Autor: FERNANDO FONSECA FERRANDIS
I. El orden territorial establecido por la Constitución Española de 1978; alcance de los Estatutos de Autonomía. 1.1. Marco general.—Como es sabido, la Constitución Española de 1978 procedió a realizar una nueva articulación del poder político y administrativo mediante el reconocimiento de unas nuevas instancias territoriales, las Comunidades Autónomas, que vinieron, de esta forma, a sumarse a los ya conocidos Municipios y Provincias y, paralelamente, a través de la atribución, a todas estas entidades territoriales, de autogobierno para gestionar el ámbito de sus intereses propios. Así se expresa el artículo 137 de dicha norma cuando afirma que El Estado se organiza territorialmente en Municipios, en Provincias y en las Comunidades Autónomas. Todas estas entidades gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses. Con independencia del reconocimiento del carácter complejo de la comunidad que fundamenta el Estado, dicha previsión constitucional implica, también, la construcción del poder público diseñado por la Constitución a partir de tres niveles —el Estado en sentido estricto, es decir, referido a las instituciones generales, la esfera autonómica y el ámbito local—, cada uno de los cuales, puede, en tanto poderes públicos, adoptar las decisiones que estime conveniente en sus respectivas esferas de actuación mediante el dictado de normas o actos administrativos. Todo ello, sin perjuicio, de las consecuencias que para dicho orden se desprenden del reconocimiento, también por la norma constitucional, de los principios de unidad y solidaridad —la CE se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones y la solidaridad entre todas ellas—. Son, pues, los tres principios citados —autonomía, unidad y solidaridad— los que en su interrelación mutua definen la organización territorial del Estado.
Procede recordar en este lugar que, aunque el concepto de autonomía es una expresión que carece de un significado jurídico único y preciso —pues, la propia Constitución lo utiliza en contextos de diferente naturaleza jurídica—, de acuerdo con la doctrina «ius publicista» más autorizada podemos destacar los siguientes elementos como definidores del concepto:
a) En primer lugar, se debe considerar que como tal, hace referencia a un poder limitado, en tanto propio de organizaciones secundarias o derivadas. Se contrapone, de este modo, al concepto de soberanía, que es el poder perteneciente a las organizaciones originarias, es decir, el Estado.
b) En segundo término, como hemos apuntado, la autonomía consiste en un poder de autonormación pero que no se agota en el mero reconocimiento de una aptitud para dictar normas concretas y fragmentarias. Por el contrario, se caracteriza por dar lugar a un verdadero ordenamiento, aunque particular e integrado en el general del Estado.
c) Finalmente, es preciso destacar que la autonomía comprende no sólo la potestad de autonormación sino, también, la capacidad de acción en el plano ejecutivo, circunstancia de la que se derivan dos nuevos elementos a considerar. Va a comprender, por un lado, la capacidad de opción entre estrategias distintas para el desarrollo de la acción ejecutiva, por tanto, la posibilidad de definición de una política propia; por otro, la aptitud de cumplir dicha política bajo la propia responsabilidad, es decir, sin sujeción a la dirección de las instancias territoriales superiores.
En cualquier caso, es preciso destacar que el resultado de la diversidad de organizaciones indicada —en tanto que reconocidas como entes personificados por el Derecho— es una pluralidad de ordenamientos; es decir, cada una de aquellas instancias territoriales integra un ordenamiento específico. Por lo que nos interesa ahora a nosotros, por un lado, el general del Estado, «estrictu sensu»; por otro, los particulares de cada una de las diferentes Comunidades Autónomas constituidas, sostenidos, estos últimos, por la Constitución y por los respectivos Estatutos de Autonomía que, de este modo, concretan respecto de cada instancia autonómica, las previsiones constitucionales. De ahí, justamente, su integración en el denominado «bloque de constitucionalidad» e, igualmente, su consideración como norma fundacional de la Comunidad Autónoma de que se trate (Sentencia 76/ 1988, de 26 de abril, dictada por el Tribunal Constitucional). Dichos ordenamientos se relacionan a partir del principio de competencia de modo que, a cada uno de ellos, le corresponde un ámbito propio de actuación. Es preciso destacar, acto seguido, que el principio de separación no tiene, sin embargo, un carácter absoluto:
a) En primer lugar, porque la Constitución en su condición de norma superior de todos los ordenamientos existentes en el territorio nacional, articula «desde arriba» el ordenamiento estatal general y el autonómico (artículos 1.1; 9; 96; y 147.1), que deben ser entendidos, de esta forma, como subsistemas subordinados al texto constitucional. Esta ejerce simultáneamente una primacía sobre ambos ordenamientos y, de este modo, impone su eficacia normativa a todos los poderes del Estado (artículos 9.1 y 103.1). De ello derivan dos circunstancias. Por un lado, que la validez de todas las normas, ya estatales, ya autonómicas, está condicionada a su «constitucionalidad»; por otro, que tanto unas, como otras, deben ser interpretadas «conforme a la Constitución».
b) En segundo término, porque —a partir de la paralela afirmación del principio de competencia—, se establecen ciertas relaciones interordinamentales que expresan cierto grado de colaboración entre los dos ordenamientos citados. Como ha afirmado la doctrina administrativista no es posible pretender una separación radical y completa de ambos, pues, los dos son dependientes del supraordenamiento constitucional, circunstancia que excluye por sí sola una separación absoluta y, además, «coextensos» en cuanto a subjetivo y territorial de aplicación. En cualquier caso, interesa destacar que dichas relaciones de colaboración pueden ser de tres clases, de acuerdo con la finalidad de la regulación prevista en la Constitución:
relaciones de cooperación (artículos 148 y 149.1);
relaciones de interferencia (artículos 150 y 155);
relaciones de integración (artículo 149.3). Evidentemente, la primera clase de relaciones constituyen el núcleo de nuestro objeto de estudio.
