ENCICLOPEDIA de BIODERECHO y BIOÉTICA

Carlos María Romeo Casabona (Director)

Cátedra de Derecho y Genoma Humano

rechazo de tratamiento (Jurídico)

Autor: GISELE MENDES DE CARVALHO

I. El fundamento constitucional del derecho a rechazar un tratamiento médico vital.—Los más polémicos supuestos de rechazo de un tratamiento se hallan directamente relacionados no sólo con el derecho de los pacientes a la libertad terapéutica, sino también con la existencia de un derecho fundamental a disponer de la propia vida, en aquellos casos en los que el tratamiento rechazado por el paciente sea un tratamiento vital. La discusión respecto del derecho a disponer de la propia vida ha sufrido una clara evolución a lo largo de las últimas décadas. La perspectiva tradicional estimaba que los actos de disposición de la propia vida deberían considerarse en sí mismos antijurídicos, aunque no fueran punibles por razones políticocriminales. Esa tesis se basaba en el hecho de que la punición de los actos de participación en el suicidio por la ley penal sólo podría explicarse de forma satisfactoria a través del principio de la accesoriedad si se considerara que el hecho principal (es decir, el suicidio) fuese considerado contrario a Derecho. En esta línea, no se planteaban grandes dificultades a la hora de justificar las intervenciones terapéuticas contra la voluntad del paciente y la prohibición jurídico penal de la eutanasia, ya que la indisponibilidad del bien jurídico vida era argumento suficiente para dar respuesta a todos los supuestos problemáticos.
Sin embargo, la afirmación categórica de la indisponibilidad de la propia vida implicaba, por otro lado, la incómoda conclusión de que más que un derecho, lo que existía era un verdadero «deber de vivir», ya que el ejercicio del derecho a la vida se imponía incluso en contra de la voluntad de su titular. La reacción frente a esa idea fue lo que motivó la discusión sobre el contenido real del derecho a la vida y la posibilidad de su disposición, de manera que en la actualidad son muy pocos los autores que siguen considerando el suicidio una conducta antijurídica. De hecho, poco a poco se fueron afirmando en la doctrina y en la jurisprudencia opiniones que buscaban fundamentar un derecho total o parcial a la disponibilidad de la vida con fundamento constitucional.
La justificación del derecho a la disponibilidad de la propia vida por la doctrina, sin embargo, no se hace con arreglo a un único precepto constitucional, sino que se apoya en argumentos bastante variados. Se busca, de esa forma, fundamentar el contenido del derecho a la vida y a la vez trazar los límites a su disposición a partir de otros valores y derechos igualmente consagrados en las Constituciones.
Gran parte de la doctrina está de acuerdo en que muy importantes derechos fundamentales resultarán afectados siempre que se imponga a una persona asistencia médica en contra de su voluntad, de modo que esa asistencia médica coactiva constituirá limitación vulneradora de los derechos fundamentales del paciente. De acuerdo con un sector doctrinal, el derecho a la disponibilidad de la propia vida se fundamenta en el derecho a la libertad y al libre desarrollo de la personalidad, en el sentido de libre autodeterminación del individuo, que incluiría, a su vez, el derecho a rechazar intervenciones médicas cuando el paciente no desease someterse a ellas (Carbonell Mateu). Otros sostienen la existencia de un derecho a disponer de la propia vida con arreglo a la dignidad de la persona, entendida en su sentido más clásico, es decir, como autonomía del ser humano para tomar sus propias decisiones. Asimismo, el respeto a la dignidad impide la sumisión a un trato inhumano o degradante, como son los tratamientos impuestos en contra de la voluntad del enfermo, o que supongan simplemente una prolongación artificial y degradante de su existencia biológica, cuando ya no existan expectativas concretas de recuperación (Valle Muñiz). Hay también los autores que fundamentan el derecho a no consentir la imposición de medidas terapéuticas vitales en la protección constitucional del derecho fundamental a la integridad física y moral del ser humano, por estimar que tales conductas suponen una intromisión externa en el cuerpo del individuo que no desea consentirlas, y que aunque el tratamiento se halle encaminado a la recuperación de la salud, eso no obsta a que tales conductas supongan una injerencia en el sustrato corporal del paciente (Tomás-Valiente Lanuza). Y hay también quienes ven aquí un conflicto entre el derecho a la vida y el derecho a la libertad religiosa o ideológica, tratandose de fundamentar el derecho a la disponibilidad de la vida en la libertad de conciencia. Ese conflicto se ve reflejado, por ejemplo, en los conocidos supuestos de pacientes Testigos de Jehová que se oponen a recibir transfusiones de sangre por motivos religiosos. Algo parecido sucede también en los ampliamente divulgados casos de huelga de hambre en el ámbito penitenciario, en los que los presos se niegan a recibir alimentación con el objetivo de que se satisfagan sus peticiones de contenido político.
