Autor: JESÚS CONILL SANCHO
Sólo cuando la salud se convirtió en un asunto público se establecieron las políticas del gasto sanitario y se necesitó una financiación, que se ha ido canalizando a través de las instituciones modernas —el Estado y el Mercado— y se ha tenido que instituir una peculiar gestión de las organizaciones sanitarias, que contribuyen a producir el bien salud y en las que prestan sus servicios los correspondientes profesionales del ámbito sanitario.
I. La salud convertida en problema público.— La salud ha dejado de ser una cuestión privada y se ha convertido en un problema público. Un aspecto muy importante de este proceso ha sido la conversión de la asistencia sanitaria en asunto de justicia social, a la hora de distribuir y asignar los recursos sanitarios. Fue una de las novedades de los Estados sociales contemporáneos, también denominados «Estados de bienestar», por poner en marcha cierta redistribución de bienes en virtud de derechos positivos económicos y sociales, entre los que se cuenta la asistencia sanitaria, como una exigencia de la justicia social.
La conversión de la salud en cuestión pública constituye el comienzo de la política sanitaria como un capítulo de las políticas sociales. El Estado cuidará de la protección, no sólo de la salud (impedir que alguien atente contra ella) sino del derecho a la asistencia sanitaria. Es lo que hicieron los sistemas de seguridad social de Alemania (con Otto Bismarck), Gran Bretaña (con W. Beveridge), de Suecia, que luego se han generalizado en Europa, y que también tuvo un relativo desarrollo en USA con el Medicare y el Medicaid. Por este procedimiento la protección de la salud como un derecho social se generalizó y la asistencia sanitaria se convirtió en una prioridad de los estados del bienestar.
II. Las tradiciones ideológicas.—Cierta tradición liberal ha defendido de modo tajante la inexistencia de cualquier derecho moral a la asistencia sanitaria, que pretenda basarse en la idea de justicia social. Es el caso, por ejemplo, de H.T. Engelhardt, quien en último término acepta la concepción de F.A. Hayek, según la cual en el contexto de la economía moderna (entendida —para ser precisos— como katallaxia) no tiene sentido el concepto de justicia social y, por tanto, tampoco es aplicable al ámbito de la economía de la salud.
Pero no todas las formas de liberalismo han defendido estas posiciones tan extremas, sino que existe una larga tradición de liberalismo social, que ha desarrollado una profunda reflexión sobre el derecho a la salud y a la asistencia sanitaria, por razones de justicia social y económica. Este liberalismo social converge con la tradición socialista democrática y liberal, que pretende evitar que la financiación privada de la sanidad aumente las desigualdades injustas y la falta de equidad social. De lo que se trata es de superar el conflicto entre libertad e igualdad mediante una nueva concepción social-liberal o liberal-social de la justicia, que justifique una efectiva protección pública de los derechos económicos y sociales, entre los que se encuentra la asistencia sanitaria.
Este derecho a la asistencia sanitaria, exigible por razones de justicia social, es el que han defendido a partir de la teoría de la justicia de John Rawls, aunque con variantes bastante significativas, autores como Norman Daniels, Amartya Sen y Michael Walzer. En este contexto hay que destacar que la salud se considera un bien primario para la persona, del que deriva un deber social para con ella, puesto que es un bien que todos deberían tener para poder llevar adelante un plan racional de vida; es, pues, una de las capacidades mínimas para ser miembro cooperante de la sociedad y para tener la oportunidad de ejercer una libertad real.
En ningún caso puede confundirse esta exigencia moral de justicia con la que proviene de la utilidad pública, que es la que inspiró la versión keynesiana del Estado del bienestar. El grave inconveniente de esta perspectiva es su economicismo, utilitarismo y bienestarismo en la concepción de la justicia, lo cual provoca que los presuntos derechos dependan de lo económicamente útil. Ese fue el caldo de cultivo de la Medicina del bienestar y su propensión al gasto ilimitado, fruto de una época como la keynesiana, en la que era de utilidad pública incrementar el consumo del bien salud. A nadie extrañará entonces que, cuando cambie el contexto económico favorable al consumismo, las presuntas exigencias de justicia dejen de serlo, sencillamente porque no eran tales, sino sólo mera expresión de la utilidad económica.
