ENCICLOPEDIA de BIODERECHO y BIOÉTICA

Carlos María Romeo Casabona (Director)

Cátedra de Derecho y Genoma Humano

solidaridad, principio de (Ético )

Autor: JUAN MARÍA DE VELASCO GOGENOLA

I. Presentación.—La expresión solidaridad hace referencia a un concepto ético socialmente reconocido y aceptado desde múltiples cosmovisiones morales. Por esta razón, no es baladí admitir que existen distintos modos de formular lo que se entiende por solidaridad, pues no es lo mismo partir de posturas posmodernas que rechazan cualquier tipo de valor absoluto, que situarse en el horizonte de éticas basadas en criterios kantianos. Esta pluralidad de sentidos y de ideas que soporta el término solidaridad obliga a clarificar y a establecer cuáles son las características fundamentales que lo distinguen e identifican en cuanto principio ético y, en consecuencia, bioético; al menos, desde la perspectiva que comparten las denominadas éticas humanistas que consideran al ser humano fin en sí mismo y con el derecho de decidir su propio destino en libertad.

II. El concepto de solidaridad.—Etimológicamente el término solidaridad tiene raíces latinas (in solidum). Así Cicerón al referirse a las relaciones solidarias (in solidum esse), afirma: «Si un carro se dio en comodato a dos, o se les arrendó juntamente, Celso el hijo escribió en el libro sexto de los Digestos, que se podía dudar si acaso cada uno de ellos se obligaría por el todo o por la parte. Y dice, que dos no pueden tener cada uno de ellos toda la posesión o el dominio de alguna cosa, ni el dominio de la parte de ella, sino que tiene parte del dominio de toda la cosa completada sin dividir: el uso del baño o del pórtico ó del campo es enteramente de cada uno; porque el uso de otro no disminuye el mío; pero en cuanto dado en comodato o arrendamiento, ciertamente en efecto uso de él en parte, porque no ocupo todo el carro; pero dice que es más cierto que soy responsable al dolo, a la culpa, al cuidado y á la custodia de todo él; por lo cual estarán obligados los dos en algún modo; y si reconvenido el uno, satisfaciese, se libertará el otro, y la acción de hurto competerá a ambos»(D 13, 6, 15). El Digesto no parece dejar duda acerca de cómo son este tipo de relaciones humanas solidarias, al menos en lo que se refiere a la responsabilidad asumida; así, cada una de las partes asociadas en un determinado negocio no responde sólo por la parte alícuota que le corresponde en caso de que puedan dividirse proporcionalmente las cargas o los compromisos contraídos en el ejercicio de dicha actividad, sino que cada uno de los asociados contrae una responsabilidad indivisa sobre la totalidad de las exigencias derivadas del acuerdo establecido. En este sentido, J. de Lucas, dice: «Concretamente, en el Digesto, la expresión in solidum esse (D. 13, 6, 5, 15, itp.) significa la indivisibilidad en el uso. La indivisibilidad o integridad de la prestación, junto con la pluralidad de sujetos son precisamente las características de las obligaciones solidarias (D. 45, 2, 9). Pues bien, es de esa categoría jurídica de la que derivará la noción de solidaridad, como nos lo muestran los primeros antecedentes del recurso a esa noción en el ámbito de las ciencias sociales». En consecuencia, ya desde ese primer momento se aprecian dos características fundamentales de la solidaridad en cuanto concepto ético: la pluralidad de personas que participan en una determinada actividad y una responsabilidad compartida.
Por su parte, el vocablo solidaridad apareció en una época muy posterior a la que pertenecen sus orígenes, pues habría que esperar casi hasta el final de la edad moderna para que tomase carta de ciudadanía la expresión solidarité. La palabra solidaridad nació en Francia en las postrimerías del siglo XVII, en tiempos de grandes cambios sociales; pero hasta el siglo XIX el mencionado término no adquirió un cierto protagonismo en ámbitos éticos y socio-políticos. Autores como Leroux, Comte y, posteriormente Durkheim fueron algunos de los que conceptualizaron e impulsaron el uso de la solidaridad como criterio ético estructurador de la sociedad, en línea con las nuevas corrientes del pensamiento positivista. Desde esa perspectiva, consideraron la solidaridad como un referente moral basado en fundamentos científicos, en contra de cualquier otro planteamiento que tuviese raíces metafísicas o religiosas. De igual forma, una de las características que distingue a estos sistemas solidarios es la idea de igualdad que infunden en las relaciones que entablan los distintos miembros de la comunidad, fomentando la perfección personal de los individuos y el progreso social.
La evolución posterior que ha seguido la solidaridad ha sido y es de lo más heterogénea, pues en la actualidad es aceptada y defendida desde orientaciones éticas de muy diversa sensibilidad. Esta profusión de semblantes solidarios distintos, que cohabitan en el cosmos del pluralismo ético occidental, ha propiciado la paradoja de que, en nombre de la solidaridad, se den respuestas contrarias a las mismas preguntas respecto a los derechos que deben ser respetados y los deberes que deben ser exigidos en determinadas circunstancias.
No obstante lo dicho, se puede afirmar que, aunque existen diferencias a la hora de dar contenido a las propuestas solidarias, al menos en lo que se refiere a las éticas humanistas, tanto laicas como religiosas, la afinidad en los valores que postulan es mayor que las diferencias que las enfrentan.

