Autor: CARMEN TOMÁS-VALIENTE LANUZA
I. Introducción.—El término «eutanasia» se emplea de manera muy diversa por los diversos agentes involucrados en el debate sobre su legitimidad (el propio legislador, juristas, políticos, filósofos, profesionales sanitarios, sociólogos, confesiones religiosas, asociaciones en pro o en contra de estas prácticas, etc.); disparidad que, como no podía ser de otro modo, enmaraña enormemente dicho debate y conduce a equívocos indeseables. Mal podemos discutir sobre si una determinada práctica se encuentra o no amparada por la ley, o si ha de ser o no éticamente aceptada, si el objeto de la discusión significa cosas diferentes para cada una de las partes participantes en la misma.
Para empezar, la palabra «eutanasia» en sí misma hace referencia inmediata a un contexto de enfermedad y sufrimiento, en el que aparece también la cercanía de la muerte, aunque no es imprescindible que así sea (p. ej., en casos de ayuda a morir a personas con parálisis absolutas que no obstante podrían todavía seguir viviendo indefinidamente); y este es sin duda el factor determinante, porque la nota común que cabe atribuir a todas las conductas que englobamos bajo este término es la de que se llevan a cabo precisamente para que el enfermo no siga padeciendo por más tiempo. Pues bien, situados en ese contexto, el término «eutanasia », entendido de modo muy genérico, ha venido aplicándose —en una clasificación clásica, pero que en la actualidad puede considerarse, como enseguida veremos, algo desfasada— a varias clases de conductas de terceros en relación con la persona enferma. Así, deben analizarse algunas de las acepciones del término eutanasia (pasiva e indirecta), apuntándose algunas ideas básicas sobre el modo de abordarlas desde una perspectiva jurídica. También se tratará con un detalle algo mayor las conductas más polémicas —lo que suele conocerse como eutanasia activa— cuyo reconocimiento legal es exigido por un sector de la sociedad actual como un verdadero derecho ciudadano, mientras que otro la anatemiza en cuanto posible fuente de incontrolables abusos y demostración de una peligrosa y deshumanizada falta de respeto por la vida.
En esta contribución se quiere ofrecer una panorámica de lo que comúnmente entendemos por eutanasia, centrándonos sobre todo en la acepción en la que viene utilizándose con mayor frecuencia en el debate más reciente: como equivalente a causación activa de la muerte del paciente que la solicita para poner fin a graves padecimientos. No se trata argumentar desde un punto de vista personal en pro o en contra de la legalización de estos comportamientos, objeto de un intensísimo debate, y sobre la que únicamente pretende proporcionarse un cierto estado de la cuestión. El tiempo dirá en qué medida las sociedades actuales deciden o no avanzar en la senda (temida por muchos, exigida como un derecho por otros) de su despenalización.
II. Aproximación conceptual. las distintas clases de eutanasia en la clasificación tradicional. 2.1. La eutanasia pasiva.—La eutanasia pasiva hace referencia a conductas que consisten en no retrasar el fallecimiento del paciente, bien sea por no iniciar, bien por interrumpir tratamientos que ya no cumplen función terapéutica alguna, esto es, dejando que la enfermedad siga su curso. Si en la clasificación tradicional este tipo de conductas ha venido denominándose «eutanasia pasiva» (con la distinción entre la solicitada o voluntaria y la no solicitada), en tiempos más recientes —y al hilo de la extensión del reconocimiento legal del derecho de los pacientes a que sea respetado su rechazo del tratamiento— la expresión se está viendo progresivamente abandonada, o de emplearse se reserva, como máximo, para el contexto de no iniciación o retirada de tratamientos a pacientes incapaces que no han podido pronunciarse (por ejemplo, respecto de los neonatos con graves malformaciones, donde sigue siendo frecuente el empleo de la expresión «eutanasia precoz», que por otra parte también se utiliza para designar las conductas activas de producción de la muerte en estos casos).
