Autor: ELENA ATIENZA MACÍAS
I. Introducción.—Por huelga de hambre se entiende la acción consistente en dejar de tomar alimentos para presionar a las autoridades y/o movilizar a la opinión pública y lograr así algún objetivo de carácter político, en un sentido muy amplio de la expresión. Esta última finalidad permite distinguir esa acción del ayuno, en cuanto acto privado que obedece a motivaciones religiosas, dietéticas, etc. De todas formas, es posible que el negarse a tomar alimentos tenga una motivación religiosa pero que con ello se persiga también alguna finalidad política; este habría sido el caso de Gandhi, quien recurrió con frecuencia (y con éxito) a ese tipo de acción no violenta, y el cual hablaba más bien de ayuno que de huelga.
Obviamente, las acciones que caen bajo el rótulo «huelga de hambre» son distintas desde muy diversos puntos de vista. Así, los objetivos que se persiguen con una huelga de hambre pueden ser muy variados desde el punto de vista material: detener un conflicto armado, llamar la atención sobre algún problema social, obtener un beneficio penitenciario, etc. También, en consecuencia, es muy distinto el valor que cabe atribuir a esos objetivos: casi todos estaríamos de acuerdo en que los que perseguía Gandhi eran moral y políticamente valiosos, pero la mayoría de la opinión pública española no pensó lo mismo a propósito de la reciente huelga de hambre del preso etarra De Juana Chaos quien, con su acción, pretendía obtener determinado beneficio penitenciario —conseguir la libertad provisional—. Y es distinto también el tipo de adhesión que busca el huelguista: convencer de la justicia de su causa o simplemente lograr que se cambie una medida como consecuencia de la presión de la opinión pública. O, en fin, puede tratarse de una huelga de hambre limitada, dirigida simplemente a denunciar una injusticia, pero sin poner en riesgo la vida del (o de los) huelguista(s); o bien de una huelga ilimitada en la que se toma la decisión de no recibir alimentos hasta lograr que se adopte determinada medida, de manera que, si ésta no tuviera lugar, el huelguista está dispuesto a sacrificar su vida.
El que una misma conducta pueda interpretarse de maneras muy distintas —por ejemplo, como un sacrificio o como un chantaje— depende, claro está, del juicio moral que la misma merezca, esto es, de si se entiende que se trata o no de una acción justificada: por eso, se habla del sacrificio de Gandhi o del chantaje de De Juana Chaos. Lo que no es la huelga de hambre es un suicidio, si esta última expresión se emplea en un sentido más o menos preciso: el suicidio no es una acción que se dilate en el tiempo, sino más bien una acción de ejecución instantánea; y, sobre todo, el que se suicida no es simplemente el que está dispuesto a acabar con su vida (porque considera que hay algún valor que está por encima de su propia vida), sino el que desea acabar con ella; o sea, para el suicida, la muerte es un resultado, mientras que para el huelguista de hambre supone simplemente una consecuencia (un efecto no deseado por él, pero que está dispuesto a dejar que se produzca).
II. ¿Es lícita la huelga de hambre?—Ahora bien, ¿cuándo es moralmente lícita la huelga de hambre? ¿Lo es en algún caso? Como hemos visto, hay un elemento común a todas las huelgas de hambre (la acción de no recibir alimentos) y otros elementos que varían de un caso a otro, de manera que ese concepto abarca conductas muy heterogéneas en diversos aspectos. Su licitud o ilicitud dependerá, por ello, del tipo de huelga de hambre de que se trate. Así, no parece que haya muchos problemas en aceptar la licitud moral de las huelgas, cuando las mismas tienen un carácter limitado. Y parece también que, si con ese tipo de acción se pretende alcanzar un objetivo de gran importancia moral o si el huelguista trata de obtener un fin altruista (y no una ventaja personal), entonces aumentan las probabilidades de que sea considerada como moralmente lícita. Naturalmente, la huelga de hambre (la de carácter indefinido) sería una acción ilícita en cualquier circunstancia, si se pensara que la propia vida tiene un valor absoluto y que, en consecuencia, debe ponerse siempre por encima de cualquier otro bien. Pero, en realidad, nadie (o casi nadie) sostiene semejante punto de vista: el comportamiento de quien pone en riesgo su vida para salvar la de otros o para obtener algún bien de gran importancia no es un ejemplo de comportamiento inmoral, sino de todo lo contrario, de conducta supererogatoria.
