Autor: ANA MARÍA MARCOS DEL CANO
I. Aproximación conceptual.—La vida humana es un prius logico, sustento y presupuesto de cualquier valor ulterior, pues sin vida no existiría nada más. Esto hace de ella un lugar previo, un lugar que nos es dado, pues la vida no nos la damos nosotros a nosotros mismos, sino que, como decía Ortega, «nos encontramos en ella de pronto y sin saber cómo, somos arrojados, nos es disparada a quemarropa». Es una realidad a la que tenemos que referir todas las demás realidades, ya que todas de un modo o de otro tienen que aparecer en ella.
Los recientes avances científicos en el campo de la Medicina, incorporando la capacidad de diseccionar casi al milímetro los distintos procesos por los que pasa esa vida implican que los juristas seamos llevados a pensar qué es lícito realizar en cada una de esas fases, sobre todo, cuando entran en conflicto bienes jurídicos protegibles.
La expresión calidad de vida designa realidades variadas, lo que hace que, en ocasiones, aparezca como una expresión difusa, imprecisa y hasta ambigua. Los orígenes de esta expresión nos son muy cercanos, pudiéndolos fijar en el período inmediatamente posterior a la 2.ª Guerra Mundial, momento a partir del cual la tecnología médica ha avanzado de forma vertiginosa. En este sentido, la Medicina moderna, a través de la aplicación de los medios de los que dispone, tiene la capacidad de salvar vidas humanas que, hasta hace bien poco, se hubieran perdido irremediablemente. La contrapartida, sin embargo, es que, de este modo, muchas de esas vidas presentan graves discapacidades o enfermedades crónicas. Así, frecuentemente el principio de calidad de vida es utilizado como criterio a la hora de decidir acerca de los tratamientos médicos a los que deben someterse estos pacientes, cuyas vidas han sido salvadas, pero que viven en unas condiciones muy penosas. Teniendo en cuenta esto, no nos puede extrañar que la calidad de la vida sea uno de los más importantes pero a la vez más controvertidos temas que actualmente se plantean en el ámbito de la Bioética, con una importante proyección jurídica.
Se puede distinguir un concepto amplio, tal y como establece la Organización Mundial de la Salud, en el que la calidad de vida es la percepción que un individuo tiene de su lugar en la existencia, en el contexto de la cultura y del sistema de valores en los que vive y en relación con sus objetivos, sus expectativas, sus normas, sus inquietudes. Se trata de un concepto muy amplio, que está influido de modo complejo por la salud física del sujeto, su estado psicológico, su nivel de independencia, sus relaciones sociales, así como su relación con los elementos esenciales de su entorno. A la vez, ahí mismo se incluyen todos los factores medioambientales, tecnológicos, personales como dignidad humana, trabajo bien hecho, salario justo, protección y educación familiar, solidaridad con el prójimo… En definitiva, en este sentido, el significado de la calidad de vida se podría entender como la escala de valores por la que cada individuo ha optado más o menos libremente y de los recursos emocionales y personales de cada uno, además de la influencia decisiva de determinantes económicos, sociales, culturales, medioambientales.