III. La solidaridad y los derechos humanos.— El proceso histórico que ha conducido a la identificación y al reconocimiento de los derechos humanos en el orden jurídico, ha llevado una evolución paralela a la de la configuración de la democracia en occidente. La aparición de este nuevo orden social, laico y aconfesional, basado en el pacto y en el consenso, hunde sus raíces en las cruentas guerras de religión que asolaron a Europa en los siglos XVI y XVII, y en las nuevas corrientes de pensamiento liberal que fueron auspiciadas por una burguesía, cada vez más poderosa e influyente, ávida por acabar con los privilegios que escandalosamente disfrutaba una nobleza corrupta y decadente. Acontecimientos que, en buena medida, provocaron las revoluciones norteamericana y francesa, origen de las primeras constituciones de los estados que reconocieron los derechos civiles y políticos del ciudadano, también llamados derechos humanos de primera generación.
Tampoco se puede ignorar la importancia que tuvo la reflexión eclesial católica en la trama precursora de los derechos humanos, tal y como recuerda Gómez Isa: «No podemos olvidar que las grandes aportaciones realizadas en este campo por la Escuela Española del Derecho Internacional están enormemente influidas por la doctrina de la Iglesia Católica, ya que la mayor parte de los exponentes de esta escuela eran teólogos-juristas. Nombres como Francisco de Vitoria, Francisco Suárez, Diego de Covarrubias, Domingo de Soto o Fray Bartolomé de las Casas contribuyeron de una manera notable a poner las bases para el surgimiento posterior de los derechos humanos en sentido plenamente jurídico». Estas consideraciones son un eslabón más en la ardua batalla por conseguir realmente, y no sólo a nivel teórico, un status único, en cuanto a derechos se refiere, para toda la humanidad. Sin duda, un suceso memorable fue la Declaración Universal de los Derechos Humanos realizada por la ONU en 1948; pero asimismo, tampoco se deben dejar de lado, aunque no tengan el reconocimiento que merecen, los denominados Derechos Humanos de Tercera Generación, también calificados como Derechos de la Solidaridad, que reclaman el derecho al desarrollo económico, social y cultural, el derecho a la paz, el derecho a un entorno favorable, etc. Fueron promovidos en el año 1981 por la OUA, en la Carta Africana sobre los Derechos Humanos y de los Pueblos, más conocida como Carta de Banjul; pero hasta la fecha, dichos derechos no han tenido la aceptación internacional que reclaman, y son sólo un grito de protesta de los pueblos menos favorecidos de la Tierra.

