ENCICLOPEDIA de BIODERECHO y BIOÉTICA

Carlos María Romeo Casabona (Director)

Cátedra de Derecho y Genoma Humano

globalización y bioética (Ético )

Autor: ADELA CORTINA ORTS

I. Globalización: un fenómeno asimétrico.— Las cuestiones de nombres son solemnes cuestiones de cosas, y por eso conviene empezar esta contribución aclarando los términos que componen su rótulo y en qué medida entran en relación mutua.
En cuanto a la globalización, aunque algunos autores sitúan su comienzo en los textos de los estoicos, porque es en ellos en los que nace el ideal cosmopolita, otros aluden a Marco Polo y sus viajes por Oriente, y otros se refieren al Descubrimiento de América, lo bien cierto es que la globalización es un fenómeno reciente. Nace en los años ochenta y noventa del siglo XX con la consolidación de esa «aldea global» de que habló McLuhan, gracias a tres factores fundamentalmente: la revolución informática, el abaratamiento de los transportes y la desregulación de los mercados. A ello se añaden la capacidad de desplazamiento de las industrias inteligentes, la eliminación de las barreras (de mercancías, de capital financiero, de trabajadores), la volatilidad de los mercados de capitales, la financiarización de la economía, la universalización del inglés, la universalización de formas de consumo costosas, la globalización del terrorismo, el aumento de las migraciones, y la universalización de la ideología neoliberal, entendida de una forma muy determinada.
En efecto, desde la caída del Muro de Berlín en 1989 parece no quedar ninguna alternativa al neoliberalismo, a esa ideología que no coincide con el liberalismo clásico, sino con una peculiar versión del liberalismo surgida por reacción frente a los Estados del Bienestar. El neoliberalismo, que hasta el momento orienta el proceso globalizador, concede un papel central a la desregulación del mercado, aunque se trate en realidad de una desregulación asimétrica, con una dirección muy determinada: desde los países ricos hacia los países pobres y entre los países ricos, pero no desde los pobres a los ricos. Es decir, una desregulación bastante menos «globalizada» de lo que se pretende. La gran ideología de nuestro tiempo es, pues, un muy determinado neoliberalismo, ante el que cualquier otra alternativa parece condenada al fracaso de antemano. Naturalmente, el neoliberalismo parece, en principio, una doctrina económica, pero cualquier persona avisada sabe que un sistema económico descansa también en un conjunto de valores éticos que le prestan legitimidad, de ahí que sea preciso preguntarse si éste es el tipo de ética que debería orientar el proceso de globalización, si hay que dejarlo en sus manos.
Ciertamente, desde un punto de vista histórico, la globalización es una consecuencia del capitalismo. El incremento tecnológico hace posible aumentar la productividad con menos trabajo, es necesario abrir mercados mundiales para rentabilizar la investigación, la existencia de economías de escala hace que el espacio económico local quede pequeño, y, por último, el valor del capital financiero hace que se incremente enormemente el valor empresarial, el valor económico. Sin embargo, que éste sea el proceso por el que se ha llegado a un mundo cada vez más interconectado no significa que la globalización no pueda orientarse de otra forma, porque lo que constituye su esencia es que los distintos lugares del globo están cada vez más conectados entre sí, que son interdependientes de modo que la actuación en un lugar de la tierra repercute en otros, y que hay bienes y males comunes sobre los que es preciso tomar decisiones.
¿Desde dónde? ¿Teniendo en cuenta a los afectados por esas decisiones que tienen repercusiones globales o desde gabinetes que prescinden de los afectados y de sus aspiraciones?
La globalización, hoy por hoy, es un fenómeno asimétrico. Y no sólo porque son asimétricas en relación con los países las reglas desde las que funciona, sino porque las consecuencias de las decisiones en ciencia, técnica y economía son universales, y no existen, sin embargo, ni una política ni una ética mundial.
Desde el punto de vista político, no existe un gobierno mundial capaz de controlar los movimientos económicos y sociales, no se ha construido aquel Estado mundial del que hablaba Kant, capaz de garantizar el nacimiento y la supervivencia de una sociedad cosmopolita. Mientras los problemas económicos y sociales son globales, la política es nacional o, a lo sumo, internacional, con organismos internacionales nada democráticos como la ONU, el BM, la OMC o el FMI, que no pueden ser el germen de una democracia global (Lamo, 2008). El proyecto de una gobernanza global, como la que propone Naciones Unidas, que permitiría distribuir con justicia bienes públicos, no pasa de un bosquejo bienintencionado. Tal vez ésa sea la gran tarea política del siglo XXI: la de ir construyendo esa suerte de gobierno mundial que haga posible una ciudadanía cosmopolita, sea a través de la creación de un Estado mundial, sea a través de la articulación de uniones transnacionales que compartan la soberanía con los Estados nacionales.
Pero también hay un déficit desde el punto de vista ético, una asimetría entre el alcance universal que tienen las consecuencias de la ciencia, la técnica y la economía y la ausencia de una ética igualmente universal, capaz de asumir la responsabilidad por ellas.
Esta asimetría es la que ya denunciaba Karl-Otto Apel en una conferencia pronunciada en 1967 en Göteborg y publicada en La transformación de la filosofía: «La civilización científico-técnica ha confrontado a todos los pueblos, razas y culturas con una problemática ética común, sin prestar consideración a las tradiciones morales culturales, propias de cada grupo. Por primera vez en la historia del género humano, los seres humanos se encuentran emplazados prácticamente frente a la tarea de asumir la responsabilidad solidaria por los efectos de sus acciones a escala planetaria. Podríamos pensar que a esta coacción a la responsabilidad solidaria debería corresponder la validez intersubjetiva de normas o, al menos, del principio fundamental de una ética de la responsabilidad » (1985, 344).