Así pues, en una época de crisis de los Estados del bienestar (inspirados en el modelo antes aludido), sólo podrá mantenerse el derecho a la asistencia sanitaria si éste se entiende como una auténtica exigencia ético-económica de justicia —y no únicamente de utilidad económica— en el contexto de un Estado social de justicia.
III. Modos de financiar el gasto sanitario: entre Mercado y Estado.—La salud como bien de consumo y como bien público se puede financiar a través del Mercado y/o del Estado. De ahí el juego alternativo o interactivo de dichas instituciones a lo largo de la historia reciente.
La perspectiva histórica moderna nos muestra cómo los fallos del Mercado fuerzan a recurrir al Estado y los fallos del Estado remiten de nuevo al Mercado. Concretamente en el caso de la asistencia sanitaria, el mercado, aun siendo en general un principio de organización eficiente, no consigue la eficiencia adecuada cuando se trata de los bienes públicos, como es la salud. El Mercado falla en la sanidad, lo cual ha provocado la intervención del Estado en la financiación y gestión de servicios sanitarios. Pero con el tiempo se ha visto que también la intervención pública estatal origina distorsiones que no mejoran los fallos del Mercado, sino que los empeoran: aparecen cada vez más los fallos del Estado. Pues, como señala José Barea, «para evaluar los programas públicos hay que conocer no sólo sus objetivos sino también su ejecución ».
Lo que hace falta es poner en marcha un «hibridismo » institucional o un juego coordinado de instituciones, descubriendo a partir del sentido radical de cada una de ellas sus funciones más propias.
Si atendemos a las nuevas orientaciones de los expertos en economía de la salud, el gran debate se centra en el diseño de mercados de sanidad de provisión pública, cuya producción se efectúa tanto por el sector público como el privado, pero en régimen competitivo. E incluso donde la producción es exclusivamente pública se efectúan propuestas para introducir la competencia dentro de un mercado interno público. Se intenta así introducir en la Administración pública —en los hospitales públicos— una cierta noción de empresa y el dinamismo de la competencia. El propósito de esta nueva orientación, que consiste principalmente en asignar recursos públicos a la sanidad a través de criterios empresariales y de mercado, es lograr una gestión más eficiente. Se intenta corregir la falta de eficiencia mediante la organización de un mercado mixto competitivo en las prestaciones sanitarias públicas y mediante un sistema de gestión de los centros públicos semejante al que emplea la empresa privada: descentralización a través de gerentes responsables directos de la gestión y centros sanitarios concebidos como empresas, a fin de superar la burocracia mediante una eficiente gestión empresarial.
IV. La aportación de la economía de la salud para racionalizar el gasto sanitario.—A partir de los años 70 se empezó a revisar las políticas del gasto sanitario con el fin de racionalizarlo con criterios económicos y gerenciales. No obstante, en España tuvo prioridad un proceso de descentralización política, que dejó sin resolver la eficiencia de los servicios sanitarios.
La aplicación a la sanidad de teorías de la justicia, como la de J. Rawls, por ejemplo, por Norman Daniels, que entendía el derecho a la asistencia sanitaria como un bien primario subsidiario del principio de igualdad de oportunidades propuesto por Rawls, exigía definir cuáles son las necesidades de asistencia médica. De entre las múltiples respuestas, destaca la del denominado «mínimo decente» o decoroso; en definitiva, se trataba de determinar unos mínimos moralmente exigibles en virtud del principio de justicia, que garantizaran la asistencia sanitaria básica igual para todos.
