Autor: VICTORIA CAMPS CERVERA
I. Precisiones conceptuales.—Se considera un aborto la interrupción, espontánea o voluntaria, del embarazo antes de la viabilidad del feto. Es la interrupción voluntaria del embarazo la que plantea problemas éticos, dado que la Ética tiene por objeto aquellas acciones realizadas con el concurso de la voluntad, esto es, las que podrían ser de otra manera o dejar de realizarse si el agente en cuestión se lo propusiera. Las acciones involuntarias o no queridas explícitamente quedan fuera del juicio ético y no son imputables a la responsabilidad del sujeto.
Aunque los términos «ética» y «moral» pueden utilizarse indistintamente y etimológicamente significan lo mismo, el término «moral» suele tener un significado más restrictivo cuando hace referencia a una moral concreta, generalmente de carácter religioso. El término «ética», en cambio, pretende tener un alcance más universal y desvinculado de las distintas doctrinas o ideologías generalmente de origen religioso. Así, hablamos de «moral católica» o «moral islámica», y de ética, sin atributos.
II. El debate ético sobre el aborto.—2.1. El debate religioso-moral. El origen de la persona.— Desde que empezó a plantearse, el debate ético del aborto ha girado en torno a la pregunta por el origen de la persona y al intento de precisar si el ser humano empieza a existir como tal en el momento mismo de la concepción o con posterioridad a la misma. La pregunta por el origen de la vida no es comprensible sino en el contexto de una moral religiosa que parte de la doctrina de la creación divina del alma humana. En la Edad Media, el debate sostenido por los Padres de la Iglesia dio lugar a dos posiciones contrapuestas. Una de ellas, la teoría de la «animación inmediata», defendía una continuidad biológica desde la fase inicial de la fecundación en la que residiría el principio de la vida humana. La otra postura, defendida por Santo Tomás, se inclinaba por una «animación sucesiva o retardada». Aplicando la distinción aristotélica entre materia y forma (hilemorfismo), Tomás de Aquino pensaba que el alma (la forma) debía necesitar una materia en la que asentarse, razón por la que vendría infundida algún tiempo después del desarrollo inicial de la materia. En concreto, Tomás de Aquino situaba el inicio de la «forma» humana a los 40 días de la fecundación, en el caso de los hombres, y a los 80, en el caso de las mujeres. Si bien consideraba que el embrión estaba ya informado con los atributos de su naturaleza o esencia humana, entendía que dicha esencia no quedaba plenamente actualizada hasta cumplirse el plazo mencionado.
El magisterio eclesiástico, lejos de mantenerse fiel a la teoría de la animación retardada, ha defendido con tesón la teoría según la cual el inicio de la vida humana coincide con el momento de la fecundación. En un principio, la Iglesia Católica admitió la teoría hilemórfica, en el Concilio de Viena de 1312, hasta el punto de prohibir el bautismo del producto de un nacimiento prematuro que no mostrara forma humana. No obstante, a partir del siglo XVII, se empezó a ver en el embrión un homúnculo. Desde entonces, la oposición al aborto en cualquier circunstancia se ha convertido en una de las banderas del magisterio católico. La encíclica de Pablo VI, Humanae Vitae constituye una defensa a ultranza de la vida humana desde el mismo momento de la fecundación, y dicha tesis es la defendida por la doctrina católica ortodoxa. De tal opinión se deduce que el aborto constituye un homicidio y no puede permitirse ni siquiera para salvar otra vida, porque ningún fin bueno justifica el homicidio. A partir de ahí, en el seno de la Iglesia Católica, se ha generado una casuística destinada a justificar el llamado «aborto terapéutico indirecto», esto es, el aborto como consecuencia de una intervención terapéutica destinada a otro fin distinto de la interrupción del embarazo. Dicho aborto indirecto o no intencionado sería moralmente aceptable.
