Autor: SALVADOR DARÍO BERGEL
I. Introducción.—El principio de precaución nació como una respuesta lúcida y comprometida ante los problemas y dilemas que ofrece la evolución de la ciencia y de la técnica. A partir de la segunda guerra mundial hemos sido testigos de una aceleración constante de los logros de la investigación en esos campos, aceleración que tiene su propia dinámica.
Esta tendencia ha influido en los notables cambios operados en la sociedad post industrial. El mundo de comienzos del siglo XX parece hoy pertenecer a la prehistoria. Nos resulta de lo más extraño un mundo en el cual no exista la energía atómica, la ingeniería genética, la informática, las comunicaciones por satélite y los aviones supersónicos. Todos estos logros en una visión elemental constituyen signos de un progreso sin precedentes, de una aceleración histórica dirigida hacia horizontes inexplorados para reafirmar el dominio del hombre sobre las fuerzas naturales. Pero a poco que profundicemos el análisis, es indiscutible que junto a este panorama de progreso y de acentuación del dominio humano sobre la naturaleza, se fueron creando innumerables riesgos que hoy nos atormentan.
Las sociedades post industriales afrontan cada vez con mayor intensidad riesgos de todo tipo que llaman al Derecho y a los administradores públicos a tomar cartas en el asunto, ya que ubicarse al margen o por encima de esta realidad importaría una actitud suicida, no sólo con relación a los hombres del presente sino también con relación a las generaciones futuras que cobran en este debate un papel cada vez más relevante.
Se trata de riesgos con características propias que no sólo importan cambios cuantitativos con relación a los conocidos anteriormente, sino que presentan aristas propias que apuntan a nuevos enfoques jurídicos y a nuevas formas de gestión pública. La naturaleza y alcance de los mismos impone la necesidad de un consenso social para su gestión, que sólo puede lograrse en base a un diálogo abierto y participativo. Nadie puede quedar al margen de la toma de decisiones, en tanto los riesgos comprometen bienes tan relevantes como la vida, la salud y el medioambiente.
Ullrich Beck, desde una posición fuertemente crítica, califica las sociedades contemporáneas como «sociedades de riesgo global», caracterizándolas como aquellas sociedades que, al principio de un modo encubierto y luego de forma cada vez más evidente, han de afrontar los desafíos de la posibilidad de autodestrucción de todas las formas de vida en el planeta.
Desde hace varias décadas y sin solución de continuidad se vienen utilizando tecnologías que han llevado al mundo a una situación límite, en la que se halla en juego su propia existencia (contaminación del agua y del aire, erosión de los suelos, recalentamiento global, disminución de la capa de ozono, aumento de las radiaciones, pérdida acelerada de la diversidad biológica, destrucción de biosistemas, etc.).
No ha sido un obstáculo para tan absurda como irracional carrera la sucesión de catástrofes que han puesto al descubierto la fragilidad de los mecanismos de seguridad disponibles para afrontarlas (Chernobyl, Bomphal, huracanes y tsunamis, derrames de hidrocarburos, intoxicaciones alimenticias, etc.).
Más allá de los daños y de los riesgos a los que nos somete la industrialización en esta etapa histórica debemos prestar atención a dos procesos, que aún diferenciados cronológicamente en su nacimiento, constituyen una fuente de riesgos adicionales y excepcionales: la utilización de la energía atómica con diversos fines y las aplicaciones de la nueva biotecnología desarrollada a partir de las técnicas de ADN recombinante.
Al poder fragmentarse la información genética como fruto de la secuenciación de los genomas y al posibilitarse el intercambio de genes entre variedades, géneros y especies, la ingeniería genética ha logrado espectaculares avances en los reinos animal y vegetal.
La posibilidad cierta de trasladar estas técnicas al ser humano ha llevado a la creación de un amplio campo para la reflexión en el cual no sólo entran en juego indiscutibles cuestiones éticas, sino que paralelamente se acrecienta el temor sobre riesgos actuales y futuros.
Todo lo hasta aquí dicho nos coloca ante un panorama complejo y novedoso en el cual la aventura del pensamiento, junto al incontenible afán de un progreso mal entendido, se unen para acelerar una marcha que a la par que nos llena de admiración y de perplejidad nos hunde en un mar de legítimas preocupaciones.