Ahora bien, las exigencias del principio de justicia chocaban con la escasez de los recursos, de manera que había que abordar los problemas de financiación y gestión de los recursos sanitarios. Esta es la tarea que ha intentando llevar a cabo la economía de la salud: aportar la racionalidad económica al campo sanitario, sostenido tradicionalmente por el compromiso profesional del médico, que estaba orientado por el principio de no maleficencia y de beneficencia. El desarrollo social hizo que los problemas económicos (financiación y gestión) irrumpieran con enorme fuerza y se convirtieran en muchas ocasiones en el tema central. De este modo, la racionalidad económica se convierte en un ingrediente de la preocupación bioética, porque es injusto no buscar optimizar el uso de los recursos escasos con que se cuenta. Los economistas han ido imponiendo el análisis económico de coste/beneficio o coste-efectividad como criterio para racionalizar los costos sanitarios. El crecimiento ininterrumpido y desmesurado de los gastos en sanidad, incluso por encima de la creación de riqueza, y la imposibilidad de contenerlo en una sociedad consumista (también del bien salud), hizo pensar que la situación resultaría insostenible. A la vista de este panorama los economistas acusaron a los médicos y políticos de irresponsabilidad en la gestión de los recursos sanitarios.
Surgen así nuevas cuestiones para la Bioética, referidas a la justicia en el acceso a los servicios sanitarios, a la contención del gasto y la distribución de los recursos: si deben desatenderse otros servicios sociales por atender a los sanitarios, si todo gasto en salud se puede exigir en justicia, si el derecho a la salud y a la asistencia sanitaria es ilimitado y, si no es así, cuáles son los límites de las prestaciones sanitarias y cómo fijarlos. El planteamiento de estas cuestiones ha hecho que los economistas y gestores hayan entrado masivamente en el sistema sanitario, pensando que podían aportar una racionalidad económica y gestora, de la que carecían los profesionales sanitarios. Porque, si los gastos tienden a aumentar irremediablemente por muy diversos factores (universalización de las prestaciones, calidad de vida, definición desproporcionada de la salud, expectativas casi infinitas de la gente ante la Medicina, constante innovación tecnológica, presión de intereses industriales, prolongación generalizada de la vida con medios extraordinarios, etc.), no hay más remedio que racionalizar en el sentido de economizar (reducir el gasto).
Hay que plantearse si existe obligación en justicia de procurar todo tipo de asistencia sanitaria, si existe obligación de atender con todos los recursos a todos los enfermos, o hasta qué límite deben ser tratados. La respuesta habitual de los economistas y gestores es que hay que contener los costos, y que hay que hacerlo con criterios de racionalidad económica. Desde esta perspectiva, la justicia distributiva debe regirse por la relación coste- beneficio, de modo que no hay obligación de hacer algo irracional (en sentido económico). La racionalidad económica nos ofrecería el canon de lo moralmente justo en la distribución de bienes como la salud.
V. Nuevos modelos de gestión en la empresa sanitaria para racionalizar el gasto sanitario.— La gestión del bien salud y la relación entre los profesionales de la salud y los pacientes se vive cada vez más en el medio hospitalario, administrado por alguna entidad estatal, o bien convertido en empresa sanitaria, aun cuando todas esas instituciones están estrechamente relacionadas entre sí, porque lo verdaderamente decisivo es enfrentarse a una nueva situación, en la que ha de primar la evaluación de las prácticas clínicas y la responsabilidad empresarial y profesional, tras una etapa de expansión y desarrollo acelerado del gasto sanitario (años sesenta y setenta) y otra de contención o reducción de costes (años ochenta).
5.1. Los problemas del sistema sanitario público.— Ante la situación de los sistemas sanitarios, caracterizados por el descontrol del gasto, la ineficiencia en la gestión y en la política sanitaria, algunos economistas de la salud pensaron que la estrategia del cambio debía consistir en lograr mayor eficiencia, pero manteniendo un nivel adecuado de equidad (conjugar eficiencia y equidad). El procedimiento pasaba por establecer límites al crecimiento del gasto sanitario y al contenido del derecho a la protección de la salud, diseñando formas organizativas compatibles con el incentivo a la eficiencia.