Si en los supuestos de paciente capaz para decidir el eje sobre el que pivota la licitud de la conducta de no iniciar o interrumpir un tratamiento es la voluntad de aquél (de modo que el médico podrá y deberá abstenerse de actuar si el interesado no le autoriza a hacerlo), en los casos de paciente incapaz la piedra de toque se sitúa en la práctica médica correcta, esto es, en lo que generalizadamente se consideraría indicado realizar en un caso del tipo del cuestionado, de acuerdo con la evolución y estado de la correspondiente rama de la Medicina en ese momento histórico concreto. El punto de partida es pues la idea de que los profesionales médicos no están jurídicamente obligados a practicar tratamientos inútiles que realmente no ofrecen perspectivas de recuperación ni de mejora, siendo las propias reglas de la Medicina las que suministran la pauta sobre las medidas que en un determinado contexto tiene o no sentido iniciar o sobre cuándo un determinado tratamiento no debe ser prolongado por más tiempo. Cada día en cada gran hospital se adoptan decenas de decisiones que afectan a personas incapaces, tras sopesar las alternativas en juego, las perspectivas de éxito por contraposición a las posibles desventajas o complicaciones de un tratamiento, etc.
Como es obvio, la variedad de supuestos planteables es inmensa, y resulta inviable que los hospitales dispongan de protocolos de actuación que orienten las decisiones en todos los casos. Parece absolutamente inevitable que en este ámbito los profesionales dispongan de un margen de flexibilidad y, con ello, que deban enfrentarse en ocasiones a situaciones de cierta inseguridad sobre si la decisión adoptada respecto del enfermo inpacaz es o no la más correcta; por otra parte, en la práctica este tipo de decisiones de limitación del esfuerzo terapéutico suelen adoptarse por los equipos médicos después de haberlas consultado y sopesado con la familia del enfermo, sin olvidar tampoco la existencia de los comités de ética hospitalaria, concebidos, entre otras cosas, para prestar asistencia al profesional en casos dudosos. La escasez de sentencias que enjuicien la legitimidad de la no iniciación o la interrupción de un tratamiento de un sujeto incapaz prueba que de hecho la cuestión se resuelve como un problema esencialmente médico- asistencial.
Especialmente problemáticos resultan los casos de retirada de mecanismos de Medicina intensiva, que mantienen determinadas funciones vitales del paciente (por ejemplo, los respiradores artificiales), o la interrupción de la alimentación o hidratación parenteral. El caso de los respiradores se plantea de modo particularmente acuciante cuando es el propio enfermo el que de modo reiterado solicita su retirada y se tiene la certeza de que tras ésta se producirá el fallecimiento, que de otro modo podría haberse retrasado indefinidamente (pues lo habitual es que esta situación se plantee en lesionados medulares o en pacientes con enfermedades degenerativas a los que todavía puede quedar un período prolongado de vida, por otra parte perfectamente consciente). En tales casos, las opiniones sobre la legitimidad ética y jurídica de la retirada del aparato devienen encontradas: expresado de modo muy sucinto, desde una perspectiva se defiende que nos encontraríamos ante una conducta directamente productora de la muerte, calificable de eutanasia activa y por tanto prohibida en todos aquellos países (la inmensa mayoría) en los que aquella sigue siendo delito; desde la visión contraria se argumenta, en cambio, que el aparato no es sino una forma de tratamiento médico que el enfermo tiene tanto derecho a rechazar como cualquier otro, de modo que su retirada (ya sea considerada como un comportamiento activo o valorada como una omisión de continuar el tratamiento) resultaría perfectamente legítima, al menos en aquellos países, cada vez más numerosos, que reconocen el derecho del paciente a decidir sobre las medidas terapéuticas que se le pueden o no practicar y a revocar su consentimiento respecto de las ya iniciadas. En España ya se cuenta con un importante precedente resuelto en este segundo sentido: el caso de una enferma de distrofia muscular progresiva que en 2007 consiguió ver atendida su exigencia de que le fuera retirado un respirador, contando además con un dictamen favorable a su derecho emitido por un importante organismo consultivo (Consejo Consultivo de Andalucía, Dictamen núm. 90/2007).
