Autor: MARC BROGGI I TRÍAS
El humano valora siempre lo que tiene ante sí y, al hacerlo, prioriza una alternativa frente a otra, estima la actuación más conveniente y decide la que se ajusta mejor al futuro que prefiere. Los valores motivan las decisiones, tanto su aceptación como su rechazo. En el mundo sanitario esto es así para el enfermo, para su familia y para el profesional, e incluso para la institución y toda la sociedad. La Bioética, precisamente, tiene como objetivo el análisis de los valores que subyacen en las decisiones donde sea que se tomen: en el quirófano, al diseñar de un ensayo, en el despacho del gestor o en la discusión de una ley en el Parlamento. Pretende hacérnoslos visibles para que los verbalicemos y los discutamos abiertamente.
La relación clínica es uno de los ámbitos en los que no debe olvidarse nunca la existencia de valores: se manejan siempre, se sea consciente de ello o no. Precisamente, de su buena o mala gestión depende en gran parte la calidad de la prestación que se da. Hay que recordar que la clínica es la piedra angular de todo el edificio sanitario: si hay una organización sanitaria, el cultivo de una ciencia o si se investiga es para que la actividad clínica, la que precisa un enfermo concreto, pueda llevarse a cabo correctamente. Y esta actividad con el ciudadano necesitado de ayuda se desarrolla en el seno de una relación interpersonal decisiva y cada vez más compleja.
Durante siglos la actividad profesional se ha basado en la máxima eficacia contra la enfermedad, lo que definía la relación clínica que precisaba. Los valores que el enfermo apreciase personalmente eran considerados insignificantes frente a los que aseguraban esta eficacia, es decir, frente a aquellos que su estado imponía como prioritarios y sin discusión. La sociedad lo quería así, los enfermos y familiares lo aceptaban y generaciones innúmeras de profesionales hacían girar su profesionalidad alrededor de esta forma de ejercicio. Era una situación estable, útil y en la que era fácil orientarse. Pero las cosas han cambiado en poco tiempo, precisamente porque han cambiado los valores que sustentan la actuación sanitaria y los que conviven ahora en la relación clínica.
Nuevos valores y nuevos derechos.— Los valores nacen en la conciencia personal. Pero en una sociedad plural, los ciudadanos se organizan para defender aquellos sobre los que coinciden, y así los proclaman como principios y promulgan leyes para preservarlos y para exigir que se respeten. Pasan entonces algunos de ellos a ser asumidos por la colectividad como derechos, lo que obliga a nuevos deberes. Y es lo que ha ocurrido en el reducto de la actividad clínica. En poco tiempo han irrumpido en su seno, y con una fuerza revolucionaria, algunos que le eran extraños: por encima de la eficacia contra la enfermedad, se ha situado ahora el respeto indiscriminado a la voluntad de los enfermos, a su integridad física y moral y a su intimidad. El valor que ahora tiene para nosotros la veracidad en la información que debe dárseles y la libertad para que puedan decidir es un ejemplo paradigmático de la novedad. Antes, la mentira era habitual y el enfermo, por el solo hecho de estarlo, no podía negarse a una actuación que se le impusiera para su bien. Ahora, la imposición y el engaño han quedado proscritos, aunque sea con esta intención. La enfermedad ya no es un paréntesis en el ejercicio de los derechos ni puede suspender la defensa de los valores de cada ciudadano. Si así fuera, sería para él una situación indigna, una ofensa. La indignidad la vemos ahora ligada, no sólo al daño, sino también a la desconsideración a los valores de cada cual, a su desvalorización. Antes, el enfermo, al entrar en la consulta, penetraba en un mundo de valores establecidos a los que debía adaptarse sumiso. Ahora el cambio es radical: el enfermo puede entrar en ella con su mundo de valores propios para que se tengan en cuenta y se respeten.
