ENCICLOPEDIA de BIODERECHO y BIOÉTICA

Carlos María Romeo Casabona (Director)

Cátedra de Derecho y Genoma Humano

política legislativa (Jurídico)

Autor: ANDRÉS OLLERO TASSARA

La mayor parte de las cuestiones bioéticas desembocan en debates de política legislativa, que ponen de relieve su adicional dimensión biojurídica. No podrá extrañarnos que enfrentarnos a este hecho nos obligue a sacar a colación buen número de tópicos relevantes. La mayor parte de los problemas bioéticos acaban proyectándose en una propuesta legislativa; sin perjuicio de que la promulgación de normas legales, o su inevitable interpretación judicial, susciten a su vez valoraciones éticas.
Hablar de política legislativa lleva a plantear de modo obligado la relación entre Derecho y Moral. El Derecho aspira a garantizar un mínimo ético, indispensable para hacer posible una convivencia suficientemente humana, recurriendo incluso al uso de la fuerza. Deja, a la vez, a disposición de cada ciudadano el libre compromiso por unas exigencias de mayor fuste derivadas del código moral con el que aspire a dar sentido a su existencia. Con ello se nos plantea ya un primer problema: qué aspectos habrán de ser objeto de la política legislativa y cuáles habrá, por el contrario, que delegar a los juicios de conciencia que unos u otros consideren exigibles. Los primeros pasarán a formar parte del llamado derecho objetivo, mientras los segundos se plasmarán en subjetivos puntos de vista personales.
Esa modesta aspiración a garantizar un mínimo ético se agudiza cuando pasamos a movernos en el ámbito jurídico-penal. La peculiar incidencia de sus sanciones sobre la libertad del ciudadano hace que entre en juego el llamado principio de mínima intervención, reservando su juego para la protección de bienes jurídicos de elevado rango, en la medida en que no quepa garantizarla con sanciones administrativas de menor alcance.
En todo caso, sería equivocado confundir mínimo ético con ética mínima. En primer lugar, porque las conductas jurídicamente exigibles por imperativo del bien común no dejarán de requerir en más de una ocasión considerable esfuerzo. Como obligada consecuencia, porque no cabrá tampoco identificar el mínimo ético jurídicamente exigible con el fácilmente aceptable por la totalidad de sus destinatarios. Invitan a olvidarlo las propuestas de homogeneización del marco legislativo entre países geográfica y culturalmente afines. El bienintencionado deseo de combatir la posible existencia de paraísos biojurídicos podría llevar a igualar por abajo, lo que acabaría situando a unas y otras sociedades bajo mínimos.
Con frecuencia, sin embargo, el proceso legislativo parece cobrar visos de debate científico; como si fuera la ciencia —más que la Moral— la encargada de solventar el pleito. Se trata, sin duda, de un mero espejismo. La ciencia se limita a constatar hechos. Podrá, en consecuencia, aportar detalles relevantes a la hora de fijar el supuesto de hecho que será objeto de regulación legal. Sobre él girará el juicio de valor que dará sentido a la propuesta legislativa; un juicio de valor que comienza siendo moral, al llevar a establecer que la cuestión resulta concernida por el mínimo ético en que la convivencia humana ha de apoyarse; en caso positivo, acabará convirtiéndose en jurídico.
La descripción científica no puede por si sola convertirse en exigencia ético-jurídica, so pena de incurrir en ese indebido proceso lógico rotulado como falacia naturalista: identificar la constatación de un hecho con la formulación de una propuesta normativa. Asunto distinto es que los juicios éticos busquen fundamento argumental en su adecuada consideración de los hechos que pretenden valorar. Desde este punto de vista, la ciencia ofrece puntos de partida que favorecerán determinadas propuestas normativas y dificultarán otras. Es fácil, por ejemplo, entender que cuando, hace siglos, las rudimentarias aportaciones de la biología inclinaban a pensar que el ser humano iba asumiendo sucesivamente vida vegetal, animal y racional, se suscribieran planteamientos de animación retardada y se propusiera un aplazamiento de su reconocimiento jurídico como persona. Cuando la Biología presenta ya el desarrollo vital humano como un continuum, habría que revisar tal planteamiento. Asunto distinto es que, para solventar un incómodo desfase entre lo jurídico y lo científico, se acabe afirmando (incurriendo en una falacia naturalista al revés) que hasta que se cumplan determinados plazos temporales no habrá realmente vida humana; como si las constataciones biológicas hubieran de supeditarse a los juicios de valor que desde el Derecho se tenga a bien formular.
