Autor: XABIER ETXEBERRIA MAULEÓN
I. La Bioética y el reto de la diversidad cultural.— La Bioética en su expresión más oficial y extendida no es ajena a la diversidad. Hay, en efecto, una cierta acogida de ésta a través del principio de autonomía, en la medida en que implica tolerancia y respeto de las opiniones del usuario afectado por la práctica biomédica: no se ejercerá sobre él la acción benefactora, no se le someterá a una determinada investigación, si no se cuenta con su «consentimiento informado». Es precisamente con este supuesto como se han abordado determinadas diferencias religiosas existentes en la población, cuando han incidido en lo que una persona espera de la atención sanitaria y de la indagación e intervención en el ámbito de la vida humana. Incluso, tiene su versión del lado del profesional en la figura de la «objeción de conciencia» del personal sanitario.
Se está sosteniendo vigorosamente que esta aceptación de la diversidad, necesaria, es además suficiente, que ir más allá de ella atenta contra principios universales de moralidad, arraigados en los derechos humanos, que deben ser firmemente defendidos. Pero, igualmente, está emergiendo cada vez con más fuerza la contestación a esta tesis, desde el postulado de que implica una trampa y una imposición, al revestir de universalidad lo que es en realidad una particularidad cultural: la del Occidente moderno.
Por ejemplo —se resalta—, ese consentimiento informado en el marco de la autonomía es concebido a partir de una ideología marcadamente individualista, muy propia de la cultura «ilustrada», que no sólo ignora, sino que combate culturas en las que la decisión únicamente tiene sentido cuando se expresa comunitariamente, esto es, cuando se toma en el seno de la familia o cuando se delega en el responsable del grupo; y/o en las que la decisión sólo resulta aceptable cuando contempla una unión entre los humanos y la naturaleza que impone deberes a las personas que descolocan el autocentramiento. ¿En virtud de qué ese fondo individualista debe imponerse como trasfondo universal frente a otros fondos más comunitarios u holistas? ¿Por qué hay que sacralizar la interpretación kantiana de la «dignidad humana»?
Con cuestionamientos como estos se pasa a transitar del centramiento en la pluralidad de las perspectivas individuales —aunque estén enraizadas en grupos— a la atención a la pluralidad de las perspectivas colectivas en cuanto tales, definidas como identidades culturales. La exigencia de respeto bascula de la focalización en la persona a la focalización en el grupo. Y es así como entra de lleno en la Bioética el tema de la multiculturalidad.
El reto aquí implicado puede expresarse de modo más general como confrontación de dos modelos: el de la Bioética oficial de pretensión universalista y el de las etnobioéticas tan plurales como las culturas. El primero presupone un universalismo científico, en cuanto que se sustenta en la tesis de que cabe definir de modo objetivo-empírico, válido para todo humano, lo que es salud y enfermedad y las formas de enfrentarse a ésta; y sobre él se proyecta un universalismo moral, el que se plasma en los cuatro famosos principios enraizados decisivamente en los valores de libertad e igualdad de todas las personas, al margen de sus diferencias identitarias. El segundo, en cambio, postula que lo que es la salud y la enfermedad, así como el tratamiento de ésta, se concreta ineludiblemente de modo cultural —por tanto, en formas tan variadas como las culturas—, lo que implica que los supuestos empíricos que se tienen como referencia para definirlas son interpretados en marcos culturales de sentido que desbordan lo empírico y que les dan su alcance real.
Dicho con un ejemplo. La Medicina «occidental » más oficial juega con una concepción del ser humano en la que incluye el cuerpo —realidades fisiológicas— y la psique –inteligencia, afectos, motivaciones…—. A partir de ahí aborda las irregularidades de ese ser humano: dominantemente en formas parcializadas (el «arte de la separación», que dice Walzer) a través de las diversas especialidades médicas; y poniendo entre paréntesis la posibilidad de la existencia de dimensiones de trascendencia, cuya postulación es dejada a la libertad individual (sí puede tratar las vivencias del sujeto al respecto, pero sólo en cuanto experiencias subjetivas). Otras culturas, en cambio, en su propia práctica médica, conciben al ser humano como cuerpo, más psique, más espíritu —ligazón real con la realidad última o lo divino—, teniendo consecuentemente un enfoque holista de dicha práctica y abierto a lo transempírico (piénsese en ciertas prácticas shamánicas).