Por lo que se refiere a las otras religiones monoteístas, las posturas son más matizadas. El judaísmo considera que el aborto es un crimen a partir del 40.º día después de la fecundación. El islamismo, por su parte, afirma que el feto es un ser humano a partir del 120.º día, si bien la unanimidad del Islam sobre dicha cuestión está lejos de ser total.
El progreso científico y, en especial, el desarrollo de la Genética, han aportado argumentos nuevos y menos filosóficos que son aducidos a favor de la postura oficial de la Iglesia Católica. Así del hecho de que el óvulo fertilizado contenga ya el código genético algunos quieren deducir que es propiamente un ser humano.
2.2. La ciencia y el origen de la persona.—Es inevitable abordar la ética del aborto desde la perspectiva de la moral religiosa, y de la moral católica en particular, porque la fijación del problema, por parte de las religiones, en la pregunta por el origen de la persona, ha determinado todo el debate posterior en torno a la regulación de la interrupción voluntaria del embarazo. El supuesto según el cual la vida del nasciturus tiene el valor de cualquier vida humana ha conducido a la prohibición y penalización sostenida del aborto considerándolo un delito durante mucho tiempo. Desde tal perspectiva, la libertad de la madre para afrontar con autonomía el proceso de reproducción deja de ser considerada como un valor a tener en cuenta ante el valor absoluto otorgado a la vida personal.
No obstante, la hipótesis de que la vida del nasciturus tiene el mismo valor que la de cualquier persona y merece ser protegida desde la fecundación, no es una hipótesis científica. Dicho de otra forma, la doctrina moral que prohíbe el aborto considerándolo un homicidio no es deducible de ningún hecho que demuestre que el embrión o nasciturus es una persona. La consideración de que lo es tiene carácter religioso o metafísico, no científico. Es una creencia, perfectamente respetable, pero no la constatación de una realidad verificable. La ciencia no ha encontrado elementos suficientes para atribuir al nasciturus la condición de un ser humano. La misma indeterminación ha llevado al derecho a rechazar que se pueda considerar al nasciturus como un sujeto de derecho. Por otra parte, la tesis de que el nasciturus es un ser humano desde la fecundación conduce a una serie de contradicciones si queremos salvar la legitimidad del aborto en alguno de los supuestos más aceptados. Ni la violación ni el peligro grave para la vida de la madre ni las malformaciones del feto serían razones suficientes para provocar la interrupción del embarazo. En cualquiera de los tres supuestos se estaría violando el «derecho» del feto a la vida desde el momento de la fecundación. Cuando el derecho a la vida del nasciturus se proclama de un modo absoluto y no condicionado a las fases de evolución del feto, como sostiene la religión católica, ninguna circunstancia legitima la interrupción voluntaria del embarazo. La autonomía de la madre deja de ser tenida en cuenta ya que la mujer es vista sólo como un medio para el fin de la reproducción y no como un fin en sí misma. La consecuencia obvia de tal razonamiento es que la mujer está obligada siempre a llevar adelante un embarazo pase lo que pase. Desde una Ética que se basa en la dignidad de la persona, se hace difícil justificar dicha perspectiva.
2.3. El conflicto de valores. El derecho a la vida y el derecho de la mujer a la autonomía procreativa.—Si no hay justificación científica que avale la tesis de la coincidencia del origen de la vida humana con el inicio de la fecundación, habrá que tener en cuenta el otro valor en liza que otorga a la mujer el derecho a decidir llevar a término un embarazo o no hacerlo en determinadas circunstancias. La carta de derechos humanos no se agota con la proclamación del derecho a la vida. Las libertades individuales son un valor fundamental del pensamiento moderno, en el que se asientan la mayor parte de los derechos humanos. El principio de autonomía es asimismo una norma básica de la Bioética. Existe, por otra parte, la realidad de unas mujeres que, por diversas razones, se sienten incapaces de llevar adelante un embarazo y que, en nombre del derecho a la autonomía procreativa, demandan la despenalización del aborto bajo determinados supuestos. Desde tal realidad, el debate ético del aborto se plantea como el conflicto entre dos valores o derechos igualmente fundamentales: el valor de la vida y el valor de la libertad individual ante la reproducción.