Los valores del enfermo. — El hecho de que el respeto sea ahora el valor supremo, y que no pueda ser sacrificado en aras de otros, transforma de raíz la relación clínica: de ámbito de actuación que era, pasa a ser además, y en primera instancia, ámbito de encuentro y de gestión de valores a conocer y respetar. Y, al ser estos más numerosos y variados que antes, nunca totalmente previstos y quizás no coincidentes, debe hacerse un trabajo de detección, de ponderación, y a menudo de priorización antes de cualquier decisión a tomar. Esto presupone desde luego que el profesional esté convencido de su nuevo deber y de su importancia, y que además haya accedido a unos conocimientos, adquirido unas habilidades y adoptado unas actitudes para hacerlo que anteriormente no necesitaba.
En primer lugar, al profesional le es preciso dotarse de una nueva mirada que abarque al enfermo como persona portadora de valores; una mirada que no borre o desdibuje las particularidades con las que cada ciudadano llega a la enfermedad, que no intente atravesarle para centrarse sólo en el órgano que trae maltrecho, sino que se detenga también en su problema personal y lo considere en su justa medida. Este mayor miramiento es la base del respeto que todo ciudadano espera encontrar en su situación de fragilidad: ser acogido en ella con hospitalidad, es decir, con la curiosidad con la que un buen anfitrión recibe la novedad que cada cual representa, por su biografía y por su forma de ser, aunque constituya también objeto de estudio biológico.
Con esta mirada como guía, debe entonces iniciarse un diálogo deliberativo. Para iniciarlo, no es cuestión únicamente de habilidad en técnicas de comunicación —que son útiles y deberían trabajarse más— sino ante todo de disposición al diálogo; es cuestión de que el enfermo encuentre ante sí una oferta abierta y valiente para iniciarlo. Esta disposición para acercarse al mundo de valores del paciente sin intentar imponerle los propios —ya sean profesionales, religiosos, institucionales o morales— es algo fundamental. La relación clínica no daba antes opción para la deliberación, no hubiera tenido sentido; pero ahora esta última es la que legitimará la decisión que de ella surja. Antes, la confianza era una petición de principio; ahora, debe ser el resultado de una disposición de ayuda y de la muestra de que el diálogo respetuoso es posible y de que en él la persona enferma se siente bien tratada.
El valor oculto. — La imprescindible personalización debe centrarse en las necesidades de cada cual, más allá de los derechos de todos. No se trata, por ejemplo, de esperar a que la voluntad se exprese para respetarla, sino de respetar, ya desde el inicio, el proceso, a veces lento y costoso, de cada cual para llegar a ella. Más aún, se trata de ayudar además a que la decisión surja de una verdadera valoración de los hechos y de sus deseos y necesidades; es decir, que surja de una utilización honesta de herramientas genuinas para ello, como son los valores en juego. Salvo que a menudo éstos deberán descubrirse, desvelarse, porque posiblemente ni el enfermo los conoce lo suficiente en una nueva situación tan nueva para él. El diálogo entre los protagonistas debe partir de la base “socrática” de aceptación de la porción de ignorancia de cada cual. En uno, será la ignorancia sobre los valores que el enfermo aporta y, en el otro, las posibilidades ante las que está. Deben pues hablar de todo ello con prudencia, pero con valentía, incluso buscando lo que haya podido quedar oculto o mal expresado.
El valor oculto es frecuente: puede acechar en el fondo del temor mal definido por el enfermo, de su negativa inexplicable, o de su tabú o irracionalidad. Pero también puede subyacer en el fondo de la información sesgada que da el profesional, o del miedo de éste a que se le pregunte, o de su reticencia excesiva a la negativa, o de su postura distante para no implicarse. El valor oculto, pero vigente, puede tener mucha fuerza y movilizar mucha carga emocional. La mayoría de los malentendidos en la práctica clínica, y no pocos de los casos que llegan a los Comités de Ética, tienen su causa en una insuficiente consciencia sobre ellos y en una deficiente comunicación interpersonal.
