Autor: JAIME DEL BARRIO SEOANE
La Medicina individualizada es un nuevo concepto de Medicina aún incipiente que puede definirse como «administrar el fármaco más apropiado a la dosis más adecuada para cada paciente», entendiendo como tal la adaptación de las estrategias de prevención, diagnóstico y tratamiento en función del perfil genético y molecular de cada paciente y su enfermedad. Se trataría, en definitiva, de un abordaje más predictivo, específico e individualizado que el abordaje tradicional todavía hoy predominante. Puesto que el estado actual del conocimiento no permite (ni probablemente permitirá en un futuro cercano) una aproximación «individualizada» en el sentido estricto del término, sino la clasificación o «estratificación» de pacientes en subgrupos mejor definidos y más reducidos que el conjunto de todos los que padecen una patología, algunos autores prefieren el término «Medicina estratificada» para referirse al concepto que aquí definimos. Otros términos equivalentes y de uso frecuente son «Medicina a la carta », «Tratamiento a medida», etc.
El médico inglés Archibald Garrod fue en cierto modo el precursor del concepto de Medicina individualizada, al acuñar en 1902 el concepto de «individualidad química», y sugerir por primera vez que alteraciones metabólicas como la alcaptonuria podían deberse a alteraciones congénitas y heredables. Pero en aquel principio de siglo, los trabajos de Mendel sobre la herencia de los caracteres (publicados cuatro décadas antes y recibidos entre la indiferencia y la hostilidad), acababan de ser redescubiertos, y el concepto de gen y de Genética (término acuñado por Bateson unos años después) distaba de ser manejado con soltura entre los biólogos, mucho menos aún entre los médicos en relación con el metabolismo y las enfermedades humanas. De hecho, hubo que esperar hasta 1941 para que Beadle y Tatum emitieran la hipótesis «un gen-una enzima», según la cual las reacciones metabólicas eran catalizadas por enzimas, cada una de las cuales estaba codificada por un gen. Los historiadores parecen estar de acuerdo en que Beadle y Tatum no conocieron los trabajos de Garrod hasta más tarde, y tomaron como punto de partida las teorías del biólogo francés Lucien Cuénot publicadas hacia las mismas fechas. No obstante, hoy podemos concluir que ya en 1902 Garrod intuía que su «individualidad química » se relacionaba de alguna forma con la variabilidad genética, y de hecho unos años más tarde afirmaba que «La enfermedad sólo puede estudiarse debidamente teniendo en cuenta la susceptibilidad genética del individuo, la cual a su vez depende de la individualidad bioquímica».
Si bien el término «Medicina individualizada», u otros equivalentes, pudieron emplearse con anterioridad de manera ocasional, y con toda probabilidad en un sentido completamente diferente (más cercano al de «atención médica personalizada »), el uso del término en su acepción actual no se remonta mucho más allá de finales de la década de los 90. En aquellos años, la Biología molecular se encontraba en plena madurez, tanto en las técnicas como en su capacidad para desvelar en detalle los mecanismos subyacentes a las enfermedades y su tratamiento. También datan de aquella época los primeros descubrimientos surgidos del Proyecto Genoma Humano (1990-2003), sobre la naturaleza de nuestro genoma, y el verdadero alcance de la variabilidad interindividual a nivel de la secuencia de ADN. De estos conocimientos, de otros proyectos posteriores al PGH, y de la puesta a punto y perfeccionamiento de técnicas de secuenciación de ADN y análisis masivo de la expresión génica, surgió la certeza de que iba a ser posible operar un cambio revolucionario en la práctica de la Medicina, consistente en abordar cada patología y cada paciente como entidades potencialmente únicas, o cuando menos diferentes a nivel molecular pese a parecer idénticas o muy similares a nivel macroscópico. Es innegable que la Medicina había recorrido un largo camino durante el siglo XX, incorporando técnicas punteras, por ejemplo de diagnóstico por imagen, que redundaron en beneficios evidentes para los pacientes. Sin embargo, las posibilidades de adaptar las terapias a cada paciente concreto eran (y siguen siendo, en gran medida) muy limitadas, porque las lentes de aumento con que clínicos e investigadores escrutaban las enfermedades no eran lo bastante potentes y les impedían clasificarlas en subtipos, y discernir la enorme diversidad que a nivel genético y molecular encerraban categorías patológicas como «el cáncer». Hoy sabemos que las enfermedades complejas como el cáncer tienen su origen en un amplio abanico de causas genéticas y ambientales que no siempre concurren en todos los pacientes, ni en todos los tumores de un mismo histotipo o estadio (atendiendo a criterios tradicionales de clasificación de las enfermedades), y que esa heterogeneidad se refleja en el perfil molecular y puede constituir una poderosa herramienta para el clínico.
Por otra parte, el clínico se enfrenta a diario a la falta de eficacia terapéutica de la mayoría de los fármacos utilizados (la tasa de respuestas global está cercana al 50%, con variaciones entre las patologías), y a la relativamente alta frecuencia de reacciones adversas medicamentosas, esperables pero casi siempre imposibles de prever en cada paciente concreto debido a la falta de biomarcadores adecuados. Esta baja eficacia de los tratamientos, y la alta incidencia de toxicidad asociada a los medicamentos tienen un coste muy considerable, no sólo humano para los propios pacientes, sino de recursos y en último término económico, para nuestros sistemas sanitarios y nuestras sociedades. La Farmacogenética ya venía ocupándose de dilucidar las relaciones entre la variación de la secuencia de ADN y la respuesta a fármacos, pero enfocada mayoritariamente al estudio de los polimorfismos en los genes de enzimas implicadas en el metabolismo y el transporte de los fármacos. Esto ha cambiado con la caracterización molecular de las enfermedades, gracias entre otros a la Genómica y al análisis de expresión génica a gran escala mediante microarrays, que permiten obtener una foto fija del conjunto de genes expresado en un momento dado en, por ejemplo, un tumor, y compararlo con los genes expresados en el mismo tejido sano, o en un estadio tumoral diferente, o antes y después de administrar un mismo tratamiento, etc. El análisis comparativo de estos perfiles de expresión ha permitido no sólo descubrir subpoblaciones de pacientes y subtipos de enfermedades, identificables por sus firmas genéticas características, sino también identificar nuevos genes asociados con cada enfermedad, y por consiguiente nuevas dianas terapéuticas potenciales, y nuevos biomarcadores con valor pronóstico (de la aparición y/o la evolución de la enfermedad) y predictivo (de respuesta a determinados tratamientos).