Según Ronald Dworkin, el derecho a la autonomía reproductiva es un aspecto importante de la cultura política occidental según la cual «las personas tienen el derecho y la responsabilidad moral de enfrentarse por sí mismas a las cuestiones fundamentales relativas al significado y valor de sus propias vidas, respondiendo a sus propias conciencias y convicciones» (Ronald Dworkin, El dominio de la vida). Efectivamente, la elección de lo que en Filosofía se denomina «la vida buena» es una elección personal que forma parte del derecho a la libertad individual. En esa capacidad para elegir cómo vivir reside la dignidad de la persona si nos atenemos al imperativo categórico kantiano según el cual hay que tratar a las personas siempre como un fin y nunca únicamente como un medio para satisfacer los fines e intereses de otros.
Como ocurre con cualquier derecho, el de la mujer a la autonomía procreativa no es tampoco un derecho absoluto. Si el aborto está permitido no lo está en cualquier momento del desarrollo del feto. El conflicto entre el valor de la vida del feto y el de la libertad de la mujer para elegir podrá resolverse dando prioridad a la libertad sólo bajo determinadas condiciones que son las que ponen límites al derecho a la libertad. Si hemos de ser fieles a las consideraciones de John S. Mill sobre la libertad individual, ésta sólo puede tener un límite: evitar que se haga daño a otros. Cualquier intento, pues, de regular la interrupción voluntaria del embarazo tendrá que hacerse limitándola a la fase en que la decisión de abortar no pueda considerarse nociva para la vida del feto. Sólo con tal limitación, el aborto será éticamente aceptable.
2.4. La viabilidad del feto.—La intuición de Tomás de Aquino de que el desarrollo del feto es gradual y que, sólo a partir de un determinado momento, éste debe ser considerado un ser humano, guarda semejanzas notables con la teoría actual que sirve de base a la autorización del aborto a partir de un plazo previamente fijado.
Hemos dicho que no hay base científica suficiente para proclamar de modo absoluto que el nasciturus es un ser humano desde el momento de la concepción. Sí la hay, en cambio, para determinar, aunque sea de modo aproximado, en qué fase de la fecundación el feto es viable. El conocimiento científico actual se inclina por apoyar la teoría de que, a partir de la 24.ª semana del embarazo, empieza a ser posible la supervivencia neonatal. Antes de dicho término, en consecuencia, es posible hablar de aborto, mientras que, pasado ese umbral, será más exacto hablar de parto prematuro. El argumento de la imposible supervivencia del feto, ni siquiera con el soporte adecuado, durante una primera fase de la fecundación, es considerado razón suficiente para permitir el aborto en ese período, dado que, si el aborto no fuera voluntario, sino espontáneo, el feto tampoco sobreviviría. En ningún caso, pues, puede interpretarse que la elección de abortar daña al feto en el sentido de acabar con una vida ya posible. Lo daña, en definitiva, de la misma forma que lo hace cualquier interrupción espontánea del embarazo.
Muchos de los países que cuentan con una legislación avanzada del aborto se inclinan por la llamada «ley de plazos». Se trata de una ley que no contempla ningún otro supuesto que legitime la interrupción voluntaria del embarazo, salvo el de la viabilidad del feto. Basta, en tales casos, la decisión responsable de la madre para que se acepte el aborto dentro del plazo legislativamente acordado y prescrito. Un plazo que, en las leyes más restrictivas se sitúa en la 14.ª semana, y en las más generosas, en la 24.ª semana. En España la Ley Orgánica de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo pone límite en la semana 14ª.
A dicha limitación suelen añadirse, en las distintas legislaciones, ciertos supuestos en los que es legítimo abortar más allá del plazo establecido. La Ley española aludida determina dos de tales supuestos, a saber, el riesgo grave para la salud de la embarazada y el riesgo de graves anomalías en el feto.