Los valores profesionales. — La gestión de valores personales en el ejercicio de la clínica diaria es una necesidad y, para hacerla bien, es útil partir de otros, esta vez profesionales, que conviene reivindicar. Ya no es suficiente, para ser buen profesional sanitario, ser buen técnico, aunque se sea además buen “informador”. Ya no basta la pericia para manejar datos y hechos, o para llegar a conocer decisiones o ideas. Ni tan siquiera basta la aceptación sin más de la voluntad explicitada por el enfermo, es decir, el respeto a la autonomía entendida como simple libertad de decisión. Todo esto es básico. Pero el profesional no debe limitarse a cumplir un contrato escrupuloso sobre derechos y deberes generales legalmente asumidos. Una relación así, meramente contractual, puede ser suficiente para procedimientos banales y para algún tipo de enfermo, pero no lo es para muchos otros, y sobre todo no lo será en las situaciones de sufrimiento en las que sea difícil decidir. En estos casos, debe poder llegarse más allá. El mero contrato no es la alternativa que la sociedad pide en sustitución al paternalismo anterior. Es cierto que constituye una tentación limitarse a él, porque permite, como entonces, mantenerse alejado de los valores en juego. Pero el enfermo puede vivir esta limitación como una dimisión de la profesionalidad que esperaba encontrar. Porqué esperaba que el buen profesional tuviera en cuenta con flexibilidad sus necesidades en concreto y que adaptase la relación clínica a su peculiaridad con la calidez suficiente para permitir un diálogo franco. Es decir, la buena práctica exige que, para favorecer el verdadero interés y respeto por los valores personales de cada enfermo, el profesional ostente los que más lo muevan a ello, incorporándolos como hábito a su quehacer. Lo debería hacer, por ejemplo, con la compasión, el coraje o con la lealtad al paciente.
La compasión. —Debe entenderla como acicate para su actuación solidaria, como el motor de toda su actividad. No es pues un simple sentimiento de lástima pasivo, y quizás turbador como a veces se cree; no es una debilidad. Es una movilización activa para aproximarse al que sufre y ayudarle. Tiene pues su origen en la empatía: en la percepción que el profesional debe tener, y en la valoración que él debe hacer del sufrimiento del otro. Es esta filantropía práctica la que debe moverlo —y conmoverlo— al mismo tiempo, sino antes, que la filotecnia en que acostumbra a centrar su interés por los buenos resultados técnicos.
El coraje. — Debe servirle para superar el reparo que pueda tener a la aproximación, para superar el temor a verse succionado por la compasión. Evidentemente, debe saber mantener una distancia afectiva que le permita mantener su lucidez y buen tino; pero el miedo a la turbulencia emocional no puede ser excusa para adoptar una impasibilidad excesiva, ya sea la del científico frío e insensible o la del refugio en una medicina defensiva y distante. Debe atreverse a manejar con flexibilidad el acercamiento valiente al sujeto enfermo al mismo tiempo que la preservación de su propia integridad emocional y decisional. Debe mantener su mente abierta y poco rígida para que le incite a interesarse por lo que se siente ante él y le faculte para intervenir con oportunidad.
La lealtad. — Debe verla como una implicación en el trabajo de emancipación que, a su manera, todo enfermo intenta. En primer lugar, prestándole ayuda en su proceso de comprensión y de aceptación, de decisión y de participación, de autorrealización y de reconstrucción. Por tanto, la lealtad no se limita a la simple interpretación y, sobre todo, evita la simple sustitución si no es necesaria. Si es leal, se interesará en que el enfermo pueda ponerse en contacto con su propio mundo de valores y pueda ordenarlos, priorizarlos y expresarlos tarde o temprano. De la lealtad se espera un compromiso con ellos; no sólo respetándolos sin más, sino considerando su valor como genuinos que son, y que se recuerden y defiendan llegado el caso.
Podrían señalarse más; pero la compasión para sentir, el coraje para acudir y la lealtad del profesional son importantes, y tan necesarios para el enfermo como su saber y su saber hacer. Junto a valores centrales e incuestionables, como los que han conformado su fidelidad a la verdad, a la racionalidad y a la prudencia, la excelencia profesional debe sustentarse también en estos otros, tan imprescindibles como aquellos y, en alguna ocasión, más perentorios quizás.
