Autor: EMILIO JOSÉ ARMAZA ARMAZA
I. Introducción.—Como sabemos, en el campo de la Bioética y del Bioderecho contemporáneos, el análisis de las cuestiones ético-jurídicas derivadas de la experimentación con animales ha sido divido según la clase de individuos —es decir, animales humanos o animales no humanos— sobre los que se lleva a cabo un procedimiento de esta naturaleza. En este sentido, y dado que el tema de la «experimentación con animales humanos», debido a las importantes particularidades que posee, ha merecido un análisis pormenorizado en otro lugar (véase la voz «experimentación humana»), a lo largo de las siguientes líneas nos internaremos en el estudio de los problemas que se desprenden de la «experimentación con animales no humanos» —a la que, con el fin de abreviar la exposición, en adelante nos referiremos con las expresiones «experimentación con animales» o, simplemente, «experimentación animal»— intentando presentar, al mismo tiempo, un panorama general de la discusión filosófica desarrollada a lo largo de los últimos años, así como del estado actual de la legislación que regula esta materia.
Para empezar, es importante recordar que la costumbre de utilizar animales no humanos (a quienes en adelante nos referiremos, por motivos didácticos, con el término de «animales») en diversos tipos de experimentos no es, en absoluto, un hábito reciente. En efecto, se suele señalar que el origen de dichas prácticas tuvo lugar en la Grecia antigua (en concreto, entre los siglos II y IV a. C.) y que, tanto Aristóteles (384-322 a. C.) como Erasístrato (304-250 a. C.), fueron grandes pioneros en lo que respecta a la mutilación de animales vivos para la adquisición de conocimientos sobre su estructura y funcionamiento biológico, así como para probar algunos tratamientos y métodos de curación de las lesiones que previamente les habían provocado. Desde entonces este hábito fue extendiéndose lentamente por Europa, llegando posteriormente a formar parte íntima de la actividad científica de los filósofos, médicos y fisiólogos interesados por las ciencias de la vida; aunque es necesario señalar que fue gracias a la decisiva influencia de Descartes (1596-1650) —quién consideraba a los animales como máquinas autómatas, de las que se puede extraer valiosos conocimientos sobre anatomía— que la experimentación con animales pasó, definitivamente, a formar parte obligatoria del proceso de entrenamiento y aprendizaje de los científicos occidentales de la época.
No obstante, con la llegada de la Ilustración, la legitimidad ética de dichas prácticas comenzó a ser cuestionada, curiosamente, desde los mismos círculos intelectuales entre los que se estructuraron las bases teóricas de lo que hoy conocemos con el nombre de «derechos fundamentales». No olvidemos, pues, que a Voltaire (1694-1778) pertenecen las siguientes líneas: «Hay salvajes que se apoderan de este perro […] lo clavan a una mesa y lo despedazan vivo para mostrar sus venas mesentéricas. Se descubren en él los mismos órganos sensoriales que en uno mismo. Contéstame mecanicista —exclamaba el filósofo francés—, ¿es que la Naturaleza ha dispuesto todos los resortes sensoriales en este animal con el fin de que no sienta?». De esta forma, el número de pensadores que cuestionaban, aunque desde perspectivas diferentes, el uso indiscriminado de animales, comenzó a aumentar de manera significativa —Hume (1711- 1776), Rousseau (1712-1778), Pope (1688-1744) y, de forma prodigiosa, el mismo Bentham (1748- 1832) son sólo algunas de las personalidades que se pronunciaron en tal sentido—; sin embargo, los planteamientos de estos personajes no consiguieron imponerse a la ideología dominante de aquella época debido, principalmente, a la irrupción de Kant (1724-1804) en el debate. En efecto, ni siquiera la revolución darwiniana —que desveló que nuestra verdadera naturaleza no deriva de la voluntad de un ser que habita en el cielo— pudo contrarrestar los efectos teórico-prácticos de la expansión, producida tan solo unas décadas antes, del planteamiento kantiano respecto del lugar que ocupan los animales: «existen únicamente en tanto que medios y no por su propia voluntad». Por ello, respecto de la vivisección, el filósofo de Königsberg, declaraba que «tales experimentos son admisibles porque los animales son considerados como instrumentos al servicio del hombre».
De esta manera, la asombrosa influencia que el pensamiento kantiano tuvo sobre los planteamientos ético-jurídicos del occidente, posibilitó que las obras de los autores que durante los siglos posteriores intentaron refutar la ideología dominante, o bien pasaran desapercibidas —como el caso del libro de Henry Salt Animal’s Rights publicado en 1892—, o bien fueran consideradas como simples socarronerías —recuérdese que la tesis doctoral El Derecho y el animal del peruano Alfredo González Prada, defendida y publicada en 1914, fue vista por los Catedráticos de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Mayor de San Marcos como una «tomadura de pelo»—.
No obstante, la situación dio un giro inesperado durante la segunda mitad de la década de los 70. Las críticas dirigidas contra el antropocentrismo kantiano ortodoxo y, en general, contra todo planteamiento ético tradicional que tiene como caballo de batalla la terca defensa de la santidad de la vida humana, han sido acogidas y desarrolladas de una forma nunca antes vista, y gracias a ello, los problemas ético-jurídicos derivados de la experimentación con animales han vuelto a ocupar un lugar preponderante en el Derecho y la Filosofía contemporáneos.
II. Consideraciones fácticas generales.—Es evidente que, tanto para poder abordar el tema desde el punto de vista de la Filosofía, como para describir el tratamiento jurídico de la cuestión, será necesario que anotemos, previamente, algunos datos fácticos que nos posibiliten, primero, elaborar una valoración ética y, después, repasar la regulación jurídica del tema materia de análisis. Veamos entonces qué es la experimentación animal.
2.1. Cuestión terminológica y aproximación conceptual.—Hemos indicado que fue en Grecia donde el ser humano, por primera vez, comenzó a llevar a cabo ciertos experimentos utilizando modelos animales. Ahora bien, sabemos con certeza que, en aquellos tiempos, los novatos investigadores no disponían de la tecnología ni de los conocimientos necesarios como para poder determinar, por ejemplo, cuál era el efecto producido en la salud de un mono si se le sometía, durante unos minutos, a microondas productoras de calor. En su lugar, los científicos de antaño utilizaban pruebas, métodos e instrumentos mucho más simples y rudimentarios —como cuerdas y cuchillos— para practicar lo que hoy conocemos con el nombre de «vivisección» —práctica que consiste en la separación de las partes del cuerpo de un animal vivo, al que previamente se ha sujetado y asegurado para evitar que se mueva—. Dado que no fue sino hasta mediados del siglo XIX cuando se empezó a utilizar anestésicos con objetivos claramente paliativos, resulta sencillo imaginar la intensidad de los padecimientos que, desde entonces, han sufrido los animales sometidos a este tipo de procedimientos de experimentación.
