Autor: DIEGO GRACIA GUILLÉN
I. Una nueva Ética para una nueva situación.— El término Bioética es un neologismo introducido en el siglo XX para designar una característica de su cultura que nunca antes había tenido gran relevancia moral. Se trata de la relación del ser humano con los seres vivos no humanos y con la naturaleza en general. De ahí que comience a estudiársela con idénticos métodos a los empleados en Física y en Química. De la aplicación de esas ciencias al análisis de los seres vivos surgieron las disciplinas llamadas Biofísica y Bioquímica. La búsqueda de un enfoque similar en el estudio del psiquismo humano, dio lugar a la aparición de la llamada Psicofísica, que Rudolf Eisler rebautizó a comienzo del siglo XX con el nombre de Biopsíquica. Pues bien, es en ese contexto donde apareció por vez primera el término «Bio-ética», acuñado por Fritz Jahr el año 1927. Lo definió como la ética de las relaciones de los seres humanos con los animales y las plantas. Como telón de fondo de todo este proceso se halla la teoría evolucionista, que a mediados del siglo XIX estableció por vez primera sobre bases científicas la íntima relación existente entre la especie humana y las demás especies animales. Todas ellas son la consecuencia de un mismo proce so, gobernado por los principios de la selección natural, la lucha por la vida y la supervivencia del más apto. Si la tendencia general de la Filosofía hasta entonces había sido el magnificar las diferencias entre el reino animal y el humano, ahora se emprendía el camino opuesto. Más que de salto brusco debía hablarse de cambio progresivo, incluso en las cualidades consideradas más específicamente humanas. El libro de Darwin Descent of Man (1871) era buena prueba de ello. Para Jahr, la Ética no podía permanecer ajena a todos esos datos suministrados por la ciencia. El principio de lucha por la existencia es tan básico en la conducta humana que no puede no ser tenido en cuenta. Lejos de ignorarlo, la función de la Ética ha de ser el asumirlo desde la categoría central de la moralidad humana, que para Jahr es la idea de «responsabilidad.» Somos responsables no sólo de nosotros mismos y de los demás seres humanos, sino también de la vida en general y del conjunto de la naturaleza.
Para dotar de contenido formal a su teoría Ética, Jahr acude a Kant. Éste hizo del respeto a todos los seres humanos el principio canónico de la acción moral. De ahí que su imperativo categórico diga: «obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio». Jahr cree que ese imperativo necesita ser repensado, incluyendo en él no sólo a todos los seres humanos sino también al conjunto de los seres vivos. De ahí la nueva formulación que propone: «Respeta cada ser vivo en principio como un fin en sí mismo y trátalo, en lo posible, como tal.» Jahr lo llama «imperativo bioético.» Sus diferencias con el de Kant son, cuando menos, dos. La primera, que incluye a todos los seres vivos en la categoría de fines en sí mismos, en vez de relegar a todos los no humanos a la de simples medios. Y segundo, que no formula el imperativo en términos categóricos sino hipotéticos. Dice que debe tratárseles como fines en sí mismos, «en lo posible.» De ahí que la Bioética de Jahr no pertenezca a las que Max Weber denominó algunos años antes «éticas de la convicción », sino que forme parte de las llamadas «éticas de la responsabilidad.» No es un azar que el término responsabilidad lo utilice Jahr repetidamente para caracterizar su enfoque de la Bioética.
La tesis de Jahr es que los nuevos conocimientos sobre el medio ambiente y el mundo animal obligan a replantear todo el edificio de la Ética. Nuevos problemas exigen nuevas soluciones. Y obligan también a revisar las teorías anteriores. Esto pasa en el orden de las ciencias positivas, pero sucede o debe suceder también en el de la Ética. Cada siglo tiene que hacer su propia Ética, precisamente porque los conocimientos son distintos y los problemas a resolver también lo son. La ciencia del siglo XIX no podía dejar indemne el edificio de la Ética. Y la del XX, menos aún. Por los años en que Jahr escribía, se estaban poniendo a punto los conceptos fundamentales de la Física atómica, lo que poco después llevaría a la construcción de las primeras armas nucleares. Cuando el año 1945 se arrojaron sobre Hiroshima y Nagasaki, y cuando a comienzos de la siguiente década aparecieron otras mucho más potentes, las denominadas bombas de hidrógeno, la humanidad empezó a reconsiderar sus relaciones con la vida y el medio ambiente. Por vez primera en la historia, el ser humano se veía con la capacidad técnica necesaria para exterminar la vida de la faz de la tierra. La vida en general, y no sólo la vida humana, comenzaba a convertirse en problema. Eso disparó las alarmas e hizo surgir diversos movimientos dedicados a promover la «responsabilidad de la ciencia.» Los nuevos avances científico-técnicos habían planteado nuevos problemas, y estos exigían perentoriamente una nueva Ética.
La preocupación por estas cuestiones no haría más que incrementarse durante la segunda mitad del siglo XX. Si la primera fue la edad de oro de la Física, la segunda habría de serlo de la Biología, por obra, sobre todo, de la Biología molecular. Sus hallazgos permitieron poner a punto, al comienzo de los años setenta, la tecnología necesaria para manipular la información genética de los seres vivos y de ese mundo cambiar la información de la vida. Eran nuevos problemas que exigían nuevas soluciones. No es un azar que fuera precisamente el año 1970 cuando Van Rensselaer Potter publicó su artículo: «Bioética, la ciencia de la supervivencia. » En él apareció por vez primera el término «Bioética», reacuñado por Potter, en el idioma inglés. La mentalidad de éste tenía muchos puntos de contacto con la de Jahr. Como él, pensaba que los nuevos avances científicos y técnicos exigían nuevas respuestas por parte de la Ética, como único modo de que la humanidad fuera capaz de manejarlos responsablemente. De ahí la idea del «puente» que se halla en el título de su libro de 1971: era preciso establecer un puente duradero entre los nuevos hechos que iba descubriendo la ciencia y los valores que esos hechos ponían en juego. Para Potter se estaba agrediendo el medio ambiente de modo muy grave, y sólo la reflexión moral podía evitar el camino hacia el desastre. De esta forma, la Bioética se alineaba con los nuevos planteamientos ecológicos y ambientalistas. Es una dirección que no haría más que ganar en importancia con el paso del tiempo. De hecho, el término «Bioética» conoció a partir de 1970 una rapidísima expansión por todo el mundo, hasta el punto de que al acabar el siglo había pasado a la práctica totalidad de las lenguas del planeta. Con razón se ha dicho que es uno de los fenómenos más característicos de las décadas finales del siglo XX.
Todos esos descubrimientos biológicos tuvieron, como no podía ser de otro modo, fuerte repercusión en el mundo de la Medicina. De ahí que en los años setenta el término Bioética entrara también con fuerza en este segundo escenario. El punto de germinación fue la Universidad de Georgetown, en Washington D.F. Allí las preocupaciones eran más prácticas, relacionadas siempre con la resolución de los conflictos que planteaban las nuevas técnicas en su aplicación a los seres humanos sanos o enfermos. Esto tuvo que ver en un principio con la aparición en los años sesenta de los anovulatorios de origen químico y la moralidad del control de la natalidad, y poco después con el debate sobre el aborto. Surgió así un segundo modo de entender la Bioética, más apegado a los problemas prácticos y cotidianos de las personas. Es el propio de la llamada Bioética clínica unas veces, otras Bioética médica o, en fin, Bioética sanitaria. No es infrecuente que entre los médicos se considere la Bioética como un nuevo estilo en el interior de la ética médica clásica. Se trataría, pues, de una ética profesional, la propia de los profesionales sanitarios, en parangón con otras, como la ética económica y empresarial.
En la actualidad se considera que la Bioética no es un tipo de ética profesional sino un nuevo enfoque de la Ética en general, un modo de pensar la ética partiendo del fenómeno de la vida. Ello se debe, sin duda, a que nunca se ha sabido tanto como ahora sobre ella, y a que tampoco nunca el equilibrio de los ecosistemas y el futuro de la vida se han visto tan amenazados. En la época de la globalización, la Ética tiene que pensarse también con categorías globales, y ninguna tan abarcante como la de vida.