Un concepto más restringido de la calidad de vida hace referencia a la percepción de una persona de su salud física o mental con el paso del tiempo. Los médicos también la utilizan para medir los efectos de las enfermedades crónicas en sus pacientes a fin de comprender mejor de qué manera una enfermedad interfiere en la vida cotidiana de una persona. Asimismo, se utiliza en una gran variedad de contextos en el marco de la salud: para medir los efectos de numerosos trastornos, discapacidades de poca y mucha duración y enfermedades diferentes, práctica clínica, investigación de los servicios sanitarios, o evaluación de las nuevas tecnologías. Lo normal es encontrar definiciones de calidad de vida aplicada a una determinada patología o ensayo. En este sentido, existen tablas de calidad de vida aplicada a una determinada patología, ensayo, etc. Actualmente, los recientes avances científicotecnológicos en el ámbito de la Medicina y la Biología tanto al inicio como al final de la vida, como ahora veremos, hacen que se utilice cada vez más el criterio de calidad de vida como correctivo del principio, hasta ahora inamovible, de la santidad de la vida. Así, a modo de ejemplo, en el inicio de la vida, el Proyecto Genoma Humano que ha llegado a descifrar la configuración genética de esa vida; la Ingeniería genética que nos introduce en el proceso de formación de esa vida con una capacidad muy fuerte de intervención; las técnicas de reproducción asistida, que hacen posible la creación de un ser humano en un tubo de ensayo, la congelación de embriones, la clonación… En el final de la vida, todos los avances en los cuidados intensivos que permiten mantener en vida a personas que, de otro modo, hubieran fallecido; la cuestión de la eutanasia, de decidir el momento de la propia muerte, los cuidados paliativos, el estado vegetativo, etc.
La calidad de vida se presenta muy ligada, en este sentido, al principio de la santidad de la vida que afirma que hay vida siempre y cuando hay criterios biológicos que así lo establezcan y que era el principio que guiaba esa toma de decisiones hasta ahora. Veámoslo más detenidamente.
II. Calidad de vida versus santidad de vida.— 2.1. Santidad de la vida.—Huyendo de todo término sacral en el sentido de religioso, la santidad desde esta perspectiva se entiende como algo valioso. La presencia de vida, desde aquí, se determina conforme a criterios científicos (biológicos y fisiológicos), es decir, habrá vida humana siempre y cuando se cumpla con los correspondientes presupuestos biofisiológicos, cualquiera que sea el estado, condición y capacidad de prestación del tipo que sea de su titular. La humanidad recae, pues, en la pertenencia a la especie homo sapiens, independientemente de las condiciones que presente esa concreta y particular vida. Las realidades que comprendería esa vida, serían tanto la vida corporal (la vida humana no puede existir sin un cuerpo), como la vida orgánica (organizada y viviente) y también la vida racional (espiritual, anímica o intelectual). De ahí que, por ejemplo, se consideren vidas humanas tanto la vida en estado de coma profundo como la vida menos consciente. La vida humana, pues, sería un devenir que comienza con la gestación, en el curso de la cual una realidad biológica va tomando corpórea y sensitivamente configuración humana y que termina en la muerte. Este es el sentido en el que lo ha entendido también el Tribunal Constitucional español en la STC 53/85 de 11 de abril, en relación con la despenalización del aborto.
Cuando se proclama el principio de sacralidad de la vida, se hace referencia no a la de toda vida en general, sino de la vida humana en concreto, distanciándose así de la concepción de aquellas culturas, corrientes de pensamiento y religiones que propugnan y defienden idéntico principio para la vida en general.
La santidad de la vida significa que la vida participa de las cualidades que le infieren esa calidad: la inviolabilidad que implica, por un lado, el respeto de los demás a no ser dañada; por el otro, obliga a su titular a conservarla, por encima de sus intereses o voliciones en un momento determinado. Impide al hombre la facultad de disponer de ella. Esta concepción se caracteriza por imponer en cualquier código que se acoja a la misma una jerarquía fija: prevalece siempre sobre cualquier otro valor que pudiera encontrarse en conflicto con él, como la benevolencia o la propia autonomía del individuo, los cuales son válidos únicamente dentro de los límites marcados por el principio de santidad de la vida humana.
Siendo éste el principio general, su fundamentación puede venir desde diferentes propuestas, a saber, la tradición religiosa y la tradición laica.
2.1.1. La tradición religiosa.—El principio de sacralidad o de santidad de la vida humana se encuentra ya en las antiquísimas culturas orientales. La sacralización de la vida es un tópico de todos los mitos/dogmas de la creación divina del hombre (y del mundo). No obstante, nos centraremos en la tradición occidental, de la que somos herederos (y deudores) directos. Así, esta tradición está formada por la influencia judía y cristiana, culturas que concuerdan en la afirmación de que el ser humano ocupa un lugar central en la creación y de ahí que propugnen este principio de inviolabilidad de la vida humana.