El debate es siempre ético (moral y, en su caso, también jurídico), por más que se recurra como apoyo argumental a datos científicos. No hay pues soluciones científicas para los problemas biojurídicos, aunque sí cabrá demostrar la debilidad argumental de determinadas propuestas, por su problemática compatibilidad con hechos científicamente poco discutibles. No hay por tanto tampoco, en debates legislativos de este tipo, soluciones éticamente neutrales, por mucho que determinados datos científicos puedan servirles de apoyo. Tan imposible es despenalizar, sin formular un juicio ético, determinadas conductas como propiciar su penalización.
Si no tiene sentido camuflar las opciones de política legislativa como si de corolarios científicos se tratara, tampoco resulta lógico acabar enredando Bioética y religiones. El hecho de que unas u otras confesiones religiosas hagan propios determinados imperativos morales, que no exigen ningún recurso a lo sobrenatural, no priva a éstos ni de racionalidad ni de legitimidad política. Si es absurdo intentar proyectar sobre debates de política legislativa argumentos de autoridad religiosos, no lo sería menos entender —como parece sugerir Dworkin— que el carácter sagrado frecuentemente atribuido al derecho a la vida hace que su defensa deba verse marginada del discurso civil.
Volviendo a la ciencia, es fácil entender que si detecta la existencia de un proceso vital desde la fecundación, a la vez que identifica esa nueva vida como biológicamente perteneciente a la especie humana, podemos ya considerarnos en condiciones de exigir jurídicamente el respeto y protección que toda vida humana merecería. De lo contrario se incurriría en flagrante discriminación, al atribuir sin fundamento objetivo y razonable un trato desigual a unos y otros seres humanos, reincidiendo en planteamientos superados desde la abolición de la esclavitud.
Ello no impedirá, sin embargo, que —desde un punto de vista ético— se rechace como «especieísmo » tal postura, sugiriendo que —constataciones biológicas aparte— sólo cabría a efectos jurídicos considerar propiamente humana una vida que haya llegado a determinado grado de desarrollo; se fije éste convencionalmente al cabo de los catorce días, en que se produciría la anidación del óvulo fecundado en la pared del endometrio, o en las semanas que tardarán en aflorar en el embrión unos u otros atisbos de sistema cerebral, o en el trascurso de veinticuatro horas desde la sección del cordón umbilical del recién nacido. Ninguna de esas propuestas éticas será más o menos científica que las demás, puesto que todos ellas valoran (de modo sin duda distinto) hechos idénticos fuera de discusión.
Lo apuntado constituye ya un primer punto donde se plantea la relación entre constitucionalismo y Bioderecho. El marco constitucional ha de condicionar toda política legislativa. Fija sobre todo límites a la hora de promulgar normas legales, en una dimensión caracterizada por Kelsen como «legislación negativa»; sin perjuicio de abrir también horizontes optimizadores (Alexy), en el contexto interpretativo más amplio propio del principialismo. Resulta deseable que sea la Constitución la que determine desde cuándo se considera jurídicamente relevante la existencia de un ser humano, reconociéndolo a tales efectos como sujeto vital, y en consecuencia como titular de derechos; en resumen, cuándo se le atribuye el estatuto jurídico de persona. Reviste interés que sea precisamente la Constitución la que lo solvente, porque no ha de ser idéntica la solución que se dé al problema desde una perspectiva de derecho privado que desde la propia del derecho público. El aborto puede considerarse delito contra las personas en ordenamientos cuyo código civil no reconocerá como tales ni siquiera a los recién nacidos. Lo mismo ocurre con otros conceptos jurídicos como el de domicilio, de muy diverso alcance en su dimensión jurídico-civil y en la constitucional. Asunto distinto es que los constituyentes de turno, o los sucesivos autorizados garantes del texto constitucional ya en vigor, no se arriesguen a asumir ante un futuro imprevisible tal responsabilidad y prefieran dejar, con obvio menoscabo de la seguridad jurídica, la respuesta en manos de futuras instancias interpretativas.
Puestos a no hacer coincidir el reconocimiento jurídico del ser humano con su arranque biológico, cobrará creciente importancia el pluriforme término viabilidad. La anidación se consideró primero frontera significativa, en la medida en que establecía ya un elemento de futura viabilidad del proceso vital en marcha; de no producirse, el embarazo resultaría frustrado. Por otra parte, permitía constatar una individuación generadora de lógicas consecuencias jurídicas, ante la posibilidad de embarazos múltiples. Si bien es cierto que lo que despejamos con ella no es si nos encontramos o no ante una persona (valoración jurídica), sino si nos hallaríamos en su caso ante más de una (constatación científica), la cuestión no resultaba jurídicamente irrelevante.