La relación clínica como crisol. — Con estas premisas básicas, la forma concreta que debe adoptar cada relación clínica no puede preconcebirse de antemano. El único diseño generalizable es aquel que favorezca la adaptación a cada situación a medida que va conociéndose el mundo de cada paciente y, en consecuencia, sus necesidades: uno querrá más información que otro, o más participación, o una cierta delegación, o más o menos proximidad o intimidad, etcétera. La hospitalidad comporta esta variabilidad y exige la posibilidad de flexibilizar la relación para cada caso, incluso llegando a niveles de calidez que podríamos denominar amistosos. No debería obviarse esta posibilidad en aras al miedo, la comodidad, la rutina o una pretendida mejor eficiencia. La gran mayoría de veces coincidirán los valores del enfermo y los del profesional en asuntos de interés, por lo que no hará falta demasiado tiempo y esfuerzo para tomar decisiones consensuadas. En otras, en cambio, puede hacer falta una verdadera ponderación de los valores no compartidos para calibrar su peso respectivo. No todos pesan lo mismo, no todos valen por un igual; no se trata de buscar una equidistancia entre ellos para forzar un simple pacto imparcial. Para la propuesta del profesional, por ejemplo, el mayor peso está de la parte del mejor beneficio para el enfermo, de lo que pueda ser más contrastado por los hechos acreditados. Para la decisión final, en cambio, el mayor peso está de la parte de los valores del enfermo, sobre todo de los que le confieren más coherencia con su proyecto vital y se manifiestan con más claridad, y siempre que haya podido conocer sus opciones. Es función del profesional proporcionar un ámbito de relación que permita administrar este difícil trabajo honesta y responsablemente, ayudando a que el enfermo pueda basarse en una propuesta racional y comprensible y a que después disponga de libertad y competencia.
La Bioética como ayuda. —El valor del respeto —a la libertad, a la integridad, a la intimidad y a la equidad— asumido ahora colectivamente ha transformado la actividad sanitaria y, claro está, también la relación clínica, obligándola a que tenga en cuenta aquellos valores personales que surjan cada vez. Este cambio exige también que las profesiones sanitarias promuevan aquellos de entre sus valores que faciliten el proceso. Los ciudadanos lo piden; pero es que, además, la curiosidad dirigida a estos aspectos y la disposición a hacerles frente, enriquecen el quehacer profesional y lo vuelven más gratificante; incluso puede decirse que más científico —seguro que no menos— al aproximarlo a la realidad que se maneja cotidianamente.
La Bioética pretende estimular la comprensión y la preparación para enfrentarse a esta nueva complejidad. Invita a iniciar y a mantener un análisis consciente y crítico sobre la relación entre pacientes y profesionales como crisol de valores. Además, ofrece posibilidades de formación para hacerlo con más lucidez, y proporciona la asistencia de sus comités para analizar los conflictos que puedan surgir en la práctica clínica.
Véase: asistencia sanitaria, bioética, confidencialidad, consentimiento, derecho a la información sanitaria, derechos del paciente, formación en bioética, mala praxis, principio de autonomía.
Bibliografía:
BAYÉS, Ramón, Psicología del sufrimiento y de la muerte. Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 2001, págs. 11-21; BEAUCHAMP, Tom L. / CHILDRESS, James F., Principios de ética médica, Masson, Barcelona, 2002, págs. 379-443; BROGGI, Marco Antonio, «Gestión de los valores “ocultos” en la relación clínica», Medicina Clínica (Barcelona), núm. 121 (18), 2002, págs. 705-709; COMITÈ DE BIOÈTICA DE CATALUNYA, Recomendaciones a los profesionales para la atención a los enfermos al final de la vida, Fundación Víctor Grifols i Lucas, Barcelona, 2010; DRANE, James, Becoming a good doctor, Sheed & Ward, Kansas City, 1988; EMANUEL, Ezequiel / EMANUEL, Lynda, «Cuatro modelos de la relación médico-paciente», en Azucena COUCEIRO (Ed), bioética para clínicos, Editorial Triacastela, Madrid 1999, págs. 109- 126; GRACIA, Diego, «La deliberación moral: el método de la ética clínica». Medicina Clínica (Barcelona), núm. 117 (1), 2001, págs. 18-23; GOMÀ, Francisco, «Scheler y la ética de valores», en VICTORIA CAMPS (Ed) Historia de la Ética, Editorial Crítica, Barcelona, 1989, págs. 296-326.
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