Si las consecuencias son planetarias, deberíamos poder asumirlas desde una ética planetaria de la responsabilidad. Ésta era ya la exigencia que se ha ido haciendo cada vez más patente hasta resultar diáfana gracias a la globalización. Parece que las normas morales compartidas no tenga fuerza obligatoria más que en la microesfera de las relaciones familiares y amistosas, también en la mesoesfera del ámbito nacional, pero no hay normas con fuerza obligatoria reconocidas universalmente, sino diversidad de costumbres y tradiciones. Teniendo en cuenta que las normas no son sino «expectativas de comportamiento generalizadas en la dimensión temporal, en la social y en la de contenido» (Habermas, 1998, 172), ¿cómo criticar las injusticias que genera el proceso de globalización si no hay normas morales que puedan pretender obligar de forma universal?
Éste es el problema magistralmente planteado, en aquellas décadas de los sesenta y setenta del siglo XX, en las que se desvanecen las ideologías, la postmodernidad insiste en disolver cualquier pretensión de universalidad, y nacen las éticas aplicadas, entre ellas, la Bioética. A comienzos del Tercer Milenio, y a pesar de las discusiones al respecto, pueda decirse que la Bioética es una de las ramas de la ética aplicada y justamente una de las pioneras (Helga Kuhse y Peter Singer, 1).

II. De la Bioética médica a la justicia mundial.— Evidentemente, el término «Bioética» ya ha sido tratado en esta enciclopedia, pero haremos algunas precisiones necesarias para entender en qué medida se relaciona con los desafíos planteados por la globalización.
La Bioética, como un saber específico, nace en Estados Unidos en los años sesenta y setenta del siglo XX. Cuenta con una larga prehistoria, que hunde sus raíces en el corpus hippocraticum, pero es en el último tercio del pasado siglo cuando se produce un cambio cualitativo por el que la Bioética nace como un saber dotado de una peculiar idiosincrasia, como una nueva forma de saber. Entre las razones por las que se produjo el cambio que dio lugar al nacimiento de la Bioética cabe recordar el incremento cualitativo del poder tecnológico tanto en las biotecnologías como en la práctica clínica, la conciencia creciente de que la naturaleza, no sólo tiene límites, sino también un valor interno, el deseo de evitar la judicialización en las ciencias de la salud y las tecnologías, la maduración de una ciudadanía dispuesta cada vez más a reclamar el respeto a sus derechos, y lo que podríamos llamar «la revolución de las éticas aplicadas », el hecho de que en distintas esferas de la vida social se vaya haciendo necesario un planteamiento ético específico de cada una de ellas. De hecho, ya habían ido naciendo por este tiempo la ética del desarrollo y la ética económica y empresarial, aunque de forma independiente cada una de ellas.
En los orígenes de la Bioética como una nueva forma de saber hay tres nombres imprescindibles: André Hellegers, fundador del Kennedy Institute of Bioethics, Daniel Callahan, fundador del Hastings Centre, y Van Rensselaer Potter, que acuñó el nombre «Bioética» en el artículo «Bioethics: the science of survival» (1970) y en el libro Bioethics: bridge to the future (1971). Como se ha dicho en ocasiones, la Bioética tiene un «nacimiento bilocado», porque desde él se marcan dos tendencias: la Bioética médica y la Bioética ecológica (Abel, 2001, XIII-XVII, Ferrer, 2004, 400).
Y resultó ser que de las dos tendencias la que asumió el rótulo «Bioética» e hizo fortuna con él fue la médica, la que cobró un fuerte impulso con aquellos principios del Informe Belmont, que no sólo se convirtieron en «los principios de la Bioética », no sólo se utilizaron para resolver dilemas bioéticos estableciendo entre ellos un orden lexicográfico, sino que en ocasiones se tomaron incluso como principios de todas las éticas profesionales (Gracia, 1988/2007). Las relaciones personal sanitario-paciente centran la atención, muy especialmente el discurso del consentimiento informado o de la confidencialidad. Es en la década de los ochenta cuando van cobrando importancia las cuestiones de justicia distributiva, la revisión de los sistemas de salud pública, la ética de la economía de la salud, que sólo en los noventa se atreve a entrar en la entraña de las organizaciones sanitarias, cuando la ética de las organizaciones en general llevaba ya recorrida una larga historia (Conill, 2004, parte IV).
Es en estos años noventa cuando, gracias al fenómeno de la globalización, se extienden mundialmente tanto los avances científicos y técnicos como los problemas que estos avances suscitan a menudo. Cuando una tecnología, como la clonación, aparece en un país, puede extenderse a todos; medicinas costosas contra el sida o la malaria no pueden adquirirse en determinados países por falta de recursos, las empresas farmacéuticas experimentan en países en desarrollo sin pedir el consentimiento informado y entran en la complicada deriva de patentar la vida y la todavía más complicada de hacerlo sin que resulte ningún beneficio para los habitantes de los países originarios, el expolio de la naturaleza destruye algo que es valioso y perjudica a los demás lugares del planeta, cada vez resulta más insuficiente una Bioética que atienda sólo a las relaciones interpersonales y no busque respaldo en una posición holista, no sólo local.
Los recursos de la tierra no renovables están siendo esquilmados, los desechos tóxicos están contaminando el medio ambiente de forma irreversible. La exigencia de un «desarrollo sostenible », que se plantea desde distintos puntos, es justamente la de cambiar de forma radical esta actitud depredadora y potenciar un êthos ecológico, un carácter capaz de respetar la naturaleza y vivir en armonía con ella. Trabajar por un desarrollo sostenible supone tratar de compatibilizar la producción de alimentos con la conservación de los ecosistemas, como forma de asegurar la supervivencia y el bienestar de las generaciones presentes y futuras y el medio ambiente.
Parece entonces que la posición ecologista de Potter es la mejor respuesta, que se hace necesario en el siglo XXI recobrar la conciencia ecológica de los orígenes, hasta el punto de que algunos autores rotulan la evolución de la Bioética en estas cuatro décadas con el título «De Potter a Potter», y se remiten al libro que Potter publica en 1988 con el título Global Bioethics.