Más tarde, sobre todo a efectos del reconocimiento del nuevo ser humano como interlocutor en el tráfico jurídico-privado, será el plazo de veinticuatro horas tras el nacimiento el que de paso a un concepto de viabilidad bastante más exigente. Cuando finalmente la fecundación in vitro sustituya artificialmente el proceso natural va a ser la consumación de la transferencia al útero materno la que lleve a establecer un nuevo concepto de viabilidad, atribuido ahora a un embrión que, en caso contrario, podría —aún vivo— verse jurídicamente equiparado a los abortados.
Pocas decisiones de mayor alcance, constitucional o legislativo, que establecer el momento desde el que se reconoce al ser humano a efectos jurídicos como persona y, en consecuencia, como titular del derecho a la vida. Aun sin llegar a hacerlo, se ha buscado el modo de garantizar la del nasciturus, atribuyéndole la condición de bien jurídico merecedor de protección constitucional y jurídico-penal. Sin perjuicio de que la solución lata implícita en el trasfondo (¿por qué habría que proteger tal vida como un bien y no considerarla jurídicamente manipulable?), se evita con ello afrontar un aspecto jurídicamente tan radical como la existencia o no de dignidad humana. Ésta exigiría una absoluta intangibilidad y vetaría toda instrumentalización. La importancia jurídicamente concedida a la dignidad puede acabar teniendo un resultado paradójico: que llegue a considerarse de tan excesivo calibre como para que el legislador o intérprete de turno estime más prudente dejarla al margen de los avatares coyunturales del inevitable debate argumental. Todo parece indicar que así está ocurriendo con frecuencia.
En un marco social tecnificado, que cifra en las posibilidades de manipulación científica buena parte de sus más prometedoras expectativas, al que se une una mentalidad crecientemente individualista, poco sensible a soportar situaciones de dependencia, se acaba produciendo una inversión en el papel reconocido a la dignidad humana. Inicialmente era ésta la que atribuía prioridad al principio de autonomía, ya que la dignidad humana no parecía compatible con manifestaciones de paternalismo, empeñadas en imponer a un ciudadano heterónomamente determinados comportamientos por su bien. Hoy, por el contrario, parece que nos encaminamos poco a poco hacia situaciones en las que resulta bastante costoso reconocer dignidad a quien no se encuentra en condiciones de ejercer su autonomía. No parece merecer ya ser considerada digna una vida marcada por situaciones de dependencia o —menos aún— dolorosas; lo más digno imaginable en tal contexto sería propiciar una muerte a la que se atribuyen efectos definitivamente reparadores.
La ineludible distinción entre derecho y moral suele plantearse como si se tratara de defender la neutra soberanía de lo jurídico de indebidas incursiones morales. La equivocada atribución al Derecho de una dimensión meramente represiva lleva con facilidad a ignorar un fenómeno contrario. El Derecho no es sólo norma coactiva sino que suele cumplir socialmente, incluso con mayor eficacia, un papel normalizador. Proyecta sobre la moralidad positiva vigente en la sociedad un modelo de comportamiento normal, que lleva a percibir la conducta despenalizada no sólo como permitida, sino incluso como título capaz de fundamentar la exigencia de un derecho. Así está ocurriendo con el progresivo deslizamiento de la consideración del aborto: de delito a derecho. Habermas ha puesto en guardia ante estos efectos de «acostumbramiento» derivados de determinadas soluciones éticas.
En consecuencia, la política legislativa derivará con frecuencia hacia una doble estrategia de legitimación y demonización. La mejor manera de convertir en normal una práctica atípica es prohibir drásticamente otra más rechazable presentada como alternativa. No siempre el resultado será coherente. Así la reproducción artificial se vio legitimada mediante la drástica prohibición de dichas técnicas con fines de investigación. Más tarde, cuando sean los frutos presuntamente ofrecidos por la clonación los que haya que legitimar, será su variante reproductora la drásticamente excluida en beneficio de una investigación sanadora de toda enfermedad.