Ante esta confrontación surgen preguntas como éstas: ¿es la Medicina una ciencia universal o una práctica cultural plural que hay que aceptar en cuanto tal? Si es lo segundo, ¿puede ser reducida a referentes morales unitarios o tiene que abrirse a referentes plurales? Pero si, de nuevo, nos inclinamos por lo segundo, ¿no entramos en un peligroso relativismo en el los derechos humanos y la dignidad de cada persona —valor moral decisivo— acaban siendo sacrificados en aras de la particularidad cultural, en vez de someterse ésta a ellos? ¿O estará la solución a esta tensión en una aproximación intercultural y dialógica a la definición y aplicación de los derechos humanos, de modo tal que cabrían etnobioéticas pero situadas a su modo en una bioética de alcance global?
II. Clarificaciones en torno a la multiculturalidad en su conexión con la bioética. 2.1. Las sociedades multiculturales.—Para abordar este reto con una base categorial clara, conviene precisar previamente una serie de conceptos, comenzando por el de sociedad multicultural, en el que la etnobioética podría aplicarse de modo más manifiesto.
Cabe entender por sociedades multiculturales a aquellas sociedades políticas (normalmente Estados o unidades subestatales) en las que conviven grupos con estas tres características. En primer lugar, se trata de colectivos que se autoidentifican con determinados rasgos culturales que quieren mantener. En segundo lugar, consideran que para ello necesitan una cierta protección y presencia pública permanente, que, por tanto, reclaman; esto es, no basta con que se les respete en los espacios de intimidad y vida civil o con que se les reconozca esa protección transitoriamente, hasta que se supere una determinada desigualdad (como es el caso de las políticas de discriminación positiva o acción afirmativa). En tercer lugar, deben ser capaces de aportar buenas razones que justifiquen la necesidad de esa presencia y protección permanente, como éstas: porque sin ellas las diferencias afirmadas no se sostendrían; porque, además, se trata de diferencias que funcionan como horizonte necesario para las elecciones de las personas y por tanto para su autorrealización (sobre la base de que nadie elige en vacío, sino en el contexto de las socializaciones recibidas); porque son valiosas en cuanto objetivación de una producción humana valiosa; porque no dañan exigencias éticas que pueden reclamar legítimamente una vigencia universal.
En su sentido más propio, los grupos que reúnen estas características en la actualidad son de tres tipos, constituyendo a su vez tres tipos de sociedades multiculturales: las sociedades pluriétnicas con inmigración, en las que están presentes la cultura nativa y las inmigrantes; las sociedades plurinacionales, en las que los grupos en cuestión son las diversas naciones dentro del Estado; las sociedades post-coloniales, en las que las colectividades que deben contemplarse son los descendientes de los colonizadores y los culturalmente asimilados a ellos (con frecuencia mestizos) y los descendientes de los pueblos colonizados, los indígenas. A estos tipos hay que añadir grupos no situables claramente en ellos, como son los gitanos en España o quienes, descendientes de los esclavos africanos en América, quieren afirmar su negritud como referencia cultural. Está claro, por supuesto, que no se trata de tipos excluyentes: la sociedad política más multicultural será aquella que reúna en complejas relaciones a todos ellos.
Pensando en el espacio geográfico al que se dirige especialmente este diccionario (la península Ibérica y América Latina), puede constatarse que en varios países de la zona se dan dos de esos tipos de multiculturalidad y la inmensa mayoría tiene al menos uno. Ahora bien, pensando en la multiculturalidad que interesa especialmente a la Bioética hay que centrarse sobre todo en las sociedades con poblaciones nativas e inmigrantes y con poblaciones no indígenas e indígenas (éstas más en lo que tienen que ver con lo propiamente étnico que con lo nacional). Los grupos nacionales tienen características que precisan clara publificación (autogobierno, historia, lengua, referencia a un territorio, etc.) pero por ellas mismas no crean los modos de diferencia relevantes que puedan afectar a lo sustancial de la Bioética.
2.2. Las relaciones entre grupos culturales.— Desde el punto de vista fáctico, las relaciones más habituales entre los grupos culturales en contacto han sido las de explotación, marginación y asimilación. Frente a ellas, partiendo del reconocimiento contemporáneo del derecho a la diferencia que esos tipos de relación conculcan, se están proponiendo especialmente otros dos modos o modelos: el del multiculturalismo y el del interculturalismo, que, ambos, interesan especialmente a la Bioética atenta a la diversidad cultural.
