, según la teoría tradicional, implicaría una disposición de la propia dignidad.
La intransmisibilidad supone que los derechos de personalidad no se transmiten siquiera por acto causa mortis. Nacen y desaparecen ope legis. La transmisión supone que una persona se ponga en el lugar de otra, cosa que no es posible tratándose de atributos de la personalidad.
También están considerados como extrapatrimoniales o no pecuniarios porque no son susceptibles de tasación económica, si bien determinadas expresiones de los derechos de la personalidad sí pueden tener repercusiones económicas, como ocurre con la imagen.
Las pretensiones y acciones que irradian de ellos son imprescriptibles. Por lo tanto, no se extinguen aunque el titular no las ejerza, y su defensa permanece abierta.
Finalmente, de la intransmisibilidad e inalienabilidad se deduce que los derechos de personalidad son imbargables, sin que sea admisible ejecución coercitiva alguna sobre los mismos.
Reconsiderando las características clásicas de los derechos de personalidad, la primera a la que se hizo alusión (son derechos originarios), ha recibido críticas en el sentido de entender que estos derechos no son innatos o naturales, sino que surgen por su reconocimiento en el ordenamiento jurídico positivo, igual que ocurre con el resto de los derechos subjetivos.
Asumir que el cuerpo humano es la base física de la personalidad es reconocer que, aunque el cuerpo como materia biológica sea naturalmente constitutivo de la especie humana, la dignidad corporal que le es atribuida, y que es el objeto de tutela jurídica, está sustentada en la libertad de la persona. Se construye entonces un concepto de integridad física que encuentra su tutela normativa no sólo por el hecho de pertenecer a una especie, sino también porque expresa la libertad de una persona que siente y se expresa a través de él.
Habitualmente, la protección jurídica dispensada al cuerpo humano se articula desde la perspectiva de su sacralización. Tratarlo como especto de una perfección divina o sujetarlo a valores moralizantes implica relativizar el contenido de dignidad que le es atribuido por la propia persona, dentro de una esfera de libertades y «no libertades». Ningún derecho puede ser caracterizado como absoluto porque el ordenamiento jurídico prohíbe el abuso de derecho. Por lo tanto, no se puede afirmar los derechos de la personalidad lo sean. Tampoco pueden ser entendidos como derechos erga omnes, puesto que no se refieren sólo a relaciones jurídicas intersubjetivas, en las que se identifica un sujeto activo, o detentador del derecho, y sujetos pasivos, determinados o no, que tienen el deber de abstenerse de cualesquiera actos lesivos. La protección jurídica del cuerpo humano no puede desvincular a la persona de su posibilidad de autorealización. En este sentido, el cuerpo debe ser identificado con la persona, de la que depende y a la que está vinculado. No puede ser algo ajeno a su ámbito de libertades (derechos) y también de «no libertades» (deberes).
La caracterización clásica de los derechos de personalidad como derechos absolutos es pues criticable. Por ejemplo, en relación con los fallecidos ¿se les podrían atribuir derechos subjetivos?, ¿se podrían identificar manifestaciones de derechos de la personalidad que justificaran la tutela jurídica de la honra o imagen del fallecido?, ¿tendría el fallecido un derecho de protección al propio cuerpo, entendido como derecho de personalidad?
El único párrafo del art. 12 del Código Civil brasileño prescribe: «Art. 12. Se puede exigir que cese la amenaza, o la lesión, al derecho de la personalidad, y reclamar pérdidas y daños, sin perjuicio de otras sanciones previstas en la ley. Párrafo único. Cuando se trata del fallecido, está legitimado para solicitar la medida prevista en este artículo el cónyuge sobreviviente, o cualquier pariente en línea directa, o colateral hasta cuarto grado» (Brasil, 2002).
En cuanto a la honra y a la imagen del fallecido, específicamente, el párrafo único del art. 20 manifiesta: «Art. 20. Salvo que sea autorizada o necesaria para la administración de justicia o para el mantenimiento del orden público, la divulgación de escritos, la reproducción de las palabras, o la publicación, la exposición o la utilización de la imagen de una persona podrán ser prohibidas, por requerimiento y sin perjuicio de la indemnización que correspondiera, si afectaran a la honra, la buena fama o la respetabilidad, o se utilizaran con fines comerciales. Párrafo único. Cuando se trata del fallecido o de un ausente, están legitimados para solicitar esta protección el cónyuge, los ascendentes o los descendientes» (Brasil, 2002).
Surge entonces una paradoja: si es únicamente la persona quien puede ser titular de derechos que protegen sus atributos físicos (cuerpo) y psíquicos, es difícil explicar que el ordenamiento jurídico proteja esos atributos cuando se trata de fallecidos. Existe, aparentemente, un conflicto entre el concepto doctrinal de personalidad, hasta ahora pacífico, y la localización de los derechos de personalidad en el ordenamiento jurídico. ¿Cómo explicar que quien ya no es persona pueda gozar de derechos de personalidad?
Desde la perspectiva tradicional se podría aludir a cuatro razonamientos: a) No existiría un derecho de personalidad del fallecido, sino un derecho de la familia, afectada por la ofensa a la memoria de su miembro fallecido: b) Otros afirman que existen solamente manifestaciones post mortem de los derechos de personalidad, aunque la personalidad no exista de hecho; c) Con la muerte, se transmitiría la legitimación procesal para tomar medidas de protección y preservación, a la familia del difunto; d) Finalmente, se afirma que los derechos de personalidad, de los que en vida era titular el ahora fallecido, pasan a ser de titularidad colectiva, ya que existiría un interés público en impedir ofensas a intereses que, aunque no sean subjetivos, protegen el orden público.
Sin embargo, estas cuatro teorías se pueden rebatir como sigue: según la primera opción (a), la familia sería la víctima de una ofensa a la memoria del fallecido, pero ¿originaría esta ofensa la posibilidad de representación por parte de la familia para la defensa de la memoria del fallecido? ¿Se habría violado un derecho subjetivo por una ofensa a alguien que ya murió y que, por lo tanto, no goza ya de personalidad jurídica?