IV. La solidaridad y la dignidad humana.— Esta consideración pro derechos humanos sitúa el punto de partida de lo que pretende defender la solidaridad en el reconocimiento universal de unos derechos y unos deberes inalienables a todo hombre y a toda mujer, por el mero hecho de serlo. Desde este punto de vista, son esclarecedoras las palabras de Adela Cortina en su artículo «Más allá del colectivismo y del individualismo»: «En primer lugar, el reconocimiento moderno, que hoy consideramos irreversible, de que todo hombre es fin en sí mismo y, por tanto, en sí valioso, exige por parte de quienes así lo consideran una adhesión que les permita llevar a cabo sus planes vitales legítimos, adhesión que no puede condicionarse a una contraprestación, que no siempre es posible. Sin duda siempre que se pueda es menester apelar a la cooperación, que aumenta el beneficio y la autoestima, pero en un mundo humano en que las desigualdades naturales jamás podrán eliminarse y las sociales difícilmente, la solidaridad hacia todo ser valioso es una actitud necesaria ». Efectivamente, este reconocimiento moderno que considera al ser humano valioso en sí mismo, cree que la solidaridad es una actitud necesaria, y no un mero gesto de voluntades altruistas, pues identifica en los comportamientos que se definen como humanos la ley moral universal que afirma que no existe, ni ha existido, ni existirá, circunstancia ni ocasión que tolere la violación de la dignidad en ningún hombre ni mujer. Esta manera de entender a la persona como medularmente digna obliga a determinar qué se quiere decir cuando se hace esa afirmación, pues el término dignidad tiene diversos significados.
Así, la Real Academia Española, en la vigésima segunda edición de su diccionario de la lengua española, dice que puede indicar: «Cualidad de digno; excelencia, realce; gravedad y decoro de las personas en la manera de comportarse; cargo o empleo honorífico y de autoridad; en las catedrales y colegiatas, prebenda que corresponde a un oficio honorífico y preeminente, como el deanato, el arcedianato, etc., persona que posee una serie de prebendas. U. t.c. m; Prebenda del arzobispo u obispo. Las rentas de la dignidad. En las órdenes militares de caballería, cargo de maestre, trece, comendador mayor, clavero, etc.». Indudablemente, de todos estos significados, fundamentalmente dos capitalizan el interés de este estudio: el que se refiere a la «cualidad de digno» y el que hace alusión a la «gravedad y decoro de las personas en la manera de comportarse». Entre ambas acepciones, se pueden contemplar dos aspectos esenciales de la dignidad. Por un lado, el que la relaciona con la cualidad: su dimensión objetiva; y, por otro, el que la vincula con el comportamiento: su dimensión subjetiva. Ya que, en definitiva, la dignidad afecta al ser humano íntegramente. En consecuencia, objetivamente el ser humano posee una dignidad ontológica «inquebrantable», independiente de cualquier circunstancia o condición, porque nada ni nadie la puede desvirtuar, ni tan siquiera sus propias acciones, por muy atroces que sean, ya que no depende de los avatares de su vida personal sino de su condición de ser fin en sí mismo. Por su parte, desde la perspectiva subjetiva, existen comportamientos indignos que desembocan en praxis y situaciones insolidarias; evidentemente, la dignidad o indignidad subjetiva no es fruto del azar, ni ajena a la voluntad del hombre y de la mujer, sino que está provocada por conductas bondadosas o maliciosas que tienen su origen en decisiones humanas, es decir, aquellas que son realizadas con suficiente libertad, de forma consciente, y responsablemente. Por este motivo y en virtud de lo dicho, la solidaridad en cuanto criterio ético representa un factor básico en la defensa y protección de la dignidad.