Continuando una larga tradición anterior, los Padres de la Iglesia reafirmaron la doctrina de que, salvo muy contadas excepciones, matar a un ser humano era siempre inmoral y condenaron radicalmente el suicidio, acogiéndose al principio de que la vida es un don de Dios y sólo Él tiene el derecho a tomarla o dejarla. Esto no obstante, en la doctrina moral de la Iglesia Católica se introdujeron paulatinamente varias excepciones a ese principio general, con lo que el deber de respeto de la vida humana perdió pronto su carácter absoluto. Así, se comenzaron a reconocer diferencias morales entre matar en una guerra justa y otras formas de homicidio. Más tarde también se consideró justa la muerte como castigo (la pena de muerte).
Pero la doctrina general siguió siendo defendida con reiterada constancia a través de estas tres argumentaciones complementarias:
1. la vida humana es un bien personal; quitarse la vida propia o quitar la vida a otro es ofender a la caridad. A su vez, el suicidio constituye un rechazo del amor hacia uno mismo, la negación de la natural aspiración a la vida, aunque en ciertos supuestos puedan intervenir elementos psicológicos que atenúen la responsabilidad;
2. la vida humana es también un bien de la comunidad, de modo que quitarse la vida propia o quitársela a otro constituye una grave ofensa a la justicia;
3. la vida humana es un don de Dios y a Dios pertenece.
Esta doctrina de que la vida es propiedad de Dios y de que, por lo tanto, Él es el único que puede quitárnosla, siendo el hombre un simple usufructuario, es deudora, sin duda, de las ideas propuestas y justificadas por Tomás de Aquino. Además, según el aquinatense, «no es lícito rehuir ciertas miserias de la vida presente, puesto que la muerte es el último de los males de esta vida y el más terrible, en sentencia de Aristóteles. Por consiguiente, suicidarse para evitar otros es preferir un mal por evitar uno menor».
Actualmente, sin embargo, han sido formuladas numerosas críticas a la doctrina tradicional, incluso por sus propios seguidores, en el sentido de que la sacralización de la argumentación ha conllevado factores de ideologización, así como una gran insensibilidad y un excesivo formalismo en la argumentación moral. Por eso, se tiende a introducir la matización de que si bien se concede el puesto primero para el bien vida, esto no indica que no se encuentre en determinadas ocasiones en conflicto con otros bienes. En tales situaciones conflictivas, el discernimiento y la acción han de plantearse desde una opción metodológica de juicio preferencial (…) La formulación normativa del valor ético de la vida es absoluta (…) pero abierta a dicho juicio.
Por otra parte, han de tenerse en cuenta también en este sentido las palabras de Locke: «Si bien los hombres tienen una absoluta libertad de disponer de su persona y posesiones como lo crean conveniente, ellos no tienen libertad de destruirse o consentir en ser muertos, ya que siendo los hombres obra de un Hacedor omnipotente e infinitamente sabio, ellos son la propiedad de Aquél de quien son obra y están hechos para durar tanto como lo disponga Su voluntad y no la de éste o aquel hombre…».
2.1.2. La tradición laica.—El principio de santidad de la vida se ha defendido muchas veces atribuyendo la propiedad de la vida no al individuo, ni siquiera a la sociedad, sino al Estado. De este modo, la autonomía del individuo quedaba reducida a la más mínima expresión y en consecuencia al individuo no le estaba permitido disponer de su propia vida.
Por otra parte, en algunas ocasiones también se prohibió la disponibilidad de la propia vida alegando el perjuicio que se podría derivar para terceros de la muerte de un individuo. Individuo que inevitablemente estaría ligado a la sociedad por vínculos económicos, afectivos, intelectuales, etc. El hombre, al estar inmerso en la sociedad, es titular de una serie de derechos y deberes que no puede eludir por su simple volición, precisamente por su pertenencia a la comunidad.