Quizá por esta razón algunos autores han señalado que la utilización del término «vivisección» es suficiente para englobar a todos los métodos, procesos y técnicas de experimentación con animales; sin importar sus fines, naturaleza, contenido, o medios utilizados para llevarlos a cabo. Es importante anotar que esta afirmación nos llevaría a la conclusión de que, mediante el uso del mencionado vocablo, podríamos referirnos a todos los experimentos en los que se hayan utilizado animales, sin importar si se ha practicado o no la disección de las partes de sus cuerpos —lo cual permitiría incluir, dentro de los alcances del término «vivisección», una serie de prácticas, como por ejemplo las desarrolladas en el campo de la genética, que nada tienen que ver con la separación de las partes del cuerpo de un animal—. Sin embargo, si bien es cierto que, actualmente, la vivisección no ha dejado de ser una práctica común en los laboratorios de experimentación, es necesario precisar que dicha denominación, utilizada para abarcar todos los tipos de experimentación con animales, sin duda resulta equívoca, pues no podemos dejar de lado que el verdadero significado del vocablo «vivisección», en puridad, proyecta un contenido etimológicamente diferente al que se le pretende atribuir. De esta forma, resulta imperante insistir en la idea de que, mediante el uso del término «vivisección», únicamente podemos referirnos a todos aquellos experimentos que consisten en la disección de un animal cuando aún está vivo, dado que su estructura deriva de las locuciones latinas vivus (vivo) y secti-ônis (corte).
En base a lo apuntado anteriormente, podemos concluir con que la expresión «experimentación con animales no humanos» es la que más se ajusta al contenido del tema materia de análisis, puesto que engloba a todos los tipos y modalidades de procesos experimentales realizados en animales. Por ello, creemos que dicha expresión debe ser utilizada para referirse a todo proceso que cause dolor, sufrimiento, angustia o que, aún sin provocarlos, lesione o afecte la integridad física o psíquica de un animal no humano a través de la ejecución —o interrupción— de una serie de acciones destinadas a descubrir, comprobar, demostrar o desvirtuar el acaecimiento de determinados fenómenos o principios científicos.
Nótese que un elemento esencial del concepto que acabamos de proponer es que el procedimiento, efectivamente, cause dolor, sufrimiento, angustia o que, sin provocarlos, lesione o afecte la integridad física o psíquica del individuo. En este sentido —y a pesar de que se nos pueden ocurrir innumerables modalidades de experimentación que no causan dolor, sufrimiento o angustia, y que tampoco afectan, en modo alguno, los intereses por la conservación de la integridad física o psíquica— hemos considerado conveniente la inclusión de este requisito con el único fin de separar la experimentación con animales que tiene, sin lugar a dudas, relevancia ético-jurídica, de aquella que no la tiene —en vista de que, al no existir un conflicto de intereses, no cabe hablar de la existencia de un conflicto ético-jurídico—.
Finalmente, es necesario anotar que la «experimentación animal» suele ir acompañada de otra práctica que la doctrina ha denominado «procedimiento científico». Así, este término hace referencia a toda actividad que, antes o después de un proceso de experimentación, lesiona los intereses de un animal destinado a la investigación. Un claro ejemplo de esta práctica es la reproducción premeditada de animales que, debido a una manipulación genética, sufrirán terribles patologías (por ejemplo, cáncer) a lo largo de sus vidas para que, posteriormente, puedan ser «ofrecidos» y, en su caso, «vendidos » a los laboratorios de investigación que pretendan encontrar una cura para tales enfermedades. A pesar de que existen serios problemas éticojurídicos en relación con los «procedimientos científicos», en el presente trabajo no nos ocuparemos de los mismos en vista de que dichas prácticas merecen valoraciones específicas (piénsese, por ejemplo, en los problemas éticos derivados de la reproducción de un gran número de oncoratones —roedores a los que se les introdujo genes que inducen el desarrollo de algunos tipos de cáncer— que al final no consiguieron ser «vendidos» a un laboratorio y que, por lo tanto, morirán gaseados sin haber sido utilizados en experimento alguno). Sin embargo, de antemano nos reservamos el derecho de recordar su problemática cuando creamos oportuno.
2.2. No debemos preguntarnos: ¿pueden razonar?, ni tampoco: ¿pueden hablar?, sino: ¿pueden sufrir?—Con la expresión que acabamos de utilizar como epígrafe, Bentham señalaba que el límite mínimo del principio de igualdad en la consideración de intereses está constituido, precisamente, por la capacidad de sufrir ante la materialización de un ataque. En efecto, si golpeamos con un bate de béisbol a la pared de nuestra habitación, no podremos afirmar que dicho objeto (es decir, la pared) está o estuvo sufriendo debido al fuerte dolor derivado de tal agresión; pero, si por el contrario, damos el batazo a Javier (nuestro viejo compañero de la universidad) o a Futoque (el perro con el que compartimos la casa) la situación es completamente distinta, pues bajo estas circunstancias sí podríamos afirmar que ambos sujetos van a sufrir a causa de dicho golpe. Esta comparación ha sido utilizada para probar que los intereses (en este caso, el interés por no sufrir) existen siempre y cuando preexista la denominada capacidad de sufrir. Por esta razón, hoy en día se considera, con mucho acierto, que si un ser sufre no existe ninguna razón para no tener en cuenta tal acontecimiento al momento de evaluar ética o jurídicamente una acción concreta, ni tampoco para que dicho sufrimiento sea valorado de forma desigual en base a la diferencia racial o de especie, pues el límite de la sensibilidad es el único límite defendible para la preocupación por los intereses de los demás, no importando, por tanto, la posesión o carencia de otras características tales como la inteligencia, capacidad moral, vellosidad, color de la piel, etc.
En base a lo anotado, antes de presentar el panorama general de los problemas éticos derivados de la experimentación animal, es necesario que intentemos resolver nuestras dudas respecto de la cuestión de si, efectivamente, los animales son o no capaces de sufrir. En este sentido, es importante recordar que incluso Descartes —uno de los vivisectores más famosos de la historia— prestó especial atención a esta cuestión, pues sabía perfectamente que allí podría encontrar el fundamento teórico que le permitiese justificar sus acciones. Efectivamente, Descartes no sólo afirmaba, como vimos, que los animales son simples máquinas autómatas, sino que añadía también que la vivisección no tenía ninguna relevancia ética en vista de que «aunque chillen, cuando se les corta con un cuchillo, o se retuerzan al intentar escapar del contacto con un hierro caliente, [los animales] no experimentan placer ni dolor, ni ninguna otra cosa… pues se rigen por los mismos principios que un reloj».
Sin embargo, actualmente existe total consenso en lo que respecta a la idea de que los animales son, efectivamente, capaces de sufrir. La capacidad de los animales para percibir el dolor (considerado como una sensación —esto es, un acontecimiento mental— molesta y aflictiva) puede ser claramente deducida del comportamiento que éstos adoptan ante un ataque que, a nosotros, nos ocasionaría la misma sensación. En efecto, el llanto, los chillidos, los lamentos, los intentos por evitar la fuente del dolor, así como el terror que produce la posibilidad de repetición del mismo, son una característica que compartimos todos los animales sintientes. Finalmente, es necesario recordar que para la anatomía, fisiología y neurología contemporáneas no existe ninguna duda respecto de las respuestas orgánicofisiológicas que se producen cuando un animal es sometido a una práctica que, de ser aplicada a nosotros, nos ocasionaría dolor. De esta forma, la composición y funcionamiento del sistema nervioso central, así como las respuestas fisiológicas que caracterizan a un individuo que sufre algún tipo de padecimiento físico o psíquico —tales como la secreción de hormonas destinadas a intentar paliar el dolor, el aumento inicial de la presión sanguínea, la dilatación de las pupilas, transpiración y aumento de las pulsaciones— son solo algunas de las innumerables características que compartimos muchas de las especies de animales sintientes —al menos la totalidad de los vertebrados—.