Desde el punto de vista ético, ambos supuestos tienen el mismo cometido consistente en determinar en qué casos el conflicto de valores entre la vida y la libertad puede resolverse dando prioridad a la libertad. Para ello, la consideración de riesgos graves para la salud de la madre, así como la malformación del feto aparecen como dos circunstancias que pueden reducir seriamente la oportunidad de la mujer de dar valor a su propia vida no subordinando indiscriminadamente su sufrimiento a la culminación del embarazo.
Aunque los supuestos mencionados son, por sí mismo, y siempre que se apliquen responsablemente, razón suficiente para justificar éticamente el aborto, no parece razonable que, al mismo tiempo, no se tenga en cuenta la teoría de la viabilidad del feto (como de hecho ocurría en la legislación española, en el caso del supuesto de la salud de la madre). No hay que ignorar que la libertad de elección de la madre no es un derecho absoluto, sino que tiene límites que deben ser controlados. La tesis de la viabilidad, que conduce a una ley de plazos, es la que ofrece posibilidades de control más efectivas, lo que redunda, al mismo tiempo, en una mayor seguridad jurídica respecto a la aplicación de la misma.
Es cierto, por otra parte, que la viabilidad del feto no tiene unos límites claros ni permanentes. Los avances científicos pueden conseguir que el feto sea viable en momentos cada vez más tempranos, como de hecho ha venido ocurriendo, lo que obligaría a rectificar los plazos establecidos para que el aborto pudiera ser considerado un aborto y no un parto prematuro. No obstante, la necesidad de revisión de los plazos no invalida el juicio de que una legislación basada en los plazos sea el modo más aceptable de poner una frontera nítida y clara al derecho de la mujer a interrumpir el embarazo.
III. La ética del aborto en un Estado laico. —3.1. El derecho a la autonomía procreativa y el deber de la responsabilidad.—Precisamente porque el derecho a tomar decisiones sobre la propia vida no es un derecho absoluto y debe limitarse cuando afecta a otras vidas, reales o potenciales, conviene insistir mucho en el vínculo entre el ejercicio de la autonomía personal y la responsabilidad.
La opción de abortar no debe significar indiferencia respecto al valor de la vida en gestación, sino que la decisión de interrumpir voluntariamente el embarazo debe ser vista como una cuestión de gran importancia moral. Las partidarias del aborto libre no dejan de repetir que el aborto para una mujer es siempre un acto traumático, que no puede realizarse a la ligera ni frívolamente. Es cierto. Pero esa convicción debe contrastarse con la terrible realidad del aumento creciente de los abortos, especialmente en adolescentes y jóvenes, circunstancia que sólo pone de manifiesto la imprudencia y la irreflexión con que ciertas mujeres se enfrentan a las relaciones sexuales.
La responsabilidad se fomenta de muchas maneras. Una de ellas es la educación sexual; otra, el modo en que la administración, el sector sanitario y la sociedad en general interpretan la despenalización del aborto. En ningún caso, la interrupción voluntaria del embarazo debe ser considerada como un método más de contracepción. Al contrario, el objetivo de cualquier regulación del aborto debe ser tanto propiciar abortos sanos y no peligrosos para la mujer que se somete a ellos, como evitar los abortos y procurar que su número disminuya. Lo cual supone tomar al mismo tiempo medidas de prevención del embarazo y de contracepción eficientes.
La educación sexual, por su parte, no sólo ha de procurar una información correcta y adecuada a las personas que la reciben, sino que debe ser vista como formación integral de la personalidad, es decir, como formación en la responsabilidad hacia las relaciones sexuales y la reproducción. La interrupción voluntaria del embarazo es ineludiblemente un mal menor. Un mal menor forzado por la condición humana y unos datos estadísticos lamentables y que hablan por sí mismos. Debe reconocerse, sin embargo, que por alta y real que sea la demanda de abortos, ésta nunca será razón suficiente para despenalizar la interrupción del embarazo. La justificación ética hay que buscarla en la dignidad de la mujer y en su autonomía para tomar decisiones responsables respecto a su cuerpo, incluido el caso en que esa decisión afecta el desarrollo del feto en sus primeras fases.