En este contexto, lo señala Beck, los riesgos se minimizan mediante cálculos que llegan a resultados que sólo son riesgos, se eliminan mediante comparaciones y se normalizan jurídica y científicamente por medio de comparaciones como «riesgos residuales e improbables», de forma tal que se estigmaticen las protestas como «brotes de irracionalidad». Obviamente que con sólo contemplar la realidad de un mundo gravemente enfermo, tales tentativas de eliminar los riesgos con discursos altisonantes, están de antemano condenadas al fracaso.
Cada vez más y con mayor intensidad nacen y se desarrollan movimientos sociales que constituyen la contrapartida de tan absurda forma de actuación.
Volviendo al ilustre sociólogo alemán cabe advertir que en la «sociedad de riesgo global» hacen agua las construcciones de seguridad y control que caracterizan las etapas históricas que le precedieron. La temática del riesgo adquiere un marcado carácter político, en tanto no existe la opción de «externalizar» los riesgos, que ya superan las bases y las categorías con las que hemos pensado y actuado hasta el presente.
¿Cómo responder a una liberación de energía atómica que se extiende a cientos de miles de kilómetros del epicentro y cuyas consecuencias se prolongan por años? ¿Cómo afrontar las consecuencias del calentamiento global que ya ha dejado de ser una hipótesis de estudio para convertirse en una dramática realidad? ¿Cómo prever las consecuencias de futuro que puede traer el cultivo indiscriminado de variedades transgénicas? ¿Cómo imaginar los riesgos que importa la aplicación de las técnicas de ingeniería genética en el hombre?
Hasta avanzado el siglo XX los riesgos se vinculaban con representaciones estadísticas y cálculos de probabilidad que posibilitaban hacer frente a accidentes en base a previsiones racionales.
La seguridad que reclaman los ciudadanos de hoy en día presenta otros contornos, en tanto los riesgos a los que se encuentran sometidos son incalculables en su extensión y proyección.
¿Algún gobernante o administrador de bienes públicos puede acaso expresar con sensatez el nivel de riesgo que importa la utilización de la energía atómica, la ingeniería genética o el calentamiento global?
A veces se avanza con una gran incertidumbre científica hacia caminos desconocidos o no suficientemente conocidos, sin advertir los riesgos reales que ello implica.
Sin duda que los instrumentos políticos y jurídicos de los que disponía el hombre resultaban marcadamente insuficientes e ineficaces para prevenir y manejar los riesgos del presente.
Los ciudadanos exigen cada vez con mayor énfasis el participar en las decisiones que se relacionan con su seguridad. Desean ser ellos en base al diálogo democrático y participativo quienes determinen el nivel de riesgo que desean tolerar.
Es obvio que toda tarea humana implica la asunción de riesgos y que el riesgo cero es una utopía. Pero esta reflexión no puede conducir a una aceptación pasiva de riesgos por parte de una sociedad que no ha sido consultada.
Qué riesgos deben asumirse y qué riesgos deben evitarse es un tema con serias implicaciones políticas que debe ser resuelto democráticamente en base al consenso social, si es que nos estamos refiriendo a una sociedad avanzada.
A su vez, las decisiones políticas necesitan una base jurídica que no otorgan los instrumentos con las cuales se manejó de ordinario el tema de los riesgos. Se torna necesario acuñar otros principios que respondan en mejor forma al carácter y dimensión de los riesgos que ahora nos acechan.
Todos los interrogantes a los que hemos hecho alusión han conducido a la toma de decisiones políticas que —de alguna forma— responden al clamor social y que, paralelamente, sirven de guía de actuación frente a nuevos riesgos que se van sumando.
En esta respuesta jurídico-política, el principio de precaución ocupa un lugar destacado.
II. La elaboración del principio.—Efectuadas estas breves precisiones sobre el riesgo y la gestión social del mismo, pasamos derechamente al tema central que nos ocupa: la aplicación del principio de precaución.
El principio de precaución se formuló inicialmente en Alemania en los años ’70 para asegurar el resarcimiento al menoscabo de la vida humana originado por efectos nocivos de productos químicos respecto de los cuales la dañosidad no es visualizable sino después de transcurrido un período de 20 ó 30 años. Se lo vinculó en su origen a la noción de «riesgos mayores»; concepto surgido en Francia a fines de los 70, originado en los trabajos de Karl Jasper sobre riesgos tecnológicos susceptibles de tener efectos en el espacio y en el tiempo sin común relación con los accidentes clásicos y de afectar en forma duradera, incluso de forma irreversible, diferentes patrimonios, condicionantes de la supervivencia de la humanidad.