En efecto, con el rótulo «Bioética» Potter pretendía bautizar a una ética de nuevo cuño que debería incluir nuestras obligaciones hacia la biosfera en su conjunto, a diferencia de las éticas tradicionales, preocupadas fundamentalmente, si no exclusivamente, por las obligaciones hacia los seres humanos. La ética de las relaciones interpersonales, a juicio de Potter, es incapaz de asegurar la supervivencia de la especie humana y la mejora de la calidad de vida. Para ello se precisa un saber nuevo, la «Bioética», que tienda un puente entre la cultura de las ciencias y la de las humanidades. En el texto de 1988 afirma Potter que una Bioética global debería aglutinar los esfuerzos de una Bioética ecológica y una Bioética médica. Mientras que la primera se ocuparía de la preservación del ecosistema, la segunda se centraría en las decisiones a corto plazo, en la ética clínica.
Sin embargo, tal vez las cosas no sean tan simples. En primer lugar, porque el proceso de globalización no ha puesto sobre el tapete sólo problemas médicos y problemas ecológicos, sino con una especial fuerza problemas de justicia global. La cuestión de las patentes, la distribución mundial de los recursos sanitarios, las condiciones sociales que incrementan la morbilidad y la mortalidad en determinados lugares en progresión geométrica, los abusos que se cometen en los países en desarrollo, todo eso excede con mucho las posibilidades de la Bioética global que Potter propone. Y, sin embargo, son éstas cuestiones ineludibles desde cualquier punto de vista, si es que queremos seguir hablando de justicia. De ahí que quienes consideran que el nuevo siglo exige una Bioética global incluyan en ella la Bioética médica, la ecológica y las cuestiones de justicia global (Ferrer, 2004; Alarcos, 2005).
Cuestiones, por otra parte, que ya habían venido trabajando otras éticas aplicadas, como es el caso de la ética ecológica o Ecoética, en el caso del medio ambiente, la GenÉtica o ética de las biotecnologías, en el caso de los estudios del genoma y la manipulación genética, la ética del desarrollo y la ética económica, en lo que se refiere a cuestiones de justicia global, y la ética de la empresa en lo que hace a la responsabilidad que las empresas deben asumir por las consecuencias de sus acciones para todos los stakeholders, para todos los grupos de interés (García-Marzá, 2004). Es una verdadera lástima que las éticas aplicadas trabajen de espaldas unas a otras, como si fueran reinos de taifas, cuando en realidad comparten unos principios éticos básicos, como muestran la realidad social y la reflexión filosófica, y cuando cada una de ellas descubre a destiempo lo que otras habían descubierto años antes. Sería cosa de invitarles a trabajar conjuntamente ante los problemas comunes, en vez de seguir trabajando en paralelo.

III. Ética global: el trabajo conjunto de las éticas aplicadas.—Realmente la preocupación ecológica y holista de Potter ni nació con él ni tampoco permaneció ligada sólo a su figura. Aldo Leopold, a quien Potter dedica el libro Bioethics: Bridge to the Future, había publicado en 1949 A Sand County Almanac, un texto que fue clave para el nacimiento de la Ética ecológica o Ecoética. En él Leopold propone esa Ética de la Tierra que exige protección moral no sólo para los seres humanos, sino también para los animales y la naturaleza. Por su parte, el noruego Arne Naess es el inspirador de la Ecosofía y de la Ecología Profunda (1973), Hans Jonas publica en 1979 El principio responsabilidad, en el que reformula el imperativo categórico kantiano de modo que el hombre se haga responsable de la permanencia de una vida humana auténtica en la tierra. Y todo ello en el ambiente creado por la hipótesis Gaia de James Lovelock, presentada en un encuentro de científicos en Princeton en 1969 y publicada en 1979. La Ecoética va generando un nuevo paradigma, un paradigma ecológico, que pretende sustituir al paradigma antropocéntrico de la ética y la ciencia tradicionales.
El nuevo paradigma viene articulado por claves como las siguientes: es preciso abordar los problemas de la naturaleza de forma holística, global, y no de modo unilateral como hace el pensar tecnológico, porque hay interdependencia entre todos los lugares del planeta; el biocentrismo debe sustituir al antropocentrismo, que ha sido el núcleo de todas las éticas de la reciprocidad, ya que la naturaleza es valiosa por sí misma y no tiene sólo un valor instrumental; el marco de las éticas interpersonales debe ampliarse para integrar también las relaciones con las generaciones futuras, con los animales, las plantas y los seres inanimados, más allá de los límites de la reciprocidad; el desarrollo sostenible a escala global requiere una educación orientada al respeto por la vida, una moral de actitudes, y no una ética de los derechos y los deberes, fundada en la idea de obligación; es preciso promover el «yo ecológico» de las personas, y no sólo el yo social; y es necesario crear la comunidad biótica, no sólo la comunidad política (Gafo, 1999, 375 y 376).
Naturalmente, cada una de estas propuestas ha despertado una gran cantidad de debates y posiciones enfrentadas. Por poner dos ejemplos, el animalismo utilitarista critica al ecologismo por conservador y anti-ilustrado, por dejar las cosas tal como están en vez de apelar al progreso; y, por otra parte, promover una educación orientada al respeto por la vida exige abandonar el discurso de los derechos de la naturaleza o de los derechos de los animales. Son discusiones con décadas de historia y una ingente bibliografía que no puede obviar una Bioética que desee hacer frente a los retos globales.
Lo mismo sucede con otra de las tradicionales dimensiones de la Bioética, la GenÉtica, que nació con los estudios en torno al genoma humano y prosiguió con las cuestiones de manipulación genética, sea investigación con embriones humanos, desafíos de la eugenesia liberal, problemas de la clonación o modificación de organismos animales y vegetales (Suzuki/Knudtson, 1991; mayor Zaragoza/Alonso Bedate, 2003). Ecoética, GenÉtica y Bioética sanitaria serían tres dimensiones de la Bioética, de ese saber cuyo campo de estudio son las ciencias de la vida, particularmente la biología, y las profesiones sanitarias, aunque su tronco sea filosófico.