En este sentido se expresa Kant, cuando reflexiona sobre el suicidio. Se cuestiona sobre la posibilidad que tenemos de disponer de nuestra vida, argumentando que si el cuerpo estuviese ligado a la vida en modo accidental, de forma que pudiéramos salir y entrar, abandonarlo, podríamos disponer del cuerpo, pero como en el mismo momento en que disponemos del cuerpo totalmente se pone fin a nuestra vida, no se puede hablar de una regla universalizable. No podemos tener una idea de otra vida sino mediante nuestro cuerpo y no nos es posible usar nuestra libertad sino sirviéndonos de él, de lo que concluye que el cuerpo es una parte de nosotros mismos. Además se sobrepasa todo límite del uso del libre arbitrio, porque tal uso es sólo posible mediante la existencia del sujeto. Además, de acuerdo con sus dos imperativos categóricos, el suicidio estaría igualmente prohibido: en relación con el primero que exige la universalización de cualquier máxima con la que se pretende justificar una acción, la máxima subyacente al suicidio no es universalizable; en cuanto a la segunda que prescribe considerar a la humanidad como fin en sí misma como santa e inviolable, Kant argumenta que el que se suicida y destruye su vida para escapar de una situación desagradable, toma a su persona como un mero medio, como si se tratara de una simple cosa, y no como un fin en sí mismo.
Otra teoría que, en la praxis, nos llevaría al mismo resultado sería la propuesta por Derek Parfit, la teoría de la identidad personal. Este autor defiende una serie de grados o estadios a lo largo de la vida. Si esto es así, no podemos decidir en el sentido de anular nuestra capacidad de elección para un futuro, porque el yo que quedará obligado posteriormente ya no tendrá nada que ver con el yo que decide en este momento. Nos encontraríamos disponiendo de la vida de un tercero distinto de nosotros mismos. En el caso de la disponibilidad de la propia vida, como es obvio, se impide el surgimiento de ese yo futuro, lo que podría conducir a la conclusión, con todos los problemas que le son inherentes, de que se produce un daño análogo al del homicidio.
En estos planteamientos, hay coincidencia en afirmar que el valor de la vida humana es independiente de lo que las personas quieren, disfrutan o necesitan, o de lo que es bueno para ellas, precisamente por tratarse de un valor objetivo, de modo que toda regulación ética o jurídica debe hacer prevalecer siempre la protección de la vida humana en sí misma, por encima incluso de la autonomía moral de la persona. Esta doctrina general incluye los siguientes postulados particulares: a) la vida humana es digna de respeto y protección por sí misma; su valor no está determinado por intereses subjetivos o utilitarios; b) la vida humana no puede eliminarse sin una justificación adecuada; c) el principio de la santidad de la vida es básico para nuestra sociedad y su rechazo pondría en peligro toda vida humana.
III. Principio de calidad de vida desde distintos autores.—Con el principio de calidad de vida se defiende una primacía ético-jurídica meramente relativa, con múltiples variantes y matices, de suerte que el respeto que merece deberá ponderarse con el respeto debido a otros bienes o valores con los que pudiera entrar en conflicto. Y así se llega a la conclusión de que, en realidad, la vida sólo será valiosa en la medida en que presente un cierto grado de calidad. Por tanto, la línea argumentativa consiste en asumir una noción de la vida humana que se basa en la exigencia de una serie de condiciones mínimas para que esa vida se considere como algo digno de protección normativa.
Este planteamiento abandona, pues, el principio de la santidad o sacralidad de la vida humana y la consiguiente exigencia de su absoluta intangibilidad y apuesta por el principio de la calidad de esa vida, principio cuyo alcance y significado ha sido y es ampliamente debatido en los más diversos foros, entre otros motivos porque no existe un concepto unívoco de lo que significa la calidad de vida.