Interesa destacar además que, si bien, la existencia de hipótesis de pluralidad de ordenamientos jurídicos no es algo nuevo, la constitucionalización de las Comunidades Autónomas, en cuanto entes territoriales —como hemos apuntado al inicio de este trabajo— de carácter político ha producido, sin embargo, un importante cambio cualitativo respecto de otros precedentes. En efecto, como ha puesto de manifiesto la doctrina, las Comunidades Autónomas no son simples entes administrativos sino organizaciones que poseen una verdadera sustancia política por su misma posición constitucional y que, paralelamente, están dotadas de toda una serie de funciones y poderes de tal naturaleza como prueba la circunstancia de que para el desarrollo de su gestión cuentan con el poder político por excelencia, es decir, el poder legislativo y, por tanto, con la posibilidad de configurar opciones políticas propias. En este sentido, el Tribunal Constitucional califica el sistema organizativo derivado de la Constitución como una «organización compleja» o como un «Estado compuesto» en el que las Comunidades Autónomas ejercen funciones estatales (así lo ponen de manifiesto las siguientes sentencias del Tribunal Constitucional: 4/ 1981, de 2 de febrero; 1 y 35/1982, de 28 de enero y 14 de junio; 27/1983, de 20 de abril; 12 y 25/ 1985, de 30 de enero y 14 de julio; 44/1992, de 2 de abril; 119/1992, de 18 de septiembre). Están investidas, por imperativo constitucional de las potestades públicas superiores y de las competencias sustantivas en cuyo ejercicio se concretan dichas potestades.
En cualquier caso, es preciso destacar que nuestro sistema constitucional se limita a establecer un marco formal que ofrece a las diferentes nacionalidades y regiones opciones distintas como forma de acceso a su autogobierno (artículo 143 de la Constitución); opciones que se concretan mediante el Estatuto de Autonomía propio de cada Comunidad Autónoma que debe especificar tanto su organización específica como el concreto nivel competencial dentro del marco establecido por el texto constitucional. Se habla, en este sentido, del carácter dispositivo de la autonomía territorial (Sentencia del Tribunal Constitucional 16/1984, de 6 de febrero). Pues bien, interesa poner de relieve en este lugar que debido a su singular naturaleza jurídica —por un lado, dados los términos del artículo 147.1 de la Constitución, son normas estatales pero, por otro, son expresión del principio de autonomía (artículos 143, 146 y 151 de la Constitución) y, por tanto, son también normas de tal naturaleza—, los Estatutos de Autonomía gozan de un carácter superior al resto de las normas estatales y autonómicas. En efecto, una vez aprobados, la Constitución les atribuye de una «superrigidez cualificada» (artículos 147.3 y 152.2) que determina la imposibilidad de su modificación o reforma de acuerdo con el procedimiento propio de las leyes orgánicas.
Los Estatutos de Autonomía juegan, por tanto, como parámetros de validez del resto de las normas del ordenamiento jurídico, ya sean estatales —excluyendo la posibilidad de que éstas penetren en el ámbito de interés autonómico definido por los Estatutos de Autonomía—, ya sean autonómicas —respecto de la cuales, a tenor del artículo 147.1 de la Constitución, constituyen la norma institucional básica como ya hemos apuntado—. En cuanto tales Estatutos, están subordinados, tan sólo, al texto constitucional. Así se desprende, no sólo del artículo 27.2 a) de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, que de forma expresa admite que los Estatutos de Autonomía son susceptibles de declaración de inconstitucionalidad sino, también, de la propia doctrina emitida sobre el particular por el Tribunal Constitucional (sentencias 18/1982, de 4 de mayo; 16/1984, de 6 de febrero; ó 99/1986, de 11 de julio).
1.2. Sistema de distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas.— Con el fin de poder concretar el sistema de distribución del poder entre las instituciones generales y las autonómicas y, por tanto, su correspondiente ámbito competencial, es necesario partir con carácter general de lo dispuesto en el Título VIII de la Constitución. Recordemos que en dicha parte organizativa existen una serie de previsiones cuya finalidad es, precisamente, viabilizar la intervención de una u otra instancia territorial en función del alcance del interés público implicado. Se trata del artículo 149 respecto del campo de responsabilidad estatal y el artículo 148 en relación con el autonómico. Cada una de dichas previsiones constitucionales concretan en una serie de puntos, llamados «habilitaciones competenciales» el poder llamado a intervenir en cada materia —relaciones internacionales, administración de justicia, sistema monetario, medio ambiente, urbanismo y vivienda, asistencia social, etc.—. Al respecto es preciso realizar, sin embargo, unas breves precisiones, a saber:
a) En primer lugar, que los dos preceptos constitucionales citados juegan de forma diferente, pues así como el artículo 149 de la Constitución impone la competencia de que se trate a favor del Estado (El Estado tiene competencia exclusiva sobre las siguientes materias:…), en el caso de las Comunidades Autónomas (artículo 148), se trata sólo de una habilitación en beneficio de éstas (Las Comunidades Autónomas podrán asumir competencias en las siguientes materias…). Son dichas instancias las que deben decidir, en virtud de la opción constitucional, asumir o no, las competencias relacionadas en el último precepto indicado; decisión que se debe concretar en el correspondiente Estatuto de Autonomía.