En relación con esta situación, Adriano De Cupis sustenta la posibilidad de acción de la familia en el «sentimiento de piedad» que experimenta por el fallecido.
No obstante, este intento loable de aportar coherencia a esta argumentación no concuerda con la aparición de un nuevo derecho porque, parece, se encuentra vacío de contenido, y se origina, simplemente, para satisfacer fundamentar la tutela judicial. Cuando afirma que existen manifestaciones de derechos de personalidad (b), aunque ésta ya no exista, se presupone que puede haber «consecuencia sin causa». Así, lo accesorio antecede a lo principal y, con base en la tradición, se crea una nueva categoría de «manifestaciones de derechos sin derechos» o lo que es peor, «manifestaciones de derechos sin personalidad».
La tercera teoría, presenta la idea de que la legitimatio se transmite a los familiares (c). Caio Mário da Silva Pereira incluso afirma que la legitimidad para la acción se transfiere a determinadas personas (Pereira, 2004, p. 243). El problema de los «derechos de personalidad del fallecido» se reduciría a una cuestión de tutela.
En efecto, reconocer a la familia legitimatio ad processum implica, al menos, la posibilidad de que existan derechos: si no hay existe esa posibilidad fática, no se reconocerá dicha legitimación. Sin embargo, como es sabido, esos derechos sólo se pueden atribuir a una persona. Por lo tanto, si cabe la posibilidad judicial de reclamación de «derechos », es porque estos existen y alguien debe ser el titular. Si la titularidad corresponde a la familia, nos enfrentamos con el problema de la intransmisibilidad de los derechos de personalidad; si corresponde al fallecido, estaríamos ante derechos subjetivos, cuyo «sujeto» ya no es persona.
Finalmente, la noción de titularidad colectiva de derechos (d) es un lugar común cuando se intenta justificar cierto paternalismo típico del Estado Social, pero sin fundamento alguno. En efecto, el carácter normativo del Derecho queda vacío en la búsqueda de valores universales. La consideración de valores homogéneos resta importancia al pluralismo jurídico que caracteriza al propio Estado Democrático de Derecho.
¿Existen derechos de la personalidad atribuible a alguien que ya murió? La respuesta es que no es preciso reconocer al fallecido derechos de personalidad para identificar una esfera de «no libertad» infringida por alguien. El fallecido puede ser la referencia de una situación jurídica, que se traduzca en deber jurídico que haya sido violado por alguien. Por lo tanto, no tiene sentido preguntarse sobre la personalidad del fallecido como tal o como una mera manifestación. Para una mejor comprensión, se puede establecer una semejanza entre el fallecido y la situación del nasciturus o de los llamados «entes despersonalizados». En ese caso, desapareció cualquier posibilidad de ejercicio de la autonomía. Si el Derecho atribuye un estatuto jurídico al nasciturus o a los entes despersonalizados, es en función del ejercicio futuro de la autonomía por parte una persona física (en el caso del nasciturus) o de la realización de una actividad propia de una persona. Por lo tanto, si alguien lesiona la «honra o la imagen del fallecido», no viola derechos —porque estos no existen—, sino que infringe deberes.
La situación jurídica, por lo tanto, puede referirse a la infracción de deberes institucionales, independientemente de la existencia de personalidad y de derechos correlacionados. El fallecido no goza de personalidad, no es titular de derechos, no se inserta en una relación jurídica intersubjuntiva, aunque exista responsabilidad para aquel que infringió una esfera de «no libertad». Así, la protección del cuerpo del fallecido es posible en la medida en que existe un ámbito de «no libertades» (deberes) impuesta a terceros que deben respetarlo.
A la familia no le son transferidos «derechos de personalidad», sino que le es atribuida una esfera de libertad procesal en la defensa de la no infracción de deberes que se refieran a la «figura» del fallecido. Así, el fallecido es la referencia del deber jurídico, y la tutela de su cuerpo se articula en esta esfera de deberes y no de derechos a una integridad física de una personalidad que ya no existe, ni se transmite. De este modo, se es coherente con la idea de intransmisibilidad de estos derechos.
Otra característica que ha recibido críticas es la de la indisponibilidad o irrenunciabilidad. Como se dijo, según la teoría clásica, derechos indisponibles son aquellos que permanecen en la esfera de su titular, independientemente de su voluntad, porque están arraigados en la naturaleza humana, y para garantizar la protección de la dignidad de la persona.
Pero, si en un Estado plural se valora el reconocimiento de las diferencias, elevar aspectos de la vida de los individuos a la categoría de «bien colectivo » o entenderlos como correspondientes al Estado, significa quitar al ser humano la única cosa que realmente posee: él mismo; no podría ni siquiera discutirse cuestiones como el derecho de morir o la objeción de conciencia religiosa. En una sociedad democrática, reconocer iguales libertades subjetivas para todos abre la puerta para considerar la vida, antaño reconocida como «bien supremo », como algo disponible.
El cuerpo humano, por lo tanto, debe ser contemplado como un instrumento implicado en la construcción de la biografía y de la personalidad jurídica. Cuando el cuerpo humano es objeto de regulación jurídica, lo es como manifestación de la dignidad humana. Pero, en este sentido, la dignidad, no se construye a través de la imposición de ciertas coordenadas relativas a una «vida buena» o a un «cuerpo santo», sino que en cada caso concreto es imprescindible la implicación del titular.
En la ámbito procesal, son dos los mecanismos de protección al cuerpo humano: la tutela inhibitoria y la tutela resarcitoria. La tutela inhibitoria tiene por finalidad evitar la práctica, la continuidad o la repetición de lo ilícito, y no está dirigida a la reparación del perjuicio. Por lo tanto, su territorio es el de la prevención, frente al de la tutela resarcitoria, que se refiere a la averiguación de quién debe sufragar los costes del perjuicio, independientemente de que el daño resarcible haya sido producido o no con culpa. La tutela resarcitoria, en la mayoría de los casos, sustituye el derecho originario por un derecho de crédito equivalente al valor del perjuicio efectivo y, en ese aspecto, tiene por objetivo único la garantía de la integridad patrimonial de los derechos.

