Autor: MIGUEL ÁNGEL NÚÑEZ PAZ
A pesar de las múltiples valoraciones que pueden hacerse respecto a este concepto, resulta indiscutible, como indica Royes, que el suicidio médicamente asistido, al igual que la eutanasia, constituyen formas diferentes de poner fin a la propia vida en determinadas circunstancias. Cuando la acción la realiza la propia persona con ayuda médica se denomina suicidio médicamente asistido; cuando es el médico quien causa directamente la muerte del propio paciente a petición de éste, se habla de eutanasia. Tanto en uno como en otro supuesto, el paciente debe reunir determinadas condiciones de salud y, especialmente, debe ser capaz de formular la petición de que otros le ayuden a poner fin a su vida para lo que debe gozar de pleno conocimiento y de capacidad de decisión.
Las encuestas más recientes siguen demostrando que, aunque existen sectores partidarios de defender supuestos de eutanasia, la mayoría de los ciudadanos y sobre todo los médicos parecen más reacios a aceptarla y se decantan hacia el suicidio asistido (aiding suicide).
El término se refiere al suicidio en el que en la muerte del sujeto, aunque ocasionada por él mismo, han intervenido otro u otros individuos, aconsejándole o disponiendo fórmulas o modos de llevarlo a cabo. En definitiva, se considera que existe suicidio asistido, o jurídicamente, auxilio o cooperación médica al suicidio cuando un facultativo proporciona medios e información para que el paciente pueda poner fin a su vida siendo consciente de que él mismo podría suicidarse. La eutanasia tiene lugar cuando es el propio facultativo el que pone fin a la vida del paciente. La distinción tiene trascendencia penal, ya que el médico que practica la eutanasia puede ser procesado como autor de homicidio (intencional manslaughter) o asesinato (murder) si la muerte del paciente es provocada de forma intencional y directa (v.g. el Caso Keworkian al que aludiremos más adelante).
Sin embargo, el médico que asiste o auxilia al paciente sería sólo acusado en virtud de una normativa que prohibiera el auxilio al suicidio. El modelo paradigmático de atención al problema del suicidio asistido se encuentra en los Estados Unidos de América, donde existen veinticinco Estados con normas legislativas penalizadoras del auxilio al suicidio o la asistencia al suicidio; únicamente en siete Estados se considera el auxilio al suicidio como un homicidio (o asesinato), otros lo consideran una figura autónoma; también el Model Penal Code en su artículo 205.5, si bien distingue el auxilio al suicidio provocado intencionalmente por fuerza, coacción o engaño y el causado o intentado por intervención o ayuda de un tercero que da lugar a una condena por delito en segundo grado.
En 1994 fue aprobada una Ley para la legalización del auxilio al suicidio en Oregón, aunque ha sido más tarde impugnada por diversos organismos civiles y religiosos para evitar que llegue a tener efectividad. La Oregon Death with Dignity Act (Ley de Oregon para la muerte digna) establece que el paciente al que se haya diagnosticado una enfermedad terminal puede solicitar por escrito que se le suministre la medicación adecuada para poner fin a su vida de manera humana y digna.
La legalización del auxilio al suicidio o suicidio asistido se ha conseguido a través de los tribunales. En 1994, un tribunal de Washington consideró que la norma estatal que penaliza el auxilio al suicidio era contraria a la Decimocuarta Enmienda de la Constitución, y la decisión de suicidarse de un enfermo terminal —como inherente a la dignidad y autonomía de la persona— es una de las libertades protegidas constitucionalmente. La decisión del Tribunal en Compassion in Dying y la aprobación de la Ley de Oregon han conseguido un importante apoyo popular y también de un amplio sector médico a favor de la ayuda a morir en determinadas circunstancias, aunque la cuestión es objeto de controversia.
En todo caso, conviene recordar que en muchos Estados ni siquiera se sanciona el auxilio al suicidio o suicidio asistido y en aquellos que se sanciona, los procesamientos son muy escasos.
En 1990, tuvo lugar un paradigmático suceso respecto al tema que nos ocupa: Janet Adkins, una mujer con la enfermedad de alzheimer utilizó la llamada «máquina del suicidio», «máquina de matar », etc., diseñada por el doctor Jack Kevorkian, médico de Michigan más conocido como el Doctor Muerte por haber ayudado a 130 personas a suicidarse entre 1990 y 1998, según él mismo confesó en el juicio que le condenó a prisión y puesto en libertad condicional en junio de 2007 tras cumplir ocho años de condena. En dicho Estado no existían leyes que sancionasen la ayuda al suicidio, por lo cual Kevorkian no pudo ser procesado. La mayor parte de los médicos e importantes sectores jurídicos han rechazado los métodos del citado doctor, al considerar que estos se desarrollaban en condiciones que suponen una desprotección de la autonomía e intimidad del paciente; si bien, reconocen que si existían pacientes dispuestos a solicitar su ayuda ello suponía la existencia de un problema que era necesario resolver.