El multiculturalismo parte del hecho de que hay grupos culturales en contacto con otros, que tienen o al menos reclaman visibilidad social como tales y una determinada presencia pública. Y dando legitimidad a esas pretensiones, considerándolas por tanto justas, se propone asumir positivamente ese hecho desde el deber del respeto y la no discriminación a los grupos en cuanto tales, y no solamente a los individuos que los componen. Lo que supone en la práctica reconocer un cierto «derecho a la diferencia cultural» que debe generar «políticas de la diferencia», frente al mero respeto y protección de la autonomía personal privada y pública. De los individuos, a su vez, se resalta muy fuertemente su condición de miembros de un colectivo de pertenencia. En realidad, con estos supuestos se puede derivar hacia el interculturalismo o el multiculturalismo. Cabe hablar de multiculturalismo en sentido estricto cuando la estrategia de «política de la diferencia» que se propone, o al menos la que se acepta como positiva, es la de la separación (relativa, para los espacios de autoafirmación identitaria) de los grupos, en formas tales que puedan coexistir pacíficamente en el respeto mutuo y en una razonable igualdad de oportunidades, tanto sociales como políticas. Dicho de otro modo: no se favorecen de forma explícita e intensa canales de comunicación entre culturas, aunque inevitablemente un cierto número de ellos existan.
El interculturalismo parte del supuesto de que potenciar estas yuxtaposiciones de pretendidas culturas específicas en un mundo móvil como el nuestro que crea grupos polimorfos, sería ignorar la realidad. Pero además, se añade, aunque fuera viable la coexistencia en el respeto que se postula, no sería lo más conveniente desde el punto de vista de la mayor plenitud de las personas y los grupos. En concreto, se propone el ideal de unas explícitas relaciones entre culturas que motiven interinfluencias en libertad e igualdad para el mutuo enriquecimiento. Se va así más allá de los derechos/ deberes de respeto y equidad propuestos por el multiculturalismo, pero asumiéndolos. Y se presupone: el aprecio a la diversidad cultural como expresión pluriforme de una humanidad común; y el que todas las culturas, aunque tengan cosas deleznables, tienen también valores y capacidades creativas con las que es positivo entrar en contacto. Esto se concreta en el fomento explícito de estrategias de intercambio y diálogo equitativos y solidarios en diversos espacios sociales y para diversos asuntos.
A la Bioética «oficial» se le está acusando de participar de estrategias de asimilacionismo cultural, más o menos marcado según los casos, a favor por supuesto de la cultura occidental. Quienes formulan esta crítica defienden los modelos multiculturales o interculturales, en los que la unicidad de la propuesta se desvanece para dar paso a diversidades más o menos relacionadas entre ellas. Más adelante habrá que especificar lo que esto significa. De momento quede subrayado que supone considerar todo el ámbito sanitario y el de investigación e intervención sobre la vida como una expresión cultural, como una dimensión relevante de las culturas, dentro del abanico de diversidad de éstas.
2.3. Qué entender por cultura.—Si, según se acaba de decir, lo sanitario es una dimensión de lo cultural, conviene esbozar qué puede entenderse por cultura, para tomar conciencia del alcance de esta afirmación. Hay que ser conscientes de que no existe una definición consensuada. Pensando en la aplicación a la Bioética, es clarificadora y fecunda, a la vez que ajustada notablemente a la realidad, la propuesta por Paul Ricoeur. Este autor concibe la cultura como articulación compleja de tres niveles entre los que, no se olvide, se establecen intensas articulaciones y dialectizaciones.
Está, para empezar, el nivel de los instrumentos, constituido por el conjunto de medios y mediaciones que permiten a una colectividad crear nuevos bienes. De modo muy específico tenemos aquí las herramientas y las máquinas (técnica), pero también los saberes (científicos en especial) que pueden cumplir esa función. Las características de este nivel son: las adquisiciones, guiadas por la dinámica de la invención, son acumulables; y pueden transferirse con facilidad entre culturas, de modo que, en cierta manera, los hallazgos de cada cultura a este nivel acaban haciendo un todo (que unos grupos culturales poseen más que otros).