Sin embargo, estas tres formas de ética aplicada parecen dejar fuera de consideración una de las mayores exigencias de quienes propugnan una Bioética global, que es la de una justicia global en la distribución de los recursos de salud. Existe un «bien vital común» que exige incluir elementos como el patrimonio genético de la humanidad como bien común de todas las generaciones, la riqueza y las capacidades de la biodiversidad a nivel global, el control de la producción de alimentos transgénicos, la solución de los problemas relacionados con el calentamiento global del planeta, los recursos genéticos globales, el agua potable, las tecnologías al servicio de los más desfavorecidos, el acceso universal a los fármacos contra las pandemias, porque la propiedad privada de las patentes está por encima del bien común de la humanidad (Alarcos, 2005, 16 y 17). Un conjunto de problemas de los que había venido ocupándose la ética del desarrollo, una de las pioneras junto a la ética económica y empresarial y junto a la Bioética.
En efecto, con antecedentes como Gandhi desde la década de 1890, el economista francés Lebret en la década de 1950, Prebisch desde las décadas de 1940 y 1950, o Fanon, en la de 1960, Denis Goulet propuso en los sesenta redefinir el concepto de desarrollo y ponerlo en manos del debate moral, analizando los valores que deben orientar su teoría, planificación y práctica. Así lo muestra en trabajos como Ética del desarrollo (1965) y The Cruel Choice: A New Concept in the Theory of Development (1971). Décadas de supuesto desarrollo no habían llevado a mejorar la vida de los países peor situados y se hacía necesario revisar los valores desde los que se estaba llevando a cabo. El trabajo por el desarrollo está impregnado de valores de un tipo de ética u otro. Pueden ser valores de eficiencia económica, competitividad, crecimiento económico y alto nivel de consumo; o pueden orientarse a reducir las desigualdades, satisfacer las necesidades básicas, potenciar las capacidades básicas de las personas, reforzar la autoestima. Economistas, como Streeten y Sen, abordan los problemas de la desigualdad global, el hambre y el subdesarrollo, entendiendo que es preciso adoptar también una perspectiva ética. En 1987 nace la ética del desarrollo como una disciplina con la creación de IDEA, es decir, de la International Development Ethics Association, en San José de Costa Rica. Y en el informe sobre el desarrollo humano de 1992 el PNUD declara que el desarrollo abarca todas las dimensiones del bienestar humano y el modo de lograrlo e insiste en el concepto seniano de capacidades.
En efecto, en los últimos tiempos una de las propuestas que tienen en cuenta cuantos trabajan en la construcción de una justicia global es sin duda el enfoque de las capacidades de Amartya Sen. Sen entiende que la principal base informacional para medir el desarrollo humano es la capacidad, y que es preciso igualar a los seres humanos en las capacidades básicas que les permitan llevar adelante los planes de vida que consideren valiosos. Por su parte, considera imposible elaborar una lista fija de capacidades básicas, válida para todo lugar, pero sí entiende que hay ciertas capacidades que cualquier ser humano de cualquier cultura pondría en su lista, como sería el caso de la vida y la salud. Para medir el desarrollo humano no basta con atender al PIB, sino que es preciso tener en cuenta capacidades como la de estar sano, poder conservar la propia salud y evitar la muerte prematura. Vida y salud —refrendará Martha Nussbaum— son capacidades básicas. Y, evidentemente, para empoderarlas será necesario articular las actuaciones de las instituciones tanto sociales como políticas con el fin de crear las condiciones de la justicia.
Entre estas organizaciones e instituciones figuran las empresas, que no pueden eludir su responsabilidad en la creación de una buena sociedad, porque son ellas las que crean las condiciones de la riqueza que puede ponerse al servicio del empoderamiento de las capacidades, las que han de hacerse responsables de que el procedimiento de patentes evite muertes y enfermedades a todos los seres humanos, incluidos los que carezcan de recursos. Es necesaria, pues, una ética global en cuyo seno cooperen cuantos trabajan en las distintas éticas aplicadas. Ésta sería una buena forma de dar contenido a la exigencia de una ética universal que oriente adecuadamente el proceso globalizador. ¿Cómo se construye esa ética para la Bioética y para las restantes éticas aplicadas?

IV. Una ética universal para la Bioética. 4.1. Seis posibles propuestas.—El proceso de globalización es un instrumento que puede utilizarse o bien para dar cuerpo al sueño estoico, cristiano e ilustrado de construir una sociedad cosmopolita, en que todos los seres humanos se sepan y sientan incluidos como ciudadanos, y que amplíe ese ideal al deber de no dañar a la naturaleza, los animales y las plantas, o bien para profundizar el abismo entre pobres y ricos, generar exclusión y destruir la vida. Es, pues, necesario, construir una ética universal con fuerza normativa que permita orientar el proceso en esa dirección. Mientras no se haga, la única ética vigente será la del neoliberalismo en el nivel global y la del individualismo posesivo en el nivel local, que no están generando sino exclusión; o la del hedonismo autocentrado, insolidario por esencia.
Pero construir una ética universal con fuerza normativa comporta una gran cantidad de problemas, sobre todo el de cómo diseñarla en un mundo con distintos bagajes culturales que comportan distintas morales. Ante este desafío cabrían al menos seis posiciones: 1) El relativismo ético, que rechaza cualquier pretensión de diseñar los trazos de una ética universal, porque lo considera una falta de respeto a la diversidad cultural. 2) Aplicar el método del equilibrio reflexivo, que parte de la conciencia moral de una sociedad determinada, e intentar extender sus supuestos éticos a las restantes, aunque adelgazándolos. 3) Detectar en las distintas culturas cuáles son los valores y principios éticos que ya comparten y construir desde ellos una ética global. 4) Extender universalmente el principio utilitarista del mayor placer del mayor número. 5) Tomar como punto de partida un hecho innegable y descubrir mediante reflexión trascendental un núcleo racional normativo que no pueda negarse sin incurrir en contradicción. 6) Practicar una hermenéutica crítica, que trabaja en un doble nivel: refuerza la Bioética cívica transnacional que ya está funcionado, atendiendo al consejo hegeliano de reconocer lo racional-efectivo en el mundo presente, y la corrige desde un criterio descubierto mediante reflexión trascendental.