Desde el punto de vista jurídico, los problemas que plantea la huelga de hambre se refieren básicamente a conductas llevadas a cabo por individuos que están cumpliendo pena de prisión. La razón de ello es que, en los sistemas jurídicos desarrollados (liberales, en el sentido más amplio de la expresión), no parece que el Estado pueda intervenir frente a una acción de huelga de hambre realizada por alguien que goza de plena libertad, como no sea por considerar que no está en pleno uso de sus facultades mentales; pero en este último caso no hablaríamos propiamente de huelga de hambre. Así, nadie pensó en su momento en alimentar a Gandhi por la fuerza y nadie piensa en hacer otro tanto con los trabajadores o los integrantes de algún movimiento político que recurren a esa medida como medio de lucha (de lucha pacífica) para llamar la atención de la opinión pública y obtener una amplia difusión de sus reivindicaciones. De manera que los supuestos de justificación más compleja —que más merece la pena discutir— parecen ser los de huelga de hambre de presos (en muchos casos, presos terroristas) para obtener determinados beneficios penitenciarios. Son casos, por otro lado, en los que las soluciones jurídicas no dejan de estar vinculadas a determinadas concepciones de la moral.
III. El caso de los GRAPO.—En España, la huelga de hambre de los presos del GRAPO, a finales de 1989, dio lugar a una gran discusión pública. Lo que los presos pretendían eran ciertas mejoras en su situación carcelaria; básicamente, que los pertenecientes al grupo estuvieran en un mismo centro penitenciario, lo que suponía modificar la política del Gobierno de dispersión de los presos por delitos de terrorismo. Las posturas defendidas al respecto por los jueces que tuvieron que decidir sobre el problema, así como por diversos juristas, moralistas y publicistas que se manifestaron sobre el tema, fueron esencialmente las tres siguientes:
1) La primera consistió en sostener que la Administración penitenciaria podía y debía alimentar a los presos por la fuerza; o sea, debía hacerlo aun cuando éstos se encontraran en estado de plena conciencia y manifestaran su negativa al respecto. Para defender esa solución se propusieron, a su vez, diversas líneas argumentativas.
Una, la más radical, tomó como base el carácter sagrado de la vida, lo que llevaría a considerarla como un bien del que no se puede disponer libremente; el derecho a la vida debe prevalecer siempre frente a cualquier otro derecho con el que entre en conflicto. Esa tesis se defendió a veces con argumentos de tipo teológico más o menos explícitos: nadie es dueño de su vida porque no la crea, sino que la recibe (de Dios o de la Naturaleza); y otras veces en consideraciones supuestamente ontológicas: la vida es la base y fundamento de todos los derechos individuales, pues ninguno podría existir sin ella.
Una posición más matizada (pero favorable a la alimentación forzosa de los presos cuando su vida corra peligro como consecuencia de la huelga) es la que sostuvo el Tribunal Constitucional español cuando tuvo que pronunciarse al respecto (STC 120/1990, de 27 de junio y 11/1991, de 17 de enero). Ante el conflicto entre el valor de la vida y el de autonomía personal, el Tribunal, dadas las circunstancias del caso, entendió que era la vida la que debía prevalecer, esencialmente por estas tres razones: La primera es que el derecho a la vida tiene un componente de protección positiva que impide configurarlo como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia muerte. La persona «puede fácticamente disponer sobre su propia muerte (…) la privación de la vida propia o la aceptación de la propia muerte es un acto que la ley no prohíbe», pero no constituye «un derecho subjetivo». La segunda razón es que el Tribunal entendió que los presos no usaban de la libertad reconocida en la Constitución «para conseguir fines lícitos», sino «objetivos no amparados por la ley» (modificar una decisión política tomada legítimamente por el Gobierno). Y la tercera, y más relevante, es que los reclusos se encontraban, en relación con la Administración, en una «relación especial de sujeción» que hacía que se pudieran imponer en esos casos limitaciones a los derechos fundamentales «que podrían resultar contrarias a esos derechos si se tratara de ciudadanos libres o incluso de internos que se encuentren en situaciones distintas».