En segundo lugar, cabe hablar del nivel de las instituciones, o formas de existencia social (jurídicas, políticas, económicas, religiosas, etc.) con las que se regulan las relaciones entre los hombres desde el punto de vista normativo. Características de este nivel: sus concreciones están ligadas a la dinámica del poder y sujetas a sus vaivenes; son más específicas en cada cultura y más difícilmente transferibles.
Está, por último, el nivel ético-simbólico, o sustancia misma de la cultura de una colectividad. En la superficie del mismo están las costumbres, que tienden a guiarse por la inercia. Bajo ella, las tradiciones o memoria viva de una comunidad. Y en el fondo, como núcleo decisivo, el conjunto de imágenes, de símbolos, de relatos «míticos», con los que un grupo humano expresa su adaptación a la realidad, a los otros y a la historia, expresando de ese modo su propia existencia y valor. Aparece aquí la visión del mundo, la dimensión de lo sagrado y en general del sentido de la realidad, los sistemas de valores, la relación con la naturaleza, la concepción del tiempo, etc.
Podría entenderse desde la descripción de niveles que se ha hecho, que la cultura es un fenómeno complejo pero armonioso e integrado. Aunque en cierto sentido se aspira a ello, en realidad en todas las culturas anidan dinámicas de tensión: en la relación entre niveles (por ejemplo, en occidente el fortísimo crecimiento del nivel instrumental —tecnociencia— ha impactado al nivel del sentido), en las diferencias dentro de un mismo nivel (por ejemplo, en torno a lo religioso), en los contactos que se mantienen forzada o voluntariamente con otros grupos culturales. Desde el punto de vista valorativo la tensión es ambigua: puede abocar a la violencia o puede estimular la creatividad cultural.
Esa referencia a las tensiones nos previene ya frente a otra concepción inadecuada de la cultura, la de considerarla como algo fijo. A ese respecto, hay que advertir que la descripción por niveles da una especie de foto estática. Para que no falsee la realidad hay que añadir el elemento históricoprocesual que se acaba de apuntar. Una cultura es una realidad histórica, sujeta a evolución no necesariamente armoniosa, que puede estar impulsada tanto por los disensos y contradicciones internas como por las relaciones con otras culturas.
Ante este mapa se percibe ya la complejidad que tiene la dimensión sanitaria —y la investigación sobre la vida y la intervención en ella— en una cultura, puesto que atraviesa de modo muy relevante todos los niveles: el instrumental (desde sus expresiones más básicas a las más complejas de las biotecnologías, pasando por todo el mundo farmacológico), el institucional (que delimita la figura del «sanador» en sus diversas formas, que establece instituciones de salud con su complejo entramado jerárquico y su relación con otras instituciones, etc.), el ético-simbólico (que precisa los deberes y fines que regulan la sanación y la investigación sobre la vida y la intervención en ella, que delimita la concepción de lo humano –y de lo divino, y de lo cósmico—, así como la percepción de la muerte o del sufrimiento, a través de las cuales adquieren su sentido, etc.). Los tres niveles están en constante interinfluencia tensional y en continua evolución.
Por otro lado, este mapa de lo cultural aporta también pistas interesantes para comprender lo que significa propiamente el multiculturalismo y el interculturalismo en este campo. Deberá tratarse de opciones que tanto en su perspectiva del respeto —la primera— como de la relación y el diálogo —la segunda—, no se limiten a contemplar expresiones puntuales de la dimensión sanitaria y del saber sobre la vida que se muestran en las culturas (en torno, por ejemplo, a ciertos fármacos o hierbas medicinales, o en torno a prácticas como la del parto) —lo que no está mal pero no es suficiente— , sino que se propongan tener presentes el conjunto de expresiones, incluyendo las del mundo éticosimbólico.
III. La opción multiculturalista en la Bioética. 3.1. Descripción general de esta opción.— Optar por el multiculturalismo en el ámbito de la salud y de la investigación e intervención sobre la vida, y pretender que ello suponga también pluralismo en la propia formulación de la Bioética, implica partir de dos supuestos. En primer lugar, afirmar el respeto a las personas no en cuanto individuos abstractos, sino en cuanto miembros de una comunidad cultural de la que reciben referentes de sentido para sus elecciones, en este caso en el campo sanitario y de la vida. En segundo lugar, y consecuentemente, reconocer a esos grupos culturales aquella capacidad de autogestión institucional pública que resulta necesaria para que sus miembros puedan realizar sus procesos de autorrealización dentro de ellos —en la medida en que lo deseen—.