Se extendió progresivamente al Derecho internacional y a los derechos nacionales en cuanto a los efectos a largo plazo de productos químicos, desechos industriales, productos sanitarios, productos derivados de la ingeniería genética, etc.
El principio se inscribe en una nueva modalidad de relaciones del saber y del poder. La edad de la precaución —se ha señalado— es una edad en la que se reformula la exigencia cartesiana de la necesidad de una duda metódica. La aplicación del principio a diversas situaciones de riesgo es uno de los signos de las transformaciones filosóficas y sociológicas que caracterizaron el final del siglo XX. Para Yves Goffi marca un momento nuevo en la filosofía de la técnica que revela una percepción nueva de la incertidumbre en el accionar humano.
La aplicación del principio demanda —a juicio de P. Lascoune— un ejercicio activo de la duda. La lógica de la precaución no mira al riesgo (que releva de la prevención), sino que se amplía a la incertidumbre, es decir, aquello que se puede temer sin poder ser evaluado. La incertidumbre en este contexto no exonera de la responsabilidad; al contrario, ella la refuerza al crear un deber de prudencia.
Para Gilles Martín la obligación de precaución nace cuando aparece lo que se caracteriza como una duda legítima, la que se da —a su criterio— al menos en dos hipótesis.
La primera de ellas, cuando los hechos objetivos, es decir, científicamente establecidos según los procesos habituales de la ciencia, hacen nacer preguntas que no reciben respuestas más que bajo la hipótesis de riesgos.
A este tipo de dudas agrega otro: cuando los hechos sociales mensurables (v.gr. por encuestas de opinión) revelan la existencia de una percepción real del riesgo —que a su juicio— constituye un fenómeno en si mismo objetivo, que no se puede despreciar so pena de afrontar graves consecuencias.
El nacimiento del principio es indisociable de los cambios ocurridos en la comprensión de los sistemas de decisión. En la percepción del riesgo, los modelos lineales de análisis y de decisiones fundadas más o menos exclusivamente sobre la racionalidad mecánica (vínculos directos entre causa y efecto) son hoy puestos en tela de juicio, según lo entiende P. Lascoune.
Durante las tres últimas décadas, la relación entre las matemáticas y las leyes naturales ha alcanzado una complejidad que modifica nuestra forma de interpretar el riesgo. Aunque las leyes continúen formulándose mediante el lenguaje matemático, ya no se puede concluir que el porvenir es predecible.
Los conceptos de teoría del caos y de ciencia de los fenómenos no lineales están muy de moda, pero —lo observa Erik Fendstad— contrariamente a otros no son efímeros. El paso al concepto no lineal supone una auténtica metamorfosis de la modelización de los fenómenos naturales, que, como Lorenz ya lo anunció en 1963, nos privará de toda garantía en las predicciones a largo plazo.
Todo esto nos indica que nos enfrentamos a procesos no lineales cuya dinámica aún no conocemos suficientemente, por lo que la intervención del hombre podría acarrear consecuencias irreversibles.
La naturaleza —enseña Fendstadt— nunca podrá considerarse como un sistema mecánico del que llegaremos un día a ser dueños y señores gracias a nuestro ingenio y a una multiplicidad de medidas técnicas, como en los tiempos de los métodos industriales clásicos capaces de reparar los desperfectos ocasionados. Esta visión nos debe llevar a otro terreno en cuanto a la percepción de los riesgos, terreno dominado por el principio de precaución.
En el orden internacional, el principio precautorio o de precaución fue mencionado por primera vez en la Declaración ministerial de la XII Conferencia Internacional sobre protección del Mar del Norte en 1987.
En esa oportunidad se dijo que «una aproximación a la precaución se impone a fin de proteger el Mar del Norte de los efectos eventualmente dañosos de sustancias muy peligrosas. Ella puede requerir la adopción de medidas de control de emisiones de sustancias antes que se establezca un vínculo de causa-efecto en el plano científico».
Aquí podemos observar una primera aproximación a uno de los pilares fundamentales en los que se asienta el principio: la necesidad de actuación aun ante la falta de evidencia científica sobre la producción del daño. El científico noruego Terje Traavik, lo grafica utilizando un juego de palabras «ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia de riesgo».
En la Declaración de Río en junio de 1992 sobre medio ambiente y desarrollo se esbozó una caracterización del principio en estos términos: «en caso de daños graves e irreversibles la ausencia de una certidumbre científica absoluta no puede servir de pretexto para demorar la adopción de medidas efectivas tendientes a prevenir la degradación del medio ambiente» (principio 15).