En efecto, la afirmación de que el derecho a disponer de la propia vida tiene fundamento constitucional supone reconocer la necesidad de interpretación del contenido de este derecho con arreglo a otros valores superiores consagrados en la mayoría de los textos fundamentales de los países occidentales, tales como la libertad, la dignidad de la persona y la prohibición de tratos inhumanos o degradantes. El bien jurídico vida humana no debe interpretarse conforme a una concepción estrictamente naturalística, es decir, como mera existencia físico-biológica, sino también a partir de una comprensión con contenidos valorativos. De hecho, no cabe duda de que la presencia o ausencia de vida no depende de ninguna valoración, sino simplemente de la constatación biológica de su existencia. Sin embargo, la existencia de vida en ese sentido no supone afirmar la necesidad de su protección absoluta. Una comprensión puramente ontológica de la vida humana es insuficiente e incapaz de agotar el contenido de este bien jurídico, y por ello debe ser rechazada en favor de una interpretación de la misma también con arreglo a criterios valorativos, como los valores constitucionales antes citados. Éste es, pues, el fundamento constitucional del derecho de los pacientes a rechazar un tratamiento médico vital, que a la postre se identifica con una auténtica concepción filosófica personalista, en la que prima el entendimiento del hombre como valor ético en si mismo, como hombre-persona, como hombre-fin, protegido bajo la prohibición de que se le utilicen con el fin de lograr cualquier interés colectivo o extrapersonal, y con respecto al cual se tiene en cuenta ante todo la preservación de su autonomía personal y de su calidad de vida, más allá de su mera existencia biológica.
II. El rechazo y el consentimiento informado. Los pacientes en estado de inconsciencia, los menores de edad y el rechazo por representación.— Según la doctrina dominante en estos momentos en España y el Latinoamérica, ante el rechazo del paciente a la intervención salvadora, decae cualquier relación de garantía entre médico y enfermo y la omisión de tratamiento por parte del primero no ha de considerarse típica. Y ello es así porque la relación médico-paciente se basa por completo en la voluntad de éste último, de forma que no tiene sentido sostener la existencia de un deber de intervención del facultativo cuando es el propio enfermo quien rechaza el socorro médico. El paciente es completamente libre para elegir no sólo la forma de terapia a la que desea someterse, sino también para decidir sobre la conveniencia de que se le aplique o no la misma, según su punto de vista. Para ello, sin embargo, es indiscutible la importancia de la información ofrecida por el médico al enfermo con respecto a su estado de salud, porque para que su decisión a favor o en contra de la aplicación de una determinada terapia sea una decisión auténticamente libre, debe ser ante todo una decisión informada y consciente. El derecho del paciente a ser informado se garantiza no sólo con la finalidad de fijar los límites de la acción indicada que el médico debe realizar, sino también con el objetivo de garantizar al enfermo el derecho a adoptar como una de las posibles opciones una actitud de renuncia a la terapia.