Traducidos estos supuestos al campo de la acción, implican respetar y promover equitativamente instituciones plurales que reflejen la diversidad cultural existente en el ámbito de la salud y la vida en una sociedad multicultural: con el personal correspondiente, con las estructuras pertinentes, los espacios físicos, los centros de generación de saber, las tecnologías, las relaciones, etc. Esto supone un decidido reconocimiento de las diversas tradiciones biomédicas, especialmente, en el ámbito geográfico aquí contemplado, las de los pueblos indígenas, lo que incluye, por supuesto, lo más básico de no robarles sus saberes ancestrales. Implica igualmente estar atentos a promover institucionalmente sólo aquellas intervenciones sanitarias que no hieren los referentes cosmovisionales legítimos de los miembros de estos grupos plurales.
En la lógica del multiculturalismo, la concreción más normal de todo esto es la creación de instituciones sanitarias propias para cada colectivo diferente. De todos modos, no es necesario llegar a ello para expresar el respeto que se enfatiza. El pluralismo del respeto puede darse dentro de una institución sanitaria ella misma multicultural, lo que sucede cuando en ella se planifica atender diferentemente —por personal diferente cuando sea preciso— a los diferentes culturales en lo que ello afecta a la atención de la salud y la intervención en las dinámicas de la vida. La elección de una u otra estrategia, o de un mixto entre ellas, tendría que venir determinada por las circunstancias de cada sociedad multicultural. Por ejemplo, y en general, en las sociedades con inmigración tiende a ser más conveniente la segunda (piénsese en determinadas demandas que los colectivos de tradición musulmana pueden hacer en los hospitales públicos españoles).
El problema moral decisivo que se plantea ante esta opción es el de si ese respeto a las tradiciones culturales en el campo sanitario y de la vida debe ser total, o debe tener límites que se impongan de modo transcultural a todas las diversidades culturales. Esta es una cuestión que se aborda en el último apartado.
3.2. La apertura de la Bioética a enfoques comunitarios.— Se ha adelantado que el multiculturalismo no sólo impacta a la organización pública del sistema de salud, sino que impacta también a la concepción de la Bioética. Si la versión más oficial de ésta está enmarcada en perspectivas de individualización y de neta separación entre lo humano y lo no humano, las versiones que se confrontan con ella desde otras sensibilidades culturales tienden a sustentarse en perspectivas comunitarias y englobadoras de la naturaleza. Para dar una somera cuenta de lo que esto puede suponer, se apuntan aquí sólo algunas modificaciones que la perspectiva comunitaria, en la que la persona no se concibe prioritariamente como individuo separado libre sino como miembro de un grupo, puede introducir en los ya clásicos principios de la Bioética (debe observarse que la corriente comunitarista occidental apunta también en esta dirección).
Por lo que se refiere al principio de autonomía, se reivindica la pertinencia, como ya se adelantó, de que la decisión sea tomada por la colectividad más inmediata a la que pertenece la persona afectada —en general, la familia—, o incluso teniendo formalmente en cuenta a responsables de autoridad de la comunidad en sentido más amplio. Se resalta una autonomía concebida más como autenticidad que como autorrealización, esto es, como fidelidad a lo que estamos llamados a ser —incluyendo la pertenencia al grupo—. Y se ve totalmente pertinente que la referencia moral y de sentido determinante para las elecciones sea la contenida en el núcleo ético- simbólico de la cultura a la que se pertenece.
En cuanto al principio de beneficencia, se tiene muy presente que lo bueno a lo que remite, en el terreno de la salud y la vida, es lo definido como bueno por la cultura propia. Esto es, cabe aceptar que uno puede modular personalmente su concepción de vida buena, pero enraizado en concepciones culturalmente definidas, incluso cuando se dan distanciamientos. En ellas se incluye el concepto de salud, el concepto de enfermedad (no reducible, como se dijo, a mero catálogo empírico de irregularidades fisiológicas), el sentido del sufrimiento y la muerte, etc. En el enfoque multicultural, la acción benefactora debe asumir esta pluralidad de concepciones de la salud y la vida, y el profesional debe tenerla presente en sus intervenciones, percibiendo en el enfermo no una mera psicocorporalidad individual, sino una síntesis compleja de pertenencias comunitarias con reasunción personalizada. Desde este punto de vista se niega la existencia de un supuesto saber profesional totalmente acultural; lo que no supone negar que haya saberes médicos que puedan aplicarse a todas las realidades culturales, pero, se añadirá, sí implica que deben aplicarse inculturadamente.