A partir de allí, el principio ha sido reiteradamente invocado en acuerdos internacionales, en legislaciones internas y en decisiones judiciales, en algunos casos con variables que tienden a restringir su aplicación y sus efectos.
Así, en la Convención de París para la protección del medio marino para el Atlántico del Noreste (set. 1992) se agregó «la existencia de motivos razonables de equidad» y en la ley francesa 95-101 de protección del medio ambiente (Ley Barnier) se precisaron dos requisitos: 1) con relación a las medidas a adoptar se agregó que «sean efectivas y proporcionadas»; 2) con relación al costo se agregó «a un costo económicamente aceptable».
Es claro que la exigencia de estos presupuestos impone una limitación considerable a la eficacia del principio en su aplicación práctica. El costo económico que supone la aplicación del principio no puede oponerse a bienes colectivos de la entidad y relevancia de los que justifican su puesta en práctica. La relación costo-beneficio no puede invocarse cuando se encuentran en juego la salud pública, el medio ambiente; o extendiendo el análisis, el destino de las generaciones futuras.
En el Protocolo de Cartagena sobre Bioseguridad se habla del «enfoque de precaución» —accediendo a planteamientos políticos tendientes a evitar el empleo del término— mas el artículo 10.6 lo acoge claramente en su formulación.
El Tratado de Maastricht, constitutivo de la Unión Europea, explícitamente establece que la política de la Comunidad se basará en los principios de precaución y acción preventiva (artículo 130.2).
El principio ha llegado a constituirse así en un instrumento fundamental para someter a un cauce de racionalidad la aplicación de nuevas tecnologías y para posibilitar que el Estado como ordenador de los diversos sectores sociales que lo integran pueda cumplir en mejor forma uno de sus objetivos básicos: el resguardo de la seguridad colectiva.
La referencia a la precaución —enseña Lascoune— conduce a reforzar los intereses sociales colectivos tales como el medio ambiente o la salud pública, de forma tal que permita balancear la presión de intereses económicos —costos de investigación, libre circulación de mercadería, libre juego de la concurrencia—.
La interpretación que hoy puede darse al estándar «interés general», que toma en consideración el principio, está en constante evolución. La precaución extiende sus efectos permitiendo en su nombre denegar una autorización o imponer prescripciones adicionales a la difusión de nuevos productos, procedimientos o a la implementación de un proyecto en razón del grado de incertidumbre del cual sean portadores.
Como estándar nuevo que pertenece a la categoría cognoscitiva y normativa a la vez, acota Lascoune, se inscribe en una línea de cambios ligada por una parte a la aproximación de los riesgos individuales y colectivos y —por otra parte— a las transformaciones de las prácticas sociales en materia de difusión y respuesta a la aceptabilidad del riesgo.
En la Declaración de Wenigspread (enero de 1998) se enfatizó que «cuando una actividad se plantea como una amenaza para la salud humana o el medio ambiente deben tomarse medidas precautorias aun cuando algunas relaciones de causa-efecto no se hayan establecido de manera científica en su totalidad».
Posteriormente en la Declaración de Lowel sobre ciencia y principio de precaución se destacó «que la aplicación efectiva del principio de precaución requiere una investigación científica interdisciplinaria, así como de la experimentación de las incertidumbres envueltas en dicha investigación y sus hallazgos. La toma de decisiones de forma preventiva es consistente con la «buena ciencia» debido a las grandes lagunas de la incertidumbre e incluso ignorancia que persisten en nuestra comprensión de los sistemas biológicos complejos, de la interconexión entre los organismos y del potencial de impactos interactivos y acumulativos de peligros múltiples».
III. Los elementos que conforman el principio.— Pese a tratarse de un principio novedoso, en plena elaboración, que se va enriqueciendo con reflexiones y aportes provenientes de diversas disciplinas, podemos hoy marcar ciertos componentes ya consolidados en su estructura. Tales componentes son:
a) temor de un daño potencial a la salud o al medio ambiente derivado de una acción o inacción humana; daños cuyos efectos se consideran irreparables e irreversibles.
b) Incertidumbre científica acerca del acaecimiento del daño o de la relación de causalidad entre la conducta observada y el daño.
c) Ejercicio de una acción anticipada, conforme a la naturaleza y alcance del daño temido. Pasamos a desarrollar los elementos centrales arriba indicados:
a) Daño: El daño temido tiene la característica de ser grave e irreversible. La incertidumbre no sólo se refiere a la causación del daño sino también a sus características. No obstante, es importante señalar para ubicar el principio en su real dimensión, que debe considerarse grave e irreparable, lo cual habla de características que lo ubican fuera de lo común.