En la praxis médica, los supuestos menos problemáticos son aquellos en los que un paciente plenamente capaz y consciente de su decisión rechaza libremente un tratamiento vital. En la mayoría de los casos, sin embargo, el proceso de toma de decisiones relacionado con los rechazos de tratamientos no es tan sencillo. Uno de los supuestos más problemáticos es sin duda el del consentimiento (o rechazo) informado de los pacientes inconscientes. En un primer momento, la cuestión puede solucionarse mediante la imposición de la medida beneficiosa —en este caso, el tratamiento que corresponda— ante la completa ausencia de una manifestación de voluntad por parte del enfermo. En tales casos, se impone el deber de actuar conforme a criterios estrictamente médicos no subjetivos, es decir, los objetivos que impongan el deber de cuidado, concretados en la lex artis y en lo que permitan los avances médicos y los medios disponibles en cada circunstancia. La decisión de la familia del enfermo o de sus representantes legales serviría tan sólo para corregir los ocasionales excesos médicos de continuar un tratamiento sin ninguna perspectiva de beneficio para el paciente (Romeo Casabona). En efecto, en algunos supuestos críticos, en los que el proseguimiento de la terapia podría convertirse en un intento inútil e irracional de prolongar la vida y de impedir una muerte inminente e inevitable, a este criterio objetivo habría que añadir unos matices relativos a la racionalidad misma de la imposición de la medida terapéutica. Una decisión racional, desde un punto de vista objetivo, es la que corresponde a lo que se espera que una persona hipotética racional haga en este momento, de manera que, ante tal situación, no sería plausible que se aceptara la imposición de la medida salvadora, pues es indudable que la misma no redundaría en algo beneficioso para el paciente; es más, dado el carácter muchas veces extremadamente invasivo e inútil de algunas terapias de sostenimiento artificial de la vida, la iniciación o continuidad de las mismas equivaldría al encarnizamiento terapéutico, pudiendo incluso significar una sumisión del enfermo a un trato inhumano o degradante, incompatible con el respeto por la dignidad humana. En este contexto, es oportuno insistir en lo significativo que puede resultar para un enfermo terminal el hecho de que los cuidados paliativos, por lo general bastante costosos, le sean prestados por el sistema público sanitario o, por el contrario, estén disponibles tan sólo en la red hospitalaria privada. Y es que en este último caso, los altos costes que supone el mantenimiento de un paciente ingresado por un tiempo indeterminado en una clínica donde la subvención del tratamiento no queda a cargo de la Seguridad Social, sino que recae integralmente sobre la familia del enfermo, puede ejercer una gran presión psicológica sobre éste, especialmente en aquellos casos en que los familiares atraviesan dificultades financieras y la atención al paciente terminal no sólo supone una inversión por tiempo indeterminado, sino que, además, no garantiza la mejora de su cuadro clínico.
Menos dificultades plantearían aquellos supuestos en los que, antes de caer inconsciente, el paciente hubiese dejado constancia de su rechazo a la iniciación o proseguimiento de cualquier tratamiento, o, lo que es más frecuente, la implementación de una terapia invasiva, que a su juicio comprometería su dignidad y le obligaría a soportar un sufrimiento todavía más intolerable que el que resulta de su propia enfermedad. En estos supuestos, habría que respetar su voluntad y renunciar a la imposición de toda terapia, por más razonable que pudiera resultar su aplicación desde un punto de vista objetivo o por mucho que la misma pudiera resultar en una mejora significativa de su estado de salud y no supusiera la sumisión a tratos inhumanos o degradantes. Y es que, con independencia de lo razonable que el médico o los familiares del enfermo puedan estimar una terapia vital, ningún tratamiento podrá seguir o ser interrumpido ante el rechazo expreso del paciente. Su negativa ha de respetarse del mismo modo como se respetaría su decisión de seguir con un tratamiento que desde el punto de vista del espectador objetivo parece inútil, pero que puede representar la última esperanza del paciente moribundo. En efecto, una muerte digna puede ser también entendida individualmente como mantenerse firme ante el dolor físico y el sufrimiento moral y contar con que los demás (el médico, la familia) harán todo lo posible por combatir la muerte, incluso en situaciones desesperadas y de pronóstico infausto (Romeo Casabona).