Se necesita una nueva cultura de gestión —frente a la tradicional de administración—, capaz de introducir nuevas formas de organización (sean organismos autónomos o empresas públicas). Lo que más se ha podido generalizar han sido los contratos-programa en el INSALUD y los SRS (Servicios Regionales de Salud). Entre los aspectos más importantes para llevar a cabo las alternativas organizativas que mejoren la gestión sanitaria se encuentran: 1) los nuevos sistemas de información para la gestión, 2) el papel de los contratos y de los incentivos, y 3) sobre todo un cambio axiológico, de actitudes y de mentalidad, capaz de configurar una cultura de la eficiencia, incorporando a los profesionales en un proyecto empresarial, porque para ser ético hay que ser eficiente, tanto a través de los procedimientos de la empresa privada como de la pública.
El incremento de la provisión privada y la desregulación del sector sanitario público, así como las nuevas formas de gestión (titularidad pública y gestión empresarial privada) puede lograr más eficiencia en la reducción de costos, pero no siempre se ha mantenido la calidad necesaria; además, la rentabilidad económica puede ir en detrimento de la justicia. Por otra parte, la experiencia internacional, sobre todo de USA, aconseja prudencia, ya que de la introducción de ciertos modelos se derivan consecuencias indeseables como el crecimiento de la judialización de la Medicina y de la Medicina defensiva, que a su vez aumenta los gastos, además de producir un deterioro irreparable de las relaciones tradicionales de los profesionales sanitarios.
Las alternativas organizativas en busca de la mejor gestión de los servicios sanitarios, como DRG (Diagnostic Related Groups) y los HMOS (Health Maintenance Organizations), no siempre consiguen sus objetivos, porque aunque reducen costos, sin embargo la elección de los usuarios es limitada y las intromisiones en la práctica clínica de los profesionales dificultan su libre desarrollo.
Por tanto, no todos están de acuerdo con que la introducción del mercado y de la iniciativa privada en los servicios hospitalarios haya dado resultados muy positivos, porque aumenta los costes burocráticos, genera conflictos entre el interés por la salud y el del mercado, deteriora el espíritu de cooperación, provoca una reducción de las prestaciones y la calidad, desmoraliza a los profesionales y favorece la mercantilización e industrialización de los servicios.
La reformas alemana, británica e incluso la italiana, dirigidas sobre todo a reducir costos, no han alterado los principios de la financiación y de la organización; se ha introducido una cierta lógica de la competencia en el funcionamiento de los servicios sanitarios (dentro de un denominado mercado interno entre unidades de provisión de servicios), distinguiendo y separando las competencias de financiación, compra y provisión de los servicios, e intentando adaptar las formas jurídicas, para promover la eficacia y la responsabilidad de la gestión. Pues los propósitos de estas reformas son: 1) responsabilizar a los gestores para lograr mayor eficiencia en el uso de los recursos humanos y materiales; 2) mayor satisfacción subjetiva de los usuarios y mayor grado de elección; 3) promover una conciencia de coste de los servicios; 4) ajustarse autónomamente al presupuesto; 5) participación y vinculación al proyecto y motivación del personal sanitario.
5.2. ¿«Managed Care»?—Con el término Medicina gestionada se alude a los modos de introducir el mercado y la empresa en la sanidad. Lo que hay que ver es a costa de qué, porque puede haber costos que rebasen todo precio y pongan en peligro valores éticos, especialmente el momento de lo incondicionado, que es el límite de lo moralmente aceptable.
La economía de empresa es una parte central del desarrollo de la sanidad pública; pero el mercado, guiado por la eficacia, actúa en contra de la justicia y puede deteriorar los valores de la Medicina y la relación de confianza entre médicos y pacientes. La Economía tiene un papel relevante en la configuración de la Medicina moderna; pero el giro hacia el mercado y la privatización, a fin de contener el gasto, tiende a convertir la Medicina en una mercancía. Y si bien el mercado ofrece ciertas posibilidades para lograr más eficiencia, también introduce graves riesgos (como la selección adversa, que falsea la competencia).