Por último, por lo que se refiere al principio de justicia, pide abrirse a concepciones de ésta que tengan en cuenta la diversidad cultural. Dentro de la corriente de pensamiento occidental, el autor que más se acerca a este enfoque es Walzer. Su propuesta se asienta en esta lógica: dado que la justicia distributiva reparte bienes, dado que hay comprensiones culturales distintas de bienes, dado que hay además bienes sociales diversos en cada cultura, los sistemas de justicia y los principios que la regulan tendrán que ser también plurales, internamente a cada cultura —en función de los bienes diversos— e interculturalmente —en función de las concepciones culturales diferentes de los bienes—. Entre los bienes sociales internos a una cultura —las diversas «esferas de la justicia »— hay que situar el del cuidado de la salud: el criterio con el que debe ser distribuido se desprende del significado cultural particular que se da a ese bien. Ahora bien, desde la perspectiva multicultural habrá que constatar que hay significados culturales diferentes y, por tanto, justicias sanitarias diferentes. No es éste el lugar para adentrarse en análisis culturales concretos, pero sí cabe resaltar que con este enfoque los criterios firmemente unitaristas-universalistas de justicia distributiva aplicados a la Bioética, se quiebran o al menos se recomponen en marcos culturales concretos.
Más allá de los principios, el enfoque comunitarista incide también en las instituciones. Por ejemplo, en la institución sanitaria más directa para el usuario, que es el centro de salud. Puede describirse lo que supone utilizando algunas metáforas. No cabe concebirlo a la manera de un «taller » en el que se reparan las averías en la salud desde un enfoque tecnocientífico; ni como un «mercado» en el que se comercia con el bien de la salud; ni siquiera como el «ágora» en donde se llega a acuerdos médico-paciente en un contexto de juridificación de relaciones individuales. Sino como una institución que encarna, en el campo de la salud, una «comunidad» cultural con historia, y que se expresa como comunidad, con las correspondientes relaciones y jerarquizaciones.
IV. La opción interculturalista en Bioética.—El enfoque multiculturalista tiene de positivo el respeto equitativo, que puede incluso ayudar a que culturas que han sido tradicionalmente sojuzgadas adquieran consistencia. Pero tiene la grave limitación de la tendencia a encerrarse en sí mismo, que puede ser empobrecedora e insolidaria. Por eso es muy conveniente plantearse desbordarlo con el enfoque intercultural.
Como se subrayó antes, en éste lo que domina es la voluntad explícita de entrar en diálogo y relación equitativa con el otro diferente, para enriquecimiento mutuo. Traducido al campo de la salud y la vida, supone intención activa y eficaz de intercambiar conocimientos y experiencias en los tres niveles culturales en los que se expresa: en el nivel más instrumental, compartiendo en justicia fármacos, tecnologías y procesos como los implicados en la asistencia y orientación del parto, etc.; en el nivel institucional, aprendiendo de los modos relacionales y organizativos del otro; en el nivel ético-simbólico, estando dispuesto a dejarse impactar por las concepciones de la vida y del ser humano del otro. El interculturalismo no es mestizaje en sentido estricto, en la medida en que hay voluntad de mantener la propia identidad cultural, sólo que enriquecida y modificada por aportaciones que vienen de la otra cultura en contacto («mestizaje tenue»), que se asumen enmarcándolas en la lógica de la cultura propia.
Las iniciativas de interculturalidad pueden plasmarse a veces en meras relaciones personales, pero en otras ocasiones piden expresiones institucionales: como un centro de salud que pretende ser expresamente intercultural, o una facultad de Medicina que aspira también a ello articulando dos tradiciones culturales del saber, etc. Los responsables públicos de la comunidad política que se expresa como sociedad multicultural pueden hacer, en este sentido, muy relevantes labores, ya sea de iniciativa propia ya sea de apoyo a iniciativas sociales guiadas por el interés general.