El problema más grande, sin embargo, radica precisamente en la prueba de esta declaración de voluntad del paciente, previa al estado de inconsciencia. En este contexto, es oportuno destacar el importante papel que juegan los llamados documentos de instrucciones previas o testamentos vitales en muchos de los casos de disponibilidad de la vida. Dichos documentos, que generalmente son elaborados por el sujeto en un momento previo a una situación de incapacidad (por ejemplo, en estado vegetativo), suelen encerrar las voluntades anticipadas del futuro enfermo con respecto a la decisión que desea que adopten familiares y equipo médico en los supuestos de pronóstico irreversible, lo que casi siempre supone la suspensión de los cuidados intensivos y la aceptación de la muerte. La existencia de los llamados testamentos vitales puede ayudar a solucionar en gran parte el problema planteado, ya que consisten en una clara manifestación del respeto a la voluntad del paciente, por la que este último puede rechazar la imposición de medidas de sostenimiento artificial de la vida o de tratamiento inútiles que impliquen, desde su punto de vista, una violación de su dignidad.
Las mayores dificultades quedan, pues, limitadas a aquellos supuestos en los que el paciente ingresa en el centro médico ya inconsciente y no existen elementos probatorios suficientes, tales como el documento de instrucciones previas antes referido, que permitan concluir que, de estar consciente, hubiera efectivamente rechazado la intervención terapéutica. En tales casos, dada la situación de inconsciencia en que se halla el paciente y la total imposibilidad de conocer su voluntad, la solución más correcta desde el punto de vista ético pasa por suministrarle la terapia correspondiente. Desde el punto de vista jurídico-penal, hay que decir que un sector de la doctrina suele apelar en estos supuestos a la existencia de un consentimiento presunto del enfermo, favorable a la intervención. Sin embargo, en estas hipótesis no es necesario recurrir al consentimiento presunto, al igual que ocurre con los demás supuestos de falta de consentimiento informado (privilegio terapéutico y derecho a no saber). Aquí lo que ocurre es que en caso de duda sobre cuál hubiera sido la voluntad del enfermo, o acerca de la racionalidad/irracionalidad de la continuación del tratamiento, ha de aplicarse siempre el principio in dubio pro vita, que, más que proteger la vida o la salud del paciente, busca amparar la libertad misma del acto de disposición de la propia vida. Es decir, ante el completo desconocimiento de cuál sea la verdadera voluntad del enfermo, la medida terapéutica ha de imponerse, aunque sea con el sólo motivo de que en el futuro el paciente, de estar nuevamente consciente, pueda decidir libremente acerca de la conveniencia y oportunidad del tratamiento. De ahí que dicho principio se utilice siempre como un argumento en favor de la imposición de la medida paternalista, y nunca en sentido contrario a la intervención (Silva Sánchez).
Por último, cabe indicar qué ocurre en los supuestos de minoría de edad. En dichos casos, es bastante frecuente que el equipo médico siga lo que sugieren los padres o representantes legales del paciente menor, y que éste, a su vez, no se oponga al tratamiento consentido por sus progenitores. Los casos polémicos son aquellos en los que se cuestiona cómo queda la llamada posición de garante del médico ante la negativa de los padres del menor de permitir la intervención. De acuerdo con un sector de la doctrina, el facultativo está autorizado, e incluso obligado, a realizar la intervención forzosa, ya que la negativa de los padres no cancela la posición de garante del médico (Romeo Malanda). Por otro lado, de acuerdo con otro sector doctrinal, se considera que su deber, en estos casos, se ciñe simplemente a poner a la autoridad judicial en conocimiento de las circunstancias, para que sea ésta quien decida si en dicho supuesto ha de intervenirse médicamente o no (Gómez Rivero). La mejor postura es la que da primacía al bien jurídico en juego (la vida del menor) y autoriza la intervención forzosa en tales casos, ya que, al encontrarse en peligro la vida del paciente y siendo el tratamiento imprescindible para evitar la muerte, siempre que no haya tiempo para esperar por la orden judicial, el médico debe actuar incluso en contra de la voluntad de los padres del paciente, que no tiene suficiente poder para revocar la posición de garante del facultativo. Tampoco tiene sentido la opinión de quienes abogan por la atipicidad de la omisión en aquellos casos en que los padres, pese a que no estén de acuerdo con la intervención, colocan al menor en situación de recibir asistencia, conociendo, además, que su negativa a consentir el tratamiento no va a impedir que éste sea finalmente impuesto (Tomás-Valiente Lanuza). La intervención del juez o de quienes sean con el fin de hacer posible la imposición del tratamiento no elimina en absoluto la posición de garante de los padres, porque la sustitución de éstos por el primero no supone para ellos la privación de la patria potestad, sino tan sólo la subsanación del incumplimiento de —una parte— de los deberes que de aquélla emanan. En efecto, tales deberes persistirían, al continuar en vigor su presupuesto, la patria potestad, y tanto es así que de ser necesario otro tratamiento además de la transfusión, los médicos hubieran tenido que acudir primero no al juez, cuya previa autorización no cubriría tal tratamiento, sino a los padres (Romeo Casabona). Finalmente, cuando sea el propio paciente menor de edad quien rechace la terapia vital, y él no está plenamente capacitado para tomar autónomamente la decisión de asumir o rechazar un tratamiento vital, su negativa no tiene virtualidad para cancelar la posición de garante de los padres y tampoco la de los médicos que realizan la intervención (Romeo Malanda).