¿Es la Medicina gestionada una amenaza para los valores éticos de la sanidad? De hecho, los problemas que plantea la Economía de la salud se agravan con la irrupción del managed care. Pues es cierto que para ser justos hay que ser eficientes. Pero entonces debería tratarse de una eficiencia requerida por la justicia y no de una presunta eficiencia ajena a toda perspectiva de justicia. Si la Medicina gestionada pretende ser un modo de organizar la Medicina que logre mayor eficiencia, habrá que abordar las implicaciones éticas del nuevo modelo que se propone. Por ejemplo, si la innovación económica de la gestión rompe o no la relación fundamental de confianza que sustenta la relación entre el médico y el paciente, o si la transforma y en qué sentido; si la conversión del médico en gestor de recursos y controlador del gasto sanitario (así como el establecimiento de incentivos y sanciones proporcionales al ahorro o al gasto) desfigura la relación médico-paciente, al verse impelido el médico a actuar como un agente doble, que ha de mirar tanto por las necesidades del paciente como por reducir los gastos sanitarios.
Para evaluar, pues, moralmente el modelo de la Medicina gestionada hay que tener claros los fines de la Medicina, la jerarquización funcional de la gestión como medio; y, por tanto, ser conscientes de que hay diversos modos de Medicina gestionada. Además, hay que preguntarse a costa de qué valores se introduce la Medicina gestionada.
Si queremos dar una buena solución, hay que plantear la posibilidad de conjugar la racionalidad económica y la ética. Y en el campo sanitario esto significa plantear si es posible —y cómo— ampliar el horizonte de la profesionalización a los problemas socioeconómicos y de gestión, sin caer en el imperialismo económico (economicismo) ni en la empresarialización contractualista, sino buscando nuevas fórmulas de empresa ética, que incorporen la misión de la empresa y sus fines propios como bienes internos en un enfoque institucional de responsabilidad social de la empresa.
Recuérdese que la empresa sanitaria es una organización e institución legitimada socialmente a partir de fines objetivos o intersubjetivos (curar y cuidar), no por ser un mero negocio. Así que debemos aclarar si el sistema de gestión que emplea la empresa privada es el más apropiado para lograr la eficiencia en la empresa que tiene como fin un bien público. Es cierto que no es inmoral ese sistema de gestión, pero hay que preguntarse si es el más conveniente, o bien las empresas públicas podrían perfeccionarse desde la perspectiva propia del servicio de bienes públicos.
5.3. Responsabilidad profesional ante el gasto sanitario.—El principal reto actual en sanidad sigue siendo la implicación de los profesionales sanitarios, mantener la responsabilidad profesional en el nuevo contexto económico y empresarial de la sanidad. Lo cual exige optar, no por la economicización (impuesta por el imperialismo económico), ni tampoco por la empresarialización, en el sentido contractualista del individualismo metodológico, sino por una profesionalización sanitaria de nuevo cuño, que incluye a las dos anteriores como dos modulaciones en el contexto de la responsabilidad profesional.
Ejercer con responsabilidad la profesión sanitaria en tiempos de Medicina gestionada requiere nuevas tareas y compromisos, porque la Medicina gestionada supone la conversión del médico también en gestor y, por tanto, la inclusión del criterio de asignación de recursos entre los objetivos de la actividad clínica del profesional sanitario. A juicio de no pocos, este modo de practicar la Medicina lesiona el principio de confianza del paciente en el médico; otros, en cambio, piensan que no necesariamente ha de quebrarse tal relación de confianza, sino que lo que varía es el sentido de la confianza, debiéndose ampliar ésta a las dimensiones económicas del acto médico.
La posible perversión de este modo de organizar la asistencia sanitaria estriba en introducir incentivos que premien sin más el ahorro. En cambio, si se premiara la buena gestión de los recursos como un ingrediente de la buena práctica profesional, que consistiría también en ahorrar cuando es debido y no despilfarrar, no se deterioraría la confianza, sino todo lo contrario, porque el ejercicio organizacional de la profesión sanitaria requiere que se amplíe el espectro de la confianza a la dimensión socio-económica.