II. La Bioética y el fenómeno de la secularización de los espacios privados.—Una nota fundamental de la Bioética es su enfoque secular de uno de los espacios tradicionalmente reservados a las autoridades religiosas, como ha sido el de la gestión del cuerpo, de la sexualidad, de la vida y de la muerte. El conflicto se produjo en los mismos orígenes del movimiento, y más en concreto en los debates en torno a la licitud de los métodos anticonceptivos. La Iglesia católica publicó el año 1968 la encíclica Humanae vitae, prohibiendo la utilización de la píldora anticonceptiva y demás métodos artificiales de control de la natalidad. Esto dio lugar a un amplio debate, que pronto trascendió ese asunto concreto y se hizo general, cuestionando el monopolio que sobre esos temas habían venido teniendo las autoridades eclesiásticas. De ese debate, la Bioética salió reforzada como un enfoque laico y secular de los problemas relacionados con el cuerpo, la salud y la vida.
Para comprender adecuadamente este fenómeno es necesario situarlo en el marco general del proceso de secularización de las sociedades avanzadas. La secularización no es necesariamente un movimiento antirreligioso, pero sí reivindica que ciertas parcelas que tradicionalmente habían formado parte del espacio clerical, pasen a manos seculares. El ejemplo paradigmático de esto lo constituye la actividad política. Desde el tiempo del emperador Constantino, la Iglesia cristiana había venido defendiendo la necesaria sujeción de la autoridad civil a los dictados eclesiásticos. Esto dio lugar durante la Edad Media a las diversas teorías de subordinación del poder civil al eclesiástico, entre ellas el Cesaropapismo y la Cristiandad gregoriana. Fue al final de la Edad Media, por obra de movimientos como el Averroísmo latino (Juan de Jandún) y el Nominalismo (Guillermo de Ockham), cuando empezó a defenderse la separación tajante entre los dos poderes y la necesidad de establecer el Estado sobre bases estrictamente seculares. Fue el primer gran proceso de secularización acaecido en Occidente. Su resultado, la emancipación del poder político y del gobierno de la cosa pública de la tutela eclesiástica.
Pero quedaban otros espacios. Uno de ellos, quizá el fundamental, era el espacio privado del cuerpo y la sexualidad. Por más que el pensamiento liberal promoviera la gestión autónoma de la vida, las cuestiones morales relativas al nacimiento, la muerte y la sexualidad continuaron siendo coto privado de las autoridades religiosas. De hecho, la secularización de este espacio es de fecha muy reciente y se halla separada por varios siglos de la propia del espacio político. En efecto, sólo a partir de los años sesenta del siglo XX esta emancipación de las decisiones sobre el cuerpo y la vida empezó a cobrar auténtica vigencia en nuestro medio. En el mundo católico y mediterráneo, esto coincidió en el tiempo con la celebración del concilio Vaticano II y sus desarrollos ulteriores. El ejemplo paradigmático de ello lo tenemos en el tema de la ética de la sexualidad. No es un azar que buena parte de los pioneros del movimiento bioético fueran clérigos católicos que con ocasión del debate sobre la anticoncepción acabaron pregonando la necesidad de secularizar este tipo de temas, enfocándolos en perspectiva más laica y racional.
Durante sus cuatro décadas de vida, la Bioética ha sido y sigue siendo uno de los frentes, quizá el fundamental, en que se libra la batalla de la secularización. Ello explica que además de la Bioética secular exista otra claramente reactiva, que lucha porque ese espacio no salga de la tutela eclesiástica y que considera imposible la gestión de tales cuestiones al margen de las creencias religiosas y el magisterio eclesiástico. Esto es particularmente obvio en el caso de la Iglesia católica, quizá por su organización fuertemente autoritaria y jerárquica. En cualquier caso, puede afirmarse que la Bioética como movimiento es uno de los principales logros del proceso de secularización que desde hace siglos tiene lugar en las sociedades occidentales avanzadas.
III. El desarrollo de la Bioética médica.—Durante las últimas décadas del siglo XX la parte de la Bioética que ha cobrado mayor relieve ha sido, sin duda, la relacionada con la Medicina. Esto se ha debido a la urgencia de las cuestiones planteadas por las nuevas tecnologías y la necesidad de respuestas perentorias. El ejemplo paradigmático lo constituye la introducción durante los años sesenta y setenta de las llamadas técnicas de soporte vital y la aparición de las Unidades de cuidados intensivos. La medicalización de las fases finales de la vida de las personas hizo cada vez más infrecuente la clásica «muerte natural», y propició que el proceso de morir estuviera condicionado por decisiones tomadas por los profesionales. Esto planteó inmediatamente cuestiones como la de quién debe tomar esas decisiones, cuándo hacerlo, cómo, etc. Si a esto se añade que tal proceso coincidió en el tiempo con el movimiento llamado de emancipación de los pacientes, que a partir de los años setenta reivindicaron cada vez con más fuerza su derecho a decidir en todas aquellas cuestiones relacionadas con la gestión de su propio cuerpo, se comprende que el panorama cambiara drásticamente respecto al de épocas anteriores. A esto debe añadirse, además, la crisis económica de 1973, que puso en grave situación a todos los sistemas de seguro público del occidente europeo. A partir de ese momento, los recursos económicos fueron menores que las necesidades de salud de los ciudadanos. Con lo que se planteó un nuevo problema moral, el de los criterios para la distribución de recursos escasos en áreas que se consideran básicas, como es la de la salud.
Los tres factores citados, la aparición de nuevas tecnologías, la emancipación de los pacientes y la escasez de recursos, llevaron a la identificación de tres principios morales: el de beneficencia (dado que las nuevas tecnologías tenían como objeto promover el beneficio), el de autonomía (el respeto a las decisiones informadas de los pacientes) y el de justicia (que había de presidir la distribución de recursos). Así lo proclamó el Informe Belmont que vio la luz el año 1978. Poco después, en 1979, apareció el libro de Ética más representativo de toda esta etapa, los Principles of biomedical ethics, de Tom L. Beauchamp y James F. Childresigs. Como queda claro por el título, su objeto de estudio era la Ética biomédica, no la Bioética en toda su generalidad. Su contenido se estructuraba en torno a los tres principios citados, a los que añadían un cuarto, el de no-maleficencia, siguiendo la distinción que entre ésta y la beneficencia había elaborado David Ross en su libro The Right and the Good (1930).
El sistema de cuatro principios elaborado por Beauchamp y Childress cobró inmediatamente enorme popularidad, hasta el punto de convertirse en el sistema canónico de la Bioética médica. Todas las cuestiones acababan viéndose en términos de conflicto entre dos o más de esos principios, de modo que la función del bioeticista se limitaba a identificar los principios en conflicto y ver a cuál de ellos debía concederse prioridad en cada situación concreta. Esto hizo que, en manos no muy expertas, el método acabara manejándose de modo puramente mecánico, a modo de ábaco que a través de diferentes combinaciones permitía hallar siempre y con gran facilidad la solución correcta. Así se explica que durante los años ochenta y noventa arreciaran las críticas contra él, y que se le denominara, algo despectivamente, el «Mantra» de la Bioética.
Otra característica de este periodo fue la generalización de lo que cabe bautizar como «mentalidad dilemática.» Consiste ésta en pensar que los conflictos se reducen siempre a la pugna entre dos principios, de modo que las salidas de ese conflicto no pueden ser más que dos, que además resultan opuestas y disyuntivas. Por tanto, el conflicto ha de resolverse necesariamente optando por uno de los principios en conflicto en detrimento del o de los otros. Siguiendo el criterio establecido por David Ross, se afirmaba que todos los principios obligan prima facie, pero que en la situación de conflicto uno ha de prevalecer ante los demás. Por tanto, la resolución de los conflictos debe manejarse mediante una lógica binaria, en la que no caben más que dos opciones, contrapuestas e incompatibles. De no ser así, se dice, caso de que hubiera algún modo de salvar los dos principios en conflicto, o de lesionarlos poco, se trataría de un seudoconflicto en vez de un conflicto verdadero, con lo cual resulta que los auténticos conflictos son siempre dilemáticos. Esta mentalidad dilemática ha gozado de amplia vigencia en Bioética clínica a lo largo de varias décadas.
IV. El Bioderecho y los desarrollos legislativos.— El sistema de los cuatro principios ha coexistido en la práctica con el de los derechos humanos y, por extensión, con el de las normas legales. Las razones de esa vinculación han sido varias. En primer lugar, ambos sistemas parten de formulaciones claras y estrictas, a partir de las cuales se intentan resolver las situaciones conflictivas que surgen en la práctica. Además, y en segundo lugar, ambos tienden al pensamiento dilemático. Esto es particularmente claro en el caso del enfoque jurídico. Toda persona que se sabe en posesión de un derecho busca defenderlo ante todo tipo de lesión e incluso de colisión con el derecho de cualquier otro. Esto hace que el lenguaje de los derechos lleve a los contendientes, la mayor parte de las veces, al enroque de sus posiciones en defensa de sus propios derechos, con lo que las posturas se hacen antitéticas. Cierto que la misión del juez es ponderar todos los factores del caso y buscar la solución más prudente, pero in cluso a ese nivel la solución tiende a buscarse en la jerarquización de los derechos en conflicto, con lo cual la lógica inherente al proceso es estrictamente dilemática.