V. La solidaridad: principio ético.—Reconocer que la solidaridad es un principio ético supone situarla en un horizonte de normatividad que establece unas pautas generales de comportamiento que son requeridas moralmente. Asimismo, esas pautas generales de comportamiento se basan en las características más significativas que ha desarrollado la solidaridad a lo largo de su historia, tales como la responsabilidad compartida, la igualdad en las relaciones sociales, la defensa de los derechos humanos, etc.
En este orden de cosas, el principio de solidaridad tiene como objetivo velar y proteger aquellos valores humanos que son fundamentales en la vida de la persona (dignidad, libertad, salud, cultura, trabajo, etc.), y que no pertenecen únicamente a una élite o minoría privilegiada, sino que son, por derecho propio, patrimonio común de toda la humanidad, con independencia de otras condiciones (sexo, raza, religión, lugar de nacimiento, etc.) que, en innumerables ocasiones, han servido, y siguen sirviendo para marginar y condenar irremediablemente a la más absoluta miseria a millones de hombres y mujeres en países que, hoy por hoy, por sí mismos, son incapaces de superar el subdesarrollo que padecen. Y, sin embargo, en este mundo globalizado, el abismo que separa a los pueblos económica y tecnológicamente desarrollados de los que viven sumidos en la indigencia es cada vez mayor, ya que los ricos son cada vez más ricos, y los pobres cada vez más pobres; una simple ojeada a cualquier anuario sobre el Desarrollo Humano, como los que realiza la ONU, es un alegato de esta triste realidad. Del mismo modo podrían describirse las calamidades que, individual y colectivamente, padecen millones de personas en las regiones más desarrolladas del planeta, como los inmigrantes que llegan ilegalmente a Europa, o las personas que por diversas razones están en situación de extrema pobreza en cualquiera de los países que componen el G-7, etc. Los ejemplos son muchos y fáciles de encontrar.
5.1. El deber ético en el principio de solidaridad.— Determinar qué «deber ético» exige el principio de solidaridad es una tarea difícil y complicada de desentrañar, pues, en ocasiones, averiguar dónde se encuentra la frontera entre lo que es éticamente requerido y lo que sólo constituye un comportamiento admirable no es algo tan claro y evidente. Por tanto, en este sentido, es necesario estudiar cuál o cuáles son las obligaciones que exige este principio para considerar que es correcta una acción determinada. Así, tradicionalmente, en ética los deberes se dividen en dos categorías: los denominados de «obligación perfecta» y que se realizan por medio de los denominados mandatos negativos (no matar, no robar, no mentir, etc.,), y los deberes de «obligación imperfecta», que son aquellos que promueven mandatos positivos, es decir, que indican algo que debe hacerse (dar de comer al hambriento, socorrer al necesitado, etc.). Estos últimos «deberes» indican comportamientos que, aunque no puedan ser siempre exigidos moralmente, expresan una calidad ética que, en ocasiones, llega a configurar conductas heroicas. En consecuencia, los «deberes de obligación imperfecta » contemplan un espectro de gradación y exigencia muy amplio; mientras que, por el contrario, en principio, los mandatos negativos que solicitan los deberes de «obligación perfecta» son, como su nombre indica, de obligado cumplimiento, y, generalmente, su transgresión suele estar legalmente penada.
Consecuentemente, los mandatos positivos, en la clasificación jerárquica que realiza la Ética, están por debajo de los mandatos negativos, ya que «no cometer acciones malas» es un deber que vincula de forma incuestionable; pero, en cambio, «realizar acciones buenas» no es una obligación moral que comprometa siempre. Con todo, sin negar la norma general que enseña la Ética, en ocasiones, tal y como se explica en La Bioética y el Principio de Solidaridad: «desde una comprensión dinámica de la existencia, cuando no se pone remedio a las calamidades, sus efectos se agravan continuamente, por lo que la ‘omisión de deberes’ es causa de grandes males, y es que, en Ética, con bastante frecuencia, la frontera que existe entre el ‘no hacer’ (el mal) y el ‘dejar de hacer’ (el bien) resulta imperceptible. No podemos pasar por alto que los deberes positivos, al menos en Bioética, al referirse a derechos humanos fundamentales, son beneficientes y no maleficientes al mismo tiempo, demandando una exigencia ética igual a la requerida por los deberes negativos. Consecuentemente, la diferencia entre unos y otros, no reside tanto en la obligatoriedad moral que solicitan, cuanto en la cobertura legal que los protege; la no coincidencia entre legalidad y eticidad no significa un eximente de la responsabilidad, sino una llamada a seguir progresando moralmente para que también esos ‘deberes positivos’ alcancen la protección jurídica que merecen». Una vez aclarada esa cuestión, hay que afirmar que los deberes que exige el principio de solidaridad pertenecen a los denominados «deberes positivos» pero con las peculiaridades reseñadas, pues la exigencia que reivindican no puede quedar perjudicada por ningún interés ajeno a los que dicta la Ética. En conclusión, aunque los deberes que exige el principio de solidaridad pertenecen al grupo de los denominados «positivos» tienen el mismo rango y alcance que los «negativos», ya que las consecuencias que puede acarrear la desatención de los mismos no se diferencian de las producidas por los deberes de obligación perfecta.
5.2. El sujeto del deber en el principio de solidaridad.— Otra cuestión que necesita respuesta es la que demanda conocer quién es el sujeto que está emplazado éticamente por el principio de solidaridad. Para ello, en primer lugar, se acudirá a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, que en su artículo primero, dice: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». En este primer artículo de la Declaración se reconoce a toda persona igual en dignidad y derechos, no por concesión benevolente de algún estamento que se atribuye esa facultad, sino por el mismo hecho de pertenecer a la familia humana. Cualquiera de sus miembros es un semejante para los otros, y todo aquello que pueda decirse del más desventurado de ellos, en cuanto ser humano, se puede aplicar a todo hombre y a toda mujer sin excepción, pues comparten una misma naturaleza, que, en definitiva constituye la característica más elemental que identifica y distingue al ser humano del resto de seres que habitan la Tierra. Si a esto se añade el carácter social que, también por naturaleza, constituye uno de los rasgos esenciales que define al hombre, aparece el ser humano tal cual es, y como es descrito en la Declaración Universal de Derechos Humanos : todos iguales en cuanto a libertad, dignidad y derechos y con el deber de relacionarse fraternalmente como seres sociales. La racionalidad y la conciencia son los argumentos a los que se alude en ese primer artículo del documento para refrendar que las relaciones sociales sean «fraternales », es decir, a la capacidad que tiene el ser humano, en lo más íntimo de sí mismo, de distinguir entre el bien y el mal a partir de fundamentos racionales, y no sólo desde una emotividad que conmueva a la compasión.