III. Excepciones al derecho al rechazo del tratamiento.— Además de los casos de consentimiento por representación de familiares y allegados del enfermo, existen situaciones en las que excepcionalmente el respeto por la autonomía del paciente no puede exigirse por razones de necesidad y urgencia. Son supuestos en los que las legislaciones generalmente eximen al médico de obtener la autorización del paciente. El primer supuesto suele identificarse con aquellas hipótesis en las que existe riesgo para la salud pública a causa de razones sanitarias, generalmente fijadas por la ley de cada país. El segundo supuesto se relaciona con la existencia de un riesgo inmediato y grave para la integridad física o psíquica del enfermo, no siendo posible conseguir su autorización y tampoco la de sus familiares o personas vinculadas de hecho a él.
Se trata de casos en que la falta de consentimiento del paciente es absoluta, dada la urgencia de la situación, y, ante la imposibilidad de que el propio paciente autorice la intervención, el médico podrá actuar, con independencia del consentimiento del enfermo o de terceras personas. El primer caso, que tiene por finalidad la protección de la salud pública, se refiere a los tratamientos obligatorios o coactivos impuestos por ley, que son una consecuencia de la prioridad de los intereses colectivos frente a los individuales. La lesión al derecho de autodeterminación del paciente, en tales casos, se halla justificada por razones de necesidad, lo que supone concluir que la intervención del facultativo estará plenamente justificada, desde el punto de vista jurídico penal, por aplicación de la eximente del estado de necesidad. La posibilidad de aplicación de un tratamiento médico obligatorio o coactivo para protección de la salud pública, sin embargo, ha de interpretarse con arreglo a dos principios fundamentales: la validez jurídica y la eficacia sanitaria. De acuerdo con éste último, el tratamiento sanitario obligatorio no podrá ser aplicado si tiene efectos contraproducentes para la salud del propio enfermo o de la colectividad. Así, no será admisible un tratamiento que, para preservar la salud de terceros, incida negativamente, empeorando la salud de quien lo sufre, o que la obligatoriedad de la terapia haga que los pacientes que deban someterse a la misma oculten esta circunstancia, por temor al rechazo o al estigma social que pueda suponer, aumentando todavía más el riesgo de transmisión. Por otra parte, la validez jurídica de los tratamientos sanitarios obligatorios se condiciona al principio de proporcionalidad, por el que se exige la suficiente justificación técnicomaterial de la terapia conforme a los conocimientos científicos del momento. Este principio también exige una ponderación entre los fines perseguidos y los medios utilizados, de forma que ante una incidencia leve en la salud pública no se podrá utilizar fuertes medidas sanitarias obligatorias (Cobreros Mendazona).
El segundo supuesto de excepción al consentimiento se relaciona con los casos de urgencia vital, es decir, los casos en que el paciente está inconsciente y no es posible esperar a que recupere la conciencia para iniciar la intervención. En relación con ello, la doctrina es unánime a la hora de determinar que dicha excepción al principio general de la necesidad del consentimiento significa que la intervención podrá llevarse a cabo sin el consentimiento del paciente, pero nunca en contra de su voluntad. Eso significa que, de existir una oposición válida del paciente a la aplicación del tratamiento médico, ésta deberá ser respetada. Dicho de otra forma, no se incluyen aquí las hipótesis en que el paciente se niega libremente a consentir en el tratamiento, porque tal interpretación, como se ha visto, supondría un grave atentado a la libertad individual y a la dignidad de la persona. Además, como ya se ha dicho, la negativa responsable del enfermo a someterse a una determinada terapia, aunque sea vital, cancela la posición de garante del médico, de modo que éste no podrá ser considerado responsable de los eventuales daños sobrevenidos a la salud o a la vida del paciente en virtud de su oposición.