El dilematismo sube de grado cuando del plano judicial se pasa al más pedestre del uso que de la norma jurídica hacen los ciudadanos, y más en concreto al que de ella se ha hecho en Bioética. Es obvio que los conflictos generan siempre angustia en quien los padece, y también resulta sabido que la angustia dispara inmediatamente los mecanismos de defensa del yo. Todos ellos tienen por objeto proteger al psiquismo de la angustia producida por la incertidumbre. Ello lo hacen por varias vías, una de las cuales es la reducción de la incertidumbre a través de presuntas certezas. En la práctica de la Bioética, esto lleva a que los bioeticistas, ante la angustia que les generan los conflictos morales y la incertidumbre de su resolución, echen mano de la norma jurídica como vía para resolverlos. De este modo, realizan un análisis jurídico del caso en vez de un análisis propiamente ético. Y lo llevan a cabo intentando ver las normas legales y los derechos humanos implicados y la prioridad entre ellos. De este modo no sólo se pierde la especificidad del análisis ético sino que además se acaba aplicando las más de las veces un tipo de razonamiento estrictamente dilemático.
Por razones conscientes o inconscientes, es frecuente la confusión entre Derecho y Ética. Es algo que no puede generar más que problemas. Las diferencias entre esos dos sistemas normativos, sin duda los más importantes de que goza toda sociedad, son muy significativas. Una primera es la del lenguaje específico de cada uno de ellos. La Ética trata del deber y los deberes, en tanto que la norma jurídica se ocupa de proteger los derechos de las personas y dirimir los conflictos entre ellos. Suele pensarse que derechos y deberes son términos correlativos, de modo que a todo derecho corresponde un deber y viceversa. Pero esto no es correcto. Hay derechos que generan deberes correlativos, o viceversa. Pero esto no siempre sucede así. Otras veces, en efecto, el deber no va acompañado de su respectivo derecho. Y aunque así no fuera, siempre quedaría la cuestión de qué funda a qué, si el derecho al deber o el deber al derecho.
Las respuestas no han sido unánimes a lo largo de la historia. La tesis clásica fue que la ley (natural una veces, divina otras, humana en ciertos casos) es el fundamento de la obligación moral. Hay deberes porque hay derechos: Derecho divino, Derecho natural, etc. Los preceptos morales son «mandamientos» dados por quien tiene autoridad para ello: Dios, directamente en unos casos, en otros a través de la naturaleza que él creó, el gobernante a quien dio el poder de regir a los demás, etc.
El mundo moderno invirtió este modo de pensar. Si las sociedades verticales y autoritarias entendieron la vida moral desde la perspectiva de la autoridad legisladora, las sociedades más horizontales y democráticas siguieron el camino opuesto. Los seres humanos son sujetos autónomos, es decir, autolegisladores, como por todos los hombres modernos dijo Kant. Ellos son su propia ley y, por tanto, la fuente de su deber. Las leyes que vienen de fuera son, por ello mismo, heterónomas, incompatibles con su propia dignidad y autonomía como seres humanos. La única ley válida es la ley interna, que es él mismo. Y lo que esa ley funda es, precisamente, su deber moral. De este modo, el concepto de deber pasa a primer término. Todas las otras leyes han de fundarse en él. Así, el deber se convierte en el fundamento del derecho. Hay derechos porque hay deberes, no al revés. Lo demás sería pura heteronomía. Para que las leyes sean verdaderamente morales, tienen que fundarse en la moralidad interna y derivar de ella. De este modo, la ley es la expresión externa de la moralidad interna. Si la ley está de acuerdo con la moralidad, el ser humano estará moralmente obligado al respeto y cumplimiento de la ley, pero no en tanto que tal ley sino por su carácter moral. Cuando no suceda así, cuando la ley no sea expresión del deber moral, no obligará más que externamente, es decir, a cargar con la sanción que lleve adscrita en caso de incumplimiento.
A partir de tales supuestos, el positivismo jurídico dedujo que la ley es independiente de la moral y que no obliga más que externamente, a fin de evitar la sanción impuesta por la autoridad. Una cosa es la Ética y otra el Derecho. Son los dos sistemas normativos que posee toda sociedad, pero distintos y complementarios. La obligación moral es interna y la jurídica externa. Cada una tiene su fundamento y sus procedimientos. De la identidad antigua se ha pasado a la distinción más estricta.
El espectáculo de las dos guerras mundiales que asolaron Europa en la primera mitad del siglo XX hizo pensar que ninguna de esas dos tesis resultaba del todo aceptable. Tal es lo que quiso describir Max Weber, nada más acabar la primera de esas contiendas, con su famosa distinción entre una Ética de la convicción y otra Ética de las mejores consecuencias. La primera vendría a identificarse con el iusnaturalismo típico de la primera actitud, y la segunda con el iuspositivismo propio de la segunda. Unos y otros, los fanáticos y los arribistas, habrían sido la causa de la guerra. Frente a ambos, propuso como salida una tercera vía, que él denominó Ética de la responsabilidad. El Derecho ha de tener un fundamento moral, y la Ética a su vez tiene que apearse de la rigidez kantiana y tener en cuenta las circunstancias de cada caso y las consecuencias previsibles, a fin de tomar decisiones responsables. Es lo que inmediatamente después de la segunda de esas guerras se quiso lograr con la Declaración universal de derechos humanos del año 1948. De este modo, unos derechos universales se convertirían en fundamento y legitimarían los demás derechos positivos. Los derechos humanos serían algo así como la base Ética al Derecho. De lo que se dedujo inmediatamente que ellos constituían el fundamento ético de las sociedades democráticas. Se trataba, de algún modo, de la vuelta al antiguo modelo iusnaturalista. Por más que se negara, es difícil encontrar otra fundamentación que ésa para unos derechos que se proclaman como «universales.» ¿De dónde les viene la universalidad? Se dirá que del hecho de que la carta la firmaron la mayoría de los países. Pero la mayoría no son todos, y en cualquier caso los firmantes no representaban a todos los seres humanos. O no es universal, o si lo es resulta preciso explicar por qué.
A partir de este momento, ha sido frecuente identificar la Ética civil o secular con la tabla de derechos humanos. Estos derechos serían la positivización de la Ética, de tal modo que lo demás quedaría en el nivel de las buenas intenciones, útiles en el espacio de la vida privada y la intimidad de las personas, pero inoperante en la práctica pública y la vida social. Los derechos humanos, además, tienen la peculiaridad de que puede exigirse su cumplimiento, a diferencia de lo que sucede con los preceptos puramente éticos. Estos quedan relegados a la categoría de opiniones personales que los demás deben respetar (para eso se han establecido como derechos humanos la libertad de conciencia y el de respeto de la intimidad de las personas), pero sobre los que no cabe argumentación racional ni acuerdo posible. De ahí que la Ética quede confinada en el ámbito de lo privado. Si cupiera argumentación y acuerdo, entonces los deberes morales acabarían tomando la forma de derechos, con lo cual cobrarían estatuto jurídico.
El resultado de todo esto es que de nuevo existe la tendencia a convertir el derecho en el concepto fundamental, relegando la idea de deber a un discreto segundo término. Lo que no se positiviza como derecho no es exigible ni por tanto resulta operativo. Dejemos la ética en el foro interno de la conciencia privada y establezcamos la ética social y civil sobre las bases firmes que constituyen los derechos humanos.