Daño irreparable es aquél insusceptible de ser reparado que una vez producido no es posible devolver las cosas al estado anterior (vgr. la muerte, una lesión permanente, la destrucción de un ecosistema, etc.).
Daño grave, a su vez, es el que tiene una dimensión superior al común.
La concurrencia de estas dos características del daño nos habla de situaciones excepcionales, para no llegar a banalizar el principio.
El temor debe estar fundado en hechos objetivos que se conecten adecuadamente con la realidad y no ser el fruto de una percepción subjetiva.
Así, por ejemplo, la aplicación de la técnica del ADN recombinante en el mundo vegetal o animal puede llegar a producir un daño de tales características, en tanto no existen suficientes elementos de juicio que avalen sus resultados en un período de tiempo aceptable.
En cada caso habrá que analizar los componentes de ese daño temido a fin de apreciar si es caso aplicar el principio. No es posible dar más que criterios generales, que naturalmente deberán ser valorados en cada situación; en tanto, el principio de precaución constituye un remedio excepcional para afrontar situaciones excepcionales.
Corresponderá a la decisión política de los gobernantes el determinar en cada caso —en base a un necesario diálogo social— si se está frente a una situación que habilite recurrir al principio.
b) Incertidumbre: Tal como señalábamos, otro elemento relevante en la construcción del principio precautorio es el relativo a la duda, a la incertidumbre que no puede ser disipada en base a los conocimientos científicos existentes en el momento del análisis. El centro de la duda es precisamente el conocimiento científico acerca de las consecuencias dañosas de una acción o de una omisión. La incertidumbre admite ser analizada diferenciando varias clases y fuentes siguiendo a Barret, K. y C. Raffenperger.
En primer término tenemos la incertidumbre de la técnica que deriva de los datos incompletos, resultados ambiguos o variabilidad del sistema de expertos utilizados. Con reiterar el ensayo sería posible salir de esta incertidumbre.
Junto a la incertidumbre técnica cabe considerar la incertidumbre metodológica que apunta a la falta de fiabilidad de ciertos modelos para representar en forma precisa el sistema en estudio, y también la incertidumbre epistemológica derivada de la confluencia de sistemas biológicos, ecológicos, junto a la inevitable brecha entre las condiciones cerradas de la investigación experimental y de las circunstancias contingentes en que los resultados de la investigación científica son aplicados.
Aquí debemos apartarnos de criterios usualmente utilizados en otros campos, ya que el medio ambiente o la salud pública han sido privilegiados al ser tratados como bienes comunes y valiosos. Emplear estándares estrictos de evidencia, se ha sostenido, puede hacer prevalecer los intereses comerciales sobre la protección de la salud y del medio ambiente.
La hipótesis de precaución —tal como lo entiende Hermitte— conduce a tomar en cuenta opciones reconocidas como marginales en el seno de un paradigma científico.
c) Necesidad del ejercicio de una acción anticipatoria del daño: Aquí radica lo novedoso de este principio, que se ajusta sin dudas a la realidad creada por los espectaculares avances de la revolución científico-técnica. Actuar con cautela para evitar la producción de un daño es un principio que dicta el sentido común: conozco la dimensión del riesgo y actúo en consecuencia.
Aquí, en una esfera de incertidumbre científica sobre la producción del daño, debo actuar para anticiparme al mismo, si es que advierto síntomas que posibilitarán su producción.
Dentro de ciertos parámetros racionales me veo constreñido en la necesidad de evitar un daño que aún no sé si se va a producir y en su caso en qué momento y con qué dimensión. La naturaleza y la valoración de los bienes en juego imponen una conducta anticipatoria.
Uno de los aspectos centrales que juega aquí es el factor tiempo: la incertidumbre de la precaución —conforme lo entiende Ewald— reside en gran parte en la demora entre la causa y la manifestación del efecto dañoso; el retraso entre uno y otro puede ser considerable. La hipótesis de precaución va con la toma de conciencia la dilación en el tiempo, con un nuevo «tomar en cuenta» la duración en la causalidad de las acciones humanas; situación desconocida en la hipótesis del accidente caracterizado por la coincidencia o la proximidad de la causa y el efecto.