b) En segundo término hay que destacar que así como en algunos casos existe una división patente y clara a favor de una u otra instancia territorial –Defensa y Fuerzas Armadas, sistema monetario, ordenación del territorio—, la hipótesis normal es precisamente la contraria. En efecto, en la mayoría de las ocasiones aquella relación no obedece a criterios de determinación estrictos que conduzca a una división perfecta y estaca de competencias, de tal forma que la regulación constitucional conduce, con fundamento en diferentes criterios —legislación básica, condiciones básicas, ejecución autonómica, coordinación general, etc.—, a la posibilidad de que sobre una misma materia actúen los dos centros de poder.
c) Finalmente, que las competencias sobre las materias que no hayan sido asumidas por las Comunidades Autónomas en virtud de sus respectivos Estatutos de Autonomía, corresponden al Estado, cuyas normas deben prevalecer en caso de conflicto sobre las autonómicas en todo lo no atribuido a la exclusiva competencia de éstas. El derecho estatal es, en todo caso, supletorio del derecho de las Comunidades Autónomas.
II. Los diferentes títulos habilitantes implicados en la materia; determinación y alcance.—2.1. Análisis de la competencia en materia de Sanidad.— De acuerdo con la doctrina constitucional relativa al modo de determinar el concreto título competencial que permita habilitar la actuación del poder territorial de que se trate, es preciso, ante todo, atender al sentido y a la finalidad de la actuación perseguida, dando preferencia al más específico y concreto, resulta evidente que la iniciativa y participación en materia sanitaria del Estado y de las Comunidades Autónomas se debe encauzar a través de las habilitaciones constitucionales en materia de Sanidad.
Se refieren a esta materia dos títulos distintos. Por un lado, el artículo 149.1. 16.º de la Constitución atribuye al Estado la competencia respecto de la Sanidad exterior, las Bases y la Coordinación general. Previamente, el artículo 148.1. 21.º de la misma norma permite que las Comunidades Autónomas asuman competencias en materia de Sanidad e Higiene, previsión que ha sido concretada por los Estatutos de Autonomía de todas las Comunidades Autónomas sin excepción. Estos últimos también han reconocido la competencia estatal cuando de la Alta Inspección se trata. La Constitución reconoce, por tanto, la existencia de dos centros de poder —el general y el autonómico—, llamados a intervenir en la materia. En otras palabras, aquel título tiene una composición interna compleja no sólo porque implica por imperativo constitucional la articulación del correspondiente poder político y administrativo a partir de la instancia estatal y de la autonómica, sino porque define los ámbitos de responsabilidad de cada una de estas dos instancias territoriales, a partir de diferentes criterios atributivos —legislación básica, desarrollo legislativo y ejecución, coordinación general, alta inspección y sanidad exterior—, en función del correspondiente interés público cuya tutela tiene encomendado el poder territorial correspondiente y que van conformando así, todos ellos, en su interrelación mutua, el alcance final del título analizado y, por tanto, el fundamento constitucional de la intervención de cada uno de ellos.
En cualquier caso, es preciso destacar que, aunque la determinación precisa y con carácter general de lo que se deba entender por legislación básica es una cuestión de imposible resolución con tal alcance, debemos entender que se refiere a aquellas cuestiones que constituyan los aspectos centrales, nucleares o estructurales del modelo legal vigente en materia de Sanidad y que, por tanto, lo hacen reconocible como sistema; como un modelo coherente y solidario en todo el territorio nacional, expresión de la vigencia de los principios de unidad y de igualdad. Es más, no desvirtúa tal conclusión la posible densidad de la regulación básica. Es preciso destacar que no nos encontramos ante un supuesto de delegación legislativa y, por tanto, a partir de dicha circunstancia, el Tribunal Constitucional ha afirmado qué grado de regulación estatal debe ser el necesario para salvaguardar la vigencia de los anteriores principios. Estamos pues, ante un concepto cualitativo —preservación de los principios de unidad y de igualdad—, y no cuantitativo —una legislación meramente indiciaria—.
Incluso, desde la consideración formal de aquel concepto, las observaciones anteriores permiten fundamentar, igualmente, el carácter constitucional del posible desarrollo reglamentario de los textos que integren la legislación básica del estado e, incluso, la acción ejecutiva de la instancia general. Se trata de una necesidad derivada de la propia insuficiencia legal para afrontar adecuadamente y con la celeridad necesaria, todas y cada una, de las diferentes hipótesis que se pueden plantear en la realidad; máxime, en una materia tan especial como la que constituye nuestro objeto de estudio y en la que lo singular, lo coyuntural y aún rareza de aquéllas, si no la regla general, sí puede estimar como altamente probables. Es más, tales circunstancias justifican plenamente el reconocimiento de una importante competencia ejecutiva a la instancia general. Ciertamente, el Tribunal Constitucional ha tendido a limitar tal posibilidad, imponiendo requisitos nuevos como la inexistencia absoluta de todo punto de conexión habilitante de la competencia autonómica o la imposibilidad de afrontar la situación mediante los mecanismos ordinarios de las técnicas de coordinación o de cooperación. No obstante, se trata de una posibilidad que encuentra pleno fundamento en la exigencia de adoptar especiales condiciones de homogeneidad en los criterios médicos, científicos y, por supuesto, legales que deben ser tenidos en cuenta en el desarrollo y aplicación de las diferentes técnicas y, especialmente, la necesidad de integrar posibles concepciones distintas e, incluso, contrapuestas, en la adopción de las decisiones públicas fundamentales.