El reconocimiento de dicha dignidad debería conducir a una regulación que diera más protagonismo a la mujer del que se le concede con las legislaciones en las que la decisión última siempre depende de un profesional sanitario y no de la propia mujer. Al mismo tiempo que se le otorga tal protagonismo, habrá que poner los medios para que la decisión sea responsable.
El tema de la libertad y responsabilidad de la mujer plantea una cuestión difícil por lo que hace a las decisiones de las menores de dieciocho años. Algunas leyes relativas al derecho de las personas a la autonomía en cuestiones sanitarias (principio de autonomía), así como algunos códigos deontológicos, se han pronunciado a favor de la libertad de la menor para dar ella misma su consentimiento (sin intervención paterna) siempre que demuestre la madurez suficiente para hacerlo. Sin entrar en el debate jurídico que ha provocado la propuesta, debe ponerse de manifiesto que, desde el punto de vista ético, la consideración del menor como un ser maduro para decidir por sí mismo y en concreto sobre la interrupción del embarazo, plantea muchas dudas y, por lo tanto, conviene activar todas las cautelas antes de abandonar a la discrecionalidad del profesional de turno la decisión sobre la madurez de la menor para decidir.
3.2. La apuesta por la tolerancia.—Es incuestionable que el debate ético relativo al aborto está marcado por una doctrina religiosa, mayormente católica, que se opone frontalmente a la regulación del aborto porque sigue considerándolo delictivo. No vivimos, sin embargo, en Estados confesionales, cuyos miembros se ven obligados a aceptar determinadas creencias, sino en un Estado laico abierto a la pluralidad de creencias, incluidas, por supuesto, las religiosas. No sería legítimo que dicho Estado permitiera que una religión impusiera sus puntos de vista al conjunto de la sociedad, prescindiendo así de los del resto de ciudadanos. Desde tal premisa, hay que afirmar que la opción por la regulación de la interrupción voluntaria del embarazo es la que conviene a una ética laica, en la que quepan las creencias de todos y cada uno de los ciudadanos. Dado que la realidad del aborto da lugar a juicios morales discrepantes, derivados de la opción por dar un valor absoluto a la vida o permitir un equilibrio entre la vida del feto y la libertad de la mujer, la postura más razonable es la de la tolerancia. Tolerar cualquier creencia impidiendo al mismo tiempo que una de ellas se imponga sobre las demás. Las políticas a favor de la interrupción voluntaria del embarazo en determinadas condiciones respetan el interés de la mujer y no obligan a nadie a abortar. Una política que aceptara como propia las doctrinas religiosas antiabortistas obligaría, en cambio, a todos los ciudadanos a adoptar una postura en la que no creen ni para la que existe fundamento objetivo.
Los juicios morales son juicios de valor y, como tales, no objetivables. Ello explica la difícil unanimidad sobre la valoración ética del aborto. Siempre habrá sectores de la sociedad fieles a la teoría de la sacralidad de la vida, incluida la del nasciturus, mientras otros pensarán que el valor de la vida debe ser compatible con el de la libertad para decidir. Dicho estado de cosas es el que justifica la adopción de una norma que respete, en determinados supuestos, la autonomía procreativa de la mujer. Una ley restrictiva de la libertad prohibiendo el aborto obligaría a generalizar una opción no compartida por todos. En cambio, la opción por la despenalización del aborto permite la decisión libre y no obliga a nadie a tomar una decisión contraria a su conciencia. En las cuestiones de carácter moral, cuando las posturas son irreconciliables, la más legítima es la que da prioridad a las libertades individuales. Es la postura tolerante, la virtud democrática por excelencia, porque admite la existencia y viabilidad de doctrinas y puntos de vista diferentes de los propios.