La mayoría de los autores optan por definir la calidad como un atributo o propiedad tanto de la vida biológica como de la vida personal. No obstante, es posible hacer una diferenciación entre los que identifican la calidad con un único atributo de la vida y los que la identifican con un conjunto de propiedades de esa vida. En consecuencia, esta definición de calidad de vida también incluye un espectro de significados, dependiendo de los distintos autores. Veamos los más significativos.
MacCormick entiende que la calidad significa la capacidad o potencialidad para relacionarse con otros. En un término medio se encontraría Shelp, quien ha propuesto una independencia mínima como criterio para identificar la calidad de vida, incluyendo en esa propiedad básica la capacidad para relacionarse con otros, el comunicarse, el desplazarse y el realizar las tareas básicas de higiene, comida y vestido. Otros, como Walter, sostienen que la calidad de vida consiste en la calidad de la relación que existe entre la condición médica del paciente, por una parte, y la capacidad del paciente para conseguir propósitos humanos, por otra. Estos propósitos los entiende como aquellos valores materiales, sociales, morales y espirituales que transcienden lo que es propiamente la vida biológica. Esto significa que los pacientes mismos evaluarían lo que es calidad de vida o no.
Tooley ha dedicado gran parte de su obra a estudiar el concepto de vida humana. El autor se separa del concepto biológico del ser humano (como perteneciente a la especie homo sapiens) y trata de elaborar un concepto filosófico, utilizando el principio de interés particular, es decir, para que estemos en presencia de la vida humana, del ser humano, para que éste posea derechos, debe darse la capacidad de tener intereses, de tener deseos. Lo humano, para este autor, se concretaría en el hecho de tener intereses. Cree que sólo hay vida humana cuando existe una autoconciencia del individuo, que puede concebirse a sí mismo como entidad claramente perceptible que existe en el tiempo. Considera la vida humana como la posibilidad de tener experiencias y otros estados mentales. Tooley afirma que esta capacidad la adquiere el individuo gradualmente: no es posible identificar un momento preciso.
De igual modo, Fletcher ha intentado dar respuesta a estos interrogantes estableciendo un elenco de los caracteres que se presupone que deben confluir en toda vida humana —función neocortical, coeficiente intelectual mayor de 40, comunicación, autocontrol, sentido del tiempo, sentido del futuro, sentido del pasado, capacidad de relación con los otros, control de la existencia, curiosidad, capacidad de mutar, mezcla de racionalidad y de afectividad, identidad—. Al igual que ocurre con el concepto acuñado por Feinberg —actual possession— que consiste en la posesión de una característica o de un conjunto de características que se consideran indispensables para hablar de vida humana, como son la capacidad reflexiva, la sensibilidad, la capacidad emotiva, la identidad personal, tener fines y deseos.
En esta misma línea se sitúan las famosas tesis de Engelhardt, pionero en muchos aspectos en la elaboración de lo que él denomina Bioética secular. Para este autor, la presencia de vida humana se determina por el concepto de autonomía. Esta es la condición de posibilidad ontológica para reconocer a un sujeto como perteneciente a la comunidad moral, o sea, como sujeto moral activo. De este modo, afirma que no todos los seres humanos son personas, porque no todos son autorreflexivos, racionales o capaces de formarse un concepto de la posibilidad de culpar o de alabar. En este sentido, sostiene que los fetos, los que permanecen en coma profundo, que serían seres humanos, pero no personas, pertenecen a la especie homo sapiens pero no ocupan una posición en la comunidad moral secular en sí mismos, ni por sí mismos. De este modo, Engelhardt afirma que para hablar de personas se necesita que éstas puedan participar en el discurso moral, que puedan reflexionar por sí mismas (autorreflexivas). Además, tienen que ser capaces de imaginar reglas de acción para ellas y para otros, con el fin de imaginar la posibilidad de una comunidad moral. Deberán ser racionales, entendiendo por tal un mínimo sentido moral. Por consiguiente, la aplicación de este criterio para definir lo que es vida humana o no, comporta una fuerte restricción en relación con los seres humanos, es decir, los contornos de la vida humana biológica no coinciden