IV. La múltiple dimensión del principio.—El principio de precaución admite ser enfocado desde una triple órbita: la jurídica, la política y la ética. Desde la órbita del Derecho debe ser reconocido como un principio jurídico, pese a que algunos autores niegan tal carácter en tanto no provee un estándar legal para la toma de decisiones. En el caso de la importación de carne con hormonas, la Unión Europea fundó la medida que denegaba el ingreso a su territorio en que el principio de precaución se había convertido en una norma general del derecho internacional.
Siguiendo a Lawrence Boy entendemos que constituye un principio jurídico en tanto que organiza el diálogo entre Derecho y ciencia. Pero más allá de esto debemos tener claro que el principio no contiene una solución; él no es portador de lo que los juristas llaman «una regla sustancial». Expresa una manera de hacer, procedimientos que deberían acompañar a todas las decisiones, tanto públicas como privadas, para obligar a pensar en los riesgos inciertos.
Para Godard se trataría simplemente de un «estándar jurídico», es decir de una norma que necesita ser completada con informaciones ajenas al Derecho para producir efectos jurídicos. Esta última circunstancia no puede constituir un óbice para negarle el carácter de principio jurídico. Volviendo a Lawrence Boy, el sistema jurídico se caracteriza por su apertura cognitiva y su cerramiento normativo. Es decir que aunque la norma jurídica debe su validez a su conformidad con otra norma jurídica —cerramiento normativo— se construye en base a ciertos hechos y para esta construcción recurre a elementos de otros sistemas, ya sea la moral, la economía, o las llamadas ciencias duras —apertura cognitiva—. Desde este enfoque no se le puede negar el carácter jurídico al principio precautorio.
La reiteración del principio precautorio en numerosos instrumentos internacionales lo llevó en primer término a ser considerado un principio del Derecho internacional consuetudinario y luego a integrarse a los principios generales del Derecho reconocidos por las naciones civilizadas, conforme al artículo 38 de los Estatutos de la Corte Internacional de Justicia.
Esto, sin dejar de reconocer que ha sido incorporado a numerosas leyes nacionales vinculadas con el medio ambiente, la salud, etc.
El principio, si bien es jurídico tomando en cuenta las fuentes de las que se nutre, es paralelamente político, ya que se coloca a la cabeza de las decisiones que corresponde tomar al Estado en temas tan gravitantes en los que están en juego valores relevantes como la seguridad, la salud de la población o la protección del medio ambiente. Conforme a Bourg, si se quiere preservar la pertinencia y protección de tal principio —que permite a un Estado prohibir la producción o difusión de algún producto— conviene continuar en tendiéndolo como un principio de política pública y una regla de Derecho destinada a gerenciar las situaciones de incertidumbre y no como un principio general aplicable a todas las decisiones científicas y técnicas.
Por último cabe señalar su perfil ético. Desde este ángulo de mira, el principio puede inscribirse en la ética de la responsabilidad preconizada por Hans Jonas, en tanto considera los efectos de las acciones de los hombres de hoy sobre las generaciones futuras (Jonas, H., 1993, pág. 198 y sigs.).
En esta línea Boutonnet y Guegan nos hablan de la rehabilitación de la responsabilidad moral, que es entendida de forma más amplia que la responsabilidad jurídica, ya que mientras la responsabilidad jurídica se traduce bajo la forma de derechos, la responsabilidad moral se formula en deberes. De todas formas lo que debe quedar en claro es que la aplicación del principio precautorio comporta entre otras cosas un proceso de aprendizaje, lo que descarta concebirlo como regla rígida. Lo más importante —lo destaca Tickner— es mantener la flexibilidad porque a cada decisión corresponde su propia información científica, incertidumbres, comunidades afectadas y alternativas.
V. Relación con otros principios jurídicos.— Para poder captar en toda su riqueza la función que asume el principio en el estadio actual de evolución de la ciencia y de la técnica y la novedad que aporta, es importante diferenciarlo de otros afines: la previsión y la prevención.
La previsión es contemporánea a una ignorancia de áreas de la existencia; la prevención es una conducta racional frente a un mal que la ciencia puede objetivar y mesurar, que se mueve dentro de las certidumbres de la ciencia.
La precaución —por el contrario— enfrenta a otra naturaleza de la incertidumbre: la incertidumbre de los saberes científicos en sí mismos. De esta comparación surge una diferencia que deviene en medular en el debate social de nuestros días: mientras la prevención es un asunto de expertos confiado a sus saberes, la precaución es un asunto que compete a la sociedad en su conjunto y debe ser gestionado en su seno para orientar la toma de decisiones políticas sobre asuntos de relevancia fundamental.