Esta mentalidad es hoy la más extendida, incluso entre aquellos que se autodenominan bioeticistas. Ante un conflicto moral, lo primero que se preguntan es qué dice la norma jurídica, y a partir de ella inician el análisis del caso concreto y proponen la solución. De este modo, los bioeticistas van camino de convertirse en pequeños jurisconsultos, personas versadas en Derecho que aconsejan a los demás sobre lo que deben o no deben hacer. La cuestión es que con ello no hacen más que repetir lo que ya llevan a cabo otros profesionales, los juristas, y más en concreto los jue ces. ¿Es ésa la función de la Ética en general, y en concreto de la Bioética? Mi opinión es que no, y que la reducción de la Ética a Derecho es una de las grandes falacias que se dan en este campo. Antes vimos una, la de la reducción de la Ética a religión o a teología. Ahora vemos otra, la reducción de la Ética a Derecho. Entre ambas se distribuyen buena parte del espacio propio de esta nueva disciplina. Con lo cual anulan su especificidad. La Ética tiene su propia autonomía, y confundirla con otras cosas que también la tienen, como la religión o el Derecho, es anularla de raíz. ¿Por qué no partir del análisis de la especificidad de la Ética en vez de dar por supuesto que puede reducirse a religión o a Derecho? Ésta es la cuestión. Por otra parte, la juridificación de la Ética lleva a reforzar la mentalidad dilemática ya descrita a propósito de la Bioética principialista. Si allí veíamos que dos o más principios podían entrar en conflicto y que cuando eso sucedía la conclusión se buscaba mediante la ordenación jerárquica de los principios, ahora sucede lo mismo, bien que cambiando principios por derechos. El dilematismo, la lógica dilemática ha sido la gran rémora de este tipo de enfoques, tan dominantes en los años ochenta y noventa del pasado siglo.
V. El problema de la autonomía moral.—La descripción anterior era necesaria para entender el por qué de los cambios que han acaecido en el tránsito de siglo. La superación de los anteriores reduccionismos, quizá comprensibles en una disciplina muy joven y de rapidísimo crecimiento, pero en cualquier caso incompatibles con su consolidación como disciplina madura, ha obligado a replantear todo el edificio desde sus mismos cimientos. Ha sido la tarea emprendida en los años finales del siglo XX y en los primeros de la nueva centuria.
Estos cambios se hallan muy directamente relacionados con la búsqueda de una definición más precisa de la autonomía moral. La Bioética como movimiento se ha constituido en torno al llamado principio de autonomía. Las razones de ello son a estas alturas evidentes. Personas autónomas son aquellas capaces de autogobierno, y eso es lo que la Bioética ha venido promoviendo en todo lo relacionado con la gestión de la vida y del cuerpo humano. Los seres humanos son autónomos, y cuando no se les trata así, cuando se les tiene por heterónomos, se les está negando su propia condición moral. Esto último es lo propio del paternalismo, uno de los frentes de lucha más activos en Bioética a lo largo de estas décadas. El logro de la autonomía por parte de los seres humanos en la gestión de su vida es, en palabras de Kant, la salida de «su culposa minoría de edad». Cuando se es mayor de edad, y por tanto autónomo, el ser tratado como heterónomo es una conducta que no cabe calificar más que de culposa. La autonomía moral no es renunciable, por más que resulte onerosa.
Kant fue el gran teórico de la autonomía moral. El ser humano no sólo tiene capacidad de autogobierno sino que además no puede renunciar voluntariamente a ella, porque hacerlo supone ya una decisión autónoma, de tal modo que será responsable de ella y de todas aquellas que tomen en su nombre las personas en quienes delegue. La autonomía es irrenunciable. De tal modo que deponer la responsabilidad en algo o alguien distinto de uno mismo, pensar que la vida moral consiste en obedecer normas ajenas, ya sean éstas divinas o humanas, y que seguirlas exime de la responsabilidad de evaluar cada situación y ser responsable de la decisión que se adopte, es tanto como renunciar a la propia condición moral. Eso es lo que hace el niño, asumir las normas gregariamente, no autónomamente. Pero lo sorprendente es que eso es también lo que han promovido la mayor parte de los sistemas morales, la «obediencia ciega» de las normas. No en vano Kant pensó que todas las morales históricas anteriores a él habían pecado de ese defecto, al situar el principio normativo en instancias externas al propio ser humano, ya se tratara de la ley de Dios, el orden de la naturaleza, etc., de tal modo que al hombre normal no se le pedía que las interpretara o que las asumiera responsablemente sino sólo que se atuviera a ellas, que las cumpliera. Las conductas humanas han estado regidas tradicionalmente por criterios heterónomos, no autónomos, y por tanto ajenos a la moralidad. Dicho de otro modo, la autonomía moral es casi una novedad en la historia de la humanidad, e incluso hoy resulta una actitud muy poco frecuente. Lo normal es actuar movidos por el «se dice», «se piensa» o «se hace», diluyendo la responsabilidad en alguien o algo distinto de uno mismo. Es lo que Heidegger consideró definitorio de la existencia que él llamó «inauténtica», y que bien cabe denominar «irresponsable.»
Kant dotó al término autonomía de un contenido metafísico. La autonomía es la esencia del ser humano, de tal modo que de ello depende el que sea sujeto moral, fin en sí mismo y, como resultado, persona, a diferencia de todos los otros seres de la naturaleza. De este modo dotó a la palabra de un sentido nuevo, distinto del que había tenido hasta entonces. El término autonomía es, en efecto, muy anterior a Kant. Se utilizó ya en la Grecia antigua, pero siempre en el sentido de autogobierno político. El concepto tradicional de autonomía fue estrictamente político y designó la capacidad de un Estado para ser fuente de sus propias leyes.
En resumen, el término autonomía ha significado a lo largo de su historia dos cosas distintas, una empírica y otra metafísica. Con posterioridad a Kant volvió a cobrar sentido empírico. Según éste, los actos humanos se consideran autónomos cuando proceden de alguien bien informado, que tiene capacidad de decisión y que no se halla privado de su libertad por cualquier factor externo o interno. La autonomía, pues, se identifica con el cumplimiento de unos requisitos empíricos. Estos requisitos mínimos vienen en general determinados por las leyes. De ahí que este sentido del término autonomía, que es el usual en Bioética, tenga un alto contenido jurídico, así como el kantiano era preponderantemente moral. No es un azar, por ejemplo, que el procedimiento puesto a punto para operativizar este concepto, el llamado consentimiento informado, surgiera de la práctica judicial. La autonomía, tal como suele entenderse en Bioética, se define más con criterios jurídicos que morales. Ello se explica por la enorme influencia del Derecho en el nacimiento de la Bioética.
¿Qué sentido puede tener el término autonomía, más allá del descrito? ¿Cabe hablar de una autonomía moral distinta y complementaria de la jurídica? La Filosofía y la Ética del siglo XX han pensado que sí, y han hecho un gran esfuerzo por aclararlo. Autónomo no es simplemente quien se halla bien informado, tiene capacidad para decidir y no le impide hacerlo algún tipo de causa interna o externa, sino quien además de todo eso busca la decisión más responsable, madura o prudente en cada momento, tras ponderar los factores en juego y las circunstancias y consecuencias del caso. Es moralmente autónomo quien procura optimizar sus decisiones y, además, sale responsable de ellas. Esto significa no endosar la responsabilidad a otros, sean éstos personas o instituciones. Lo cual convierte en moralmente heterónomo a todo aquel que actúa por mera convención, porque así lo mandas las leyes, por seguir los usos y costumbres sociales, etc. Y ello no sólo cuando actúa así por presión externa, sino también cuando lo hace por decisión meditada y responsable. En este último caso, en efecto, una persona asume autónomamente un conjunto de principios o mandatos morales externos a él mismo y que le exigen su más estricto cumplimiento. Hay, pues, un acto autónomo en el origen del proceso, pero que convierte en heterónomos todos los actos posteriores, ya que a partir de ese momento se regirá por la norma que asumió, que en muchas ocasiones exige el más estricto seguimiento, a despecho de cualquier situación concreta. Lo cual es otra forma, sin duda más sutil que la anterior, de heteronomía.
En resumen, cabe decir que la autonomía moral es un principio que exige no sólo información, capacidad y ausencia de coacción, sino además gran madurez psicológica y ética. Autónomo es sólo el capaz de tomar decisiones ponderadas, responsables y prudentes en cada situación que se le presente. Y heterónomo, quien se evade de esta responsabilidad o quien se la endosa a otra instancia distinta de él mismo. La madurez moral de una persona se mide por su autonomía. De ahí que en este último sentido, autonomía sea sinónimo de moralidad. Algo que aún al día de hoy es infre cuente entre los seres humanos. El modo más usual utilizado por éstos para regir sus conductas es el heterónomo. La Bioética ha surgido como un movimiento de reflexión moral en los temas relacionados con la vida, la muerte, la gestión del cuerpo y de la sexualidad; es decir, como un intento de gestión autónoma de la vida. Es la emancipación de los seres humanos de la gestión heterónoma de su propia existencia. De ahí que en Bioética la autonomía, así entendida, resulte irrenunciable. Algo que, como queda claro tras lo dicho, no ha hecho más que comenzar.