con el inicio de la vida mental ni con la vida de la persona; del mismo modo, la muerte de la persona no coincide con la cesación de la vida biológica del cuerpo humano. No obstante, abre una puerta a la protección de todos aquellos seres humanos que no considera vidas humanas, entendiendo que pueden llegar a tener tal consideración por razones sociales y así lograr cierta protección. El fundamento de ésta es subjetivo y condicional, es decir, condicionado a la elección de las personas en sentido estricto. En resumen, el valor de la vida de los seres humanos no personas viene determinado por las personas, por ese rol social que ostentan; es decir, que a pesar de que no son vidas humanas, son tratados como tales por ciertas consideraciones sociales. Así, de acuerdo con la clasificación de Engelhardt, al lado de la persona en sentido estricto (personal), la que él define de acuerdo con sus capacidades de autorreflexión, autonomía y sentido moral, se encuentra, la acepción social de persona a la cual se le otorgan prácticamente todos los derechos de las personas en sentido estricto, como es el caso de los niños (persona2). También se establece un sentido social de persona para aquellos que una vez lo fueron, pero que ya no lo son y que todavía son capaces de realizar una interacción mínima (persona3), como es el caso de los individuos que, por vejez, por enfermedad o por accidente han perdido la autonomía, que antes poseían. Por último, también se asigna un sentido social de persona a las personas que nunca han sido ni nunca serán personas en sentido estricto (persona4), como las personas con retrasos mentales profundos. De cuanto se ha dicho parece desprenderse que para Engelhardt la vida humana biológica incapaz de autonomía e incapaz de vida mental mínima no goza de ninguna tutela.
Sin duda, la tesis que llega a las conclusiones más extremistas y provocadoras (aunque sigue las líneas generales de las anteriormente expuestas) es la elaborada por Singer. Este autor construye sus teorías desde la óptica del utilitarismo de la preferencia o del utilitarismo de los intereses. Este utilitarismo se diferencia del utilitarismo clásico en que se entiende por las mejores consecuencias lo que, en general, favorece los intereses de los afectados, y no meramente como lo que aumenta el placer y reduce el dolor. De este modo, los propios intereses cuentan en igual forma que los intereses de otro. En la toma de decisiones hay que tener en cuenta los intereses de todas aquellas personas afectadas por mi decisión, lo que me exige sopesar todos esos intereses y adoptar la forma de actuar que con mayor probabilidad maximice los intereses de los afectados. Con esto, se observa que el único principio moral para Singer es el principio de la igual e imparcial consideración de los intereses. A renglón seguido, se nos plantea quiénes son capaces de tener intereses. A lo que Singer responde que todos los sujetos sensibles, o sea todos aquellos que puedan sentir, en el sentido de probar placer y dolor, eliminando así cualquier distinción entre seres humanos y animales: el principio de igualdad se extiende además de a la especie humana a los animales no humanos. La característica moral y jurídicamente relevante es la sensibilidad. La diferencia no estriba entre animales y humanos, sino entre seres que sienten o conscientes y seres autoconscientes. Con estas premisas, Singer, a la hora de plantearse qué es ser humano, distingue dos significados: en sentido biológico, como organismo vivo perteneciente biogenéticamente a la especie homo sapiens, y en sentido metabiológico, es decir, el organismo viviente que posee ciertas cualidades (o sea, la autoconsciencia y la racionalidad). Sólo en este último caso se puede hablar de vida humana en sentido pleno.
IV. Consideraciones finales.—De estas definiciones se deduce claramente que es muy difícil conocer con exactitud el significado de la expresión calidad de vida. La gran diversidad de teorías sobre lo que es o no es hace laborioso su análisis y su crítica. Sin embargo, sí hay un punto de coincidencia y es la valoración relativa que de la vida humana realizan. Los que introducen cláusulas de calidad de vida no creen que la vida biológica tenga o posea valor intrínseco en sí misma, sino simplemente como un valor condicional para posibilitar la existencia de otros valores. De hecho, la calidad de vida como deterioro grave del cuerpo es una consideración frecuente en las intervenciones médicas en los procesos de muerte.