Determinar si tal o cual procedimiento, producto o tecnología debe ser admitido en una sociedad dada constituye un tema político de primer orden, en cuya decisión los expertos podrán opinar de la misma forma en que pueden hacerlo diversos sectores sociales. Ellos no deciden, ni siquiera pueden pretender exigir un rol protagonista fundamental. La decisión —según Lepegue y Guery— es una decisión política.
En su dinámica de actuación, la precaución apunta a la toma de decisiones que se orientan en dos direcciones: negativas (mandato de prohibición, moratorias, etc.) o positivas (intensificación de las investigaciones emprendidas, realización de nuevas investigaciones o búsquedas ampliadas a otros campos del saber). El principio no admite —como algunos autores pretenden— ser vinculado con el bloqueo del progreso. Por el contrario, constituye una puesta en acción de la idea moderna del progreso. El progreso —lo señala Bourg— es inseparable del dominio de los fenómenos: forzoso es constatar que nuestras técnicas no pasan de engendrar efectos imprevisibles.
Si atendiendo a las críticas formuladas apuntamos a exigir una mayor evidencia del riesgo temido, corremos el albur de privar al principio de su núcleo central. Con toda razón Beck se pregunta: ¿qué se considera «prueba suficiente»? ¿Cómo se definiría en un mundo en el cual todo saber en torno a los peligros y riesgos se rige necesariamente por los parámetros de las teorías de las probabilidades, además de originarse en la imposibilidad de saber?
Para sus críticos, el principio de precaución se limita a una moratoria indeterminada en el tiempo o a la interdicción de realizar un proyecto o lanzar al mercado un producto. Desde esta órbita, se puede vincular precaución con inacción y dar fuerza argumental a quienes sostienen que la aplicación del principio es contraria a la idea de progreso, en tanto limita o traba la investigación científica.
Bourg y Schlegel marcan cuatro errores —las más de las veces intencionales— que se cometen en torno al principio precautorio, para eludir su aplicación:
a) La precaución exige la inversión de la carga de la prueba. Ello no surge de su enunciado ni de sus fines; por el contrario, la precaución exige que se continúe con las investigaciones y que se puedan revisar decisiones anteriores en base a nuevos conocimientos.
b) La precaución equivale a una exigencia de riesgo cero. Esto tampoco surge de los postulados básicos del principio ni podría ser racionalmente sostenido.
c) La precaución no implica más que la prevención. Aquí cabe reiterar que existe prevención cuando el riesgo es conocido y precaución cuando el riesgo es mal conocido o incierto; es decir estamos ante conceptos suficientemente diferenciados.
d) La precaución llama a la abstención. El principio —por el contrario— no llama a la inacción, sino a la acción en defecto de un conocimiento imperfecto de la amenaza o de los mecanismos aplicables.
La idea de inacción —lo observa Hermitte— pertenece a la cultura tradicional del riesgo que trata de asimilar los riesgos a la acción vinculada al funcionamiento normal de la actividad económica, lo cual conduce a paralizar la producción hasta tanto se pruebe la peligrosidad de un producto o proceso.
Desde luego que esta idea no se compadece con los criterios que inspiran el principio de precaución, cuyo núcleo central considera que no es necesario disponer de un conjunto de pruebas científicas para tomar las medidas necesarias y conducentes a evitar o reducir los efectos de un riesgo sospechado.
La acción en esta nueva línea de pensamiento consiste en tomar las medidas de gestión de la incertidumbre y, en este sentido, bien se puede utilizar el término inacción —parálisis de la acción— para designar el comportamiento empresarial y gubernamental que observa la continuidad de acciones sospechosas de peligrosidad sin arbitrar las medidas conducentes a evitar el daño. Tal como lo señala Luhmann, en el mundo moderno el no decidir es también una decisión.
Hermitte considera que la definición misma de la precaución implica, para ubicarnos en un pensamiento homogéneo, la necesidad de adaptar el vocabulario a la nueva cultura en la cual precaución importe una moral de la acción que permita tomar decisiones muy evolucionadas hacia el futuro, a medida que se enriquecen los conocimientos sobre la situación dada.
En un documento de la Comisión Europea se plantean las líneas directrices para recurrir al principio.
En primer lugar se destaca que la puesta en funcionamiento de una aproximación al principio de precaución debería comenzar por una evaluación científica que fuese lo más completa posible; y cuando se pueda, determinar en cada etapa el grado de incertidumbre científica.
Los responsables al momento de decidir si es conveniente una acción fundada sobre el principio deberían considerar una evaluación de las consecuencias potenciales de la ausencia de acción y de las incertidumbres de la evolución científica.