Lo perverso es entonces introducir incentivos que gratifican sin más el ahorro, sobre todo cuando el médico se beneficia de la resultante reducción de los gastos sanitarios. Ciertamente, este procedimiento es más fácil de controlar por parte de los economistas y gestores, pero es inaceptable desde el punto de vista de la práctica sanitaria, porque destruye la fundamental relación de confianza entre los profesionales sanitarios y los pacientes. Lo que debe gratificarse e incentivarse es la eficiencia en la buena práctica y gestión sanitarias, pero no el mero ahorro, que puede ser no sólo ineficiente, sino también contraproducente. Así pues, no es conveniente una Medicina gestionada que provoque la mercantilización de la Medicina. La necesaria búsqueda de la eficiencia en la gestión de las organizaciones sanitarias no ha de convertir la sanidad en un puro negocio, ni al profesional sanitario primordialmente en un gestor de recursos, sino que es preciso determinar con mucho cuidado el tipo de Medicina gestionada que se desea implantar.
Lo más conveniente sería promocionar aquél que armonice las exigencias económicas, las gestoras y las éticas. Y, dado el carácter público y universal de la sanidad española, habría que aprovechar algunos de sus procedimientos para mejorar la eficiencia del sistema sanitario público, evitando que el managed care anule o desvirtúe las exigencias de justicia que en último término lo legitiman social y políticamente.
Si la gestión empresarial contribuye realmente a mejorar el servicio sanitario y es compaginable con la búsqueda de la excelencia profesional, entonces puede servir para superar la burocratización y el despilfarro injusto, sin caer sin embargo en la comercialización, gracias a una profesionalización que no renuncia a la excelencia profesional sino que la modula en relación con las nuevas exigencias de los tiempos. Porque la clave del éxito de los servicios sanitarios depende de la implicación de los profesionales en la gestión clínica y en la organizacional.
Si durante siglos el modo de practicar con excelencia la profesión médica se rigió por el principio de beneficencia y a lo largo del siglo XX se ha ido instaurando el principio de autonomía, que exige respetar la voluntad del paciente, la novedad actual consiste en que es preciso incluir la gestión de recursos en el ideal de la excelencia del médico. Para actuar con excelencia profesional hoy en día no basta atenerse a los principios de beneficiencia y de autonomía, sino que es necesario prestar atención a la gestión justa o equitativa de los recursos sanitarios, es decir, al ejercicio organizacional de la profesión sanitaria. Los profesionales sanitarios son entonces, además de sanadores que han de atenerse a las exigencias clínicas, también gestores que han de guiarse por principios éticos de justicia y equidad en el uso de los recursos.
Véase: Sistemas de salud, Salud Pública y consumo, Salud pública, Salud, Principio de responsabilidad, Principio de justicia, Principio de solidaridad, Políticas de investigación en salud, Política legislativa.
Bibliografía: CONILL, Jesús, Horizontes de economía ética, Tecnos, Madrid, 2004; Debate sanitario: Medicina, Sociedad y Tecnología, Fundación BBV, Bilbao, 1992; Distribución de Recursos Escasos y Opciones Sanitarias, Fundación Mapfre/Institut Borja de Bioética, Barcelona, 1996; GAFO, Javier (ed.), El derecho a la asistencia sanitaria y la distribución de recursos, Universidad Pontificia Comillas, Madrid, 1999; GARCÍA, M.ª del Mar (ed.), Ética y salud, Escuela Andaluza de Salud Pública, Granada, 1998; GRACIA, Diego, Fundamentos de Bioética, Triacastela, Madrid, 2008 (3.ª ed.); Informe SESPAS 1995; Limitación de Prestaciones Sanitarias, Fundación de Ciencias de la Salud/ Doce Calles Ediciones, Madrid, 1997; LÓPEZ, Guillem (ed.), El interfaz público-privado en sanidad, Masson, Barcelona, 2003; LÓPEZ, Guillem / ORTÚN, Vicente, Economía y Salud, Encuentro, Madrid, 1998; MARTÍN, José / LÓPEZ, M.ª del Puerto, Incentivos e instituciones sanitarias públicas, Junta de Andalucía/EASP, Granada, 1994; Papeles de Economía Española, núm. 76 (1998); Reformas sanitarias y equidad, Fundación Argentaria/Visor, Madrid, 1997; REY, Javier, Descentralización de los servicios sanitarios, EASP, Granada, 1998.
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