Evidentemente, la legislación básica del Estado puede ser objeto de desarrollo autonómico que ha de complementar, de este modo, el ordenamiento básico estatal de forma acorde con los intereses y las necesidades que los responsables autonómicos consideren oportunos; incluso, orientando su acción de gobierno en función de una política propia sobre la materia, claro está, de acuerdo con las líneas competenciales derivadas del bloque de constitucionalidad. Además, como norma general, a la instancia autonómica debe corresponder a las Comunidades Autónomas también la ejecución de todo ese conjunto normativo.
Es preciso destacar, sin embargo, que con independencia de la hipótesis considerada, el Estado queda desposeído de toda competencia ejecutiva en la materia. Al margen de una serie de supuestos —casos extraordinarios de riesgo para la seguridad pública, formulación normativa de desarrollo, seguimiento de la eficacia de la misma o realización de estudios legislativos de diversa índole—, existe todo un conjunto de cuestiones que sólo pueden ser abordadas desde una óptica nacional y en las que, consecuentemente, no parece conveniente la división de la formulación normativa y la ejecución en niveles distintos; su responsabilidad debe quedar atribuida al Estado. Es el caso de la Coordinación General y de la Alta Inspección.
La Coordinación general supone una habilitación a favor del Estado en orden a la fijación de medios y sistemas de relación que posibiliten la información recíproca, la homogeneidad técnica en determinados aspectos y la acción conjunta de las autoridades sanitarias estatales y autonómicas en el ejercicio de sus respetivas competencias a fin de lograr la efectiva integración de actuaciones parciales en un sistema único. En cualquier caso, la concreta determinación del título constitucional habilitante de la intervención estatal –legislación básica o coordinación general— es una cuestión muy matizada que no responde a criterios únicos y precisos de delimitación. Como han puesto de manifiesto el Tribunal Constitucional y la doctrina administrativista, ambos institutos pueden jugar, en función de las circunstancias del caso y de los objetivos perseguidos, como técnicas intercambiables.
La Alta Inspección, por su parte, legitima la existencia de un poder estatal de vigilancia dirigido a impedir que se produzcan diferencias en la ejecución o aplicación del marco normativo vigente. Satisface, de este modo, una función de garantía y verificación del ejercicio de las competencias estatales y de las autonómicas y, por tal motivo, es plenamente constitucional. En cualquier caso, la supervisión estatal debe alcanzar, exclusivamente, la estricta legalidad sin comprender, por tanto, cuestiones de mera oportunidad y, además, se debe atener a los criterios generales de interpretación y aplicación de las normas y no, de actos concretos y singulares.
Finalmente, en virtud de la habilitación relativa a la Sanidad exterior, los correspondientes servicios sanitarios del Estado pueden desarrollar distintas medidas preventivas, asistenciales y prestacionales respecto a personas y bienes, en coordinación con otros departamentos de la Administración.
En cualquier caso, es preciso advertir que la invocación del título relativo a la Sanidad como fundamento constitucional de la actuación de los poderes públicos en la materia resulta procedente, solamente, cuando así lo justifique la naturaleza médica o asistencial de la actuación de que se trate. En efecto, el Tribunal Constitucional ha destacado que en la medida en que los valores afectados vayan más allá de la competencia sanitaria será preciso atender a otras previsiones competenciales y afirma en este sentido que «…La regulación de la extracción y trasplante de órganos corresponde al Estado porque así resulta de su incidencia en el ámbito de los derechos de la personalidad, que como tales no están comprendidas en el ámbito de la Sanidad. Solamente, en la medida en que aparecen implicadas competencias de la Administración sanitaria, y sólo en tal sentido, la regulación ha de considerarse como básica de la sanidad….».
2.2. La investigación; consecuencias de la incidencia de las previsiones constitucionales en materia de Hacienda general y educación superior.— Como es conocido, la investigación es una faceta esencial del sistema sanitario y como tal es reconocida por el ordenamiento jurídico vigente. Ahora bien, siendo ello así, desde una perspectiva jurídico-constitucional —que es la que nos interesa aquí— no es posible confundir ambas perspectivas, pues, sanidad e investigación, son aspectos esencialmente distintos, objeto de una regulación diferenciada y específica, tanto desde un punto de vista sustantivo como desde una perspectiva organizativa. Los valores y bienes jurídico constituciones implicados en una y otra son distintos y, consecuentemente, no resulta posible abordar su tratamiento desde una perspectiva unitaria.
Pues bien, siguiendo el esquema expuesto en el punto anterior, hay que recordar que se refieren a esta materia, por un lado, el artículo 149.1.15.º de la Constitución en relación con el alcance de la competencia estatal y el artículo 148.1.17.º del mismo texto constitucional, respecto del ámbito de responsabilidad autonómico. El primero atribuye al Estado la competencia en materia de Fomento y coordinación general de la investigación científica y técnica. Por su parte, el segundo se refiere a la competencia respecto del Fomento de la cultura, de la investigación y en su caso, de la enseñanza de la lengua de la Comunidad Autónoma. En principio, debemos partir consecuentemente de un particular régimen de concurrencia competencial entre el Estado y las diferentes Comunidades Autónomas y que implica que ambas instancias territoriales están habilitadas para intervenir, paralelamente, en la materia; las competencias pueden quedar, en principio, a la plena disponibilidad de una u otra instancia territorial. Consecuentemente, las dos instancias territoriales pueden poner en marcha y desarrollar sus propias medidas de fomento de la investigación en aquel campo del conocimiento, actuaciones que pueden ser de muy diferente naturaleza —normativa, ejecutiva, organizativas o serviciales—, sin que, además, queden limitadas por el carácter territorial del poder político que pretenda su ejecución y, todo ello, con independencia de cual sea el alcance de la competencia de dicho poder en virtud otros títulos constitucionales. Ahora bien, es preciso destacar que la posición del Estado y de las Comunidades Autónomas no es propiamente de igualdad como pudiera parecer. Antes al contrario, al margen de la inicial atribución, existe, también aquí, un claro protagonismo del Estado que se deriva de las siguientes circunstancias:
a) En primer lugar, parece claro que determinadas cuestiones o aspectos esenciales relacionados con la actividad de investigación que exceden o van más allá de su dimensión meramente prestacional —entendida como deber de actuación de los poderes públicos—, deben ser objeto de tratamiento mediante Ley Orgánica, en tanto que posibilitan el adecuado desenvolvimiento legal de dicha actividad, incidiendo así, directamente sobre ella. Podemos señalar como ejemplo, los presupuestos habilitadores de la posibilidad misma de investigar con determinado material biológico humano, los requisitos esenciales a cuyo cumplimiento queda condicionada dicha posibilidad o los fines y las clases de investigación a realizar. Son, ciertamente, aspectos esenciales, básicos o centrales del contenido nuclear del derecho a la investigación biomédica que implican su desarrollo directo y frontal, complementando, de esta manera, la regulación constitucional en un ámbito determinado. Algo más o menos próximo ocurre en el caso de la regulación de aquellas cuestiones atinentes al derecho a la intimidad.