Señala el documento como principios generales aplicables: a) la proporcionalidad; b) la nodiscriminación; c) la coherencia; d) el examen de las ventajas y de los inconvenientes resultantes de la acción o de la ausencia de acción; e) el examen de la evolución científica.
Es importante destacar lo que recomienda en orden a la evolución científica para poder refutar los argumentos de quienes pretenden vincular precaución con bloqueo del progreso científico: «las medidas deben mantenerse mientras que los datos científicos siguen siendo insuficientes, imprecisos o no concluyentes, en tanto que el riesgo sea representado como suficientemente elevado por no aceptarse que la sociedad lo apoye. Como consecuencia de nuevos datos científicos puede ser que las medidas sean modificadas, incluso suprimidas, frente a un atraso preciso. Sin embargo, esto no está vinculado a un factor tiempo sino a la evolución de los conocimientos científicos».
Se ha criticado el principio, al que se describe como un «coul-de-sac» político e intelectual. Las decisiones basadas en el mismo no serían legalmente sustentables dada su ambigüedad y arbitrariedad, que son inconsistentes con los objetivos regulatorios de consistencia, predictibilidad y transparencia.
El autor estima que esta crítica es infundada en tanto parte de una concepción ya superada de los riesgos no aplicable a las situaciones creadas por las tecnologías disponibles hoy. Insistir sobre la necesidad de certeza, predicción y fundamentación científica implica tanto como sustentar una postura contraria a los fines perseguidos por el principio, que distan de ser ambiguos o arbitrarios.
Por el contrario, el principio —como lo destaca el Informe Kourilsky— conduce a poner en funcionamiento procedimientos de pericia, de definición y de gestión que permiten adaptarse mejor a los peligros de gobernarlas, en tanto que pueden evitar su producción. Incita igualmente a desarrollar la información del público sobre los riesgos y a favorecer la asociación de ciudadanos para su gestión. Así concebido aparece como el motor de una política orientada hacia una mayor seguridad, es decir, a priori, como fruto de progreso.
VI. Conclusiones.—El principio precautorio, cada vez más invocado y aplicado, constituye la respuesta política a situaciones en las que se presume con fundamentos atendibles, aún cuando sin evidencia científica, la posibilidad de generación de un daño grave e irreversible que afecte a la vida, la salud, o el medioambiente, a consecuencia de la aplicación de tecnologías novedosas. La exigencia de que el Derecho intervenga con medidas de protección a los ciudadanos, incluso cuando la posibilidad del efecto dañoso no se encuentre avalada por una plena seguridad científica —acota Tallacchini— constituye el síntoma de un importante cambio de la epistemología encaminada a la regulación jurídica de la ciencia. Se trata del paso de una visión acrítica del saber científico, asumida como objetiva y exenta de incertidumbre, a una posición consciente de la no aceptación de la ciencia.
Sin duda el principio se constituye en uno de los instrumentos necesarios e imprescindibles para que los administradores públicos puedan equilibrar las consabidas tensiones entre los sectores de la producción y la sociedad civil. Su aplicación con criterio de prudencia y ecuanimidad contribuirá —sin duda— a disipar preocupaciones sociales que, de no ser adecuadamente atendidas, son susceptibles de crear conflictos de por sí evitables.
El creciente avance de las ciencias y de las técnicas en las más diversas áreas, va acompañado de un correlativo aumento de los riesgos, cuyo examen y gestión reclaman las sociedades modernas. En esta tarea, el principio precautorio se constituye en un instrumento insoslayable en la toma de decisiones políticas.
El principio ha sido concebido con la elasticidad necesaria para adaptarse a las variadas situaciones en las que es llamado a actuar, ofreciendo una multiplicidad de criterios que van desde las soluciones extremas (prohibición de la actividad) a soluciones más aceptables tales como las moratorias temporales, la reiteración de los ensayos, la intensificación de las investigaciones, etc., todo lo cual permite un mayor grado de protección a bienes tan privilegiados como los señalados, sin alterar injustificadamente el desarrollo de las actividades científicas o económicas.
Lo que cabe reiterar es que el debate abierto, sin ningún tipo de condicionamiento, constituye la mejor garantía para que las sociedades afectadas puedan recurrir al principio en los casos en que el riesgo temido ponga en juego la seguridad de sus integrantes.
Véase: Economía sanitaria, Política legislativa, Políticas de investigación en salud, Riesgo, Salud.
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