En segundo lugar, se acudirá a otra de las características ya mencionadas anteriormente, y que figuraba en la descripción de obligaciones que prescribía el Derecho romano para establecer cómo eran las responsabilidades in solidum esse. Allí se decía que todos los participantes en un determinado negocio respondían por la totalidad de las obligaciones asumidas, y no por la parte proporcional correspondiente de los compromisos que pudiesen devenir en el ejercicio de esa industria, de lo que se deduce que, tanto individual como colectivamente, el ser humano tiene unas obligaciones solidarias siempre y cuando existan personas que tengan cercenados sus derechos. Desde este punto de vista, y teniendo en cuenta que una gran parte de la humanidad tiene vulnerados sus derechos más fundamentales, parece obvio que nadie quede exento de colaborar para que desaparezca la exclusión y la marginación que asola a individuos y pueblos, por causa de las prerrogativas egoístas que se otorgan arbitrariamente los más favorecidos en el reparto de los bienes de la Tierra. Lógicamente esto no es solamente una interpelación ética que concierne al individuo de forma particular, sino que también están comprometidos los Estados y las organizaciones internacionales, pues es labor de todos alcanzar un desarrollo sostenible que incluya a todas las regiones del planeta y a las personas que habitan en ellas.
Al menos en teoría, esta manera de interpretar quién es el sujeto que debe responder a los compromisos que reclama el principio de solidaridad en todo momento, y no sólo ante las crisis humanitarias que, puntualmente, vienen provocadas por fenómenos y catástrofes naturales, guerras, etc., es reconocida y admitida comúnmente, tanto desde ámbitos laicos como religiosos. Desde estas últimas instancias, también la Iglesia Católica ha contribuido a sensibilizar a la conciencia humana en esta dirección con las aportaciones realizadas en numerosos documentos; sin duda, Juan Pablo II ha sido el Papa que más ha insistido en reclamar a la clase dirigente de los países y a los ciudadanos de todo el mundo comportamientos y actitudes solidarias. Una muestra de ello es la encíclica Solicitudo Rei Sociales, donde el Pontífice, desde el más profundo pesimismo, apelaba a toda la humanidad a vivir los valores que propugna la solidaridad: «[…] en este mundo dividido y turbado por toda clase de conflictos, aumenta la convicción de una radical interdependencia, y por consiguiente, de una solidaridad necesaria, que la asuma y traduzca en el plano moral. Hoy quizás más que antes, los hombres se dan cuenta de tener un destino común que construir juntos, si se quiere evitar la catástrofe para todos». Más adelante continuaba: «[…] Ante todo se trata de la interdependencia, percibida como sistema determinante de relaciones en el mundo actual, en sus aspectos económicos, cultural, político y religioso, y asumida como categoría moral. Cuando la interdependencia es reconocida así, su correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y como ‘virtud’, es la solidaridad. Esta no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos ». Estas palabras del Papa Wojtyla son un testimonio más acerca de quién debe responder solidariamente ante las flagrantes e inmorales desigualdades que existen entre las personas.
5.3. El principio de solidaridad en Bioética.— El principio de solidaridad también se ha desarrollado en el horizonte de la fundamentación Bioética, concretamente en el marco de la teoría principialista, con la pretensión de constituirse en el paradigma de esta propuesta, de tal manera que pueda ser el punto de referencia y la clave para comprender e interpretar al resto de principios que integran dicha teoría. El objetivo fundamental que se persigue con esta idea es evitar, en la medida de lo posible, la ambigüedad o incertidumbre moral que pueda surgir al intentar resolver los dilemas biocientíficos si se consideran únicamente los principios de autonomía, beneficencia, no-maleficencia, y justicia.
De esto no se deduce que los mencionados principios no sean significativos y necesarios para alcanzar la certeza moral que exigen las decisiones en Bioética, sino que en determinadas ocasiones y circunstancias pueden ser limitados, ya que, tal y como se afirma en La Bioética y el Principio de Solidaridad: «el problema que se plantea no reside en aceptarlos o rechazarlos, pues su aportación a la ética, en cuanto elementos indispensables en el reconocimiento de aspectos relevantes y fundamentales para la vida moral de las personas, está fuera de toda duda. No sería lógico ni racional considerar una acción como éticamente correcta siendo injusta, mala, ausente de libertad o si, en alguna medida, no persigue el bien; lo que en principio nos hace suponer que, tanto la justicia, como la no maleficencia, la autonomía y la beneficencia que dirigen las acciones de los individuos, fomentan la corrección moral, que busca no sólo la buena intencionalidad subjetiva del individuo, sino también la objetividad de los valores». De esta forma, al vincular la reflexión ética, y en consecuencia la Bioética, a la solidaridad, dicho principio adquiere el cometido de ser el: «aval que garantiza la moralidad de la autonomía, beneficencia, no maleficencia y justicia. También será misión suya intervenir cuando se produzca un conflicto de valores y haya que dirimir el predominio de un principio sobre otro; la norma que zanje la cuestión en tales casos será la solidaridad. De la misma forma, deberá vigilar para que no surjan, o para que desaparezcan, las causas de las desigualdades de los individuos y de los pueblos que viven bajo la amenaza o la dramática realidad de ver quebrantado su derecho a un desarrollo integral ». Así, desde una comprensión dinámica de la realidad biocientífica, el principio de solidaridad se constituye en un nuevo paradigma bioético capaz de orientar cualquier tipo de decisión que provenga de los nuevos descubrimientos científicos en su relación, no sólo con la antropología humana, sino también con todo lo concerniente a la vida y el ecosistema del planeta. Esta última apreciación sitúa de nuevo al ser humano frente a los derechos de la solidaridad, ya aludidos, pues la defensa y conservación del medio ambiente es uno de ellos, conditio sine qua non y soporte vital en el que se desarrollan valores humanos imprescindibles para que pueda existir el derecho más elemental de la persona, y que da cobijo al resto de derechos, el de la vida.
En conclusión, desde las valoraciones realizadas, en el contexto histórico de este comienzo del tercer milenio, en el que necesariamente deben convivir éticas diversas, el principio de solidaridad puede ser el catalizador que sirva para establecer el común denominador que, desde distintas motivaciones y perspectivas morales, defienda unos mínimos éticos que permita vivir dignamente a todo ser humano.