IV. Normativa aplicable en España e Iberoamérica.— La Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, promulgada en el año 1948, establece en su art. 2 que «el potencial paciente tiene derecho a recibir cuidados de su salud, sin distinción de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición». Por consiguiente, los derechos del paciente aparecen juntos a los derechos humanos siendo una extensión de éstos, relacionados con la salud del hombre. Luego de esta declaración de derechos, los mismos se van reconociendo y consolidando en los distintos foros médicos internacionales y surgen con las Declaraciones de Helsinki, de Tokio, de Portugal, etc. En lo que atañe específicamente a la necesidad de obtención del consentimiento y el rechazo del tratamiento, la reciente Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la UNESCO, de 19 de octubre de 2005, estipula que «toda intervención médica preventiva, diagnóstica y terapéutica sólo habrá de llevarse a cabo previo consentimiento libre e informado de la persona interesada, basado en la información adecuada. Cuando proceda, el consentimiento debería ser expreso y la persona interesada podrá revocarlo en todo momento y por cualquier motivo, sin que esto entrañe para ella desventaja o perjuicio alguno».
En España, la entrada en vigor de la nueva Ley básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica (Ley 41/2002, de 14 de noviembre) derogó algunas de las disposiciones de la Ley General de Sanidad (LGS), de 1986, que anteriormente era la encargada de regular la materia (art.10.6). La nueva Ley básica reguladora de la autonomía del paciente, o simplemente Ley de Autonomía del Paciente (LAP), pese a que establezca, como la anterior, el principio general de la necesidad del consentimiento del enfermo para la realización de cualquier intervención médica, prevé una serie de excepciones a su autonomía, aunque no cabe duda de que se ha producido un mayor respeto a la libertad de voluntad del paciente que bajo la regulación anterior. En efecto, lo primero que hace la nueva Ley es establecer, entre sus principios generales, el respeto a la dignidad de la persona humana, a la autonomía de su voluntad y a su intimidad (art.2.1), y reconocer, por otra parte, el derecho de todos los pacientes a la libertad de tratamiento, al prever que «todo paciente tiene el derecho a negarse al tratamiento, excepto en los casos determinados en la Ley» (art.2.4). Dispone, además, el art.8 que «toda actuación en el ámbito de la salud de un paciente necesita el consentimiento libre y voluntario del afectado, una vez que, recibida la información prevista en el art.4, haya valorado las opciones propias del caso». En el art.9 de la LAP se recogen los supuestos en los que se exime al médico de obtener la autorización del paciente (apartado 2). En esta línea, determina el art.9.2 de la LAP que el facultativo podrá llevar a cabo las intervenciones clínicas sin el consentimiento del paciente en los casos siguientes: a) cuando existe riesgo para la salud pública a causa de razones sanitarias establecidas por la Ley y b) cuando existe riesgo inmediato grave para la integridad física o psíquica del enfermo y no es posible conseguir su autorización, consultando, cuando las circunstancias lo permitan, a sus familiares o a las personas vinculadas de hecho a él. El primer supuesto, que tiene por finalidad la protección de la salud pública, se refiere a los tratamientos obligatorios o coactivos impuestos por la Ley, que, como hemos visto, son una consecuencia de la prioridad de los intereses colectivos frente a los individuales. El segundo supuesto se relaciona con los casos de urgencia vital, es decir, los casos en que el paciente está inconsciente y no es posible esperar a que recupere la conciencia para iniciar la intervención. Aquí el médico podrá actuar con independencia del consentimiento del paciente o de terceras personas, ya que la propia Ley establece que la consulta a familiares o personas vinculadas de hecho al paciente tendrá lugar tan sólo «cuando las circunstancias lo permitan». En relación con ello, la doctrina observa que el art.9.2, b, de la Ley 41/2002 es bastante más claro que su antecesor — el art.10.6, c, de la LGS— a la hora de determinar las excepciones al principio general de la necesidad del consentimiento, ya que no parece existir dudas de que las intervenciones excepcionales deberán ser llevadas a cabo sin el consentimiento del paciente, pero no en contra de su voluntad (Romeo Malanda).