2) La segunda de las posturas consistió en sostener que la Administración sólo podía considerarse autorizada a alimentar al preso por la fuerza cuando éste hubiese perdido la consciencia. La argumentación utilizada viene a ser la siguiente. El deber de la Administración de velar por la vida y salud de los reclusos se debe a la especial situación en la que se encuentran éstos, la cual les impide utilizar los mecanismos asistenciales ordinarios. Eso supone para los poderes públicos un deber de ofrecer prestaciones sanitarias o alimentarias, pero no autoriza a imponerlas en contra de la voluntad del recluso. Los reclusos tienen los mismos derechos fundamentales que el resto de los ciudadanos, en la medida en que sean compatibles con el cumplimiento de la pena, como ocurriría en este caso. No se les puede, por lo tanto, alimentar por la fuerza. Ahora bien, en el caso de pérdida de consciencia por parte del huelguista (y aun cuando el recluso hubiese manifestado que llegado a esa situación no deseaba ser alimentado), las cosas cambian: como está privado de la posibilidad de modificar su criterio (no alimentarse), lo que existe ahora es una «voluntad presunta» que debe ceder frente a la obligación de la Administración de velar por la salud e integridad de los internos. Esa solución tendría además la ventaja de que permite respetar en la medida de lo posible el derecho de huelga de los reclusos; y, sobre todo, de que evita que se puedan abrir paso «razones de Estado» encaminadas a desembarazarse por ese medio de reclusos «indeseables» como habría sucedido en años anteriores con varios reclusos del IRA o de la banda Baader-Meinhof.
3) Finalmente, la tercera postura (que no fue adoptada por ningún órgano jurisdiccional, pero sí por algún sector de la opinión pública y de la doctrina penal) fue entender que la Administración no estaba autorizada a alimentar a los presos por la fuerza, ni siquiera cuando estos hubiesen perdido la consciencia. Las razones esgrimidas fueron de diverso tipo. Unas podrían calificarse como razones de coherencia: si se aceptara esa solución para los reclusos (alimentarlos cuando hubieran perdido la consciencia), no se ve por qué no extenderla también a los huelguistas que gozan de libertad; y si la voluntad presunta debe ceder frente al derecho a la vida, entonces no parece fácil justificar una institución como el testamento vital. Otras razones se basaron en calificar esa medida de paternalista; se trataría además de un paternalismo no justificado, puesto que —de acuerdo con las informaciones de que se disponía— los presos habían tomado la decisión de prolongar la huelga de manera libre y no presionados por la organización terrorista a la que pertenecían. En fin, la razón más fuerte consistió en sostener que el derecho a la vida implica que el individuo tiene también derecho a decidir su muerte.
Y al tratarse de un derecho fundamental, sólo podría limitarse si su ejercicio afectase a derechos fundamentales de otros o supusiera consecuencias verdaderamente extremas, como lo sería, por ejemplo, el que pusiera en peligro el funcionamiento mismo de las instituciones penitenciarias, supusiera un riesgo para el sistema democrático, ocasionase gastos económicos de extraordinaria entidad, etcétera. Pero nada de eso parecía darse en el caso.