Como puede verse, la primera actitud del interculturalismo es la de la apertura empática al otro, vivida de todos modos en la reciprocidad. Ahora bien, ello no supone que no se esté abierto a la crítica científica y ética de los planteamientos del otro cuando se considera necesario. Sólo que esta crítica se realiza desde la disposición de asumir también las críticas que se nos hacen; y no con ánimo de victoria sino como expresión de una solidaridad en lo humano que desborda la diferencia.
Cuando se está abierto a la lógica de aprender del otro, un cierto nivel de interculturalismo puede encarnarse en el propio profesional de la salud. Tendrá dominantemente aquellas connotaciones culturales en las que ha sido socializado primaria y decisivamente. Pero si se abre a otras expresiones culturales con las que está en contacto, aunque sea con asimetría porque no es nada fácil entrar en el corazón de otra cultura, podrá generar espacios de intervención que las tengan presentes. Siempre, por supuesto, en la conciencia de sus límites, sin paternalismos y con espíritu de aprendizaje.
V. Bioética transcultural: o universalismo básico para bioéticas plurales.—La Bioética, se resaltó al comenzar, tiende a ser presentada, a veces con espontaneidad no reflexionada, como una propuesta de alcance unívocamente universal. El enfoque multiculturalista, se ha visto luego, acusa a esta propuesta de dominación cultural indebida y propugna enfoques plurales, etnobioéticas. A su vez, sectores significativos que defienden la primera postura combaten a la segunda acusándola de caer en un relativismo cultural (lo bueno es bueno en función de lo que se afirme en cada cultura) que, al relativizar también los derechos humanos en cuanto tales, amenazaría gravemente el respeto debido a toda persona en cuanto sujeto de dignidad, más allá de sus etnoidentidades. Frente a afirmaciones extremas de uno y otro lado, puede defenderse que cabe asumir un «relativismo relativo », esto es, que cabe aceptar un relevante pluralismo —claramente mayor que el que se defiende en la primera postura que, ciertamente, está impregnada de cosmovisión occidental—, pero en el marco de unos supuestos básicos compartidos por todos —que limitan el pluralismo cultural pero que, a su vez, no pueden identificarse con la primera postura—. Hay razones sólidas para considerar esta vía como la más adecuada.
A esta Bioética universalmente compartida podría llamársele «Bioética global», pero este término se está usando ya para propuestas —por ejemplo, algunas bioéticas asiáticas— que se estructuran en torno al eje central de la armonía holística de la realidad, minimizando además con notable radicalidad los derechos humanos. Por eso, puede ser más ajustado hablar de Bioética transcultural, esto es, bioética básica que atraviesa a todas las etnobioéticas, que es asumida por todas éstas, pero a su modo, esto es, inculturadamente.
El referente para esta Bioética transcultural deben ser los derechos humanos universales. Ahora bien, debe tratarse de un acercamiento a ellos que tenga coherentemente presente la diversidad cultural. Esto significa que, por un lado, estos derechos la relativizan, al resaltar el valor del ser humano en cuanto tal y al condicionarla a que éste sea reconocido en toda circunstancia. Por otro lado, implica también que la potencian, al pedir respeto e incluso protección para la misma e imponer condiciones equitativas a la relación entre culturas. Pero, en tercer lugar, también supone que tales derechos se ven afectados en su fundamentación y contenidos por esa diversidad: dado que todo lo que vivimos los seres humanos lo vivimos al interior de culturas particulares, las formulaciones de derechos humanos están llamadas a precisar lo transcultural —que no acultural— y a asumir que muchas de las concreciones de sus exigencias serán culturalmente particulares.
He aquí un par de apuntes para ejemplificar, sin ánimo de exhaustividad, lo que puede significar aplicar estos criterios al ámbito de la Bioética. No podrá defenderse una etnobioética que vaya en contra de las dimensiones más básicas de la autonomía de las personas, aunque a su vez esta autonomía podrá expresarse con un abanico de posibilidades que se sitúe entre los extremos inaceptables de un individualismo insolidario y un comunitarismo que anega la libertad. Desde la estricta condición de humanos, todas las personas, en igualdad, más allá de sus diferencias — como las étnicas o las de género o las de religión, etc.—, tienen derecho a que sean satisfechas con equidad sus necesidades básicas de salud, pero, a su vez, tienen también derecho a que se satisfagan según las concepciones culturales de estas necesidades.