2.2. La eutanasia indirecta.—En segundo lugar puede hacerse referencia a la llamada —en la clasificación clásica— «eutanasia indirecta» o «activa indirecta». Como es sabido, con esta expresión se ha querido designar tradicionalmente a algunas prácticas enmarcadas en los cuidados paliativos — que en sí mismos abarcan, obviamente, un espectro mucho más amplio—, como la sedación paliativa y la sedación terminal, consistentes en suministrar a un paciente en estado de enfermedad muy avanzada (en la sedación paliativa), o en estado agónico (en la sedación terminal o sedación en la agonía) sucesivas dosis de fármacos (sedantes, opiáceos como la morfina, o bien una combinación de ambos tipos de sustancias) destinados a calmar determinados síntomas refractarios como el dolor, la angustia vital, la disnea o el delirium, teniendo en cuenta que tales prácticas pueden suponer, considerados sus efectos depresores de la respiración, un cierto adelantamiento del fallecimiento del paciente. Pues bien, lo que interesa en este momento destacar es que en la actualidad se prefiere cada vez más (y sobre todo así es reclamado desde el seno de la profesión médica) huir de la utilización del término «eutanasia» para designar este tipo de medidas, cuya valoración ha de de realizarse a la luz de las normas de la lex artis sobre lo que constituye buena práctica médica en este sector de la Medicina. Serán en definitiva tales criterios los que determinarán si la conducta resulta o no correcta.
Como acaba de indicarse, la sedación profunda puede conllevar el riesgo (a veces cierto) de adelantar el fallecimiento, en cualquier caso ya inminente o como mínimo próximo. Es en relación a este aspecto donde surge la doctrina del «doble efecto», ligada a su vez a la tradicional adjetivación de esta práctica como eutanasia indirecta, y tradicionalmente utilizada para diferenciar estos supuestos de la verdadera eutanasia (la activa). Como se sabe, expresada de modo muy breve, la doctrina del doble efecto consiste en entender el adelantamiento de la muerte del enfermo como un mero posible efecto o consecuencia indirecta de la actuación, que en todo caso no constituye el objetivo buscado por el profesional, cuya pretensión principal es sólo la de aliviar los síntomas refractarios (lo que constituye por tanto el efecto realmente perseguido). La doctrina del doble efecto no reviste ninguna utilidad para aquellos que en todo caso se muestran partidarios, desde el punto de vista ético, de prácticas eutanásicas directas, pero sí la puede tener para quienes mantienen su rechazo a estas últimas prácticas. Así, para quien admite como éticamente legítimo el provocar la muerte del paciente que lo solicita de modo expreso en una situación de enfermedad muy avanzada que le provoca grandes padecimientos, la doctrina del doble efecto no resulta necesaria para justificar la sedación terminal aun cuando produzca un adelantamiento de la muerte. En cambio, para quienes rechazan de plano la eutanasia directa, esto es, la provocación intencional de la muerte del enfermo, la doctrina del doble efecto les permite trazar una frontera entre ambas prácticas. Una frontera, por otra parte, que con frecuencia es tachada de difusa sobre todo si la sedación posiblemente adelantadora de la muerte se practica a enfermos a los que todavía podría quedar días o semanas de vida (es decir, en la sedación paliativa).
En cualquier caso parece oportuno señalar a este respecto que los avances técnicos en los cuidados paliativos han ido disminuyendo la importancia de este factor. Así, puede constatarse fácilmente que en la literatura jurídica de hace 20 o 30 años el objeto de la controversia sobre este tipo de prácticas giraba especialmente sobre su aspecto adelantador de la muerte, pergeñándose toda una serie de construcciones teóricas destinadas precisamente a excluir por completo la posibilidad de calificar tales medidas como homicidios (atipicidad por riesgo permitido, justificación por estado de necesidad, etc.), construcciones que por cierto se consideraban aplicables no sólo a los casos en que el paciente hubiera prestado su consentimiento, sino también a aquellos, probablemente mucho más frecuentes en la práctica, en los que la sedación se administra sin que el paciente la haya solicitado expresamente. Sin embargo, en la literatura tanto jurídica como médica de los últimos años este aspecto va perdiendo importancia, probablemente debido al hecho de que los avances técnicos en cuidados paliativos cada vez van permitiendo una mayor finura en su aplicación y una mejor adaptación a la respuesta del paciente.