En una trascendental Sentencia de 25 de junio de 1997, el Tribunal Supremo de EE.UU, estableció que la Constitución no reconocía el derecho de los enfermos terminales a solicitar a un médico que les ayude a morir; y a partir de dicha Resolución, los diferentes Estados de la Unión pueden declarar ilegal esa ayuda. Esta doble decisión del Supremo Tribunal ha multiplicado la polémica que ya divide a la población por sus implicaciones éticas y legales y, en particular, por el escollo legal que supone el concepto de la denominada ayuda al suicidio; máxime, habida cuenta de que el Tribunal Supremo reconoció en 1990 el derecho a morir, al determinar que la Constitución protegía el rechazo de atenciones médicas no solicitadas que prolongasen artificialmente la vida.
En realidad, en toda la problemática relativa al suicidio asistido hay que partir de una distinción entre: la concepción utilitarista del hombre objeto, hombre masa y hombre medio, propia de los Estados totalitarios, de la razón de estado y la concepción personalista del hombre valor, hombre persona, hombre fin y, como tal, no instrumentalizable en función de intereses extrapersonales. El punto de encuentro de todo «humanismo», metafísico o no, laico o religioso, radica en reconocer al ser humano una intrínseca dignidad que convierte a un sujeto en «fin en sí mismo» y nunca un «objeto medio». Contrario a la concepción personalista será el principio de indisponibilidad de la persona humana «por mano de otro» que comporta una fundamental distinción entre: 1) La disponibilidad «manu propia», jurídicamente lícita y tolerada (suicidio), y 2) la disponibilidad «manu alius», es decir, por parte de otros sujetos, la cual, en principio es jurídicamente ilícita.
Sobre la base de tales distinciones no se pune, sino que se ha tolerado desde la Revolución Francesa, la tentativa de suicidio mientras se sanciona la actividad de los terceros instigadora o facilitadora del suicidio, y si consiente el autosacrificio (por ejemplo para salvar a otro o la autoexperimentación sobre sí mismo) mientras se persigue el heterosacrificio —o sea, el sacrificio por mano de otro— y no se impone el deber de curarse o no, o de dejarse morir.
Negar sobre el plano jurídico (otra cuestión es el punto de vista moral) tal derecho y establecer el deber jurídico de curarse es abrir una puerta al sistema de imposición y control del ser humano. Pero existen límites a la disponibilidad por «mano de otro», como son los objetivos de salvaguarda de la vida e integridad física y salud, de la dignidad de la persona, y los subjetivos de la libertad de autodeterminación —consentimiento y derecho de curarse o no o de dejarse morir—. Sin consentimiento del sujeto (real o presunto) la intervención de terceros es ilícita.
Asimismo es necesario manifestar que hoy parece existir una mayor sensibilidad, junto a la mejora de las condiciones de la existencia, sobre el valor de la vida entendida como manifestación de la personalidad humana, lo que ha conducido a una reafirmación de la dignidad del sujeto extendida también al momento de la muerte.
En todo caso no se trata, si no se desea, de llegar a afirmar la licitud del suicido sino de subrayar, por el contrario, su diferencia respecto del derecho de la persona a dejarse morir. En el primer caso la muerte viene provocada por el mismo sujeto, mientras que en el segundo no hay una auténtica renuncia a vivir sino solamente un rechazo a prolongar el inevitable proceso de la muerte. Sin embargo, se ha significado lo sutil de la distinción, ya que la facultad de suicidarse y el derecho a morir con dignidad se remiten a un mismo poder de autodeterminación cuyo reconocimiento no tolera limitaciones.
En realidad, la problemática del suicidio asistido alude hoy al tema más general de la disponibilidad de la vida. En definitiva, el suicidio sería un acto lícito en cuanto representaría la manifestación de la personalidad del hombre y, por ello, de su libertad, mientras la tesis contraria representaría la tutela de la integridad física sobre la libertad. Ello no comportaría la legitimidad de la intervención de terceros, siendo cuestión todavía por demostrar si la licitud del suicidio equivaldría a un verdadero derecho que implicase una obligación de reconocimiento y protección por parte del Estado. Sin embargo, el que el suicidio pueda ocupar una parcela de libertad supone, al menos, la necesidad de reflexionar sobre la valoración penal de la eutanasia, distinguiendo previamente las diversas formas de manifestarse aquella.