Véase: Cadáver, Dignidad humana, Integridad física, Muestra Biológica, Persona.

Bibliografía: CHAMON JUNIOR, Lúcio Antônio. Teoria geral do direito moderno. Rio de Janeiro: Lumen Juris, 2006; CHAVES, Antônio. Tratado de direito civil. São Paulo: Revista dos Tribunais, 1982; DE CUPIS, Adriano. Os direitos da personalidade. Campinas: Romana Jurídica, 2004; GOMES, Orlando. Introdução ao Direito Civil. 18. ed. Rio de Janeiro: Forense, 2002; HABERMAS, Jürgen. O Futuro da Natureza Humana. São Paulo: Martins Fontes, 2004; HEGEL, Georg Wilhelm Friedrich. Princípios da Filosofia do Direito. São Paulo: Ícone, 1997; NAVES, Bruno Torquato de Oliveira. Revisão crítico-discursiva dos direitos de personalidade. Tese de doutoramento. Belo Horizonte, 2007; PEREIRA, Caio Mário da Silva. Instituições de direito civil. 20. ed. Rio de Janeiro: Forense, 2004. v. 1; SÁ, Maria de Fátima Freire. Biodireito e Direito ao próprio corpo. 2.ed. Belo Horizonte: Del Rey, 2003; SÁ, Maria de Fátima Freire de; NAVES, Bruno Torquato de Oliveira. Manual de biodireito. Belo Horizonte: Del Rey, 2009.


Buscador

Con la colaboración de:

2024 © Cátedra Interuniversitaria de Derecho y Genoma Humano | Política de Privacidad | Condiciones de uso | Política de Cookies | Imprimir