2.3. Eutanasia activa.—En tercer lugar el término que nos ocupa se emplea para hacer referencia a conductas (que en la clasificación tradicional se adjetivan como «eutanasia activa» o «eutanasia activa directa») en las que el tercero colabora de modo activo en la muerte del enfermo, ya sea ayudándole a que sea él quien se quite la vida por sí mismo, ya sea mediante la causación directa de la muerte por el propio tercero (llevándose a cabo en este último caso, por tanto, un homicidio, que según hubiera sido o no solicitado por el paciente da lugar a la adjetivación de la conducta eutanásica como voluntaria/solicitada o no). Ahora bien, en el debate actual resulta muy frecuente restringir el empleo del término «eutanasia» únicamente a la segunda de estas conductas, reservándose la expresión «suicidio asistido» o «ayuda a morir» para la primera (con lo que parece consolidarse en lengua española la diferenciación iniciada en el debate académico en lengua inglesa, que desde hace ya tiempo viene distinguiendo entre «euthanasia» en sentido estricto, por un lado, y «assisted-suicide» o «aid-in-diying», por otro); y de hecho esta ha sido la acepción adoptada en esta obra al otorgar individualidad propia a la voz «suicidio asistido». Ha de admitirse, con todo, que en el debate público sobre la conveniencia de una eventual legalización de la eutanasia suele estar incluyéndose ambos tipos de conductas; y por otro lado, ha de hacerse notar que, aunque a menudo no se considere necesario especificarlo con el uso del correspondiente adjetivo, la expresión «eutanasia» suele emplearse (en el contexto del debate sobre su eventual legalización) para hacer referencia sólo a la expresamente solicitada por el paciente; de ahí que en el resto de estas páginas no vaya a ser objeto de consideración la eutanasia activa que no reúna este esencial requisito, sobre la que únicamente conviene dejar apuntado que desde el punto de vista legal habrá de sancionarse como delito ordinario de homicidio o en su caso de asesinato.
III. Apunte de Derecho comparado. 3.1. Situación mayoritaria: la criminalización.—La inmensa mayoría de los países del mundo siguen considerando delito tanto el suicidio asistido como la eutanasia activa, aun cuando las modalidades de regulación al respecto sean diversas. Así, algunos países se decantan por la opción de no conceder a estas conductas privilegio alguno con respecto a la pena asignada al homicidio solicitado o al auxilio al suicidio realizados en circunstancias no eutanásicas (así ocurría, por ejemplo, en el anterior Código Penal español, y esa sigue siendo la pauta en la mayoría de los países iberoamericanos); o puede, por el contrario, dedicárseles una atención específica que, aun manteniéndolas como delitos, disponga una atenuación de la pena con respecto a las correspondientes conductas no eutanásicas, exigiendo para proceder a dicha atenuación el cumplimiento de una serie de requisitos relativos tanto a las condiciones de salud del sujeto como a la forma de expresar su voluntad de morir (situación actualmente vigente en España, a partir de la aprobación del Código Penal de 1995). En el caso español, no obstante, ha de hacerse una interesante salvedad: en el art. 143.4 de dicho cuerpo punitivo, el legislador ha decidido sancionar (atenuadamente) la producción directa de la muerte (eutanasia activa) y también la cooperación al suicidio del enfermo, pero ésta sólo se castiga si puede considerarse que constituyó una ayuda necesaria o imprescindible para que aquel pudiera causarse a sí mismo la muerte; no se castiga, en cambio, la cooperación no necesaria al suicidio, esto es, aquella sin la cual el enfermo hubiera podido igualmente quitarse la vida. Se trata, y así lo ha puesto de manifiesto la doctrina penal española, de una frontera difusa (¿procurar una sustancia letal para que el enfermo pueda ingerirla constituye cooperación necesaria?: dependerá de las condiciones del enfermo), poco conocida (pasó totalmente desapercibida en la gestación del Código Penal), y que no es percibida por la sociedad como «hueco» de cierta licitud para determinadas conductas de suicidio asistido.