Aspecto significativo de la política legislativa es determinar cuándo debe ante un problema entrar o no en escena la ley. Aunque el ciudadano tienda de inmediato a pensar en ella (todo problema social contaría con la fórmula legal capaz de solucionarlo), resulta obvio que la ley no es siempre ni el único ni el mejor modo de darle solución. Ante casos que no impliquen demasiado riesgo para bienes jurídicos, cabrá remitir a la lex artis ejercida por los propios profesionales sanitarios, apoyados por las tareas de control de comités éticos o códigos deontológicos. Por otra parte, los casos-límite podrán ser resueltos con más eficacia por instancias judiciales, capaces de apreciar en miniatura posibles circunstancias agravantes, atenuantes o incluso eximentes. La ley, por el contrario, se ve obligada a plantear soluciones generales, como si pintara con brocha gorda; aplicada a casos estadísticamente atípicos, tenderá a convertir la excepción en regla con efectos tan imprevisibles como arriesgados.
No ha faltado quien llegue más allá, proponiendo no sólo delegar en el juez una decisión problemáticamente generalizable sino incluso establecer un «espacio libre de derecho» (Kaufmann). Esto implicaría privatizar la solución, dejándola a la conciencia de un ciudadano al que se considera suficientemente adulto y responsable. Parentesco con dicha actitud puede tener la fórmula alemana de aborto autodeterminado tras preceptivo asesoramiento. Los sistemas de aborto a plazo pueden enlazar, como ocurre en USA, con un planteamiento un tanto patrimonialista del derecho a la intimidad, que conllevaría el reconocimiento de una propiedad sobre el propio cuerpo.
Tanto la solución legislativa como la judicial implicarán con frecuencia el establecimiento, más flexible que rígido, de una jerarquía o ponderación de los derechos humanos o fundamentales y los bienes jurídicos en juego. Así ocurre en el aborto, al contraponerse la vida del no nacido y los derechos de la mujer; lo mismo sucede con posterioridad cuando se contrapone esa vida no nacida, de modo menos explícito y con resultados menos favorables, a las expectativas terapéuticas depositadas, no siempre con demasiado fundamento, en determinadas líneas de investigación científica. Aunque, desde un punto de vista jurídico, la mujer goce como es lógico de más derechos que la actividad científica, en la práctica más bien está tendiendo a ocurrir paradójicamente lo contrario, como consecuencia de la percepción social de la ciencia. No será la mujer la única afectada; también el derecho a conocer el propio origen biológico, que ampara la investigación de la paternidad, puede convertirse en papel mojado ante la estratégica exigencia de anonimato impuesta por la biotecnología.
Similar juego de ponderación suele implicar, de modo más genérico, el frecuente recurso al argumento de la pendiente resbaladiza, que hace entrar en juego la dificultad de garantizar los deseables límites de determinadas soluciones previstas para casos presuntamente excepcionales. Frente a la tendencia a considerar que el derecho, como mínimo ético, resultará siempre más permisivo que la moral, su más estricta vinculación al principio de responsabilidad respecto a futuras consecuencias puede llevar a que dicho argumento, tratado con frecuencia con displicencia en ámbitos bioéticos, cobre en lo jurídico un obligado protagonismo.
Parentesco con lo anterior guarda la consideración de los efectos jurídicos colateralmente derivados de la llamada reproducción asistida, al provocar de modo artificial figuras que alteran las relaciones de filiación y el derecho de familia en general afectando a su consolidado marco institucional, como la de la maternidad subrogada. Esos costes derivados de la desnaturalización de instituciones estimulan las denuncias de un abandono de la «lógica del sanar» (Habermas), que se vería sustituida por estrategias más propias de la producción ganadera, supeditando la igualdad exigida por el principio de justicia a una planificación que convertiría al ser humano en mero objeto de una eugenesia industrial.
Junto a la obligada ponderación de derechos, la política legislativa habrá de abordar igualmente tanto la fructífera dimensión «negativa» de determinadas libertades como la posible existencia de derechos renunciables. Ejemplo del primer caso sería la no afiliación como modo legítimo de ejercer la libertad sindical; del segundo, la posibilidad de desvelar, gratuitamente o no, aspectos de la propia intimidad.
Ambos aspectos acaban confluyendo a la hora de intentar fundar la despenalización de la eutanasia, o del suicidio asistido, en un presunto derecho a la muerte. Considerar a éste como ejercicio de una dimensión negativa del derecho a la vida ha sido descartado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en aplicación del Convenio de Roma del Consejo de Europa. La posibilidad de renunciar al derecho a la vida, planteada con ocasión de la huelga de hambre mantenida por terroristas reclusos, ha sido interpretada más como mero ámbito de actuar lícito (agere licere) que como fuente de exigencias en ejercicio de un derecho.