En adición a lo dicho, es importante subrayar que la ciencia contemporánea ha llegado a comprobar que muchos animales son capaces de experimentar sensaciones de dolor incluso más agudas que las que nosotros podemos percibir (recordemos, pues, que la supervivencia de los demás animales, efectivamente, depende del desarrollo y agudeza de sus sentidos, pues son éstos los que les permitirán detectar, con mayor rapidez, la presencia de un medio hostil o dañino).
2.3. La experimentación animal en nuestros días.—Las cosas han cambiado desmedidamente desde la época en la que Aristóteles y Erasístrato comenzaron a practicar la vivisección. El número de animales utilizados en los laboratorios de investigación ha ido creciendo de forma espeluznante y, a medida que ello pasaba, la vivisección se ha convertido en sólo una de las innumerables formas de experimentación animal.
En este sentido, es importante resaltar que, actualmente, no existe consenso respecto del número de animales utilizados en las diversas áreas de investigación. Algunos datos señalan que anualmente se utilizan cien millones de animales en todo el mundo. Otras estadísticas, sin embargo, registran que la cifra oscila entre cincuenta y ciento quince millones; aunque no faltan las que señalan la impresionante cantidad de doscientos o quinientos millones de animales. En relación con esta cuestión, es preciso señalar que, al menos a corto plazo, no podremos establecer un número más o menos fiable, dado que no todos los laboratorios declaran a las autoridades de control el número real de individuos que utilizan —y ello sin tener en cuenta que no se conocen las cantidades de animales utilizados en los laboratorios ubicados en los países que han regulado deficientemente esta materia—, por lo que no hemos de extrañarnos si los datos que acabamos de indicar resultan generosos para la industria de la experimentación animal.
De otro lado, como ya habíamos indicado, los métodos, formas y fines de la moderna experimentación animal han alcanzado una diversificación nunca antes pensada. Dado que no tenemos como objetivo el describir detalladamente la forma en la que actualmente se desarrollan todos y cada uno de los experimentos con animales —cosa que además sería imposible puesto que sólo una parte de los mismos han sido descritos en las publicaciones e informes de los investigadores—, creemos conveniente presentar la clasificación que, en atención a los fines perseguidos por cada experimento, suele utilizarse para describir dichas prácticas:
2.3.1. Experimentación con fines militares.— Estos experimentos —financiados por aquellos gobiernos que desean desarrollar su capacidad bélica, así como por las compañías dedicadas a la fabricación y comercialización de armamento— buscan probar la capacidad destructiva de las nuevas armas lanzadas al mercado (convencionales, biológicas, químicas, de radiaciones nucleares y de microondas de alta potencia). Un ejemplo de este tipo de experimentos fue el desarrollado durante las pruebas de eficacia del proyectil inteligente «Adam» (que busca por medio de sensores electrónicos el hígado de la víctima) en las que se utilizaron cientos de cabras como carne de cañón para comprobar la efectividad de dicha munición.
Por otra parte, también suele incluirse bajo este mismo rubro a los experimentos orientados a la exploración del espacio extraterrestre mediante el envío de naves espaciales. En relación con esto, debemos recordar que el primer ser vivo que orbitó nuestro planeta fue Laika, una perra que murió pocas horas después del despegue de la nave en la que viajaba, debido al sobrecalentamiento de la misma y al profundo estrés que padecía. Con la experiencia de lo que le sucedió a Laika, el Gobierno de los Estados Unidos comenzó a financiar una serie de experimentos destinados al perfeccionamiento del «entrenamiento» y de la «preparación » de los tripulantes de las naves espaciales que se pensaban lanzar posteriormente, a fin de que éstos pudiesen sobrevivir a una serie de situaciones adversas e inesperadas. Dicho «entrenamiento » consistía, por lo general, en irradiar, gasear, electrocutar e inocular agentes químicos a cientos de chimpancés (y otros animales) para comprobar el tiempo que podían pilotar la plataforma de equilibrio y, al mismo tiempo, para hacerlos resistentes a dichas condiciones. Obviamente, pocos salían vivos de tales experimentos.
2.3.2. Experimentación con fines didácticos.— Es practicada, principalmente, en los centros de educación básica, media y superior, con el fin de adiestrar a los estudiantes sobre temas como la anatomía de los animales vertebrados. Dentro de la gran variedad de esta clase de experimentos, uno que ha sido objeto de gran controversia es el rito de iniciación de los estudiantes de Medicina de la Universidad de Colorado denominado dog lab. En efecto, durante este acto los estudiantes son obligados a observar cómo se abre la caja torácica de un perro vivo, previamente anestesiado, con el fin de que puedan observar los latidos del corazón y sus alteraciones ante la aplicación de diversos fármacos. Una vez finalizado el ritual (que a veces se extiende hasta por siete horas, por lo que los efectos de la anestesia no alcanzan para aliviar el dolor durante todo el proceso) se provoca la muerte del animal para evitar los inconvenientes derivados de su curación y/o tratamiento.
Por otra parte, es necesario indicar que, a pesar de que actualmente la disección de animales con finalidades didácticas puede ser fácilmente reemplazada —mediante el uso de simulaciones en ordenadores o de videos interactivos que permitan repetir el experimento las veces que uno desee— la frecuencia con la que se lleva a cabo este tipo de experimentación es tan alarmante que, incluso, quien suscribe estas líneas fue obligado a practicarla — pues en aquel momento, y dada nuestra corta edad, aún no teníamos conocimiento de que podíamos hacer uso de la objeción de conciencia—.
2.3.3. Experimentación con miras al aumento del confort.—Incluye ingentes cantidades de experimentos destinados a satisfacer antojos, caprichos o necesidades baladíes. El ejemplo más notorio de esta clase de experimentación ha sido la llamada prueba Draize de irritación de ojos. Para ejecutar dicho experimento —que fue desarrollado, por primera vez, en los años cuarenta por J. H. Draize— se coloca a los animales (usualmente conejos) en unos aparatos que los inmovilizan totalmente y dejan fuera únicamente sus cabezas, para luego poder poner una sustancia (lejía, detergente, pintalabios, bases cosméticas, etc.) en el ojo del individuo a fin de observar los efectos que dicha sustancia produce. Estos estudios pueden tener una duración de hasta tres semanas y, principalmente, son utilizados de forma intensiva por la industria de cosméticos (por ejemplo por las compañías Procter&Gamble y L’Oreal).
Otro ejemplo es la llamada LD50 (Dosis Letal 50%). Esta prueba de toxicidad oral aguda consiste en forzar a un grupo de animales a ingerir un agente químico —usualmente no comestible— para poder determinar cuál es la cantidad necesaria para aniquilar al 50% de individuos que forman parte de la investigación. Los experimentos pueden alcanzar una duración de hasta 6 meses, durante los cuales se observa y anota el desarrollo de los síntomas clásicos del proceso de envenenamiento: vómitos, convulsiones, parálisis, diarrea, hemorragias internas y, finalmente, la muerte.
Por otra parte, a pesar de que actualmente existen métodos alternativos que, de forma más eficaz, podrían reemplazar a las pruebas de toxicidad tradicionales (tales como los test de toxicidad desarrollados en tejidos y células in vitro, cuya fiabilidad es de un 80% —mientras que la fiabilidad de la prueba LD50 asciende únicamente al 65%—), es necesario poner de manifiesto que la experimentación desarrollada por la industria cosmética, durante los últimos años, se ha beneficiado considerablemente por el desarrollo de la ingeniería genética pues, sólo por poner un ejemplo, en nuestros días las pruebas de toxicidad dermal se practican sobre animales que, debido a una modificación genética, poseen ciertas características que facilitan el proceso de investigación.