3.2. La opción intermedia: la legalidad de la colaboración en el suicidio.—Existen sin embargo importantes excepciones a la prohibición generalizada de la eutanasia y el suicidio asistido, de entre las que destaca, como es sobradamente conocido, el caso de los Países Bajos. Con todo, antes de ocuparnos con más detalle de esta regulación, y de alguna otra muy similar (como es el caso de la promulgada en Bélgica), no puede dejar de mencionarse la posibilidad de una opción intermedia: la de aquellos ordenamientos en los que la autorización legal se restringe a ciertas conductas de colaboración en el suicidio, pero sin llegar a alcanzar la producción directa de la muerte. Cabe mencionar, a modo de ejemplo, lo previsto al respecto en tres países. En primer lugar, el caso de Alemania, cuyo Código Penal sólo tipifica (en su parágrafo 216) las conductas constitutivas de homicidio solicitado, pero no las de colaboración en un suicidio (que de este modo son lícitas tanto si se llevan a cabo en un contexto eutanásico como ordinario). Conviene insistir, por cierto, en que esta peculiaridad de la legislación alemana siempre ha existido (esto es, por razones que no es posible detallar aquí el legislador nunca ha sancionado la participación en el suicidio, sea en circunstancias eutanásicas o no). Este dato no carece en absoluto de importancia: el que la impunidad de estos comportamientos no haya sido expresamente decidida por el legislador a través de una despenalización de lo previamente castigado implica que la regulación vigente no se ha gestado alrededor de un debate específicamente centrado en el suicidio asistido y la eutanasia y en toda la problemática que los rodea, lo que a su vez conlleva que las conductas de participación en el suicidio (aunque realmente son impunes) no sean percibidas por la sociedad ni tampoco por la clase médica como supuestos claramente autorizados. En este sentido, sería totalmente incorrecto asumir que en Alemania se practiquen con cierta normalidad conductas de suicidio asistido.
Cosa distinta ocurre en Suiza, cuyo Código Penal, que sí castiga en todo caso el homicidio solicitado, sanciona la cooperación al suicidio sólo cuando ésta obedezca a «motivos egoístas» (art. 114); aunque desde luego se trata de una regulación técnicamente muy imperfecta (pues el hacer depender la punibilidad o impunidad de una conducta de la motivación interna del sujeto encierra una notable carga de inseguridad jurídica, siempre indeseable, pero más claramente aún en el Derecho penal), en principio parece poder afirmarse el carácter no egoísta de quien presta su colaboración al suicidio de una persona que no puede soportar más tiempo un intenso sufrimiento, lo que significa la impunidad de esa clase de conductas. A pesar de que tampoco en Suiza se llegara a la situación vigente a partir de un debate expresamente orientado en torno a la problemática de la eutanasia y el suicidio asistido, lo cierto es que, a diferencia del caso alemán, aquí sí puede afirmarse que, sobre todo en los últimos años, la regulación a la que nos hemos referido se está percibiendo con más intensidad como un hueco de licitud de ciertas prácticas de ayuda a morir en un contexto eutanásico (siempre que consistan en colaborar en el suicidio del enfermo y no lleguen a franquear el límite de que sea el tercero quien le produzca la muerte). De hecho, es sobradamente conocida la actuación de diversas asociaciones pro-eutanasia que facilitan ayuda a enfermos que desean morir.