Véase: Biodiversidad humana, Bioética, Consentimiento, Derechos humanos, Desarrollo sostenible, Dignidad humana, Discriminación y salud, Globalización y Bioética, Multiculturalismo, y Bioética, Persona, Principio de autonomía, Principio de beneficencia, Principio de justicia, Principio de no maleficencia, Principio de responsabilidad, Pueblos indígenas, Razas y racismo, Salud, Selección de sexo, Ser humano.

Bibliografía: CORTINA, A., «Más allá del colectivismo y el individualismo», Sistema, núm., 96, 1990, págs. 3-17; DIGESTA, El Digesto del Emperador Justiniano, trad., por el Licenciado Don Bartolomé Agustín Rodríguez de Fonseca, Imprenta de Ramón Vicente, Cuesta de Santo Domingo 10, Madrid, 1872; GÓMEZ ISA, F., «Los derechos humanos en perspectivas históricas», Corintios XIII, núm., 88, 1998, págs. 17-53; GRACIA, D., Cuestión de principios: Estudios de Bioética, L. Feito Grande (ed.), Dykinson, Madrid, 1997, págs. 19-42; GRACIA, D., Fundamentos de Bioética, Eudema, Madrid, 1989; JUAN PABLO II, «Sollicitudo Rei Socialis», AAS, núm., 85, 1988, págs. 513-586; LUCAS, J., de, El Concepto de solidaridad, Distribuciones Fontamara, S.A., México, 1993; TORRALBA ROSELLÓ, F., ¿Qué es la dignidad humana?, Herder, Barcelona, 2005; VELASCO, J. de, La Bioética y el Principio de Solidaridad, Universidad de Deusto, Bilbao, 2003; VIDAL, M., Para comprender la Solidaridad, Verbo Divino, Estella (Navarra), 1996.


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