2.3.4. Experimentación (investigación) biomédica.— Como su nombre lo indica, esta clase de experimentación persigue el progreso de la Biomedicina mediante el desarrollo de nuevos fármacos, terapias, tratamientos, así como el perfeccionamiento de intervenciones quirúrgicas que aún no han sido del todo eficaces. Por ello, quizá esta sea la única clase de experimentación de la que, eventualmente, podría obtenerse algún beneficio relevante, bien para los animales, o bien para los humanos, por lo que resulta más difícil de describir y evaluar que las anteriores. En efecto, no cabe duda que, a lo largo de la historia, el ser humano efectivamente se ha beneficiado de este tipo de experimentación; el descubrimiento de la insulina, por ejemplo, ha sido considerado como uno de los avances más grandes de la historia de la medicina dada su eficacia para combatir los efectos de la diabetes, pero también es del todo cierto que supuso la muerte de decenas de perros —a los que previamente se les había mutilado el páncreas— en los laboratorios de Georg Zuelger, Frederick Banting y, finalmente, de John Macleod.
No obstante, no debemos perder de vista el hecho de que no toda experimentación biomédica siempre acaba con la obtención de los beneficios esperados. Efectivamente, actualmente se induce cáncer a los pulmones de cientos de miles de animales (perros, chimpancés, ratones) con el fin de intentar descubrir la cura para esta enfermedad, pero, como sabemos, hasta ahora nada ha dado resultado, y todo indica que el mejor medio para tratar esta triste dolencia se encuentra principalmente en la ejecución de una serie de medidas que tiendan a fomentar el cambio de los hábitos de los fumadores. Igual resultado, por otra parte, han tenido los experimentos en los que en vano se les ha arruinado la vida a miles de animales (principalmente chimpancés) con la esperanza de hallar una vacuna o tratamiento capaz de erradicar el SIDA.
A su turno, un tema que ha llamado especialmente la atención en el campo de la Bioética, es la cuestión de los xenotrasplantes (véase la voz «Xenotrasplantes»). En efecto, todo parece indicar que la escasez de órganos no será cubierta mediante el uso de los órganos arrebatados a algunos híbridos interespecíficos (chimpancés-humanos / cerdos-humanos), sino más bien a través de la Biónica (que la última década ha experimentado un notable desarrollo) y del fomento de la donación de órganos provenientes de personas vivas, así como del cambio de política en lo que respecta a la donación de órganos provenientes de donantes fallecidos (pues en la actualidad, como sabemos, en estos casos, aún se conserva el principio de la intangibilidad del cadáver humano —salvo consentimiento expreso o, cuando no haya oposición familiar, presunto—).
Finalmente, debemos recordar que la investigación biomédica también incluye a la experimentación animal desarrollada en el campo de la psicología, por medio de la cual, solo por mencionar un ejemplo, se ha vuelto cocainómanos cientos de chimpancés con el fin de estudiar los efectos del síndrome de abstinencia.
2.3.5. Otros procedimientos científicos.—Anteriormente habíamos indicado que los problemas éticos derivados de la experimentación con animales no están únicamente constituidos por aquellos que guardan relación con los intereses de los individuos sobre los que, efectivamente, se experimenta, sino que también alcanzan a todos aquellos animales que, si bien es cierto no han sufrido directamente las aflicciones causadas por un proceso de experimentación, o bien son producto de tales procedimientos y sufren las patologías derivadas del experimento que se realizó en sus progenitores (por ejemplo, mediante la transmisión vertical del SIDA de un chimpancé hembra a sus hijos), o bien iban a ser destinados a la experimentación pero, por razones extraordinarias, esta situación no llegó a concretarse y son eliminados (normalmente gaseados) debido a la falta de presupuesto para su manutención.
Recordemos, pues, que la industria de la experimentación tiene necesariamente que abastecerse de animales y/o material biológico para desarrollar sus experimentos. La oportunidad ha sido aprovechada por los empresarios vinculados a ella y actualmente existe una gruesa cantidad de centros de reproducción y abastecimiento de animales e insumos para los laboratorios (solo por mencionar un ejemplo, en España se encuentra la llamada «Granja de Camarles» ubicada en Tarragona y dedicada a la trata de macacos). Respecto de este asunto, no resulta irrelevante mencionar que, cuando algunas de estas compañías no consiguen «agotar las existencias» tienen necesariamente que deshacerse de las mismas —usualmente utilizando cámaras de gas— pues no están dispuestas, de ninguna manera, a «desperdiciar» dinero en la manutención de los animales que no consiguieron comercializar. Así las cosas, esta breve descripción de algunos de los «procedimientos científicos» vinculados a la experimentación con animales nos muestra que, sin lugar a dudas, nos encontramos ante un tema que merece necesariamente un análisis pormenorizado que, lamentablemente, no podremos desarrollar en esta oportunidad.
De otro lado, antes de pasar al siguiente epígrafe, es sumamente necesario resaltar que no podemos negar el hecho de que la experimentación animal ha, efectivamente, traído beneficios al ser humano; tan sólo el descubrimiento y desarrollo de la insulina nos puede servir como un buen ejemplo para avalar dicha afirmación. Sin embargo, si tenemos en cuenta las exorbitantes cantidades de animales utilizados en la industria de la experimentación, según indicamos al comenzar a desarrollar este epígrafe, así como los innumerables experimentos que, al parecer, no traen ningún beneficio a la humanidad, es posible que tengamos que reajustar el mérito que hemos venido adjudicando a la investigación con animales.
Pensemos pues, como señala Singer (Animal Liberation, 2002, pág. 65), en algunos de los títulos que llevan los expedientes que describen el desarrollo de los experimentos que, diariamente, se llevan a cabo mediante el uso de animales: «Aceleración », «Agresión», «Aislamiento», «Apaleamiento de las patas traseras», «Aplastamiento», «Asfixia», «Calentamiento», «Congelación», «Castigo», «Ceguera», «Centrifugación», «Compresión », «Concusión», «Depredación», «Descargas eléctricas», «Descompresión», «Envenenamiento », «Hacinamiento», «Hambre», «Hemorragias », «Inmovilización», «Lesiones en la columna vertebral», «Lesiones múltiples», «Neurosis experimentales », «Privación de proteínas», «Quemaduras », «Radiación», «Shock», «Tensión», «Test de drogas», «Sed», etc. Ahora bien, si pensamos que de toda esta cantidad de experimentos (dentro de los cuales se incluyen tanto aquellos que tengan fines militares, didácticos, así como los que se desarrollen con miras al aumento del confort) solo una reducida parte está orientada a la investigación biomédica, y que de esta última porción, sólo unos cuantos llegan a producir resultados relevantes, no será difícil deducir que el grueso de experimentos —a pesar de que provocan un dolor y padecimiento inimaginables— no benefician de modo alguno al ser humano ni a otros animales. Con mucha razón se ha indicado que sólo el 5% de los experimentos realizados en el marco de la investigación biomédica ha traído beneficios al hombre.