De cualquier forma, cuando la vida de un ser humano que sufre está en juego, se plantea por un lado y siempre el respeto a la vida humana, pero también sobreviene al momento la cuestión de la calidad de vida. Por consiguiente, surgen conjuntamente dos criterios: el criterio tradicional del respeto a la vida humana en virtud de su carácter sagrado y el criterio de si este respeto va acompañado de unas condiciones de calidad que garanticen su humanización.
En la cultura católica, la implantación religiosa del carácter sagrado de la vida humana tiene su origen en el Pueblo de Israel basado en la doctrina de la creación del hombre por Dios y, por consiguiente, una ética de raíz teológica (judía, cristiana, musulmana) que evoca el origen trascendente de la vida en cuanto que ésta ha sido dada por Dios al hombre —quien no es su verdadero titular— sino tan sólo depositario. Se excluye toda consideración sobre la calidad de vida que tiene carácter absoluto y escapa a los designios humanos porque pertenece a la divinidad. Consecuentemente, desde este punto de vista, existe una total oposición a cualquier medida que imponga o tienda a un acortamiento de la vida a la cual se considera sagrada, aunque hoy ya los moralistas abogan, sin embargo, por una racionalización de los planteamientos éticos y por su desacralización.
La santidad de la vida hace a ésta inviolable; cualquier acción encaminada a producir la muerte tanto en la vida intrauterina como independiente está prohibida. Esta orientación no solamente proporciona criterios éticos, sino que habría de constituirse en norma jurídica.
El principio de la santidad de la vida considera a ésta básica para la sociedad, y su rechazo pondría en peligro la vida humana. Este principio de la santidad se vincula a una concepción biológica de la vida humana como proceso vital fisicobiológico sin atender a deficiencias físicas ni a capacidades humanas, y ha servido al derecho como referencia básica o exclusiva. Sin embargo, las doctrinas de la santidad son ambiguas e imprecisas, adolecen de rigidez y pueden llevar a adoptar posturas «vitalistas» en las que lo importante no es la vida propiamente humana, sino la vida puramente biológica, y no puede servir para resolver a priori todos los problemas.
También el principio de la calidad parte de que la vida es un valor relativo que comprende todos los datos de la experiencia y comunicación y no sólo una visión acrítica de la vida como simple realidad biopsicológica. La santidad incluye las tendencias que pretenden proteger la vida humana sin consideración a las deficiencias físicas o psíquicas o a su utilidad social, la calidad no se refiere a la consideración de la vida como inviolable, sino como algo graduable cualitativamente y no excluido a priori de toda ponderación con otros intereses. Por ello, autores como Albin Eser precisan que cuando se alude a la protección absoluta o relativa de la vida, no se trata de contraponer la vida como algo sagrado y absoluto a lo cualitativamente susceptible de relativización, sino que se trata de averiguar si el ordenamiento jurídico de una época está más inclinado a una consideración sagrada o, por el contrario, cualitativa de aquella.
El propio concepto «muerte» se ha relativizado y se hace coincidir internacionalmente, con matices, con la llamada muerte cerebral o neurológica como daño cerebral orgánico irreparable, que se identifica a su vez con la cesación irreversible de todas las funciones del encéfalo, esto es con la paralización de la actividad del sistema nervioso central. Con lo cual no sólo constituye un momento en el cual puede hablarse ya de homicidio, sino que establece una verdadera obligación de cesar en toda actividad terapéutica.
Aunque las concepciones santidad-calidad de vida parecen irreconciliables en sus extremos, en situaciones tales como el caso de muerte cerebral o del anencéfalo —o anencefálico— (niño nacido sin cerebro o sin alguna de sus partes esenciales para la vida), hoy se preconiza por una aproximación entre ambas tendencias de modo que el principio de protección de la vida se haga compatible con el principio de autonomía individual (autonomía del paciente) junto con el indiscutible respeto a la dignidad de la persona.
De la cambiante historia de la protección jurídico penal de la vida se ha significado que tal protección no puede orientarse exclusivamente por preceptos de «santidad» ni unilateralmente por criterios «cualitativos», sino que ambas posiciones deben alcanzar un compromiso aceptable.