b) En segundo término, porque la competencia que en materia de coordinación general que en este ámbito corresponde, igualmente, al Estado, le atribuye importantes facultades en el orden ejecutivo.
c) En tercero, porque facetas muy importantes de la investigación —en concreto, la investigación clínica—, en tanto que su práctica tiene por objeto comprobar bajo parámetros diferentes —eficacia, seguridad, tolerancia etc.—, el uso médico de ciertas técnicas o tratamientos, presentan una clara vocación sanitaria, circunstancia que determina que sea esta dimensión, la determinante a la hora de abordar la materia desde un punto de vista jurídico constitucional y, por tanto, la consecuente atribución competencial.
d) Finalmente, porque, aunque no existe ninguna duda acerca de la competencia de las dos instancias territoriales citadas para realizar las consignaciones presupuestarias con cargo a sus propios fondos, destinadas a cubrir los gastos de funcionamiento de los diferentes servicios y organismos dependientes de ellas, sobre este reconocimiento hay que sopesar los efectos derivados de la atribución al Estado de las competencias relativas a la planificación general de la actividad económica y, especialmente, a la Hacienda general (artículo 149.1.14.º de la Constitución). De ahí que no se pueda pretender, como en ocasiones se afirma desde la esfera autonómica, que la competencia estatal deba limitar su alcance a la regulación de las condiciones esenciales de otorgamiento y que, paralelamente, la responsabilidad atribuida a las Comunidades Autónomas sea comprensiva, en todo caso, de la regulación y el desarrollo de tales extremos, así como de la gestión ulterior de los fondos.
En nuestro caso, existe realmente una atribución competencial diferenciada y plena a la esfera estatal, por un lado y, la esfera autonómica, por otro. Consecuentemente, es algo perfectamente lícito, no sólo la asignación estatal de sus propios fondos con destino al fomento de la investigación científica sino, también, la posible gestión centralizada de los fondos correspondientes cuando resulte imprescindible para asegurar la plena efectividad de las medidas de fomento dentro de la ordenación básica del sector y para garantizar iguales posibilidades de obtención y disfrute de las mismas por parte de sus posibles destinatarios en todo el territorio nacional, evitando que se sobrepase la cuantía global de los fondos destinados a dicho sector. Así lo tiene establecido reiteradamente el Tribunal Constitucional.
Finalmente, es preciso tener presente que, si bien, todas estas actividades se insertan plenamente en el campo de la investigación, en determinados casos, no es menos cierta su relación con el ámbito de la educación superior. Y así, en tanto que dicha investigación se desarrolle en el seno de la institución universitaria, el fundamento constitucional de la actividad investigadora se puede encontrar también en otros preceptos de tal rango, circunstancia que puede implicar el reconocimiento a la institución universitaria de importantes potestades normativas y de organización en la materia y, por tanto, en relación con nuestro objeto de estudio (artículo 149.1. 3.º de la Constitución).
2.3. Incidencia en la materia de otros títulos de Derecho público.—Ahora bien, si ciertamente los títulos competenciales relativos a la Sanidad y a la Investigación científica resultan fundamentales a la hora de articular de modo efectivo el modelo de distribución de competencias en materia de Ciencias Biomédicas, no lo es menos que no agotan todos los extremos sobre los que pueden incidir aquellas prácticas biomédicas. Hemos apuntado ya el derecho a la intimidad, a la hacienda y a la educación superior. No obstante, es preciso destacar que sobre el sistema de distribución competencial, articulado a partir de dichos extremos, se deben considerar otras perspectivas que inciden igualmente en el mismo. Especial importancia revisten, desde un punto de vista horizontal, la relativa a la regulación de las condiciones básicas que garantizan la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales y, desde una lógica más sectorial, la competencia en materia de medicamentos y de productos sanitarios. La primera supone la atribución de una competencia de carácter pleno al Estado y, por tanto, un notable refuerzo de sus posibilidades de intervención. De esta forma, si bien no puede dar lugar a una normación acabada y completa de las diferentes cuestiones objeto de regulación, no lo es menos que puede proporcionar fundamento constitucional suficiente a diferentes previsiones legales estatales, ya de naturaleza médica, ya de carácter investigador en el campo biomédico —de especial relevancia cuando del conjunto de facultades, derechos y deberes que integran el derecho a investigar se trata—. Asimismo es preciso considerar su incidencia en el conjunto: derecho a la vida/dignidad/identidad de la persona.