III. Ética y experimentación con animales.—No cabe duda que la experimentación con animales es una de las prácticas —la otra es la cría de animales con fines alimenticios— que ocasiona más sufrimiento a más animales que cualquier otra actividad dedicada a la explotación de los mismos. En este sentido, la doctrina ha considerado que este dato resulta suficiente para que el uso de animales en investigación deba ser sometido a una seria evaluación de carácter ético, pues no existe ninguna razón por la cual, el dolor ocasionado y los intereses que se derivan de él, no deban ser tenidos en cuenta al momento de pronunciarnos sobre la legitimidad o ilegitimidad de tales prácticas. Así las cosas, los planteamientos teóricos han abordado esta cuestión desde dos perspectivas claramente diferentes: la antropocéntrica y la sensocéntrica.
La perspectiva antropocéntrica —que es y ha sido la teoría dominante— se fundamenta en la idea del valor ontológico del ser humano, proclamando que nuestros intereses, o bien son los únicos que deben y pueden contar al momento de evaluar los problemas éticos de determinadas conductas, o bien tienen mayor valor que los intereses que puedan tener los animales no humanos. Es necesario dejar anotado que la idea de que los intereses humanos son los únicos que tienen relevancia moral —pues, según los defensores de esta postura, los demás animales, simplemente, carecen de intereses— tiene su origen en los principios judeocristianos tradicionales por los cuales se proclama la posición central de los humanos en el universo, a través de la afirmación de que somos nosotros los únicos seres hechos a imagen y semejanza de Dios y que, por ello, hemos de dominar a todas las demás criaturas que habitan en nuestro planeta. Esta ideología —que, como sabemos, fue reforzada por la abrumadora influencia de Tomás de Aquino (quien afirmaba que «no existe pecado en la utilización de un objeto para aquello que fue creado») y de Descartes (quien, como vimos, reforzó la idea de que los animales no sienten dolor)— alcanzó su máximo desarrollo con la expansión de los postulados kantianos que proclamaban la idea de que el hombre es un fin en sí mismo. Así las cosas, para los que apoyan los postulados del antropocentrismo clásico, el uso de animales (para el entretenimiento, deporte, experimentación, etc.), de forma mediata, no tiene ninguna relevancia de carácter ético (en la medida de que sólo serán relevantes aquellas acciones que, mediante el uso de animales, causen daño a los seres humanos). En la actualidad pocos son los autores que defienden este planteamiento pues, como hemos visto, es resulta realmente difícil defender la idea de que los animales no sienten dolor.
Como vimos, la segunda variante del antropocentrismo (a la que se suele hacer referencia con el nombre de «Bienestarismo») está constituida por los postulados que defienden la idea de que los intereses humanos poseen un valor ontológicamente mayor al de los intereses de los animales (por lo que no niegan que los animales tengan intereses). Esta teoría — dominante en nuestros días— fue fruto del choque, que en su momento se produjo, entre los planteamientos antropocéntricos tradicionales con las teorías que defendían la idea de que los animales sí tenían intereses y que no había ninguna razón para considerarlos inferiores. En este sentido, como no cabía duda de que los animales son, efectivamente, capaces de sufrir, los defensores del bienestarismo sostuvieron la idea de que los intereses de los animales tienen que ser tomados en cuenta, únicamente, cuando no entren en conflicto con los intereses humanos, pues el hecho de que los animales también puedan sufrir no impide, en modo alguno, que el hombre siga siendo un fin en sí mismo.
Como por primera vez se comenzaron a tener en cuenta —aunque sólo en algunas ocasiones— los intereses de los animales, los bienestaristas creyeron necesaria la estructuración de ciertas directrices y principios que sirvan de base filosófica para la valoración ética de las acciones que dañen a los animales cuando sus intereses entren en conflicto con los intereses humanos. Así fue como en 1959 se elaboró el llamado principio de las tres erres, que constituye una suerte de directriz que tiende a la «humanización » de la experimentación animal. En efecto, el mencionado principio proclama la idea de que, dado que la experimentación es una herramienta indispensable para el desarrollo de la tecnología y que, en algunos supuestos, esta práctica puede colisionar con los intereses de los animales, es necesario que se realicen algunos esfuerzos para reducir la cantidad de animales sometidos a este tipo de procesos, refinar los procedimientos a fin de aminorar el dolor y padecimiento causado y, finalmente, remplazar los métodos de experimentación, a fin de utilizar una serie de alternativas que no precisen del uso de animales.
Ante esta situación, las críticas lanzadas contra los planteamientos bienestaristas no tardaron en llegar. Así, la idea de que los intereses de los animales tienen menor valor que los intereses humanos, únicamente porque ese mayor valor es una característica humana «ontológica» fue sometida a una dura prueba que, como veremos en las líneas siguientes, puso al bienestarismo en una situación muy incómoda.
Como quiera que los filósofos (al menos la mayoría) no tienen la costumbre de responder con un «porque sí» a una pregunta que empieza con un «¿por qué…», cuando se comenzó a objetar que el bienestarismo no daba una respuesta a la pregunta del ¿por qué los intereses de los animales valen menos que los de los humanos?, sus defensores comenzaron a articular una serie de respuestas que no hicieron más que confirmar que el bienestarismo carecía de un fundamento que avale, de forma sólida, sus alegatos. De esta forma, algunos sostenían que el motivo por el cual nuestros intereses tienen mayor valor radica en el hecho de que sólo nosotros tenemos la capacidad de razonar de forma compleja; otros, sin embargo, sostenían que se debe a que sólo nosotros somos agentes morales e, incluso, se alegó que sólo nosotros somos capaces de hablar.
Esta situación facilitó el fortalecimiento de la teoría Sensocéntrica, que empezó a cuestionar la idea de que nuestros intereses son más valiosos únicamente porque poseemos una serie de características que antaño se creían propias y exclusivas del ser humano. Así las cosas, un grupo minoritario de filósofos comenzó a preguntarse si, verdaderamente, la posesión de un nivel de inteligencia superior hace que el interés por no sufrir sea más valioso en los humanos que en los demás animales, y fue así como se comenzó a refutar tal afirmación mediante el uso del argumento que se conoce con el nombre de «casos marginales» y que puede ser resumido de la siguiente manera: Si coincidimos, con los bienestaristas, en el idea de que nuestros intereses son más valiosos que los de los demás animales, solamente, porque nosotros somos los únicos seres que tenemos niveles de inteligencia más elevados, o porque somos agentes morales o, en fin, porque sólo nosotros podemos hablar, tendremos entonces que llegar a la conclusión de que los intereses de las personas con retrasos mentales graves (que tienen un nivel de inteligencia incluso menor que el de un perro, o que no son agentes morales —no pueden realizar juicios morales— e, incluso, que no pueden hablar) son también menos valiosos que los de las personas normales, por lo que sería éticamente legítimo experimentar con ellos cuando, por ejemplo, necesitemos probar la toxicidad de un nuevo fármaco.
En este sentido, el sensocentrismo parte de la idea de que no existe ninguna razón válida para afirmar que el interés que tiene un animal por no sufrir es menos valioso que el interés que un ser humano tiene por evitar un sufrimiento de igual intensidad. Pensar de forma contraria, mediante la búsqueda de alguna característica que, de forma irrelevante, nos diferencie de los demás animales, constituye un razonamiento claramente especista —veáse el análisis ético de la voz «animales»— únicamente defendible si nos atrevemos a elaborar argumentos que justifiquen el racismo y/o el sexismo.