Por otra parte, en el caso que el paciente rechace la intervención y no existan tratamientos alternativos, la LAP determina la firma del informe de alta voluntaria. En este sentido, el art.21.1 establece que «en caso de no aceptar la aplicación del tratamiento prescrito, se le propondrá al paciente o usuario la firma del alta voluntaria. Si no la firmara, la dirección del centro sanitario, a propuesta del médico responsable, podrá disponer el alta forzosa en las condiciones reguladas por la ley». Se exceptúan de esta regla los casos en que no existan tratamientos alternativos, «aunque tengan carácter paliativo, siempre que los presente el centro sanitario y el paciente acepte recibirlos. Estas circunstancias quedarán documentadas». Por otra parte, el art.21.2 prevé que «en el caso de que el paciente no acepte el alta, la dirección del centro, previa comprobación del informe clínico correspondiente, oirá al paciente y si persiste su negativa, lo pondrá en conocimiento del juez para que confirme o revoque su decisión». En estos supuestos, cabe recordar que el juez deberá decidir con arreglo a los principios garantistas que informan el nuevo texto legal y nunca deberá hacerlo de modo que la negativa al tratamiento obligue a la expulsión del centro (Bajo Fernández). Muy al contrario, si existe un tratamiento alternativo al que accede el paciente, se impone por encima de todo el deber de tratar.
En el ámbito latinoamericano, cumple decir que no todos los países cuentan con una legislación que prevea, entre los derechos de los pacientes, el derecho a rechazar un tratamiento médico vital. Muchos son los países en los que este derecho se halla recogido tan sólo en los códigos de ética médica, pero no expresamente en el cuerpo de las leyes orgánicas de salud. Así, con carácter general, la Declaración de Principios Éticos Médicos del MERCOSUR (Asunción del Paraguay, 18 de mayo de 1995) establece que «es derecho del paciente decidir libremente sobre la ejecución de prácticas diagnósticas o terapéuticas siéndole asegurado todos los recursos de la ciencia médica donde sea atendido sin discriminación de cualquier naturaleza» (Principio Ético número seis). La Ley del Ejercicio de la Profesión Médica (Ley 17.132), en el orden nacional argentino, en su art.19.3 impone a los médicos el deber de «respetar la voluntad del paciente en cuanto sea negativa a tratarse o internarse, salvo los casos de inconsciencia, alienación mental, lesionados graves por causa de accidentes, tentativas de suicidio o de delitos». En Perú, la Ley General de Salud (Ley 26.842), del 1997, determina en su art.4.º que «ninguna persona puede ser sometida a tratamiento médico o quirúrgico, sin su consentimiento previo o el de la persona llamada legalmente a darlo, si correspondiere o estuviere impedida de hacerlo. Se exceptúa de este requisito las intervenciones de emergencia. La negativa a recibir tratamiento médico o quirúrgico exime de responsabilidad al médico tratante y al establecimiento de salud, en su caso». A su vez, la Ley Orgánica de Salud venezolana, de 1998, reconoce el derecho del paciente de «negarse a medidas extraordinarias de prolongación de su vida, cuando se encuentre en condiciones vitales irrecuperables debidamente constatadas a la luz de los consentimientos de la ciencia médica del momento » (art.69.4). En Brasil, el Código de Ética Médica impone al facultativo el deber de respetar «el derecho del paciente de decidir libremente sobre la ejecución de prácticas diagnósticas o terapéuticas, excepto en los casos de inminente peligro de vida» (art.56). La discusión sobre la posibilidad de imposición de un tratamiento vital en contra de la voluntad del paciente quedó definitivamente zanjada con la publicación de la Resolución 1.805, de 28 de noviembre de 2006, del Consejo Federal de Medicina, por la que se regula, en el ámbito de la profesión médica, la llamada «limitación del esfuerzo terapéutico». En esta línea, determina la Resolución que «se autoriza al médico limitar o suspender los procedimientos y tratamientos que prolonguen la vida del paciente terminal, que padece enfermedad grave e incurable, siempre que se respete la voluntad de la persona o de su representante legal» (art.1). De lo anterior se deduce que la Resolución establece tanto la posibilidad de que sea el paciente mismo quien rechace someterse a un tratamiento médico determinado, como la de que sean sus representantes legales quienes decidan interrumpir la terapia vital, cuando el enfermo no se halle en condiciones de manifestar su propio rechazo.