Por último, en su momento cobró no poca relevancia pública la modificación legislativa aprobada en el Estado norteamericano de Oregón en 1993, donde llegó incluso a celebrarse un referéndum popular al respecto. Se trataba sin embargo de una despenalización muy tímida, muy alejada no ya de lo que permite la legislación holandesa, sino incluso de lo que —aun de modo muy desapercibido para la opinión pública por esa falta de un debate previo a la que antes aludíamos, debate que sin embargo sí tuvo lugar, y de modo muy intenso, en el caso de Oregón— es perfectamente lícito en países como Alemania (aunque no se lleva a cabo con frecuencia) o Suiza. En concreto, lo que el Estado de Oregón permite a partir de la aproba ción de la mencionada ley es que profesionales de la Medicina puedan recetar a sus pacientes determinadas sustancias en dosis adecuadas para terminar con su vida, siempre que se cumplan ciertos requisitos (así, el pronóstico del enfermo no debe superar los seis meses de vida); de este modo, la conducta despenalizada es únicamente una forma muy concreta de colaborar en el suicidio del paciente, pues resulta totalmente esencial que sea éste el que se quite la vida por sí mismo.
3.3. Ordenamientos en los que la eutanasia se encuentra despenalizada. 3.3.1. Holanda y Bélgica.— En la actualidad, sólo tres países, todos ellos europeos, cuentan con regulaciones específicas despenalizadoras de la eutanasia (y lógicamente, también del suicidio asistido): Holanda (con la Ley de Terminación de la Vida a Petición Propia y del Auxilio al Suicidio, en vigor desde el 1 de abril de 2002), y Bélgica (Ley relativa a la Eutanasia, de 28 de mayo de 2002 y en vigor desde el 20 de septiembre del mismo año), a los que en fechas muy recientes acaba de añadirse Luxemburgo (La Ley sobre eutanasia y suicidio asistido, de 16 de marzo de 2009). Ambas normas presentan grandes similitudes entre sí, por lo que, en aras de la brevedad, se expondrán conjuntamente.
En ambas normas los requisitos exigidos son los mismos tanto si se trata de un auxilio al suicidio como si la conducta consiste en un homicidio a petición. El papel absolutamente protagonista lo desempeña el médico, pues la legalidad de la conducta se condiciona a que sea realizada por un profesional (si bien ninguno se encuentra legalmente obligado a acceder a la petición de un paciente, pudiendo oponer en todo caso motivos de conciencia); el enfermo —que debe padecer un sufrimiento insoportable sin perspectivas de mejora— ha de solicitar la eutanasia de modo voluntario y reflexionado, después de haber sido adecuadamente informado por el médico respecto de su situación y pronóstico, haber discutido juntos la situación y haber concluido que no cabe otra solución más satisfactoria; el médico, por su parte, ha de consultar el caso al menos con otro facultativo (que en la regulación belga han de ser necesariamente dos en los casos en que la situación no fuera claramente terminal), el cual debe examinar personalmente al paciente y asegurarse —haciéndolo constar en un informe escrito— de que se satisfacen los requisitos arriba mencionados respecto de su voluntad, pronóstico e información. Al practicar la conducta eutanásica, el médico debe procurar al enfermo el cuidado y la atención médica debidos.
Por razones de limitación de espacio, no podemos hacer referencia a ciertos puntos especialmente problemáticos, como las solicitudes de eutanasia emitidas por menores de edad, o previamente consignadas en un documento de voluntades anticipadas (dos aspectos, por cierto, en los que las regulaciones holandesa y belga difieren entre sí). A lo que sí ha de hacerse en cambio referencia, siquiera somera, es a la cuestión del procedimiento de control establecido por estas regulaciones, pues, como enseguida veremos, la posibilidad (o la falta de ella) de establecer unos mecanismos que garanticen el cumplimiento de los requisitos y límites legales constituye, precisamente, uno de los núcleos centrales del debate actual en torno a la conveniencia de despenalizar o no este tipo de conductas.