VI. Nuevos objetivos, nuevos enfoques.—En sus tres o cuatro décadas de vida, la Bioética ha pasado por varias fases. En una primera buscó reglas y procedimientos sencillos para la toma de decisiones en los problemas relacionados con la gestión del cuerpo y de la vida. De ahí que su primario interés fuera el establecimiento de normas procedimentales y reglas claras para la resolución de conflictos en ese ámbito. Así se explica que el método predominante fuera el de los llamados cuatro principios, que aplicados a las situaciones concretas permitían soluciones prácticas y sencillas. Y explica también la importancia decisiva que las normas legales tuvieron durante toda esta fase, ya como orientación sobre lo que debe considerarse correcto, ya como instancia de resolución de conflictos.
Pero por las razones aducidas, esa primera fase tenía necesariamente que evolucionar hacia otra. El objetivo de la Bioética, en efecto, no puede consistir en la mera solución de conflictos prácticos o el establecimiento de normativas claras y sencillas sobre los temas planteados por las nuevas técnicas en el dominio de la Biología y la Medicina. Tratándose de Ética, su objetivo no puede ser otro que promover la responsabilidad de las personas y las instituciones, educándolas en la gestión correcta y autónoma de los valores y los conflictos de valores que las nuevas situaciones plantean.
Esto es lo que fue surgiendo cada vez con mayor fuerza a partir de los años ochenta. Del lenguaje de las leyes y los principios, fue pasándose poco a poco al de los valores. Éste es un término que con el paso de los años ha ido ganando importancia. Y no por azar. El lenguaje de los valores es más primario que el de los derechos o el de los principios. Valorar es una actividad biológica tan básica y necesaria como el comer. Los seres humanos carecemos de los recursos biológicos que serían imprescindibles para subsistir en cualquier medio sobre este planeta: nacemos con una sorprendente prematuridad, que exige grandes cuidados durante un amplísimo periodo de tiempo, no tenemos sentidos muy finos, ni musculatura muy potente, etc. Todo esto hubiera llevado a la desaparición de la especie humana sobre la tierra, de acuerdo con el principio darwiniano de la «selección natural» y la «supervivencia del más apto.» El individuo humano no sólo no es el más apto, sino que se encuentra «inadaptado» al medio. Si ha conseguido sobrevivir ha sido, sin lugar a dudas, por obra de su peculiar psiquismo, que le permite buscar nuevas vías de adaptación, distintas de las animales. La inteligencia le sirve al ser humano, en efecto, para transformar el mecanismo darwiniano de adaptación «al» medio en adaptación «del» medio. Ésa es la función de la inteligencia como propiedad biológica. Sin esta cualidad, no hay duda que nuestra especie habría desaparecido hace mucho tiempo.
La adaptación del medio consiste en su transformación en beneficio del ser humano. De este modo, ahora no es el medio el que selecciona a los seres vivos sino éstos quienes seleccionan, y sobre todo transforman, los medios, hasta humanizarlos, convirtiéndolos en humanos. Esto es lo que llamamos «cultura.» Por obra de la inteligencia, el medio se convierte en mundo y la naturaleza en cultura. Todo lo que el ser humano hace sobre la tierra es transformar el medio en mundo. Y esa transformación es lo que llamamos cultura. El animal vive en el medio natural; el ser humano, en el mundo de la cultura.
Para hacer esto, tiene que poner en funcionamiento todas sus facultades mentales. Estas facultades son fundamentalmente tres, la intelectiva, la emocional y la volitiva. La transformación del medio exige, en efecto, proyectar mentalmente aquello que se quiere realizar. El proyecto es siempre intelectual. El primitivo que vio un montón de piedras y pensó que ordenándolas de una cierta manera podía construir una cabaña con la que resguardarse del frío y del peligro de las fieras, elaboró un proyecto intelectual. El mero proyecto, en cualquier caso, no es suficiente. Resulta además necesario valorarlo como bueno o como deseable. El proyecto es intelectual; la valoración tiene una profunda base emocional. Son funciones distintas de nuestro psiquismo, pero rigurosamente entrelazadas. No podemos percibir ni proyectar nada sin inmediatamente valorarlo. El valorar no es optativo. Todos valoramos siempre y necesariamente. Lo que veo me parecerá bello o feo, agradable o desagradable, bueno o malo. Lo que no puedo es vivir sin valorar. Es una necesidad biológica, que viene exigida por nuestra propia subsistencia. Y es que, en efecto, la opción voluntaria, el tercer elemento en juego, tendrá por objeto siempre llevar a cabo el proyecto que valoremos como bueno u óptimo. La opción exige siempre y necesariamente el proyecto y la valoración. Son tres factores exigidos por la propia condición biológica de la especie humana.
Proyecto, valoración y opción son el resultado de la puesta en práctica de las tres facultades del psiquismo humano, la cognitiva, la emocional y la conativa. Cada una de ellas actualiza la realidad en un respecto distinto. Para la inteligencia las cosas adquieren la categoría de «hechos» sobre los que pueden formularse proposiciones con sentido cognitivo. El sentimiento, por el contrario, accede a ellas en su dimensión de «valor». Y la voluntad tiene que optar o no en función de todos esos factores, lo que nos abre a la dimensión propiamente moral, el «deber.» Hechos, valores y deberes son tres momentos en el proceso de transformación de la realidad por parte del ser humano. Lo cual significa que la moralidad es condición inherente a la especie humana. De igual modo que se define al hombre como animal racional, cabe llamarle animal moral.
La Ética es una disciplina rigurosamente práctica, que tiene por objeto determinar qué se debe o no se debe hacer; es el término del complejo proceso intelectual que necesita seguir el ser humano antes de pasar a la acción y hacer realidad sus proyectos de transformación del medio natural a través del trabajo. La acción humana siempre busca añadir valor a las cosas. El trabajo humano no tiene otro objetivo que ése, incrementar el valor de las cosas, hacerlas más valiosas. De ahí que nuestro deber sea siempre el mismo, añadir valor, realizar lo más posible los valores. La Ética no trata de los valores sino de los deberes. Pero el deber consiste en la realización de valores.
Era preciso este somero análisis de la acción humana para entender las razones de los cambios que se han producido en Bioética en las últimas dos décadas. La opción por el lenguaje de los valores y los deberes frente al de los principios y las normas obedece a razones imposibles de soslayar. Ha bastado que la disciplina cobrara algo de experiencia, para que se diera cuenta de la necesidad de perfeccionar sus instrumentos conceptuales y de análisis. Ni las leyes, normas y derechos, ni tampoco los principios son instancias primarias en el ser humano. Tanto unas como otros surgen como destilado de los valores vigentes en una sociedad. De ahí que la función de la Ética no pueda ser otra que la de reflexionar sobre los valores y deliberar sobre nuestros deberes en orden a la realización más amplia y perfecta posible de los valores en el interior de cada situación concreta. Éste es el objetivo de la Ética. Lo demás, las normas, leyes, derechos y principios, derivarán necesariamente de ahí. No verlo así, confundir valores con normas o principios y derechos con deberes, es simplemente fomentar la heteronomía y con ello anular la originalidad de la Ética.
Esto explica un fenómeno de la máxima importancia y que ha venido cobrando cada vez mayor fuerza a lo largo de estas últimas décadas. Se trata de la demarcación precisa de la Bioética respecto de otras disciplinas adyacentes o limítrofes. Una falacia muy frecuente ha sido la de confundir Ética con religión. Ya lo señalábamos antes. Son las autoridades religiosas, se dice, quienes tienen que determinar qué conductas deben conside rarse correctas y cuáles no. De ese modo, se descarga la responsabilidad en ellas. Ni que decir tiene que esto fomenta la heteronomía, lo que hace imposible la auténtica vida moral, a la vez que descentra la propia vivencia religiosa. Lo que suele buscarse por esta vía es una «dogmática» que diga a las personas lo que deben hacer y les libere de la responsabilidad de decidir. Su única obligación es obedecer las normas, no entenderlas y menos juzgarlas críticamente. Es el imperio de la heteronomía.