4.2. El relativismo ético.—El relativismo ético entendería que no podemos descubrir principios universales, ni siquiera formales, ni tampoco valores que pretendan valer universalmente. Cada cultura tiene sus propios principios y valores y es desde ellos desde los que tienen que arbitrar respuestas para los problemas bioéticos. Esta posición, que parece sumamente respetuosa, es, sin embargo, insostenible. Desde el punto de vista existencial, porque nadie puede resistir vivirlo en la vida cotidiana. En cuanto el relativista exige universal respeto por la diversidad de culturas entra en flagrante contradicción, porque ya está universalizando un valor, el del respeto a las culturas. Pero, sobre todo, porque el relativista ético es normalmente occidental y, si quiere ser consecuente, ha de dar por bueno que en determinadas culturas no existan libertad de expresión y de conciencia, que la mujer esté sometida al varón, se practique la ablación del clítoris y un sinfín de usos y costumbres de culturas distintas de las suya. Si el relativista quiere ser consecuente, dejará que las consecuencias de la ciencia, la técnica y la economía afecten a todos los seres humanos y no humanos, y que cada cultura local se defienda con su moral tradicional como pueda. La asimetría, que Apel enunciaba, es perversa para los más débiles, porque deja el proceso globalizador en manos de los fácticamente poderosos.
4.3. El camino del equilibrio reflexivo.—El equilibrio reflexivo es el método propuesto por Rawls, que dicen asumir hoy en día un buen número de filósofos políticos, como es el caso de Nussbaum, Crocker, Gutmann o Thompson. Consiste este método en intentar detectar la conciencia moral-política de una sociedad en relación con cuestiones de justicia, diseñar desde ella ese experimento mental que se llama «posición original» y tratar de descubrir desde ese experimento qué principios de justicia querría esa sociedad para sí misma. Es, pues, un método hermenéutico-coherencial, que puede emplearse de dos formas distintas a la hora de intentar con él diseñar los trazos de una cierta ética universal.
4.3.1. Una de esas formas, la que Rawls elige, consiste en detectar los principios de justicia en las sociedades con democracia liberal, muy especialmente la estadounidense, y después intentar extenderlos a culturas no liberales, pero adelgazándolos (Rawls, 1999). Sin embargo, este método, así aplicado, tiene al menos dos inconvenientes.
1) El método sirve para comprender mejor los principios que una sociedad ya acepta y para justificarlos desde el diseño de la posición original, pero no permite encontrar un fundamento racional para esos principios, ni tampoco ir más allá de lo que permite la posición original, tal como se ha diseñado; una posición en la que ciudadanos libres e iguales de sociedades con democracia liberal, y además sanos, deliberan y eligen.
Ésta es la razón por la que Norman Daniels tuvo que ocuparse de la aplicación a la justicia sanitaria de las propuestas rawlsianas. Y es la razón por la cual Rawls reconoce expresamente que no puede esbozar principios de la justicia que se ocupen de los deberes hacia gentes de otras naciones, porque su límite es el contrato social, ni tampoco de los deberes para con los discapacitados, los animales y la naturaleza. Naturalmente, son éstas cuestiones de justicia que no puede eludir una ética empeñada en asumir exigencias globales de justicia, como ha puntualizado, entre otros, Nussbaum (2007). Lo mismo sucede en el caso de las generaciones futuras, que sí tienen cabida cuando se trata de las del propio Estado, porque la sociedad se concibe como un medio de cooperación intergeneracional, en el que es posible contar con los miembros futuros, pero no tienen cabida las generaciones futuras de otras naciones, que no entran en el pacto social.
2) Atender a las relaciones de justicia con otros países, al derecho de gentes, sólo puede hacerse aplicando el procedimiento de eludir las diferencias entre doctrinas comprehensivas del bien al ámbito internacional, construyendo algo así como una «concepción moral de la justicia» extensible a países no liberales, que exige respetar derechos fundamentales muy básicos y que utiliza el modelo jurídico del contrato para dar fuerza obligatoria a los contenidos morales. Sin embargo, en el ámbito internacional sólo las culturas que tengan un sentido de lo liberal razonable se sentirán obligadas a respetar tal derecho de gentes. Y además, según el liberalismo político, una vez formulados los requisitos de razonabilidad en el ámbito internacional, se trata de confirmar que en una posición original, cubiertos con un «velo de ignorancia», los representantes de regímenes jerárquicos bien ordenados adoptarían el mismo derecho de gentes que los representantes de sociedades liberales.
Sin embargo, la metáfora del contrato es una metáfora moderna occidental, tomada del derecho privado y llevada al derecho público. Constituye la sedimentación de unas doctrinas comprehensivas que interpretan a los seres humanos como seres autónomos, con capacidad de contratar en el campo mercantil y en el político. Pero los principios éticos que prestan legitimidad a los contratos políticos no pueden ser pactados, porque constituyen un presupuesto del contrato mismo: la obligación moral de cumplir los pactos nace del reconocimiento recíproco de seres con un valor interno.
4.3.2. El otro camino en el empleo del equilibrio reflexivo consiste en tratar de detectar algo así como una conciencia moral universal, recurriendo a diversos informes publicados en distintos países, a sus instituciones políticas, a encuestas, cuestionarios y encuentros. Contando con este material traído de distintas culturas sería posible elaborar una lista de capacidades básicas que todos los seres humanos tendrían que poder desarrollar, al menos hasta llegar a un umbral mínimo, por debajo del cual la vida es inhumana. Es Nussbaum quien hace esta propuesta y presenta una lista de capacidades, cuatro de las cuales al menos interesan especialmente a la Bioética: vida, salud corporal, integridad corporal y relación armónica con los animales y la naturaleza (Nussbaum, 2002, 120-123). Más adelante Nussbaum aplica estas capacidades al caso de los animales, intentando mostrar cómo también con ellos existen esos deberes (2007, 386-394).