Más recientemente, los estudios de asociación a escala a genómica en enfermedades complejas, como la diabetes y el cáncer entre otras muchas, están revelando la asociación con estas patologías de variantes genéticas (polimorfismos de un nucleótido) relativamente comunes en la población pero cuya implicación en la enfermedad no cabía ni sospechar, por lo que, como la genómica funcional, contribuyen a generar nuevas hipótesis sobre el mecanismo de los procesos patológicos, y abren nuevas vías para el desarrollo de test diagnósticos y fármacos más seguros y eficaces.
Es muy posible que estas técnicas de análisis a escala genómica (que en realidad no capturan más que una parte, importante pero incompleta, de toda la variación interindividual existente en el genoma humano) se vean sustituidas en un futuro no muy lejano por la secuenciación íntegra y en tiempo real del genoma de cada individuo. Las limitaciones que impiden hacerlo ya de manera rutinaria son de orden técnico y, sobre todo, económico; pero ambos tipos de barreras están cayendo en esta primera década del siglo a un ritmo insospechado, haciendo posible vislumbrar un futuro no muy lejano en que el coste de secuenciar un genoma humano entero será de unos 600 euros (en lugar de los 200.000 actuales), y su realización no implicará mayores complicaciones logísticas ni tiempo que cualquier otra prueba de laboratorio clínico al uso. El principal desafío que quedará en ese momento, será el de extraer toda la información de esa secuencia, saber qué fragmentos de esa información serán clínicamente relevantes en cada caso, e integrar los datos con los de otros niveles de complejidad diferentes (proteico, celular) en modelos que permitan una compresión integral de la enfermedad.
Mientras tanto, el enorme caudal de conocimientos adquirido a partir de 1990 sobre las bases genéticas y moleculares de la enfermedad ha conducido al desarrollo de terapias dirigidas contra dianas moleculares específicas, y a la caracterización de biomarcadores que identifican subgrupos de pacientes y permiten discriminar entre aquellos que responderán adecuadamente con un perfil aceptable de seguridad, y aquellos en que el fármaco no será eficaz o producirá una toxicidad inaceptable. La Oncología es la especialidad en que esta revolución se está produciendo con mayor rapidez, pues en los últimas tres décadas ha pasado de disponer de un número muy limitado de tratamientos, todos ellos de tipo citotóxico y relativamente inespecíficos (quimioterapia), al amplio arsenal terapéutico actual donde abundan los anticuerpos monoclonales y las pequeñas moléculas dirigidas específicamente contra proteínas implicadas en la progresión tumoral, como los factores de crecimiento celular y los factores angiogénicos. Al mismo tiempo, los clínicos cuentan con test diagnósticos, muchos de ellos ya comerciales, para conocer de antemano qué pacientes responderán, cuáles tienen mayor riesgo de recaer y necesitan tratamientos más agresivos, y cuáles podrían dejar de recibir terapia adicional tras la extirpación quirúrgica del tumor, sin correr por ello mayor riesgo en el futuro.
El uso de biomarcadores, y la clasificación de los pacientes en grupos y de las enfermedades en subtipos no es nuevo, ni pertenece exclusivamente al ámbito de lo que hoy se entiende por Medicina individualizada. El diagnóstico diferencial, y la búsqueda del tratamiento óptimo para cada paciente son tan antiguos como la propia Medicina. Y los ejemplos de adopción de decisiones terapéuticas (elección de fármacos y dosificación) en función del resultado de test diagnósticos más o menos específicos son abundantes y forman parte de la práctica clínica habitual desde hace décadas. Al fin y al cabo, tan biomarcadores son la glucosa y la tensión arterial como la sobreexpresión del gen HER2 (uno de los receptores del factor de crecimiento epidérmico, necesario para la proliferación tumoral), que pronostica un curso más agresivo del cáncer de mama, a la vez que identifica a aquellas pacientes que responderán a un tratamiento concreto (trastuzumab) frente a otras que no lo harán.
Lo realmente novedoso ahora, y lo que permite el desarrollo de la Medicina individualizada como un cambio revolucionario en la práctica de la Medicina, es el grado de conocimiento, el caudal de datos obtenidos mediante abordajes diferentes y complementarios, la potencia de las herramientas bioinformáticas que permiten analizar y dar sentido a toda esa información, y en definitiva el nivel de detalle con que empezamos a conocer las enfermedades y los pacientes que las padecen, y por tanto la precisión con que empieza a ser posible clasificarlas. Sólo en virtud de este conocimiento nos es posible plantear una nueva forma de prevenir, diagnosticar y tratar las enfermedades, menos aproximativa y más adaptada a las especificidades de cada paciente.
Véase: ADN, Análisis genéticos, Biología molecular, Datos genéticos, Farmacogenética y Farmacogenómica, Genoma Humano, Medicamento, Derechos del Paciente.
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