En un mundo cada vez más secularizado, la dogmática religiosa tiene cada vez menor vigencia. Pero su espacio lo invade inmediatamente otra dogmática, en este caso civil, la dogmática jurídica. De ahí que en las sociedades modernas y secularizadas el sucedáneo más frecuente de la Ética no sea la religión sino el Derecho. Debemos hacer aquello que marcan las leyes, cuyo objeto es la protección de los derechos individuales y colectivos. Y si las leyes no están claras, el conflicto deben dirimirlo los tribunales de justicia. Es la segunda gran falacia, la confusión de la Ética con el Derecho. Esto fue frecuente en la España de los años ochenta, como consecuencia de la entrada en vigor de la Constitución de 1978 y el estreno de una democracia constitucional. El Título primero de la Constitución es un catálogo de «derechos fundamentales». De ahí que a comienzos de la década de los años ochenta fuera frecuente en nuestro medio considerar que la Ética era cuestión clerical que tuvo vigencia durante la dictadura del general Franco, pero que una vez alcanzada la democracia y formulados los derechos fundamentales, debía darse por superada. Sobraron años a esa década para que los escándalos por corrupción política convencieran a la mayoría de los ciudadanos de que la promoción y el respeto de los valores y la calidad moral de las decisiones son fundamentales para la buena salud de una sociedad.
Ética y Derecho no pueden confundirse. El ámbito del deber es siempre mayor que el del derecho. Y, en cualquier caso, los derechos derivan de los deberes y no al revés.
Hay una tercera falacia que el tiempo ha ido desvelando. En una sociedad muy tecnificada como la nuestra, es frecuente pensar que los problemas éticos no son más que problemas técnicos mal planteados o mal resueltos. Por tanto, que el espacio de la ética puede ser cubierto con ventaja por el de la técnica. Es la visión tecnocrática de la Ética. Si en los dos casos anteriores la Ética queda anulada por la religión y por el Derecho, aquí lo es por la técnica. En las dos primeras situaciones, lo específico de la Ética, el deber, cede ante el valor religioso, en un caso, y el jurídico, en otro. Aquí, por el contrario, el deber intenta reducirse a los puros hechos. Ni que decir tiene que todas estas son falacias, precisamente porque no respetan la complejidad de la moralidad humana, en la que son elementos intrínsecos e irrenunciables los hechos, los valores y los deberes. Cada uno de ellos tiene su propia autonomía, pero a su vez soporta a los siguientes, de tal modo que los hechos son la base de los valores y éstos el contenido de los deberes. Saltarse o anular cualquiera de los tres momentos lleva a la disolución de la vida moral.
Lo anterior da muestra del trabajo llevado a cabo en Bioética durante las últimas décadas del siglo por definir claramente su espacio y demarcarlo respecto de otros colindantes o cercanos, como puedan ser el religioso, el jurídico y el técnico. La importancia de esta labor es tanto mayor, cuanto que la Bioética se ocupa de cuestiones que atañen muy directamente a esas tres disciplinas, y en las que guardar la necesaria independencia resulta extremadamente difícil. Nunca como hoy, sobre todo en espacios como éste, ha sido tan necesario incluir en la deliberación moral cuestiones de una enorme complejidad científico-técnica, y que además afectan a valores fundamentales de nuestras vidas. De ahí la complejidad de la toma de decisiones en este terreno. La Bioética no es la simple aplicación de las éticas recibidas al ámbito específico de las ciencias de la vida, sino que está suponiendo la reelaboración del espacio entero de la Ética, debido a la complejidad y también a la radicalidad de las cuestiones que se plantean. Hoy sabemos con toda claridad que la Bioética no es simplemente una ética profesional, la propia de las profesiones sanitarias, sino un nuevo modo de enfocar los problemas éticos, y por tanto una ética general, la ética de las sociedades avanzadas en el cambio de milenio.
VII. Cuestiones de procedimiento.—Hasta hace escasas décadas el campo del gobierno de las costumbres se hallaba distribuido en dos ámbitos bien diferenciados, que se respetaban mutuamente. Uno era el de la ética filosófica, atenta a los problemas de fundamentación pero ajena por lo general a las cuestiones prácticas o normativas. Éstas se dejaban en manos de otras disciplinas, fundamentalmente las dos ya citadas, la religión y el derecho. Eso explica que tradicionalmente al sustantivo ética se le añadiera el adjetivo filosófica, en tanto que el término moral fuera coto de la teología. Así, se hablaba de una ética filosófica y una moral teológica. Esa moral tenía como fundamento el llamado derecho canónico, ya que su objetivo era establecer normas de obligado cumplimiento para todos los seguidores de un determinado credo religioso. El hecho de que la moral estuviera fuertemente influenciada por el derecho eclesiástico, explica que en sociedades ya muy secularizadas fuera perdiendo vigencia, a la vez que la cobraba la ley civil como norma de conducta. En resumen, la postura tradicional, sobre todo en los países de tradición católica, reservaba los problemas de fundamentación para la ética filosófica y los de regulación de las costumbres a la moral teológica y al derecho.
Pero esto ha sufrido una profunda transformación en el último medio siglo. En los años sesenta, coincidiendo con el Concilio Vaticano II, se produjo en el ámbito católico un cambio similar al acontecido antes en el protestante, consistente en la preocupación de la teología por los problemas de la fundamentación de las normas morales, dado que las respuestas más tradicionales habían perdido en gran medida su anterior vigencia. Por otra parte, el pensamiento secular se interesaba cada vez más por cuestiones de aplicación o prácticas y no sólo por las de fundamentación o teóricas. De este modo, frente a la clásica demarcación de dominios entre la ética filosófica y la moral teológica, cobraba cada vez más fuerza otra en la que la moral se veía obligada a plantearse el problema de la fundamentación, y la ética los de aplicación.
Esto último exigía a esta última ocuparse y preocuparse por los métodos y procedimientos de toma de decisiones. De hecho, fundamentación y método son términos correlativos, de modo que de toda fundamentación se sigue necesariamente un procedimiento de toma de decisiones, y viceversa, todo método necesita una fundamentación específica. El problema es que, como hemos visto, las fundamentaciones más usuales eran en exceso heterónomas, ya que pedían obediencia ciega (perinde ac cadaver, decía Ignacio de Loyola) a las normas venidas de un superior, es decir, de la autoridad competente. Es el origen de las falacias que antes hemos analizado. En un intento por superar ese estado de cosas, en los primeros tiempos de la Bioética fue frecuente echar mano de los procedimientos de toma de decisiones entonces en boga, los provenientes de la llamada teoría de la elección racional. Y cuando no se hacía esto, se intentaban resolver los problemas mediante el juego de los cuatro principios, o acudiendo a los textos legales o, finalmente, a través del consenso.
El tiempo ha hecho madurar procedimientos más complejos, pero a la vez más acordes con las exigencias de la realidad moral. Cada vez se han ido imponiendo más unos métodos en los que se tienen en cuenta los hechos clínicos, los valores implicados en ellos, los conflictos de valores existentes, las circunstancias del caso y las consecuencias previsibles. Con todos estos elementos es preciso contar para que una decisión sea razonable o prudente. El procedimiento para conseguirlo recibe desde la Antigüedad el nombre de «deliberación. » Éste es el método de la Ética, y su objetivo, la búsqueda de soluciones razonables o prudentes a los problemas.
La deliberación, que hunde sus raíces en la obra de los grandes filósofos y moralistas griegos, Sócrates y Aristóteles, es todavía hoy una novedad. Ello se debe a que los procedimientos que se han repartido la práctica totalidad de la historia de la Ética no han creído en ella. Para unos, los defensores de la total objetividad de los valores y las normas morales, las decisiones han de tomarse a partir de esas normas, por tanto, de forma deductiva, razón por la cual no hay nada que deliberar. Para ellos la deliberación es incorrecta. Los otros, aquellos que parten de la completa subjetividad de los valores, consideran que la deliberación es inútil, ya que sobre ese tipo de cuestiones no cabe argumentación racional. En unos casos, pues, la deliberación resulta incorrecta y en los otros, inútil. De ahí que hoy siga siendo la gran desconocida.