Sin necesidad de reconocer un derecho a la muerte, plantea inevitablemente medidas de política legislativa el juego del principio de autonomía, a través de decisiones derivadas de la necesidad de consentimiento informado, tanto por la vía de instrucciones previas, popularmente conocidas como testamento vital, como de determinados casos de renuncia a tratamiento. Entre los problemas más frecuentes figurarán los que surgen en la difícil frontera entre la eutanasia y la aceptación de una renuncia a tratamientos no desproporcionados con previsible inmediato efecto mortal.
Una variante peculiar viene suscitada por quienes, rechazando que el derecho a la vida pueda considerarse irrenunciable, consideran que su objeto no es cualquier situación vital sino sólo la que satisfaga determinados índices de calidad de vida. Esto empuja a legitimar actitudes que desconocen el principio de autonomía, quizá por su problemático ejercicio en dicho contexto. Incurrirían en paternalismo, al imponer al paciente heterónomamente, por su bien, determinadas decisiones; de respetarse el principio de autonomía, nos encontraríamos más bien ante un ejercicio de la rechazada hipótesis de derecho renunciable.
La política legislativa tiende a resaltar con tono apologético su contribución a una ampliación de derechos. Es obvio que todo reconocimiento de derechos lleva consigo la imposición de deberes, con un número de afectados no pocas veces superior al de los que se benefician de aquéllos. Esto explica la proliferación del recurso a otro derecho: el de objeción de conciencia. Se ha discutido si realmente reviste tal condición, al plantearse como absurdo que cada cual pueda decidir a su antojo por qué deberes se considera vinculado. La entrada en juego de la ya aludida ponderación de derechos resta solidez al argumento, ya que nada impide reconocerlo como derecho, aunque no pueda —ni ese ni ningún otro— ejercerse de modo ilimitado.
La política legislativa se ve hoy emplazada ante la existencia de una auténtica biopolítica. Se verá así obligada a optar por una contradicción que suele pasar inadvertida: se invoca enfáticamente la existencia de un Estado de derecho, pero a la vez parece darse por hecho que estamos hablamos en realidad de un derecho del Estado, imaginable sólo como instrumento al servicio de sus poderes. De ahí la importancia, y la notoria dificultad, de un marco constitucional capaz de hacer realidad los límites éticos de la ciencia y de sus aplicaciones tecnológicas, evitando que la ley se convierte en una mera instancia legitimadora de los imperativos de la industria biotecnológica.

Véase: Aborto, Anidación, Bioderecho, Bioética y religiones, Biopolítica, Biotecnología, Calidad de vida, Clonación no reproductiva, Clonación reproductiva, Códigos deontológicos, Consejo de Europa, Consentimiento, Derecho a la vida, Derechos humanos, Dignidad humana, Embrión, Eugenesia, Eutanasia, Instrucciones previas, Lex artis, Maternidad subrogada, Nacimiento, Objeción de conciencia, Percepción social de la ciencia, Persona, Políticas de investigación en salud, Principialismo, Principio de autonomía, Principio de justicia, Principio de responsabilidad, Reproducción asistida, Suicidio asistido, Tratamiento, Viabilidad.

Bibliografía: BALLESTEROS, Jesús / FERNÁNDEZ, Encarnación (coord.), Biotecnología y posthumanismo, Thomson-Aranzadi, Cizur Menor, 2007; CAMBRÓN, Ascensión (coord.), Entre el nacer y el morir, Comares, Granada, 1998; D’AGOSTINO, Francesco, Bioética. Estudios de filosofía del Derecho, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2003; DWORKIN, Ronald, Life’s Dominion: An Argument about Abortion, Euthanasia, and Individual Freedom, Alfred A. Knopf, New York, 1993; HABERMAS, Jürgen, Die Zukunft der menschlichen Natur. Auf dem Weg zu einer liberalen Eugenik?, Suhrkamp, Frankfurt/Main, 2002 (4.ª ed); KAUFMANN, Arthur, Filosofía del derecho (trad. de L.Villar Borda y Ana María Montoya), Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 1999; OLLERO, Andrés, Bioderecho. Entre la vida y la muerte, Thomson- Aranzadi, Cizur Menor, 2006; ROMEO CASABONA, Carlos M.ª, Biotecnología, desarrollo y justicia, Comares, Granada, 2008; SERRANO RUIZ-CALDERÓN, José Miguel, Eutanasia y vida dependiente. Inconvenientes jurídicos y consecuencias sociales de la despenalización de la eutanasia, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2001; WEISSTUB, David N. / DIAZ PINTOS, Guillermo (eds.) Autonomy and Human Rights in Health Care. An International Perspective, Springer, Dordrecht, 2007.


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