Ante este panorama, el último intento de defensa del bienestarismo fue desarrollado mediante el llamado «argumento de los beneficios». En efecto, es innegable que algunos experimentos han traído beneficios para los seres humanos e, incluso, para los animales —prueba de ello es que gracias a la experimentación animal se descubrió la insulina que, desde entonces, ha salvado de la muerte a miles de humanos—. El argumento se basa en la idea de que este hecho es suficiente para justificar la investigación en animales y sus defensores recomiendan, por ello, la adopción del principio de las tres erres. Sin embargo, tal alegato tiene una serie de defectos que parecen invalidarlo. En efecto, el argumento de los beneficios solo puede demostrar que hemos sido beneficiados por la experimentación con animales, pero no nos proporciona ninguna razón medianamente válida para poder afirmar que dicha práctica es moralmente justificable —recuérdese que la experimentación en humanos ha traído incluso más beneficios que la experimentación en animales, pero ello no constituye motivo suficiente como para afirmar que la experimentación humana, desarrollada sin que previamente se haya recabado el consentimiento del sujeto, es éticamente válida (aunque se aplicase el principio bienestarista de las tres erres)—. Por otra parte, es evidente que el argumento de los beneficios omite, en su propio favor, la enumeración de los perjuicios que se causa y sobreestima los beneficios realmente obtenidos, pues no se puede negar que, mientras que los beneficios para los humanos son realmente escasos —recordemos que sólo el 5% de los experimentos desarrollados en el ámbito de la Biomedicina han traído beneficios reales—, los perjuicios para los animales son incuantificables.
IV. Marco jurídico.—La legislación de carácter general o específico que ha regulado esta materia, no es tan novedosa como parece. Así, al igual que lo sucedido en muchos otros campos del Bioderecho, la cuestión de la regulación jurídica de la experimentación con animales se manifestó por primera vez en el ámbito anglosajón, en concreto con la Ley de Crueldad con los Animales (Cruelty to Animals Act) de 1876. Esta Ley sirvió para complementar algunas normas anteriores de carácter general —es decir, que no se referían exclusivamente a la experimentación con animales— y en ella únicamente se estipulaba que los investigadores, para llevar a cabo un experimento, tenían que contar con la licencia respectiva, así como someterse, periódicamente, a ciertos controles.
Sin embargo, en el ámbito cultural Iberoamericano, la legislación que viene regulando de forma específica esta materia, o bien ha sido promulgada recientemente (como en el caso de España — cuya primera norma específica fue dictada en el año 1988 y derogada, por mandato de la norma actualmente vigente, en el año 2005— y de Brasil —que cuenta desde el 2008 con la denominada Ley 11.794 de Arouca que deroga la antigua norma específica del año 1979—), o bien es inexistente (aplicándose, por ello, las normas que de forma general regulan el maltrato de animales, como sucede en el caso de Chile, Argentina, Perú, etc.). En este sentido, algunas de las normas que actualmente tratan (de forma específica o genérica) esta cuestión son: en Argentina la Ley núm. 14.346 de protección de los animales contra actos de crueldad de 1954, así como la Resolución 1299/ 87 del Ministerio de Educación; en Brasil la Ley (de Arouca) núm. 11.794 de 2008 que reglamenta el inciso VII del § 1 del art. 225 de la Constitución Federal de Brasil, estableciendo los procedimientos para el uso científico de animales (derogó la Ley núm. 6.638, de 8 de mayo de 1979, que establece las normas para la práctica didáctico-científica de la vivisección de animales), así como la Ley núm. 9.605, de 12 de febrero de 1998, de Crímenes Ambientales (art. 32); en Chile sólo se cuenta con lo dispuesto por el Código Penal (art. 291bis) en relación con el delito de maltrato de animales, aunque existen dos Proyectos de Ley que aun no han sido sancionados —el Proyecto de Ley (Boletín 1721-12) sobre protección de los animales del año 1995, y el Proyecto de Ley (Boletín 3327-12) que tipifica la conducta de maltrato o crueldad con los animales del año 2003—; en Colombia la Resolución núm. 8430/1993 por la que se establecen las normas científicas, técnicas y administrativas para la investigación en salud (arts. 87 y sigs.); en España el Real Decreto 1210/2005, de 10 de octubre, sobre protección de los animales utilizados para experimentación y otros fines científicos; en México el Reglamento de la Ley General de Salud en Materia de Investigación para la Salud (arts. 121-126), así como la Ley Protectora de Animales del Estado de México (Decreto núm. 15, arts. 23 y 24); en Perú la Ley núm. 27265 de protección a los animales domésticos y a los animales silvestres mantenidos en cautiverio, del año 2000 (arts. 10 y sigs.).
En relación con la tendencia ideológica adoptada por las diversas normas que acabamos de mencionar, debemos señalar que, debido a que la ideología dominante actual se ha manifestado a favor de la vertiente bienestarista del antropocentrismo, los legisladores se han inclinado por adoptar el principio de las tres erres. En efecto, a pesar de que ninguna de las normas guarda similitud en lo tocante a su estructura o contenido, los postulados bienestaristas suelen ser claramente evocados en todo momento.
Por otra parte, es necesario resaltar que todos los países anteriormente mencionados autorizan la experimentación con animales siempre y cuando concurran ciertos requisitos, entre los que destacan: la obtención de la licencia respectiva, la acreditación del centro ante las autoridades competentes, el uso de anestesia cuando fuera posible y, finalmente, que se hayan agotado los medios necesarios para la utilización de algún método alternativo (Brasil ha atribuido responsabilidad penal a quien omita cumplir con esta última exigencia —cfr. art. 32, parágrafo 1.º de la Ley núm. 9.605—). Se exige, también, que el experimento haya sido previamente aprobado por un Comité de Ética encargado de estudiar la viabilidad, posibles beneficios y los daños causados a los animales, aunque es necesario destacar que se incurre en una grave incongruencia al prever que dichos Comités tengan que estar conformados por una serie de personas dentro de las cuales no se encuentra un buen número de representantes de las asociaciones de defensa de los animales, por lo que la imparcialidad de las decisiones de dicha institución podría ser fácilmente cuestionada (cfr. p. ej. el art. 13-C de la Ley núm. 27265/Perú).
V. Conclusiones.—A lo largo de los epígrafes anteriores hemos visto cómo la industria de la experimentación animal provoca padecimientos inimaginables a todos y cada uno de los cientos de millones de animales que anualmente son utilizados para la consecución de sus fines —si el lector desea profundizar esta cuestión véase la impactante y detallada información contenida en el Documental Earthlings, Dirigido y escrito por Shaun Monson, Estados Unidos, 2006—. Hemos visto también como la mayoría de los experimentos, o bien pueden ser reemplazados, o bien son innecesarios para el progreso de la ciencia (véanse los sub-epígrafes 2.3.1., 2.3.2., 2.3.3. y 2.3.4 y recuérdese que sólo el 5% de los experimentos desarrollados en el ámbito de la Biomedicina han traído beneficios reales al hombre).
