Autor: JUAN JOSÉ ZARRANZ IMIRIZALDU
I. Concepto.—La muerte puede conceptualizarse desde diferentes perspectivas, filosófica, religiosa, biológica, etc. que no siempre son fáciles de reconciliar entre sí. Por ejemplo, una definición de la muerte como el momento en el que el alma abandona el cuerpo, un principio religioso seguido por millones de personas pero imposible de objetivar, es irreconciliable en términos técnicos con una definición biológica de la muerte. Desde esta perspectiva biológica, que es la que interesa en términos médicos y jurídicos, la muerte no tiene una definición positiva y se hace por su contrario es decir la ausencia de vida, o mejor la ausencia de signos externos de vida.
II. Definicion y diagnóstico.—Dado que la muerte de un organismo complejo, como es un ser humano, es, desde un punto de vista biológico, un proceso que lleva un cierto tiempo, los signos externos que indican la ausencia de vida pueden ser precoces o tardíos. Entre estos últimos están los clásicos de un cadáver que cualquier profano identifica: inmovilidad, rigidez, frialdad, lividez y más adelante putrefacción. Pero los médicos están llamados a declarar que una persona está muerta, mucho antes, por otros signos de ausencia de vida. Estos signos tienen que ser: a) seguros, aunque sean basados empíricamente en la experiencia; indican simplemente un punto de no retorno al estado fisiológico del organismo y b) universales, que puedan aplicarse a todos los casos.
Tradicionalmente la definición y el diagnóstico de la muerte de una persona se hacía al constatar el paro cardiorespiratorio, un método sencillo y al alcance de cualquier médico. Pero la llegada de la moderna reanimación cardiorespiratoria cambió radicalmente la situación. En condiciones ordinarias la destrucción o cese funcional del cerebro y el paro cardiorespiratorio van acoplados en un breve lapso de tiempo, tanto en un sentido como en el otro. Si se destruye el cerebro, se para la respiración rápidamente y poco después el latido cardiaco (es el caso de la ejecución por garrote o ahorcamiento). A la inversa, si se produce un paro cardiorespiratorio primario, se destruye secundariamente por anoxia el cerebro en cuestión de unos minutos.
Pero, en las unidades de reanimación, es posible disociar el cese funcional cerebral del consiguiente paro cardiorrespiratorio por la posibilidad de mantener artificialmente la respiración y la función cardiaca. Es posible recuperar la respiración y la circulación antes de que el cerebro se destruya y es también posible mantener esas funciones después de que el cerebro esté destruido. Ambas situaciones invalidan la definición operativa de la muerte por el paro cardiorespiratorio con un carácter universal.
Al estado de la persona con el cerebro destruido pero con la función cardiorespiratoria mantenida artificialmente se denominó originalmente «coma depassé» y vino en llamarse después «brain death o muerte cerebral», un término bastante desafortunado, pues induce a pensar que existen varios tipos de muerte. En realidad, no hay sino un momento de no retorno en la enfermedad de un individuo, aquel en el que su cerebro se ha destruido total e irremediablemente. Eso es lo que constituye la frontera entre la vida y la muerte. Lo que hacen los médicos al diagnosticar a un paciente en estado de muerte cerebral no es constatar que el organismo ha muerto ni mucho menos que la persona ha muerto. Simplemente comprueban y certifican que el cerebro se ha destruido y que la experiencia nos indica que se haga lo que se haga, irremediablemente, a continuación vendrán en horas o días el colapso circulatorio, el fracaso renal y el derrumbamiento metabólico hasta la parada cardiaca. Esta evolución ya la demostraron Mollaret y Goulon en su trabajo original, pues ellos nunca pararon un ventilador ni escatimaron esfuerzos para hacer sobrevivir a los pacientes al máximo posible. Su experiencia se corroboró en todos los servicios del mundo y eso fue lo que, con el tiempo, permitió equiparar el concepto de muerte cerebral con el de muerte del individuo, apoyar la supresión de las medidas de soporte y dar cobertura legal a la extracción de los órganos en caliente. Porque, aunque en ese momento el cuerpo no lo parezca, los órganos ya se extraen de un cadáver, que tendrá las características externas clásicas en un breve plazo de tiempo.