También autores como Crocker intentan asumir el método del equilibrio reflexivo para elaborar una ética del desarrollo, que es obviamente transcultural. Sin embargo, y con todos los méritos que el método pueda tener, nunca sirve sino para comprender mejor, no para fundamentar. Y cuando pretende tomar el pulso a una supuesta conciencia moral mundial es inevitablemente etnocéntrico. En realidad, actúa como Rawls: toma condiciones de justicia occidentales y las traslada al nivel mundial.
4.4. La crítica social inmanente.—Éste es el procedimiento que propone Michel Walzer para descubrir una cierta ética universal que respete, a la vez, la existencia de una cierta ideología universal y una «política de la diferencia», interpretándolas en su justo sentido. Con este fin introduce una distinción entre «moralidades densas», encarnadas en cada sociedad particular, y una «moralidad tenue», extensible más allá de las fronteras, pero sólo en casos críticos. Las moralidades densas y particularitas contendrían un núcleo de una moralidad tenue universalista, que se presenta de forma independiente cuando se produce alguna crisis social, personal o política. Con esta moralidad tenue es posible llegar a un conjunto de mandatos negativos, que podrían extenderse a todas las sociedades. Parece, pues, posible detectar una cierta moralidad universal que, recordando la tradición de la segunda Tabla del Sinaí, se expresa en mandatos negativos. El método utilizado para descubrirla es sociohistórico y hermenéutico, porque se trata de adentrarse en las moralidades densas, y de descubrir en ellas la moralidad tenue que marca el límite de lo tolerable. Sin embargo, y en abierta contradicción con ese presunto universalismo, desde esa moralidad tenue —dirá Walzer— no estamos legitimados para criticar otras moralidades densas, sino sólo para lanzar críticas en el seno de la propia moralidad densa y, a lo sumo, para repudiar las injusticias más brutales y ofensivas.
Con ello prolongamos la tradición profética de Israel, según la cual, el profeta lo es en su tierra, salvo Jonás que fue enviado a Nínive. El crítico social, heredero de esa tradición, mide a su sociedad por los ideales que ella pretende tener, por eso la crítica es inmanente, porque lo que le da fuerza son los ideales presentes en cada sociedad, y no cumplidos en ella. La crítica social —dirá claramente Walzer› «no puede trabajar en una Agencia Universal, sino en una Agencia Doméstica».
Realmente, este idealismo crítico inmanente es incapaz de conjugar universalidad y diferencia, porque el método socio-histórico puede llevarnos a descubrir un denominador común, ya aceptado, e interpretable de diferente forma en cada «eticidad» concreta, a un cierto mosaico multicultural.
4.5. El utilitarismo.—El utilitarismo es un hedonismo social, que asienta sus bases sobre dos principios, el de la mayor utilidad del mayor número de seres con capacidad de sentir y el principio de igualdad, según el cual, en el caso de esos seres sensibles cada uno cuenta por uno y nada más que por uno. Como el propio Rawls reconoce, el utilitarismo no puede servir para elaborar una concepción de la justicia que compartan distintas doctrinas comprehensivas del bien, porque él mismo es una doctrina comprehensiva del bien. En una sociedad liberal sólo algunos grupos entenderán que el único móvil vital es la búsqueda del placer y la huida del dolor, y que la felicidad consiste en maximizar el placer y minimizar el dolor.
En efecto, el utilitarismo se presenta como una doctrina universalista, porque toma en consideración los intereses de todos los afectados por una acción; bienestarista, ya que define lo «éticamente bueno» en términos de bienestar, entendido como satisfacción de los intereses, y define «interés» como lo que valoramos, lo que nos importa; consecuencialista, porque juzga si las acciones son buenas atendiendo a sus consecuencias para los intereses de los seres sentientes, no a sus derechos previos; y es agregativa, porque suma los intereses de todos los afectados por una acción, y elige el mayor bien del mayor número, sopesando la intensidad, duración y número de intereses afectados.
En el ámbito de la Bioética el utilitarismo tiene una enorme presencia, que se acrecienta en tiempos de globalización porque no es una doctrina antropocéntrica, sino que extiende su interés a los animales, entiende que la capacidad de sufrir es la «línea infranqueable» de lo que merece consideración moral. Los nombres de Singer o Harris, siguiendo las huellas de Bentham, son bien conocidos. Sin embargo, el utilitarismo es incapaz de hacer frente a los desafíos de la globalización por razones como las siguientes:
1) El utilitarismo es agregacionista, lo cual le impide ser universalista y le convierte en colectivista. La máxima que ordena buscar el mayor bien del mayor número, manda por su misma esencia sacrificar los intereses del individuo a los de la colectividad cuando sea necesario. Pero entonces los intereses de cada uno no cuentan de modo igual, sino que pueden sacrificarse en el cómputo general. El deontologismo es imprescindible para que cada uno cuente por uno y nada más que por uno, es preciso defender los derechos de cada individuo, sin dejar que puedan someterse al cálculo de la mayoría.
2) En ese cálculo el utilitarismo tiene en cuenta normalmente las preferencias reveladas, craso error habida cuenta del fenómeno de las preferencias adaptativas, que Berlin sacó a la luz y Elster formuló con precisión, preferencias que es preciso tener muy en cuenta al medir la satisfacción de las personas con su situación (Cortina/Pereira, 2009).
3) El utilitarismo reduce las motivaciones humanas a un solo tipo de móvil, que es la búsqueda del placer y la huida del dolor, cuando los seres humanos actúan también por otros motivos y razones, como el compromiso, el respeto, el afecto o la valoración de algo que vale por sí mismo, y no sólo para otro fin.
4.6. La ética del discurso.—La ética del discurso apela a la reflexión trascendental sobre un hecho innegable, el hecho de la argumentación, desde la que se discuten la validez de los contratos, las posibilidades de la moralidad tenue y las del principio del mayor placer para el mayor número de seres sensibles. Justamente el descubrimiento de los presupuestos irrebasables de la argumentación permite fundamentar el carácter obligatorio de una ética universal, que se presenta como una ética de la responsabilidad o, mejor dicho, como una ética de la corresponsabilidad por las consecuencias de las acciones colectivas.