El principio de autonomía que supone el reconocimiento de la libre decisión individual sobre el propio destino personal y el principio de la dignidad en lo que supone de respeto hacia el ser humano, sobre todo en relación a la proximidad de la muerte —sin que esto signifique generalizar— pueden solucionar situaciones límite concretas, como es suprimir tratamientos inútiles a quien no tiene perspectiva alguna de continuar viviendo.
Estos puntos de vista han sido considerados en las reformas penales internacionales más recientes con mayor o menor amplitud. No podemos olvidar que la sociedad cambia permanentemente y que los procesos de transformación que sufre ponen en cuestionamiento lo que se prohíbe y lo que se permite en cada época. Las normas merecen ser revisadas a la luz de los cambios que afectan a la protección penal de bienes jurídicos. Así pues, muchas sociedades de nuestro mismo entorno cultural han avanzado en la despenalización de la eutanasia o del suicidio médicamente asistido. El artículo describe la situación al respecto en esos Estados: Oregón (USA), Bélgica, Holanda y Suiza, en los cuales alguna o algunas de las modalidades de ayuda al suicidio no son legalmente punibles si se realizan de acuerdo con lo que su respectivo ordenamiento jurídico ha establecido. En algunos de ellos, además, han surgido organizaciones no gubernamentales que informan, asesoran y colaboran en la asistencia al suicidio en condiciones muy estrictas. En el Código Penal alemán, por ej., cualquier clase de contribución al suicidio podría resultar impune, dado que al no estar elevada a delito independiente la ayuda al suicidio, de un hecho principal atípico (el suicidio) no se puede derivar responsabilidad penal (en virtud del carácter «accesorio» de la participación. Uno de los casos clásicos de la jurisprudencia alemana es el del médico Hackethal, que en 1984, previa solicitud, proporcionó cianuro potásico a una mujer gravemente enferma que padecía un cáncer incurable que con metástasis cerebrales, sobre el que la acusación de la Fiscalía por un homicidio a petición fue desestimada por el Tribunal de Traunstein y por el Tribunal Superior de Munich.
Sin duda, el campo de la salud-enfermedad ha resultado enormemente modificado en las últimas décadas por la creciente medicalización y la aplicación de la tecnología, ello deviene en un proceso legislativo complejo, pero que no puede ser eludido si se pretende una sociedad en las diferencias y los derechos personalísimos tengan un efectivo reconocimiento. Lo único que puede evitar que el debate se reabra en un ámbito tan necesario es, como aluden los críticos del suicidio asistido, que muchas personas afectadas podrían verse influidas a terminar su vida mediante ese procedimiento. Pero, según científicos de la Universidad de Utah (Journal of Medical Ethics, 2007), un importante estudio realizado en los Países Bajos y en Oregón no encontró pruebas de un aumento de muertes, excepto en personas con SIDA.
Véase: Principio de autonomía, Consentimiento, Cuidados paliativos, Dignidad humana, Eutanasia, Instrucciones previas, Muerte, Enfermedad, Paternalismo, Persona, Rechazo de tratamiento.
Bibliografía: ALONSO ÁLAMO, M., «La eutanasia hoy: perspectivas teológicas, Bioética constitucional y jurídicopenal (a la vez, una contribución sobre el acto médico)», Revista Penal, núm. 21, 2008; WORKIN, R., El dominio de la vida: una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual, Ariel, Barcelona, 1994; GARCÍA RIVAS, N., «Despenalización de la eutanasia en la Unión Europea: autonomía e interés del paciente», Revista Penal, núm. 11, 2003; NÚÑEZ PAZ, M.A., La buena muerte, Tecnos, Madrid, 2006; NÚÑEZ PAZ, M.A., Prólogo a la edición española de Dworkin, G. / Frey, R. G. / Bok, S., La eutanasia y el auxilio médico al suicidio, Cambridge University Press, Madrid, 2000; LORENZO SALGADO, J.M., «Algunas consideraciones sobre el art. 143.4 del Código penal», en AA.VV., «Universitas Vitae: Libro Homenaje a Ruperto Núñez Barbero», Universidad de Salamanca, Salamanca, 2007; ROXIN, C., «La protección de la vida humana mediante el Derecho penal», en AA.VV., Dogmática y Ley Penal: Libro Homenaje a Enrique Bacigalupo, Marcial Pons, Madrid, 2004; ROYES Y QUI, A., «El suicidio médicamente asistido», Revista de la Fundación de Humanidades médicas, núm.18, agosto de 2007; TOMÁS-VALIENTE LANUZA, C., La disponibilidad de la propia vida en el derecho penal, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1999.
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