Pero en ese movimiento que traspasa la definición de la muerte de un individuo desde la parada cardiorrespiratoria al cese funcional irreversible del cerebro, se encierra un cambio más profundo que un simple protocolo de diagnóstico clínico operativo, pues el cerebro es un órgano mucho más complejo que cualquier otro y soporta funciones muy diversas. El corazón o el pulmón tienen una función prácticamente única. Pero en el cerebro se pueden destruir zonas como el tronco cerebral que soporta funciones vitales como la respiración, y otras zonas que tienen que ver con la consciencia o con la memoria o con la personalidad.
¿Cuántas de estas áreas y sus funciones deben estar perdidas para considerar a una persona como muerta? La respuesta a esta pregunta nos devuelve al debate original sobre los aspectos filosóficos, religiosos, etc., de la muerte. En el concepto de coma depassé de Mollaret y Goulon va implícito el que la destrucción del cerebro es total desde los hemisferios cerebrales al tronco cerebral. No quiere esto decir que todas y cada una de las neuronas del cerebro están destruidas, pero sí las necesarias y suficientes para indicar que no hay ni recuperación ni mantenimiento a largo plazo posibles. Este mismo concepto es el que se ha seguido en todas las demás definiciones de la muerte cerebral en los países avanzados que han abordado el problema dándole a la muerte cerebral una validez clínica y legal. En ningún lugar han traspasado los médicos ni los legisladores las consecuencias que se derivan de ampliar el concepto de la muerte cerebral como la muerte del individuo a otros estados de destrucción más o menos extensos del cerebro como el coma vigil, el estado vegetativo, las demencias, etc. Estas situaciones comportan otras consecuencias médicas, éticas o legales pero no la fundamental de considerar al individuo como un cadáver.
Han surgido a lo largo del tiempo reticencias para aceptar qué médicos competentes sean capaces de determinar desde un punto de vista operativo el que un individuo tiene su cerebro irremediablemente destruido y en tal medida que es incompatible con la vida. Estas reticencias tienen siempre más motivos de desconfianza o de prejuicios de diversos tipos que una base empírica sólida. Es bastante sorprendente el que se acepte que con la simple auscultación cardio-pulmonar un médico certifica el que un individuo está muerto y no lo pueda hacer con igual o mayor seguridad haciendo un examen neurológico de las funciones reflejas fundamentales de su cerebro y constatando que, por un daño irreparable, las ha perdido todas.
Una vez aceptado el principio de que la muerte del cerebro es la muerte del individuo y teniendo en cuenta las consecuencias que de ello se derivan, en muchos países se establecieron guías o protocolos para llevar a cabo el diagnóstico en las condiciones mejores y más seguras. Desgraciadamente, no se han seguido las mismas normas en todos los países y aún dentro de cada uno de ellos, se constata una gran variabilidad en la práctica clínica.
En cualquier caso los principios del diagnóstico de la muerte cerebral son tres:
1. El paciente está en coma por una lesión cerebral destructiva y conocida (documentada).
2. El examen neurológico apropiado demuestra la ausencia total de funciones cerebrales incluidas las del tronco cerebral.
3. El cese funcional cerebral es irreversible en razón de:
a) la naturaleza destructiva conocida de la agresión del cerebro.
b) el haber transcurrido un tiempo de observación suficiente para confirmar que no hay ninguna recuperación.
En el Real Decreto 2070/1999 de 30 de diciembre se desarrollan estos puntos y se incluye un anexo con las pruebas diagnósticas apropiadas a las diferentes situaciones clínicas.
Véase: Cadáver, Cuerpo humano, Ser humano.
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