La reflexión trascendental sobre los presupuestos de la argumentación arroja como resultado una norma ética fundamental, según la cual, por decirlo con Apel, cualquiera que argumenta en serio ha reconocido que «Todos los seres capaces de comunicación lingüística deben ser reconocidos como personas, porque en todas sus acciones y expresiones son interlocutores virtuales de una discusión, y la justificación ilimitada del pensamiento no puede renunciar a ningún interlocutor y a ninguna de sus aportaciones virtuales a la discusión» (1985, 380 y 381). Todos los seres dotados de competencia comunicativa deben, por tanto, ser reconocidos como personas para que tengan sentido nuestras acciones comunicativas, y este reconocimiento no es inocuo. Constituye, por el contrario, el núcleo de una ética normativa que despliega su fecundidad en los distintos ámbitos de la vida social, en los que configura el marco de las distintas éticas aplicadas: Bioética, ética de la economía y la empresa, GenÉtica, ética de los medios de comunicación, ética de las profesiones.
Un análisis del contenido de la norma fundamental descubre, al menos, los siguientes elementos: 1) Entre los interlocutores se reconoce un igual derecho a la justificación del pensamiento y a la participación en la discusión. Este igual derecho es expresivo del reconocimiento de la autonomía de la persona, a la que se debe invitar —cuando es afectada por una norma puesta en cuestión— a expresar sus intereses a través del discurso y a optar por los universalizables. 2) Todos los afectados por la norma puesta en cuestión tienen igual derecho a que sus intereses sean tenidos en cuenta a la hora de examinar la validez de la norma, aun cuando sólo fueran interlocutores virtuales. 3) Cualquiera que desee en serio averiguar si la norma puesta en cuestión es o no correcta deberá estar dispuesto a colaborar en la comprobación de su validez. Lo cual supone asumir un triple compromiso, que ningún hablante competente puede asumir en solitario y que exige, por tanto, corresponsabilidad: el compromiso de velar, junto con otros, por que se respeten los derechos pragmáticos de los posibles interlocutores, el compromiso de intentar encontrar, junto con otros, las soluciones más adecuadas para que se respeten los derechos, y el compromiso de intentar promover, junto con otros, las instituciones que mejor aseguren el respeto de estos derechos.
La responsabilidad no puede ser individualmente asumida, sino que más bien exige la creación de instituciones adecuadas para proteger esos derechos. De ahí que Apel hable de un Principio de Corresponsabilidad, que complementa al principio individual de responsabilidad (2000, 21-27).
Ciertamente, la ética del discurso puede muy bien responder a un buen número de desafíos globales justamente porque es una ética de la justicia que atiende a la vez al principio racional y a los contextos concretos de acción. Son los afectados en cada caso concreto, con su peculiar sensibilidad y cultura, quienes tienen que tomar las decisiones sobre las normas que les afectan, teniendo en cuenta que en un mundo global decisiones como las que antes hemos comentado afectan a todos los seres humanos, actuales y potenciales, o al menos a una gran parte de ellos. Lo cual incluye a todos los interlocutores actuales y virtuales, es decir, es preciso tener en cuenta a las generaciones futuras. Cuestiones como el patrimonio genético, las patentes, la distribución de los recursos sanitarios, las políticas sociales y económicas, tendrían que tener en cuenta a los afectados «globales», y sería necesario empoderarles de forma corresponsable para que puedan participar en los diálogos que les afectan.
Sin embargo, la ética del discurso tiene límites que es preciso superar, como son los siguientes:
1) Como ética aplicada, adopta un modelo de aplicación en dos partes, la primera (parte A) se ocupa de la fundamentación del principio ético mencionado, y la segunda (parte B) aplica el principio de forma corresponsable, mediando la racionalidad comunicativa por la estratégica. A mi juicio, sin embargo, es verdad que el uso de la racionalidad estratégica es necesario, pero también es verdad que no es eso lo que caracteriza a la aplicación, sino también, y muy especialmente, el descubrimiento de los valores y principios de alcance medio en cada esfera social.
2) La reflexión trascendental sobre la discusión acerca de normas descubre el vínculo que existe entre todos los afectados dotados de competencia comunicativa, actuales y virtuales, y los derechos pragmáticos que deben serles respetados. Pero sólo pone sobre el tapete el vínculo lógico-formal que une a esos afectados, dejando en la sombra elementos indispensables para el diálogo sobre la justicia de las normas, como la capacidad de estimar los valores, sentir la injusticia y adquirir virtudes. Y, sin embargo, quienes se reconocen mutuamente en el diálogo sobre normas también se reconocen recíprocamente esas dimensiones, sin las que carece de sentido preguntarse por la justicia de las normas.
3) La ética del discurso es decididamente antropocéntrica. Tiene en cuenta a las generaciones futuras y a todos los seres dotados de competencia comunicativa, más allá de los Estados nacionales. Y es una ética de la responsabilidad por la naturaleza, pero en la medida en que es preciso mantenerla por el bien de los seres humanos.
Éstas son razones por las que convendría aceptar sus valiosas aportaciones e ir más allá de ellas, complementándola.
4.7. Hermenéutica crítica: ética cívica transnacional.— La propuesta de una ética de la razón cordial, que he venido desarrollando desde hace algún tiempo, entiende que el método de la Bioética, como el de las restantes éticas aplicadas, es el de una hermenéutica crítica, que trata de descubrir en las esferas concretas de acción, en este caso en las ciencias de la vida y la salud, los principios éticos que sirven de marco normativo y sus peculiares modulaciones en principios de alcance medio y en valores específicos de cada ámbito.