Finalmente, la comprobación de las incoherencias de la teoría bienestarista (y su adopción en la legislación vigente) nos lleva a pensar que es necesaria una profunda revisión del tema que parta de las siguientes ideas: a) nada nos asegura que los experimentos con fines de investigación biomédica vayan a proporcionar beneficios al ser humano o a otros animales —es decir, los beneficios, en todo caso, son inciertos— y b) el uso de métodos alternativos ofrece iguales o mayores posibilidades de éxito —en este sentido, debemos indicar que es materialmente imposible precisar el nivel de desarrollo que hubiese alcanzado la Biomedicina si, desde el principio, se hubiesen utilizado en la investigación una serie de métodos que no precisen del uso de animales; esto nos lleva a pensar que, si bien es probable que muchos descubrimientos nunca hubiesen sido desvelados, es igualmente posible que la Biomedicina hubiese alcanzado un grado de desarrollo incluso mayor del que actualmente disponemos—. Para finalizar, debemos indicar que todas estas reflexiones nos llevan a la conclusión de que la estructuración de Comités evaluadores realmente imparciales, así como desarrollo y uso obligatorio de las técnicas alternativas, necesariamente tienen que formar parte del debate en relación con las futuras reformas legislativas; pues recordemos que la discusión no debe girar alrededor de la cuestión de la «humanización» de los procedimientos de investigación, sino más bien en torno a los mecanismos que permitan, efectivamente, respetar el principio ético de igualdad en la consideración de los intereses.
IV. Marco jurídico.—La legislación de carácter general o específico que ha regulado esta materia, no es tan novedosa como parece. Así, al igual que lo sucedido en muchos otros campos del Bioderecho, la cuestión de la regulación jurídica de la experimentación con animales se manifestó por primera vez en el ámbito anglosajón, en concreto con la Ley de Crueldad con los Animales (Cruelty to Animals Act) de 1876. Esta Ley sirvió para complementar algunas normas anteriores de carácter general —es decir, que no se referían exclusivamente a la experimentación con animales— y en ella únicamente se estipulaba que los investigadores, para llevar a cabo un experimento, tenían que contar con la licencia respectiva, así como someterse, periódicamente, a ciertos controles.
Sin embargo, en el ámbito cultural Iberoamericano, la legislación que viene regulando de forma específica esta materia, o bien ha sido promulgada recientemente (como en el caso de España — cuya primera norma específica fue dictada en el año 1988 y derogada, por mandato de la norma actualmente vigente, en el año 2005— y de Brasil —que cuenta desde el 2008 con la denominada Ley 11.794 de Arouca que deroga la antigua norma específica del año 1979—), o bien es inexistente (aplicándose, por ello, las normas que de forma general regulan el maltrato de animales, como sucede en el caso de Chile, Argentina, Perú, etc.). En este sentido, algunas de las normas que actualmente tratan (de forma específica o genérica) esta cuestión son: en Argentina la Ley núm. 14.346 de protección de los animales contra actos de crueldad de 1954, así como la Resolución 1299/ 87 del Ministerio de Educación; en Brasil la Ley (de Arouca) núm. 11.794 de 2008 que reglamenta el inciso VII del § 1 del art. 225 de la Constitución Federal de Brasil, estableciendo los procedimientos para el uso científico de animales (derogó la Ley núm. 6.638, de 8 de mayo de 1979, que establece las normas para la práctica didáctico-científica de la vivisección de animales), así como la Ley núm. 9.605, de 12 de febrero de 1998, de Crímenes Ambientales (art. 32); en Chile sólo se cuenta con lo dispuesto por el Código Penal (art. 291bis) en relación con el delito de maltrato de animales, aunque existen dos Proyectos de Ley que aun no han sido sancionados —el Proyecto de Ley (Boletín 1721-12) sobre protección de los animales del año 1995, y el Proyecto de Ley (Boletín 3327-12) que tipifica la conducta de maltrato o crueldad con los animales del año 2003—; en Colombia la Resolución núm. 8430/1993 por la que se establecen las normas científicas, técnicas y administrativas para la investigación en salud (arts. 87 y sigs.); en España el Real Decreto 1210/2005, de 10 de octubre, sobre protección de los animales utilizados para experimentación y otros fines científicos; en México el Reglamento de la Ley General de Salud en Materia de Investigación para la Salud (arts. 121-126), así como la Ley Protectora de Animales del Estado de México (Decreto núm. 15, arts. 23 y 24); en Perú la Ley núm. 27265 de protección a los animales domésticos y a los animales silvestres mantenidos en cautiverio, del año 2000 (arts. 10 y sigs.).
En relación con la tendencia ideológica adoptada por las diversas normas que acabamos de mencionar, debemos señalar que, debido a que la ideología dominante actual se ha manifestado a favor de la vertiente bienestarista del antropocentrismo, los legisladores se han inclinado por adoptar el principio de las tres erres. En efecto, a pesar de que ninguna de las normas guarda similitud en lo tocante a su estructura o contenido, los postulados bienestaristas suelen ser claramente evocados en todo momento.
Por otra parte, es necesario resaltar que todos los países anteriormente mencionados autorizan la experimentación con animales siempre y cuando concurran ciertos requisitos, entre los que destacan: la obtención de la licencia respectiva, la acreditación del centro ante las autoridades competentes, el uso de anestesia cuando fuera posible y, finalmente, que se hayan agotado los medios necesarios para la utilización de algún método alternativo (Brasil ha atribuido responsabilidad penal a quien omita cumplir con esta última exigencia —cfr. art. 32, parágrafo 1.º de la Ley núm. 9.605—). Se exige, también, que el experimento haya sido previamente aprobado por un Comité de Ética encargado de estudiar la viabilidad, posibles beneficios y los daños causados a los animales, aunque es necesario destacar que se incurre en una grave incongruencia al prever que dichos Comités tengan que estar conformados por una serie de personas dentro de las cuales no se encuentra un buen número de representantes de las asociaciones de defensa de los animales, por lo que la imparcialidad de las decisiones de dicha institución podría ser fácilmente cuestionada (cfr. p. ej. el art. 13-C de la Ley núm. 27265/Perú).
V. Conclusiones.—A lo largo de los epígrafes anteriores hemos visto cómo la industria de la experimentación animal provoca padecimientos inimaginables a todos y cada uno de los cientos de millones de animales que anualmente son utilizados para la consecución de sus fines —si el lector desea profundizar esta cuestión véase la impactante y detallada información contenida en el Documental Earthlings, Dirigido y escrito por Shaun Monson, Estados Unidos, 2006—. Hemos visto también como la mayoría de los experimentos, o bien pueden ser reemplazados, o bien son innecesarios para el progreso de la ciencia (véanse los sub-epígrafes 2.3.1., 2.3.2., 2.3.3. y 2.3.4 y recuérdese que sólo el 5% de los experimentos desarrollados en el ámbito de la Biomedicina han traído beneficios reales al hombre).
Finalmente, la comprobación de las incoherencias de la teoría bienestarista (y su adopción en la legislación vigente) nos lleva a pensar que es necesaria una profunda revisión del tema que parta de las siguientes ideas: a) nada nos asegura que los experimentos con fines de investigación biomédica vayan a proporcionar beneficios al ser humano o a otros animales —es decir, los beneficios, en todo caso, son inciertos— y b) el uso de métodos alternativos ofrece iguales o mayores posibilidades de éxito —en este sentido, debemos indicar que es materialmente imposible precisar el nivel de desarrollo que hubiese alcanzado la Biomedicina si, desde el principio, se hubiesen utilizado en la investigación una serie de métodos que no precisen del uso de animales; esto nos lleva a pensar que, si bien es probable que muchos descubrimientos nunca hubiesen sido desvelados, es igualmente posible que la Biomedicina hubiese alcanzado un grado de desarrollo incluso mayor del que actualmente disponemos—. Para finalizar, debemos indicar que todas estas reflexiones nos llevan a la conclusión de que la estructuración de Comités evaluadores realmente imparciales, así como desarrollo y uso obligatorio de las técnicas alternativas, necesariamente tienen que formar parte del debate en relación con las futuras reformas legislativas; pues recordemos que la discusión no debe girar alrededor de la cuestión de la «humanización» de los procedimientos de investigación, sino más bien en torno a los mecanismos que permitan, efectivamente, respetar el principio ético de igualdad en la consideración de los intereses.