IV. Huelga de hambre y derecho a la vida.—La discusión anterior pone bien de manifiesto que el problema de fondo que plantea la justificación de la huelga de hambre tiene que ver, sobre todo, con la manera de entender el derecho a la vida. Estas parecen ser algunas de las posibilidades:
Para algunos (la postura más radical de quienes justificaban la obligación de alimentar a los huelguistas cuando sus vidas corrieran peligro) el derecho a la vida vendría a ser un derecho de ejercicio obligatorio por parte del titular y que exige un hacer positivo por parte del Estado. Podría decirse que su configuración sería análoga al derecho a la educación: su titular —el niño— tiene derecho a ser educado, pero no a no serlo (por eso se habla de derecho-deber), y el Estado debe poner los medios para que esto sea posible.
La contrafigura a esa forma de entender el derecho a la vida (pero que no puede adoptarse por razones obvias) consistiría en verla (al modo de la libertad de expresión o de libre sindicación) como una libertad negativa: podemos vivir o dejar de vivir y el Estado (o los otros) no puede matarnos, pero tampoco tiene ningún deber positivo de preservar nuestra vida. Otros (como el Tribunal Constitucional español) consideran que el derecho a la vida incluye un contenido de protección positiva (exige deberes positivos por parte del Estado), de manera que no puede asimilarse a un derecho de libertad en su significado clásico. Pero no es tampoco un derecho de ejercicio obligatorio por parte de su titular; éste último estaría en una situación semejante a lo que, en la terminología de Hohfeld, se llama un privilegio: como antes se veía, «la privación de la vida propia o la aceptación de la propia muerte es un acto que la ley no prohíbe», pero no constituye tampoco un «derecho subjetivo» (y por eso estaría justificada la asistencia médica coactiva); sería, en ese sentido, como el «derecho» a buscar y obtener beneficios empresariales (en un contexto de libre competencia), que no implica que los otros tengan el deber de proporcionarlos y ni siquiera el de no interferir en las acciones encaminadas a esos objetivos.
Una manera distinta de entender el derecho a la vida es interpretar que se trata de un derecho de libre disposición y que exige un hacer positivo por parte del Estado; sería semejante al derecho a la cultura que, por un lado, implica (a diferencia del derecho a la educación) que somos libres de acceder o no a la cultura y que el Estado no sólo no debe impedir nuestros cursos de acción en este sentido, sino que debe también poner los medios para facilitárnoslos.
En fin, una variante de la anterior posición consiste en sostener que la «libre disposición» supone que se tiene derecho a vivir o a morir, pero de la vida no se puede disponer como se dispone de la propiedad. El propietario puede transmitir a otro su derecho sobre un determinado objeto, pero un individuo no puede trasmitir su derecho a morir o a vivir. En esto, el derecho a la vida se asemejaría al derecho de voto o al derecho a elegir una determinada religión.
Como se ve, la justificación de la huelga de hambre, cuando esa acción supone poner en peligro la vida, solo es posible si se sostiene alguna de las dos últimas posturas, o sea, si se acepta que existe algo así como un «derecho a morir» y que el valor de la autonomía personal está por encima del de la vida.
Bibliografía:
ATIENZA, Manuel, Tras la justicia. Una introducción al derecho y al razonamiento jurídico (cap. 4), Ariel, Barcelona, 1993; DÍEZ RIPOLLÉS, José Luis; «La huelga de hambre en el ámbito penitenciario», en Cuadernos de política criminal, núm. 30, 1986, págs. 603-659; GIMBERNAT, José Antonio; «Consideraciones éticas en torno a la huelga de hambre de los «GRAPO», en Jueces para la democracia, núm. 9, 1990, págs. 40-41; HOHFELD, WESLEY N., Conceptos jurídicos fundamentales (trad. de G. Carrió), Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1968; JUANATEY, Carmen, Derecho, suicidio y eutanasia, Ministerio de Justicia e Interior, Madrid, 1994; RUIZ MIGUEL, Alfonso, «Autonomía individual y derecho a la propia vida (Un análisis filosófico-jurídico)», en Revista del Centro de Estudios Constitucionales, núm. 14, enero-abril 1993, págs. 135-165.
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