Esta Bioética transcultural no tiene sólo aplicación al interior de cada expresión cultural de la Bioética. La tiene también en el conjunto de la diversidad cultural. En él está decisivamente presente la exigencia de una justicia con alcance global (desde este punto de vista sí podría decirse que se trata de Bioética global). Dicho de otro modo: la exigencia de igualdad y justicia desborda a cada colectividad particular, haciendo que nos sintamos responsables de las condiciones de salud y de las intervenciones humanas en la vida del conjunto de la humanidad. Desde este punto de vista, esta Bioética transcultural exige una solidaridad internacional real —que supone que quien tiene más aporta más— en este campo en el que se dan gravísimas carencias que afectan a la mayoría de la humanidad; una solidaridad que vaya más allá de la ayuda y la cooperación hechas en marcos de arbitrariedad, tal como sucede actualmente de modo dominante. Se precisan, en este sentido, instituciones internacionales más sólidas que las actuales, que distribuyan equitativamente, con alcance mundial, este derecho a la salud y la vida. Aunque, de nuevo, teniendo presentes las diversas concepciones culturales legítimas de ella, esto es, sin imperialismos culturales en este campo, sin paternalismos.
La Bioética transcultural que aquí se propugna se formulará adecuadamente cuando se asuma a este nivel global buena parte de lo que antes se ha dicho al hablar del interculturalismo. Esto significa que su concreción debe ser el resultado de un auténtico diálogo intercultural de alcance mundial, para lo que no hay que olvidar, por cierto, que las culturas ni se identifican sin más con los responsables políticos de los grupos en cuestión, ni son estáticas ni monolíticas. Si las etnobioéticas, por un lado, tienen que someterse a los derechos humanos, por otro lado, tienen que participar cooperativamente en encontrar la formulación transcultural más adecuada de estos.
Puede expresarse plásticamente esta idea utilizando con libertad unas categorías de Todorov. No se trata de que propugnemos un «universalismo de partida» de los derechos humanos: alguien —los occidentales— los habría descubierto tal como son y todos los demás tienen que aceptarlos; tampoco un «universalismo de llegada», porque el afinamiento de los mismos es una tarea constante; sino un «universalismo de recorrido», el que se desprende de la búsqueda intercultural global dialogada, que alcanza concreciones que se saben a la vez sólidas y con cierta provisionalidad, las cuales tienen puntos de formulación unívoca conjugados con otros de incardinaciones culturales plurales sujetas a la constante crítica intercultural equitativa. Véase en esto el horizonte que nos orienta en la delicada articulación entre las bioéticas culturalmente marcadas y lo transcultural de todas ellas.
Véase: Biodiversidad humana, Bioética, Biotecnología, Consentimiento, Derecho biomédico, Derechos humanos, Dignidad humana, Discriminación y salud, Globalización y Bioética, Investigación científica, Libertad de investigación, Muerte, Objeción de conciencia, Paternalismo, Políticas de investigación en salud, Principio de autonomía, Principio de beneficencia, Principio de justicia, Principio de no maleficencia, Principio de solidaridad, Pueblos indígenas.
Bibliografía: BAKER, Robert, «A Theory of International Bioethics: Multiculturalism, Postmodernism, and the Bankruptcy of Fundamentalism», Kennedy Institute of Ethics Journal, núm. 8/3, págs. 201-231; BUXÓ Y REY, María Jesús, «Bioética intercultural para la salud global», Selecciones de Bioética, núm. 9, 2006, págs. 24-30; ETXEBERRIA, Xabier, Sociedades multiculturales, Mensajero, Bilbao, 2004; MACKLIN, Ruth, «Ethical Relativism in a Multicultural Society», Kennedy Institute of Ethics Journal, núm. 8/1, págs. 1-22; NICOLAU, Agustí, «Retos de la sociedad multicultural en la era de la globalización», Labor Hospitalaria, núm. 267, 2003, págs. 21-36; NIE, Jing-Bao, «The Plurality of Chinese and American Medical Moralities: Toward an Interpretative Cross-Cultural Bioethics», Kennedy Institute of Ethics Journal, núm. 10/3, págs. 239- 260; SAKAMOTO, Hyakuday, «Globalization of Bioethics as an Intercultural Social Tuning Technology», Journal international de bioéthique, núm.16/1-2, 2005, págs.17-27; WALZER, M., Las esferas de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1983.
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