Por su parte, el análisis del sistema competencial en materia de medicamentos y productos sanitarios vuelve a poner de relieve un importante protagonismo estatal. A este corresponde no sólo la competencia legislativa sino también el grado de participación ejecutiva —circunstancia que por diversos cauces ha justificado el Tribunal Constitucional—, desplazando, incluso, la iniciativa de este orden que vía materia de industria, pudiera corresponder, al menos inicialmente a las Comunidades Autónomas.
2.4. Análisis de habilitaciones competenciales propias del Derecho privado.—La disciplina de las técnicas biomédicas que constituyen nuestro objeto de estudio no incide solamente en aspectos de naturaleza jurídico-administrativa como es la regulación de los campos sanitario e investigador. Resulta especialmente relevante la posible incidencia de aquellas actuaciones médicas y científicas y de las técnicas y procedimientos que le son propios, sobre ciertas realidades biológicas —el embrión— que en muchas ocasiones constituyen el objeto directo de las mismas y cuya trascendencia no sólo no pasa desapercibida para el ordenamiento jurídico sino que, incluso, son calificadas como bienes jurídicos, constitucionalmente protegidos con la consecuencia para el Estado de (…) establecer un sistema legal para la defensa de la vida que suponga una protección efectiva de la misma y que, dado el carácter fundamental de la vida, incluya también, como última garantía las normas penales. Pues bien, a la hora de delimitar positivamente dicho ámbito de protección, de articular el conjunto de relaciones jurídicas que lo definen, junto con el Derecho penal, llamado a afrontar desde la perspectiva que proporciona el principio de mínima intervención, las conductas más reprobables y las vulneraciones más graves del ordenamiento, el Derecho civil está llamado a desempeñar un papel fundamental en tanto sector regulador del estatuto legal de aquéllos. Cuando se admite o no, la posibilidad de desarrollar una determinada práctica médica o cuando se establece que la investigación puede hacer o no, algo, no sólo se esta regulando el alcance de la Medicina o de la investigación; en la medida en que éstas tengan por objeto un embrión, se está incidiendo sobre un bien jurídico-constitucionalmente distinto y, por tanto, la perspectiva desde la que se afronte el problema debe ser también, necesariamente diferente. Como hemos visto, se trata de un planteamiento utilizado por el propio Tribunal Constitucional en relación con los derechos de la personalidad, capaces de extraer del ámbito de la sanidad, la regulación de terminadas cuestiones relacionadas con las prácticas de extracción y trasplante de órganos.
De ahí, precisamente, la necesidad de proceder a una adecuada articulación de todos y cada uno de los diferentes valores y bienes constitucionales en juego, en aras a su efectiva y real compatibilización. Sólo mediante el desarrollo de esta labor es posible alcanzar una definición correcta y acabada del marco constitucional vigente en materia de Ciencias Biomédicas y, consecuentemente, definir el ámbito de intervención de los diferentes poderes públicos implicados. Del entendimiento de aquellos conceptos, de su mayor o menor alcance, va a depender la concreta articulación de los diferentes bienes y valores jurídicos en juego, consecuentemente, el alcance del texto legal y, en definitiva, las facultades que pueden desarrollar los diferentes sujetos implicados en la praxis médica e investigadora en aquel campo del conocimiento.
Evidentemente, el Derecho civil también está llamado a intervenir en relación con otras instituciones propias de aquel sector del ordenamiento jurídico y, en concreto, del derecho de la persona, del derecho de familia e, incluso, de la teoría del negocio jurídico, que se van a ver afectadas necesariamente como consecuencia del empleo de aquellas técnicas. Desde el ámbito privado, también hay que tener en cuenta la legislación procesal y la mercantil, en relación con determinadas cuestiones como la admisión y práctica de determinadas pruebas en el proceso o el régimen jurídico de la patente de las invenciones biológicas.
III. El ámbito competencial de las entidades locales.—El reconocimiento del poder municipal autónomo exige, ciertamente, dotar a las entidades integrantes de la Administración local de todas las competencias que sean precisas para satisfacer y dar cumplimento a los intereses que les son propios. Ahora bien, es preciso destacar que el hecho de que el texto constitucional reconozca la autonomía también a estas últimas entidades, no significa que su alcance sea similar al previsto cuando de las Comunidades Autónomas se trata. En efecto, en este último caso, dicha norma establece una regulación muy pormenorizada, comprensiva —en lo esencial— de aspectos tales como el procedimiento de acceso y de constitución (artículos. 143, 144, 146 y 151 de la Constitución); relaciones intracomunitarias (artículos 147 de la Constitución); el sistema de distribución competencial con el Estado (artículos 148, 149 y 150 de la Constitución); su organización interna (artículo 152 de la Constitución); el sistema de control de su actividad y la coordinación con las instituciones generales (artículos 153, 154 y 155 de la Constitución); su régimen económico financiero (artículos 156, 157 y 158 de la Constitución); y, en fin, el sistema de conflictos constitucionales de las Comunidades Autónomas entre sí, y con las instituciones generales (artículos 161 y 162 de la Constitución). No ocurre esto, sin embargo, cuando se trata de la Administración local. Los artículos 140 y 141 de la norma suprema reconocen la autonomía y la personalidad jurídica propia de los Municipios y Provincias y poco más. No existe, desde luego, una regulación constitucional directa de sus aspectos esenciales como hemos visto que ocurría en el caso anterior. De esta forma, la protección constitucional de la autonomía local se debe articular a través de otras vías; en concreto, mediante la técnica de la garantía institucional que garantiza su reconocimiento, en tanto institución, en el ordenamiento estatal en su conjunto (Sentencias 25 y 31/ 1981, de 2 de febrero, de 14 de julio y de 28 de julio, respectivamente; 84/1982, de 23 de diciembre; 27 y 193/1987, de 17 de febrero y 9 de diciembre; 170 y 214/1989, 9 de octubre y 21 de diciembre; 159/2001, de 5 de julio, etc…, dictadas por el Tribunal Constitucional).