3.3. La objeción de conciencia.—La objeción de conciencia es una consecuencia obvia del derecho constitucional a la libertad ideológica, de religión y de culto. Refleja asimismo el valor otorgado a la libertad del individuo para actuar de acuerdo con su conciencia cuando la ley le obliga a poner en cuestión las propias creencias. Sería un retroceso, desde cualquier punto de vista, negar el derecho a la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios que, por el motivo que sea, no juzgan moralmente legítima la interrupción voluntaria del embarazo.
Sin poner en duda el derecho a la objeción de conciencia, hay que reconocer que, una vez la interrupción voluntaria del embarazo ha sido aceptada por un Estado de Derecho, las mujeres se convierten en sujetos de un derecho que dicho Estado ha de poder garantizar, más aún cuando existe un sistema sanitario público accesible a todos los ciudadanos. La objeción de conciencia de ciertos profesionales, en tal caso, entra en conflicto con el derecho de la mujer a ser atendida por el sistema público. Es dicho conflicto el que pone límites al ejercicio de la objeción de conciencia, los mismos límites que según John S. Mill debe tener el ejercicio de la libertad individual en general. Es decir, el derecho a la objeción de conciencia podrá ejercerse siempre y cuando se garantice al mismo tiempo el derecho de la mujer a hacer uso de su autonomía procreativa decidiendo libremente interrumpir un embarazo en las condiciones establecidas por la ley.
La necesidad de encontrar un equilibrio entre ambos intereses, imprescindible para salvaguardar las libertades de unos y otros, implica una serie de obligaciones éticas. Por lo que concierne a los poderes públicos, éstos deben regular tanto el ejercicio de la interrupción voluntaria del embarazo, para que la práctica del mismo se vea amparada por la máxima seguridad jurídica, como la práctica de la objeción de conciencia, a fin de que el derecho de la mujer al aborto sea justamente correspondido en el sistema sanitario público. A su vez, a los profesionales sanitarios de los centros públicos les corresponde la obligación de ejercer la objeción de conciencia responsablemente, poniendo por delante el interés común a los intereses particulares.
Véase: Códigos deontológicos, Consentimiento, Contracepción, Derecho a la vida, Dignidad humana, Embarazo, Embrión, Fecundación, Feto, Nasciturus, Objeción de conciencia, Persona, Principio de autonomía, Ser humano, Viabilidad.
Bibliografía: BROWN, Mark T., «The morality of abortion and the deprivation of futures», Journal of Medical Ethics, núm. 26, 2000, págs. 103-107; CASADO, María / CORCOY, Mirentxu (coords.), Documento sobre objeción de conciencia en sanidad, Observatori de Bioètica i Dret, Barcelona, 2007 (www.bioeticayderecho.ub.es); DWORKIN, Ronald, El dominio de la vida, Ariel, Barcelona, 1994; DAVANZO, G., «Aborto», en Diccionario Enciclopédico de Teología moral, dirigido por Leandro Rossi y Ambrosio Valsechi, Ediciones Paulinas, Madrid, 1974; FERRATER MORA, José / COHN, Priscila, Ética aplicada, Alianza Universidad, Madrid, 1981; FINNIS, John et al., Debate sobre el aborto: cinco ensayos de Filosofía moral, Cátedra, Madrid, 1983; HEWSON, Barbara, «Reproductive Autonomy and the ethics of abortion», Journal of Medical Ethics, núm. 27, 2001, págs. 10-14; HIMMA, K.E., «A dualist anaysis of abortion: personhood and the concept of self qua experiential subject», Journal of Medical Ethics, núm. 48, 2005, págs. 48- 55; MITJANS, Esther, «Bioética e igualdad en la interrupción del embarazo», en CASADO, María (ed.), Materiales de Bioética y Derecho, Cedecs Editorial, Barcelona, 1996, págs. 273-293; SAVULESCU, Julian, «Conscientious Objection in medicine», BMJ, vol. 332, 2006, págs. 294-297; VALDÉS, Margarita (comp.), Controversias sobre el aborto, Fondo de Cultura Económica, México, 2001.
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