A juicio de la autora, el problema fundamental que plantea este criterio, tanto al Derecho como a la Medicina, es fijar unos estándares para tomar decisiones que no impliquen abusos ni arbitrariedades, sobre todo en el caso de los pacientes incapaces. Porque, ¿quién valora la calidad de vida de esos enfermos? ¿qué principios de acción deben seguirse en su cuidado? Tanto en un ámbito como en el otro habrá que recurrir a expedientes de tipo técnico y procedimental (protocolos) para arbitrar los mecanismos necesarios con el fin de que se respete la autonomía de la persona humana y no se le trate como un mero objeto.
El criterio de calidad de vida debe tratarse con mucha cautela y prudencia, precisamente por la ambigüedad que implica. No obstante, en la práctica debe tenerse muy en cuenta, junto con las exigencias de la santidad de la vida. Ambos principios deben alcanzar una óptima concordancia. Por un lado, en determinadas y especialísimas circunstancias, la santidad de la vida no debe fosilizarse en un pretexto formal para reprimir las exigencias del hombre concreto para dar un sentido a aquélla. Por otro, la valoración cualitativa de la vida no nos puede llevar a un subjetivismo sobre el valor de la existencia, prejuzgando de un modo francamente tutelar sobre la idea de calidad de vida. Este criterio puede ayudar a resolver situaciones límite frente a las cuales se ve impotente una rigurosa concepción sacralizada de la vida, siempre que se le despoje de las connotaciones extremas de utilidad, relativismo y subjetivismo. Éste debe ser el camino del futuro. Es en este sentido en el que debería entenderse la calidad de vida como condicionante de la normatividad jurídica en lo que a la protección de la vida humana se refiere.
Véase: Bioética civil, Dignidad humana, Especie humana, OMS, Persona, Principio de beneficencia, Proyecto genoma humano, Santidad de la vida, Ser humano.
Bibliografía: ENGELHARDT, H. Tristam, Jr., Los fundamentos de la Bioética, 2.ª ed., Barcelona, Paidós, 1995. Trad. por Isidro Arias (capítulos 1-4), Gonzalo Hernández (capítulos 5-7) y Olga Domínguez (capítulos 8-10). Revisión Olga Domínguez; ESER, Albert, «Entre la santidad y la calidad de la vida. Sobre las transformaciones en la protección jurídico-penal de la vida», Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, 1984, págs. 764-781; FLETCHER, Joseph, «Indicators of humanhood: A tentative Profile of Man», Hastings Center Report, 2, núm. 5, 1972, págs. 14; KUHSE, Helga, The Sanctity-of-Life Doctrine in Medicine. A critique, Oxford, Clarendon Press, 1987; MARCOS DEL CANO, A.M., La eutanasia. Estudio filosófico-jurídico, Marcial Pons-UNED, Madrid, 1999; MARCOS DEL CANO, A.M., «Una visión orteguiana del fundamento del derecho a la vida», Derechos y Libertades, núm. 16, época II, enero 2007, págs. 83-99; RACHELS, The end of life. Euthanasia and Morality, Oxford, Oxford University Press, 1986; REICH, Walter Thomas (ed.), Encyclopedia of Bioethics, 2.ª ed. revisada, New York, Macmillan Library, voz «Quality of Life», vol. 3, 1995, págs. 1352-1365; ROMEO CASABONA, Carlos María, El Derecho y la Bioética ante los límites de la vida humana, Editorial Centro de Estudios de Ramón Areces, Madrid, 1995; WILLIAMS, G., The Sanctity of Life and the Criminal Law, New York, Alfred A. Knoff (ed.), 1957.
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