Como es sabido, se trata de una técnica consagrada en el artículo 19 de la Ley Fundamental de Bonn e importada por nuestro ordenamiento constitucional que la utiliza con el fin de salvaguardar el contenido esencial de los derechos fundamentales (artículo 53.1 de la Constitución). En nuestro caso concreto, presupone un concepto de la autonomía local existente en la conciencia colectiva y jurídica e integrado por los elementos característicos y definitorios de la institución en cuestión y que la hacen reconocible como tal. Con ello se pretende suplir la parquedad de la Constitución a la hora de llevar a cabo la regulación directa de la Administración local, protegiendo el reconocimiento de su autonomía frente al legislador —estatal y autonómico— frente a todo intento, no sólo de supresión sino, lo que es más frecuente, de desvirtuación o lesión ilegítima. En definitiva, no existe un diseño constitucional directo del régimen local y, consecuentemente, tampoco de los aspectos competenciales. De esta forma, ha de ser el legislador ordinario quién debe definir dicho régimen, para lo cual, goza de un apreciable de libertad.
En nuestro ordenamiento jurídico, es la Ley 7/ 1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases del Régimen Local, el texto que define el programa constitucional en este ámbito y que, consecuentemente, en tanto, concreción constitucional de la autonomía local, integra junto con la propia Constitución y los diferentes Estatutos de Autonomía, el denominado «bloque de constitucionalidad». Desde esta perspectiva establece tres reglas que es preciso referirse:
a) En primer lugar, la cláusula de atribución general, de acuerdo con la cual, para la efectividad de la autonomía garantizada constitucionalmente a las entidades locales, la legislación del Estado y la de las Comunidades Autónomas, reguladoras de los distintos sectores de la acción pública, según la distribución constitucional de competencias, debe asegurar a los Municipios, las Provincias y las Islas, su derecho a intervenir en cuantos asuntos afecten directamente al círculo de sus intereses, atribuyéndoles las competencias que procedan en atención a las características de la actividad pública de que se trate y a la capacidad de gestión de la entidad local, de conformidad con los principios de descentralización y máxima proximidad de la gestión administrativa a los ciudadanos (artículo 2.1).
b) En segundo término, la cláusula de concreción ulterior que supone que, con independencia de la previsión anterior, el Municipio debe ejercer en todo caso, competencias en los términos de la legislación del Estado y de la Comunidades Autónomas en una serie de materias y, entre éstas, cuando de la protección de la salubridad pública, participación en la gestión de la atención primaria de la salud y cementerios y servicios mortuorios (artículo 25.2). c) Finalmente, la cláusula de atribución complementaria según la cual, los Municipios pueden realizar actividades complementarias de las propias de otras Administraciones Públicas y, en particular, las relativas a la educación, la cultura, la promoción de la mujer, la vivienda, la sanidad y la protección del medio ambiente (artículo 28). Consecuentemente con dichas previsiones legales de carácter básico es claro que los Municipios pueden contar con cierto ámbito de participación e iniciativa en la materia, no sólo porque la sanidad es una materia que afecta ciertamente al interés local como lo demuestra la circunstancia de que ha sido uno de los contenidos típicos y tradicionales del concepto de la policía urbana sino porque la propia legislación de régimen local, le reconoce específicas competencias en la materia. Con independencia de la salubridad pública y la gestión de los servicios públicos mortuorios, destaca su participación en la gestión de la atención primaria de la salud. Dicho texto legal no determina, sin embargo, cual debe ser el alcance de dicha intervención y de ahí, los problemas que habitualmente plantea el concepto de la autonomía local. Con independencia de ello, los Municipios pueden desarrollar también otras tareas de carácter complementario.
En cualquier caso, el legislador estatal sectorial ha recogido expresamente aquel mandato y establece que las normas autonómicas, cuando regulen la organización de sus propios servicios de salud, tengan en cuenta las responsabilidades y la competencia que corresponden a las Provincias, Municipios y demás Administraciones territoriales intracomunitarias, de acuerdo con lo establecido en los Estatutos de Autonomía.
No se puede dejar de recordar, sin embargo, que la promulgación y posterior entrada en vigor de la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad, supuso cierto efecto centralizador en beneficio de las Comunidades Autónomas, al disponer la integración en los Servicios de Salud y bajo la exclusiva responsabilidad de dichas instancias territoriales, de todos los centros y establecimientos de salud que hasta entonces eran gestionados separadamente por las corporaciones locales. No obstante, aquel texto legal reconoció a estas últimas el derecho a participar en los principales órganos colegiados de dirección de las Áreas de Salud y que se concreta en la incorporación de cierto número de representantes locales en el Consejo de Salud y en el Consejo de Dirección del Área de Salud de que se trate. Por último, hay que recordar que sin perjuicio de las competencias de las competencias reconocidas a las demás Administraciones Públicas, los Ayuntamientos deben ejercer las siguientes responsabilidades mínimas en relación con el obligado cumplimiento de las normas y planes sanitarios:
a) Control sanitario del medio ambiente: contaminación atmosférica, abastecimiento de aguas, saneamiento de aguas residuales, residuos urbanos e industriales.
b) Control sanitario de industrias, actividades y servicios, transportes, ruidos y vibraciones.
c) Control sanitario de edificios y lugares de vivienda y convivencia humana, especialmente de los centros de alimentación, peluquerías, saunas y centros de higiene personal, hoteles y centros residenciales, escuelas, campamentos turísticos y áreas de actividad físico-deportivas y de recreo.
d) Control sanitario de la distribución y suministro de alimentos, bebidas y demás productos, directa o indirectamente relacionados con el uso o consumo humanos, así como los medios para su transporte.
e) Control sanitario de los cementerios y policía sanitaria mortuoria.