Es importante que éstas y otras iniciativas que garantizan la efectividad del derecho de los pacientes de rechazar un tratamiento médico, vital o no, consten expresamente de una ley, y no simplemente de un documento válido en el ámbito disciplinario de la comunidad médica, porque de este modo se estaría cumpliendo un doble objetivo: por un lado, hacer que la omisión de tratamientos médicos sea cuanto antes objeto de una regulación adecuada, con el fin de evitar las muertes indeseadas de enfermos que no hayan previamente consentido en ella, y, por otro, permitir que los pacientes que sí estén seguros de su voluntad de rechazar un tratamiento vital puedan ejercitar legalmente tal derecho, sin que les interponga el miedo de médicos y familiares a que les denuncien por delito alguno.

Véase: Principio de Autonomía, Calidad de vida, Consentimiento, Derecho a la información sanitaria, Derecho a la vida, Dignidad humana, Enfermo terminal, Eutanasia, Huelga de hambre, Instrucciones previas, Minoría de edad, Paternalismo, Representación legal, Salud pública, Suicidio.

Bibliografía: BAJO FERNÁNDEZ, Miguel. «La nueva Ley de Autonomía del Paciente», en LÓPEZ BARJA DE QUIROGA, J. / ZUGALDÍA ESPINAR, J. M. (Coords.), Dogmática y Ley penal. Libro homenaje a Enrique Bacigalupo, t. II. Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset/Marcial Pons, Madrid/Barcelona, 2004; CARBONELL MATEU, Juan Carlos, «Libre desarrollo de la personalidad y delitos contra la vida. Dos cuestiones: suicidio y aborto», Cuadernos de Política Criminal, núm. 45, págs. 661-670, 1991; COBREROS MENDAZONA, Edorta, «La negativa a los tratamientos sanitarios», en Los derechos de los usuarios de los servicios sanitarios. IV Congreso Derecho y Salud. Servicio Central de Publicaciones del Gobierno Vasco, Vitoria-Gasteiz, 1996; GÓMEZ RIVERO, María del Carmen, La responsabilidad penal del médico, Tirant lo Blanch, Valencia, 2003; ROMEO CASABONA, Carlos M., «Los testamentos biológicos y el rechazo de los tratamientos vitales», en URRACA, S. (Ed.). Eutanasia hoy: un debate abierto. Noesis, Madrid, págs. 249-269, 1996; __. «¿Límites de la posición de garante de los padres respecto al hijo menor? (La negativa de los padres, por motivos religiosos, a una transfusión de sangre vital para el hijo menor)», Revista de Derecho Penal y Criminología, 2.ª época, núm. 2, págs. 327-357, 1998; ROMEO MALANDA, Sergio, «Un nuevo marco jurídico-sanitario: la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, sobre derechos de los pacientes», La Ley, núm. 1, págs. 1.522-1.539, 2003; SILVA SÁNCHEZ, Jesús María. «La responsabilidad penal del médico por omisión», en MIR PUIG, S. (Coord.), Avances de la Medicina y Derecho penal, PPU, Barcelona, 1988; TOMÁS- VALIENTE LANUZA, Carmen, La disponibilidad de la propia vida en el Derecho penal, Boletín Oficial del Estado/ Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1999; VALLE MUÑIZ, José Manuel, «Relevancia jurídico-penal de la eutanasia», Cuadernos de Política Criminal, núm. 37, págs. 155-189, 1989.


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