En Bioética cada vez es más frecuente una actitud distinta a las dos descritas. Frente a las teorías que afirmaban la objetividad total de los principios morales, y también frente a la opuesta, para la que sobre tales cuestiones no cabe acuerdo racional posible y por tanto se impone como única solución el respeto de las distintas posturas; es decir, frente al objetivismo total y al total subjetivismo, la Bioética ha venido defendiendo una actitud en buena medida intermedia. Consiste ésta en pensar, con buena parte de la filosofía contemporánea, que los principios morales no son ni completamente objetivos ni por completo subjetivos, y que como mejor se les caracteriza es considerándolos intersubjetivos. Esto significa, por una parte, que sobre ellos puede y debe discutirse, que cabe dar razones de los valores que cada uno defiende, y que las decisiones morales deben tomarse teniendo en cuenta los puntos de vista de todos los afectados. Hay decisiones individuales, que cada uno deberá tomar tras deliberación individual o colectiva. En esos casos la decisión habrá de ser individual, por más que la deliberación sea o pueda ser común. El médico responsable de un paciente, por ejemplo, es quien ha de tomar ciertas decisiones sobre él. Podrá consultar con sus colegas cómo ven ellos el caso, pero la decisión ha de tomarla siempre aquel que tiene la responsabilidad de hacerlo. La consulta a los demás tiene por objeto profundizar en la deliberación, con el objetivo de incrementar la prudencia de la decisión final, que en cualquier caso es individual. Hay otras decisiones que no toman individuos sino colectividades. Tal sucede en el caso de los cuerpos legislativos o los parlamentos democráticos. En esas situaciones la necesidad de la deliberación colectiva es aún más perentoria, habida cuenta de que resulta necesario contar con la perspectiva sobre el asunto propia de todos los afectados. Lo sorprendente es que sea en esos ámbitos donde la deliberación se de con menor frecuencia, suplantada por otros procedimientos alternativos, como la pura negociación de intereses, etc. Es lo propio de la llamada racionalidad estratégica, el polo opuesto de la racionalidad deliberativa.
La Bioética ha intentado aplicar desde sus orígenes este procedimiento, y tal es el motivo de que haya utilizado profusamente el trabajo en grupos de debate y comités. De hecho, David J. Rothman y Albert Jonsen han creído ver en esta característica una de sus notas definitorias, lo que les ha llevado a acuñar la expresión Commissioning Bioethics. Abrió la serie la National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research, promovida por los senadores Ted Kennedy y Walter Mondale y nombrada por el presidente Richard Nixon, que llevó a cabo sus funciones entre los años 1974 y 1978. Ella fue crucial en el establecimiento de los criterios básicos de la ética de la investigación con seres humanos y en la institucionalización de los comités de ética para la investigación clínica. Le siguió la President’s Commission for the Study of Ethical Problems in Medicine and Biomedical and Behavioral Research, que impulsó el senador Edward Kennedy y avaló el presidente Jimmy Carter. Llevó a cabo sus trabajos entre 1980 y 1983 y a ella se deben documentos fundamentales en la maduración de lo que cabe llamar Bioética clínica. Después han seguido otros cuerpos deliberativos, como la National Bioethics Advisory Commission (Presidente Bill Clinton, 1995-2001) y el President’s Council on Bioethics (Presidente George W. Bush, 2001-2008). En Europa la primera comisión nacional fue el Comité Consultatif National d’Ethique pour les Sciences de la Viet et de la Santé francés, aprobado por el presidente François Mitterrand el año 1983. A partir de esa fecha, se han multiplicado tanto los comités nacionales de ética, como los propios de organismos internacionales (UNESCO, OMS, Consejo de Europa, etc.). Pero los comités por antonomasia son los llamados comités institucionales de ética o comités hospitalarios de ética, hoy difundidos por todo el mundo y que intentan aplicar a la resolución de conflictos de valor, precisamente, el tipo de mentalidad y metodología que estamos exponiendo. De aquí deriva otra cuestión de la máxima importancia. Se trata del objetivo o término de ese trabajo colectivo o en grupos. Muchos lo han situado en el «consenso». Pero eso no deja de ser profundamente ambiguo. En primer lugar, porque hay consensos que no son deliberativos sino estratégicos. Tal sucede cuando no se busca integrar y respetar todos los valores en juego a través de una decisión madura y prudente, sino sólo aquellos que convienen a cierto número de personas. Pero es que además, y en segundo lugar, no toda decisión tomada tras un proceso deliberativo correcto alcanzará el consenso. El objetivo de la deliberación no es lograr el consenso sino enriquecer el proceso de toma de decisiones, de tal modo que todas las decisiones que se tomen, aunque sean distintas entre sí, resulten responsables y prudentes. El objetivo de la deliberación es incrementar la prudencia, no lograr la unanimidad, a pesar de lo que afirman ciertos autores. De hecho, en decisiones como las políticas, la unanimidad resulta prácticamente imposible. Las democracias liberales utilizan como criterio de prudencia la regla de la mayoría. Pero tan importante o más que ella, es la de que las decisiones colectivas se tomen tras un amplio y correcto proceso de deliberación, incluyendo en él, de forma real o virtual, a todos los posibles afectados por la norma, como ha defendido la ética del discurso. Lo cual no quiere decir que todos ellos tengan que ser capaces de aceptar la decisión que vaya a tomarse. Las decisiones, para poderse considerar morales, han de ser prudentes, no unánimes.
En Bioética cada vez han ido ganando más terreno los procedimientos deliberativos, frente a los más mecánicos que intentan resolver los problemas acudiendo a las leyes, a los clásicos cuatro principios, o a los postulados de la teoría de la elección racional. El problema de las decisiones morales es que no son ni pueden ser nunca apodícticas o demostrativas, razón por la cual no tienen las más de las veces una única solución. Respetar el pluralismo de soluciones, pero dentro de las exigencias de la deliberación y la búsqueda de la prudencia: tal es el objetivo de los procedimientos que en los últimos años van poniéndose a punto en el mundo de la Bioética.
Actuando así, no sólo no se anula la responsabilidad de las personas sino que se la potencia. Dicho de otro modo, estos procedimientos son los únicos compatibles con el respeto de la autonomía moral. La moral autónoma no puede no ser deliberativa, ya que sólo de esa forma el individuo es el último responsable de todas y cada una de sus acciones, sean éstas individuales o colectivas.
VIII. Los niveles de la deliberación.—Una de las características más sobresalientes de la Bioética de los últimos años es su cada vez más resuelta vocación de convertirse en Ética general. Lo que propone, en efecto, es un nuevo enfoque del campo entero de la Ética y no simplemente su aplicación a un ámbito concreto, el de las profesiones sanitarias. De ahí también que poco a poco haya ido saliendo de las márgenes de las instituciones hospitalarias e influyendo en campos muy distintos, como son los de la Educación, la Economía y la Política. La Bioética se torna así en una nueva mentalidad o un nuevo modo de ver y juzgar todo tipo de problemas sociales y humanos.
Como la deliberación es un procedimiento complejo, que requiere para su correcto ejercicio de ciertos conocimientos, algunas habilidades prácticas y determinadas actitudes básicas, se comprende que necesite ser educada. Lo que todos buscamos en principio no es deliberar, es decir, dar argumentos de nuestras propias posturas y valores, escuchar los argumentos de los demás, tratar de entenderlos, tener la capacidad de ponernos en su punto de vista y ver cómo de ese modo hacemos que nuestras decisiones sean más prudentes y maduras. Todos en principio consideramos que nuestros valores son los óptimos (de no ser así, los cambiaríamos por aquellos que nos parecen mejores, con lo cual llegaríamos siempre a la misma conclusión) y tendemos a pensar que los otros sólo son respetables en tanto en cuanto piensan igual que nosotros o coinciden con nuestros valores. Es más, por lo general nos consideramos obligados a imponerles esos valores que consideramos óptimos, incluso contra su voluntad.
La deliberación es lo opuesto a cualquier tipo de imposición. Y como todos tendemos naturalmente a imponer, incluso por la fuerza, nuestros propios valores, resulta claro que para deliberar se requiere un entrenamiento, una educación o formación específica. De ahí la necesidad de educar en este procedimiento desde la misma escuela primaria. Frente a los sistemas más usuales, que tienen por objeto transmitir al niño conocimientos de forma dogmática y acrítica y de educarle en el éxito social a cualquier precio, haciendo que prevalezca su propio punto de vista, se ve cada vez más clara la necesidad de educar en la deliberación. Las cosas no cambiarán hasta que no se extienda lo que hoy ya se conoce con el nombre de pedagogía deliberativa.