IV. Marco jurídico.—La l egislación de carácter general o específico que ha regulado esta materia, no es tan novedosa como parece. Así, al igual que lo sucedido en muchos otros campos del Bioderecho, la cuestión de la regulación jurídica de la experimentación con animales se manifestó por primera vez en el ámbito anglosajón, en concreto con la Ley de Crueldad con los Animales (Cruelty to Animals Act) de 1876. Esta Ley sirvió para complementar algunas normas anteriores de carácter general —es decir, que no se referían exclusivamente a la experimentación con animales— y en ella únicamente se estipulaba que los investigadores, para llevar a cabo un experimento, tenían que contar con la licencia respectiva, así como someterse, periódicamente, a ciertos controles.
Sin embargo, en el ámbito cultural Iberoamericano, la legislación que viene regulando de forma específica esta materia, o bien ha sido promulgada recientemente (como en el caso de España — cuya primera norma específica fue dictada en el año 1988 y derogada, por mandato de la norma actualmente vigente, en el año 2005— y de Brasil —que cuenta desde el 2008 con la denominada Ley 11.794 de Arouca que deroga la antigua norma específica del año 1979—), o bien es inexistente (aplicándose, por ello, las normas que de forma general regulan el maltrato de animales, como sucede en el caso de Chile, Argentina, Perú, etc.). En este sentido, algunas de las normas que actualmente tratan (de forma específica o genérica) esta cuestión son: en Argentina la Ley núm. 14.346 de protección de los animales contra actos de crueldad de 1954, así como la Resolución 1299/ 87 del Ministerio de Educación; en Brasil la Ley (de Arouca) núm. 11.794 de 2008 que reglamenta el inciso VII del § 1 del art. 225 de la Constitución Federal de Brasil, estableciendo los procedimientos para el uso científico de animales (derogó la Ley núm. 6.638, de 8 de mayo de 1979, que establece las normas para la práctica didáctico-científica de la vivisección de animales), así como la Ley núm. 9.605, de 12 de febrero de 1998, de Crímenes Ambientales (art. 32); en Chile sólo se cuenta con lo dispuesto por el Código Penal (art. 291bis) en relación con el delito de maltrato de animales, aunque existen dos Proyectos de Ley que aun no han sido sancionados —el Proyecto de Ley (Boletín 1721-12) sobre protección de los animales del año 1995, y el Proyecto de Ley (Boletín 3327-12) que tipifica la conducta de maltrato o crueldad con los animales del año 2003—; en Colombia la Resolución núm. 8430/1993 por la que se establecen las normas científicas, técnicas y administrativas para la investigación en salud (arts. 87 y sigs.); en España el Real Decreto 1210/2005, de 10 de octubre, sobre protección de los animales utilizados para experimentación y otros fines científicos; en México el Reglamento de la Ley General de Salud en Materia de Investigación para la Salud (arts. 121-126), así como la Ley Protectora de Animales del Estado de México (Decreto núm. 15, arts. 23 y 24); en Perú la Ley núm. 27265 de protección a los animales domésticos y a los animales silvestres mantenidos en cautiverio, del año 2000 (arts. 10 y sigs.).
En relación con la tendencia ideológica adoptada por las diversas normas que acabamos de mencionar, debemos señalar que, debido a que la ideología dominante actual se ha manifestado a favor de la vertiente bienestarista del antropocentrismo, los legisladores se han inclinado por adoptar el principio de las tres erres. En efecto, a pesar de que ninguna de las normas guarda similitud en lo tocante a su estructura o contenido, los postulados bienestaristas suelen ser claramente evocados en todo momento.
Por otra parte, es necesario resaltar que todos los países anteriormente mencionados autorizan la experimentación con animales siempre y cuando concurran ciertos requisitos, entre los que destacan: la obtención de la licencia respectiva, la acreditación del centro ante las autoridades competentes, el uso de anestesia cuando fuera posible y, finalmente, que se hayan agotado los medios necesarios para la utilización de algún método alternativo (Brasil ha atribuido responsabilidad penal a quien omita cumplir con esta última exigencia —cfr. art. 32, parágrafo 1.º de la Ley núm. 9.605—). Se exige, también, que el experimento haya sido previamente aprobado por un Comité de Ética encargado de estudiar la viabilidad, posibles beneficios y los daños causados a los animales, aunque es necesario destacar que se incurre en una grave incongruencia al prever que dichos Comités tengan que estar conformados por una serie de personas dentro de las cuales no se encuentra un buen número de representantes de las asociaciones de defensa de los animales, por lo que la imparcialidad de las decisiones de dicha institución podría ser fácilmente cuestionada (cfr. p. ej. el art. 13-C de la Ley núm. 27265/Perú).
V. Conclusiones.—A lo largo de los epígrafes anteriores hemos visto cómo la industria de la experimentación animal provoca padecimientos inimaginables a todos y cada uno de los cientos de millones de animales que anualmente son utilizados para la consecución de sus fines —si el lector desea profundizar esta cuestión véase la impactante y detallada información contenida en el Documental Earthlings, Dirigido y escrito por Shaun Monson, Estados Unidos, 2006—. Hemos visto también como la mayoría de los experimentos, o bien pueden ser reemplazados, o bien son innecesarios para el progreso de la ciencia (véanse los sub-epígrafes 2.3.1., 2.3.2., 2.3.3. y 2.3.4 y recuérdese que sólo el 5% de los experimentos desarrollados en el ámbito de la Biomedicina han traído beneficios reales al hombre).
Finalmente, la comprobación de las incoherencias de la teoría bienestarista (y su adopción en la legislación vigente) nos lleva a pensar que es necesaria una profunda revisión del tema que parta de las siguientes ideas: a) nada nos asegura que los experimentos con fines de investigación biomédica vayan a proporcionar beneficios al ser humano o a otros animales —es decir, los beneficios, en todo caso, son inciertos— y b) el uso de métodos alternativos ofrece iguales o mayores posibilidades de éxito —en este sentido, debemos indicar que es materialmente imposible precisar el nivel de desarrollo que hubiese alcanzado la Biomedicina si, desde el principio, se hubiesen utilizado en la investigación una serie de métodos que no precisen del uso de animales; esto nos lleva a pensar que, si bien es probable que muchos descubrimientos nunca hubiesen sido desvelados, es igualmente posible que la Biomedicina hubiese alcanzado un grado de desarrollo incluso mayor del que actualmente disponemos—. Para finalizar, debemos indicar que todas estas reflexiones nos llevan a la conclusión de que la estructuración de Comités evaluadores realmente imparciales, así como desarrollo y uso obligatorio de las técnicas alternativas, necesariamente tienen que formar parte del debate en relación con las futuras reformas legislativas; pues recordemos que la discusión no debe girar alrededor de la cuestión de la «humanización» de los procedimientos de investigación, sino más bien en torno a los mecanismos que permitan, efectivamente, respetar el principio ético de igualdad en la consideración de los intereses.
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