Por lo demás, hay que indicar que para el desarrollo de estas funciones los Ayuntamientos deben recabar el apoyo técnico del personal y los medios de las Áreas de Salud en cuya demarcación estén comprendidos.
Con carácter general no ocurre lo mismo respecto de las Provincias y de otras entidades locales. En el primer caso, según el texto legal que estamos comentando son competencias propias de las Diputaciones, las atribuidas por las leyes del Estado y de las Comunidades Autónomas en los diferentes sectores de la acción pública y, en todo caso, las siguientes:
a) La coordinación de los servicios municipales entre sí, para la garantía de la prestación integral y adecuada en la totalidad del territorio provincial de los servicios de competencia municipal.
b) La asistencia y la cooperación jurídica, económica y técnica a los Municipios, especialmente los de menor capacidad económica y de gestión.
c) La prestación de servicios públicos de carácter supramunicipal y, en su caso, supracomarcal.
d) La cooperación en el fomento del desarrollo económico y en la planificación del territorio provincial, de acuerdo con las competencias de las demás Administraciones Públicas en este ámbito.
e) En general, el fomento y la administración de los intereses de la provincia.
En relación con las posibles competencias en materia de Sanidad de otras entidades locales distintas al Municipio o a la Provincia, debemos estar a lo que en su caso disponga la legislación propia de la Comunidad Autónoma de que se trate.
IV. Consideraciones finales.—Las consideraciones precedentes dan lugar a una posición muy matizada en la que es necesario tener presente las diferentes relaciones que se producen entre las instancias generales y las autonómicas, por un lado, y entre estas últimas y la esfera local por otro. En el campo de la Sanidad concurren múltiples y muy distintos intereses públicos y privados, de tal forma que la correcta definición del marco competencial articulador y definitorio del alcance de la actuación de los diferentes poderes públicos en presencia, se debe fundamentar necesariamente en una concurrencia de perspectivas, a partir del imprescindible sustento que proporcionan toda una serie de previsiones constitucionales relativas a cuestiones de naturaleza distinta a la sanitaria y la investigación. No obstante, resulta preciso tener en cuenta no sólo las relaciones que se producen en el seno de cada una de las materias que podemos calificar como sustantivas en relación con la definición de nuestro objeto de estudio sino, también, las que se producen entre estas ultimas y las de naturaleza sectorial. Por otro, como consecuencia del reconocimiento constitucional de la existencia de diferentes centros de poder, las diferentes percepciones o sensibilidades que puedan existir en cuanto a la definición del interés público. Parece evidente que tal circunstancia implica la existencia de diferentes puntos de vista que pugnan por definir nuestro objeto de estudio y también lo es que el principio democrático impone una articulación conjunta y participativa de todos ellos. Desde esta perspectiva, acudir a técnicas de coordinación o cooperación en el ejercicio de competencias publicas resulta, así, no solo una exigencia del principio de eficacia que, en la consecución objetiva del interés general, demanda la Constitución, sino que, de acuerdo con la doctrina constitucional (Sentencias 194/2004, de 4 de noviembre y 101/2005, de 20 de abril, del Tribunal Constitucional) es algo conveniente para que la afectación trasversal de las competencias sectoriales implicadas, favorezca el ejercicio de todas ellas. En efecto, la estructura del poder político derivada de nuestro modelo constitucional, exige la utilización de esta clase de técnicas con el fin de verificar actuaciones homogéneas cuando existen diferentes intereses públicos que afectan a diferentes instancias territoriales. De acuerdo con la posición del Tribunal Constitucional, resulta aconsejable «…una adecuada colaboración entre la Administración del Estado y la de la Comunidad Autónoma que ayude a buscar soluciones equitativas. Esa colaboración, conviene señalarlo, es necesaria para el buen funcionamiento del Estado de las Autonomías, e incluso, al margen de la distribución constitucional y estatutaria de las competencia».
Véase: Bioseguridad, Derecho a la intimidad, Desarrollo sostenible, Investigación científica, Muestra biológica, Patentes biotecnológicas, Salud pública, Trasplante de órganos, tejidos y células.
Bibliografía: DE LA SERNA BILBAO M.N., «La sangre del cordón umbilical; algunas consideraciones en torno a su regulación jurídica» en Los avances del Derecho ante los avances de la Medicina, (VVAA), ed. Aranzadi, Pamplona, 2008; FONSECA FERRANDIS F., Estado, Comunidades Autónomas y Ciencias biomédicas; hacia un modelo de cohesión, ed. Thomson/Civitas, Madrid, 2007; Construcción de un sistema jurídico-constitucional de distribución de competencias en el campo de la bioMedicina» en Los avances del Derecho ante los avances de la Medicina, (VVAA), ed. Aranzadi, Pamplona, 2008; GARCÍA DE ENTERRÍA E., La Constitución como norma, y el Tribunal Constitucional, ed. Cívitas, Madrid, 1985; PAREJO ALFONSO, L., Derecho Administrativo, ed. Ariel, Barcelona, 2003.
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