La deliberación ha de ser también el modo de enfrentar los problemas o conflictos de valor que surgen en la vida social (familiar, laboral, profesional, etc.) El ámbito sanitario es uno más entre ellos. Se ha discutido mucho cómo debe caracterizarse o definirse ese tipo de relación interhumana que es la relación clínica. Hoy comienza a ganar fuerza la tesis de que la relación clínica es o debe ser una relación deliberativa. Otro ámbito es el de la vida laboral o empresarial. También aquí la deliberación encierra un tremendo potencial. Hay mínimos que en todas las actividades humanas, y por supuesto también en las empresariales, deben exigirse coactivamente, a través de leyes y normas. Pero cada vez está más claro que el buen funcionamiento de una empresa depende de que sus directivos sean capaces de promover la excelencia, por encima de esos mínimos que, por su carácter común, no pueden nunca ser muy elevados. Es lo que se denomina gestión de la calidad. La ética empresarial es uno de los modos más eficaces que hay para conseguir ese objetivo. Pues bien, entre los distintos enfoques que ha ido ensayando la ética empresarial en las últimas décadas, hay uno, el de los stakeholders, que obliga necesariamente a introducir procedimientos deliberativos en que participen, actual o virtualmente, la totalidad de los afectados.
Está, finalmente, la actividad política. Los poderes del Estado tienen que ser por necesidad deliberativos. Las cámaras legislativas son cuerpos deliberativos, o al menos deben de serlo. Lo mismo cabe decir del ejecutivo, y con mucha mayor razón del judicial. De hecho, las democracias no gozarán de plena legitimidad hasta que no se constituyan de acuerdo con el modelo deliberativo. Esto, la llamada democracia deliberativa, es otro de los grandes movimientos surgidos a lo largo de estas últimas décadas.
Educación deliberativa, Medicina deliberativa, empresa deliberativa, política deliberativa. He aquí algunas de las conclusiones que se derivan del principio de la deliberación, establecido por Aristóteles en la Antigüedad como el procedimiento propio de la racionalidad práctica, y que ha tenido que esperar a las postrimerías del siglo XX para hacer evidente todo su enorme potencial de transformación de la sociedad y de mejora de la condición humana.
IX. La Bioética y el futuro de la vida.—El tránsito del siglo XX al XXI y del segundo al tercer milenio, han hecho cada vez más apremiantes las preguntas por el futuro, es decir, por aquello que no existe aún como realidad pero que tenemos obligación de procurar que pueda existir en condiciones adecuadas. La Ética tiene esa curiosa característica, que se ocupa de cosas que no son pero que pueden ser y que deben de ser. El deber ser es siempre ideal, ya que cuando se realiza pierde esa condición para adquirir otra, la de ser de una u otra forma. Pero a pesar de no existir, de no ser real, de no estar realizado, el deber ser obliga. La humanidad tiene la obligación de proyectar el futuro, y es precisamente su capacidad de proyecto y de previsión la que hace que sus actos sean morales o inmorales. De ahí que la Ética esté siempre y necesariamente ocupada y preocupada por el futuro.
Pero no es la Ética la única disciplina que se ocupa del futuro. También lo hace la ciencia. Ésta no es en última instancia más que un sistema de previsión del futuro. Así lo vio ya hace muchos años Auguste Comte, al convertir en lema el «saber para prever y prever para proveer.» Esto significa que cuanto más avanza el conocimiento científico, más le resulta al ser humano posible prever y controlar el futuro. Lo que genera otra consecuencia, y es que cada vez es mayor su responsabilidad moral. Somos responsables del futuro, en tanto en cuanto podemos preverlo. Tal podría ser el lema de la Ética.
Los propios avances científicos han hecho que el futuro se haya tornado progresivamente más problemático y se halle más amenazado. Fue la construcción de las armas nucleares, y en general las llamadas «armas de destrucción masiva», lo que puso por primera vez en guardia a la humanidad ante la posibilidad de un deterioro serio de las condiciones de vida futuras, o incluso su desaparición o exterminio. De entonces acá, las amenazas no han hecho más que multiplicarse. Los avances de la Biología molecular permitieron en los años setenta la manipulación del código genético, tarea que de entonces acá se ha llevado a cabo en multitud de plantas y animales. Y junto a estas dos grandes amenazas, una proveniente de la Física atómica y otra de la Biología molecular, otras muchas: el deterioro del medio ambiente, la contaminación atmosférica, el incremento del anhídrido carbónico, el efecto invernadero, la deforestación de los bosques, la contaminación de los mares, el problema de los residuos radiactivos, el efecto invernadero, el deshielo de los casquetes polares, etc.
Lo descrito guarda relación con el modo como la humanidad ha venido conceptuando sus relaciones con la naturaleza y los seres no humanos. Fue hace escasos ciento cincuenta años, en 1869, cuando Ernst Haeckel introdujo el término «Ecología», para designar la ciencia que de los seres vivos en relación a su medio ambiente. De entonces acá ha ido generalizándose la idea de que no puede establecerse una cesura total entre el ser humano y los demás seres de la naturaleza. A finales del siglo XVIII, en 1875, Kant publicó su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, en la que separaba tajantemente el mundo de los seres humanos, «fines en sí mismos» y por ello dotados de «dignidad», de los demás seres de la naturaleza, simples «medios» valorados por su «precio.» La barrera de esos dos mundos le parece a Kant infranqueable, hasta el punto de que la moralidad es condición que afecta sólo a los primeros, que, eso sí, tienen hacia los demás ciertos deberes de respeto y cuidado.
Esta distinción tajante entre ambos mundos se ha ido reduciendo paulatinamente con el paso del tiempo hasta desvanecerse o desaparecer en las postrimerías del siglo XX. El futuro del ser humano está íntimamente relacionado con el del medio que le sirve de suelo nutricio. De ahí la necesidad de plantearse el problema de la vida como un todo y de no reducir la Ética al espacio de la vida humana. Ése ha sido el origen de la llamada Ética ecológica o Ética medioambiental.
Por otra parte, está también el tema de nuestros deberes para con las futuras generaciones de seres humanos. Es la llamada Ética de las futuras generaciones. Durante milenios, la humanidad había venido pensando que las acciones que el ser humano realizaba en el medio redundaban siempre en beneficio de éste, razón por la cual los individuos de las generaciones siguientes saldrían siempre beneficiados. Los romanos, por ejemplo, construyeron puentes y acueductos por toda Europa, que sus descendientes han utilizado durante siglos y siglos. De ahí que sea posible constatar a lo largo del tiempo un desarrollo económico y humano progresivo, y que los seres humanos hayan ido viviendo progresivamente mejor. En general, cabe decir que han incrementado su calidad de vida. Pues bien, los trabajos del Club de Roma llamaron la atención a comienzos de los años setenta de que los índices de calidad de vida, también llamados índices de desarrollo humano, podían comenzar a deteriorarse en el próximo futuro como consecuencia del deterioro de las condiciones de vida y el medio ambiente. Estudios posteriores parecen haber confirmado esa sospecha. Y la cuestión está en si los seres humanos no tenemos obligación de hacer que la vida en general, y la vida humana en particular, continúen sobre el planeta, y con niveles de calidad de vida no inferiores, al menos, a los actuales. Esto es lo que llevó a Hans Jonas a reformular el imperativo categórico kantiano en los siguientes términos: «Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra»; o también: «Obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida»; o, simplemente: «No pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra.» Ronald Green, por su parte, ha formulado este imperativo de la siguiente manera: «Estamos obligados a hacer lo posible por asegurar que nuestros descendientes tengan los medios para una progresivamente mejor calidad de vida que nosotros, y a que, como mínimo, no queden en una situación peor que la actual por nuestras acciones.»
Concluyendo, cabe afirmar que cada época tiene que construir su propia ética. Ello se debe a que los problemas son nuevos. Pero se debe también a que esos nuevos problemas repercuten sobre la teoría moral entera, obligando a su reformulación y a la puesta a punto de nuevos criterios. A mediados del siglo XX, tras la Segunda Guerra Mundial y la división del mundo en dos mitades separadas por un «telón de acero», todos los conflictos morales acababan desembocando necesariamente en la confrontación entre socialismo y capitalismo, o Primer mundo y Segundo mundo. El año 1989 cayó el muro de Berlín y con él desapareció esa confrontación, que ya entonces estaba siendo sustituida por otra, la del desarrollo insostenible del Primer mundo y el subdesarrollo, también insostenible, del Tercero.
Ahora la meta está en un horizonte, distinto de ambos, que la ONU ha bautizado con el nombre de «desarrollo sostenible.» El problema central es el de la sostenibilidad, es decir, el del futuro de la vida. De ahí que la Ética del nuevo siglo y milenio merezca, con toda propiedad, el nombre de Bioética.
Véase: Bioderecho, Comités de Ética, Principialismo, Principio de autonomía, Principio de no maleficiencia, Principio de responsabilidad.
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