Pero justamente en esos contextos no hay, como diría Hegel, un «ateísmo del mundo ético», sino que, en nuestro caso, ya existen declaraciones de Bioética locales, nacionales e internacionales. Los comités de los centros de salud o los hospitales toman decisiones argumentadas y escriben propuestas, las comisiones nacionales e internacionales, redactan declaraciones y elaboran informes, los expertos en Bioética entablan debates en el marco de la opinión pública. Declaraciones como las de la UNESCO rebasan sobradamente las fronteras nacionales, como es el caso de la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos (1997), la Declaración Internacional sobre los datos del Genoma Humano (2003), la Declaración Universal de Bioética y Derechos Humanos (2005), pero también las declaraciones sobre desarrollo sostenible. Todo ello va conformando una conciencia moral social, que no es sólo nacional, sino transnacional, que va pretendiendo obligatoriedad moral en los distintos países y, a la vez, influyendo en la forja de las conciencias personales. Son, pues, tareas de una inmensa responsabilidad. Tendrían que ponerse en manos de los expertos más preocupados por la justicia, dispuestos a tener en cuenta dialógicamente en lo posible los intereses de los afectados.
Esa ética cívica transnacional es ya efectiva y va configurando esa ética global que necesita la Bioética.
Las decisiones se toman en los distintos órganos a través del diálogo o de la deliberación, en los que deberían estar presentes también los afectados de algún modo. Pero siempre dentro de un marco normativo que no está sujeto a deliberación. Ésta es la verdad de la primacía de lo justo sobre lo bueno o sobre lo útil: que los derechos fundamentales de los afectados —lo que se han llamado «derechos humanos»—no se someten a discusión, son cartas de triunfo en cualquier juego deliberativo.
Claro que la concreción de los derechos humanos, también en Bioética, requiere diálogos que tienen lugar en la historia, como admiten Apel y Habermas, pero olvidan que esos diálogos deben tener lugar siempre desde un marco trascendental que es el que les da sentido: el de respetar y empoderar a los afectados por las normas, poniendo a su servicio cualesquiera avances en Bioética. Ningún derecho personal puede someterse al cálculo de la utilidad ni tampoco a los diálogos históricos. Ese marco normativo es el que ha de orientar los diálogos sobre patentes, expolio de la naturaleza, atención sanitaria, distribución de recursos en el nivel local y mundial: el marco que tiene en cuenta los llamados «intereses universalizables », que se concretan en derechos humanos, necesidades y capacidades básicas.
Desde esta perspectiva, son los seres dotados de competencia comunicativa humana quienes tienen que ver protegidos sus derechos en el nivel mundial a disfrutar de los bienes del proceso de globalización del que son inevitables afectados. Éste es el núcleo de una justicia mundial para una Bioética global. Pero eso no significa que los animales, las plantas y la naturaleza en su conjunto puedan ser explotados por tener sólo un valor instrumental. Son valiosos en sí mismos, aunque no en un sentido absoluto. Una ética mundial exige no dañarles y mantener el desarrollo sostenible de la naturaleza, haciendo frente al riesgo ecológico (Cortina, 2009).

Véase: Bioética, Bioética: instrumento civil, Bioética internacional, Bioética y religiones, Desarrollo sostenible, Bioderecho, Principio de autonomía, Principialismo, Principio de no maleficencia, principio de responsabilidad.

Bibliografía: ABEL, Francesc, Bioética: orígenes, presente y futuro, Institut Borja de Bioética/Fundación MAPFRE Medicina, 2001; ALARCOS, Francisco, Bioética global, justicia y teología moral, Desclée de Brouwer/Universidad Pontificia Comillas, 2005; APEL, Karl-Otto, La transformación de la filosofía, Taurus, Madrid, 1985, vol. II; APEL, Karl-Otto, «First Things First», en M. Kettner (Hg.), Angewandte Ethik als Politikum, Frankfurt, Suhrkamp, 2000, págs. 21-50; CONILL, Jesús, Horizontes de economía ética, Tecnos, Madrid, 2004; CORTINA, Adela, Ética de la razón cordial, Nobel, Oviedo, 2007; CORTINA, Adela, Las fronteras de la persona, Taurus, Madrid, 2009; CORTINA, Adela/GARCÍA-MARZÁ, Domingo (eds.), Razón pública y éticas aplicadas, Tecnos, Madrid, 2003; CORTINA, Adela/PEREIRA, Gustavo, Pobreza y libertad. Erradicar la pobreza desde el enfoque de Amartya Sen, Tecnos, Madrid, 2009; CROCKER, David A., Ethics of Global Development: Agency, Capability and Deliberative Democracy, Cambridge University Press, Cambridge (UK), 2008; FERRER, Jorge/SANTORY, Anayra O., «Hacia una Bioética global», ALARCOS, Francisco J. (ed.), La moral cristiana como propuesta, San Pablo, Madrid, 2004, 399-430; GAFO, Javier (dir.), Diez palabras clave en ecología, Estella, Verbo divino, 1999; GARCÍA-MARZÁ, Domingo, Ética empresarial, Trotta, Madrid, 2004; GOULET, Denis, Ética del desarrollo, IEPALA, Madrid, 1965; GRACIA, Diego, Fundamentos de Bioética, Triacastela, Madrid, 2007 (2.ª ed); HABERMAS, Jürgen, Facticidad y validez, Trotta, Madrid, 1998; KUHSE, Helga/SINGER, Peter (eds.), Bioethics. An Anthology, Blackwell, Oxford, 1999; LAMO DE ESPINOSA, Emilio, «El nuevo mundo: configuración de los nuevos poderes», en AAVV, ¿Es rentable la ética en el nuevo orden mundial?, Fundación ÉTNOR, Valencia, 2008, 53-77; MAYOR ZARAGOZA, Federico/ALONSO BEDATE, Carlos (cords.), GenÉtica, Ariel, Barcelona, 2003); NUSSBAUM, Martha, Las mujeres y el desarrollo humano, Herder, Barcelona, 2002; NUSSBAUM, Martha, Las fronteras de la justicia, Paidós, Barcelona, 2007; POTTER, Van Rensselaer, Global Bioethics; RAWLS, John, «The Law of Peoples», John Rawls. Collected Papers (ed. by Samuel Freeman), Harvard University Press, 1999, págs. 529-564; SUZUKI, David/KNUDTSON, Peter, GenÉtica, Tecnos, Madrid, 1991; WALZER, Michael, Thick and Thin, Notre Dame/ London, University of Notre Dame Press, 1994.


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