Pues bien, tanto la ley holandesa como la belga establecen complejos procedimientos de notificación y control a posteriori, cuyo objetivo reside precisamente en que los poderes públicos puedan constatar el efectivo cumplimiento de los requisitos anteriores. No se trata, por tanto, de que cada vez que un médico reciba una solicitud de eutanasia deba comunicarlo oficialmente a alguna instancia (juzgado, comité de ética hospitalario, etc.) encargado de concederle o no una autorización para actuar (lo que nos colocaría ante un mecanismo de control previo a la realización de la conducta); por el contrario, ambas leyes optan por un control posterior al acto, vertebrado en torno a la documentación que el propio médico está obligado a remitir a los organismos correspondientes (los Comités Regionales en el caso de Holanda, y la llamada Comisión federal de control y de evaluación de la aplicación de la ley en el caso de Bélgica). Aunque con diferencias de matiz entre ellas, en ambas regulaciones se encarga a estos organismos el examen de toda la documentación que sobre cada caso ha de remitirles el médico actuante (y el o los médicos que emiten una segunda opinión), con la obligación de, en caso de detectar el incumplimiento de algún requisito, ponerlo en conocimiento del Fiscal para que se decida si procede o no enjuiciar penalmente al profesional y determinar sus posibles responsabilidades. 3.3.2. El caso de Colombia.—Mención aparte merece la situación existente en estos momentos en Colombia, el único país del mundo, hasta el momento, en el que la práctica de la eutanasia ha sido reconocida como un derecho fundamental por el máximo intérprete de la Constitución (en Estados Unidos se inició esta misma vía con respecto al suicidio asistido hasta el punto de forzar un pronunciamiento del Tribunal Supremo, pero este finalmente rechazó, en dos sentencias de 1997, que el Bill of Rights garantizara un derecho del paciente a ser asistido en su muerte). En efecto, en una sentencia de 1998 (Sentencia C-239/97, de 20 de mayo de 1998), que originó una fuerte polémica, el Tribunal Constitucional colombiano declaraba inconstitucional el castigo de las conductas eutanásicas en el Código Penal, por entender que la eutanasia activa (en la acepción que aquí se le está otorgando como producción directa de la muerte), y el suicidio asistido constituyen un derecho de los enfermos directamente derivado del reconocimiento constitucional de la dignidad y la libertad individuales (verdaderos pilares de la Constitución colombiana de 1991). Según la sentencia, siempre que el sujeto sufra una situación terminal con dolores insoportables, el Estado no puede oponerse ni a su decisión de morir ni a la de solicitar la ayuda necesaria para ello; obligarle a seguir viviendo en tales circunstancias «equivale no sólo a un trato cruel e inhumano, prohibido por la Carta (art. 12), sino a una anulación de su dignidad y de su autonomía como sujeto moral» (Parte 17). Lo cierto es, sin embargo, que diez años después de esta fundamental sentencia, el legislador colombiano todavía no ha promulgado una ley expresamente despenalizadora —algunas de cuyas líneas maestras ya venían sugeridas por el Tribunal Constitucional en la propia sentencia—, pues ninguna de las varias iniciativas presentadas ante el Parlamento en este sentido ha llegado a prosperar (así, por ejemplo, el proyecto de 2007, cuyo texto completo puede encontrarse en la Gaceta del Congreso 343 de 2007); este actual vacío normativo supone, por cierto, que su práctica (mantenida en el seno de la confidencialidad de la relación médico-paciente) no se está produciendo con las garantías que proporcionaría la formalización de una serie de requisitos y controles legales.
IV. El debate sobre la legalización de la eutanasia.— Como tantas otras cuestiones en la sociedad actual, el debate —que periódicamente atraviesa fases de mayor o menor intensidad, pero que nunca deja de estar presente— en torno a la conveniencia de legalizar la eutanasia se perfila en términos muy similares en los distintos países en los que tiene lugar: los argumentos esgrimidos en un sentido o en otro —también aplicables, por cierto, al debate en torno al suicidio asistido— no resultan en absoluto privativos de ningún país concreto.
4.1. Argumentos a favor. 4.1.1. La autonomía individual.—El argumento de mayor peso a favor de la legalización de la eutanasia (y el esgrimido con más frecuencia por sus partidarios) es el que arranca de la necesidad de respetar la dignidad y la autonomía individuales, que en este caso estarían expresándose en una decisión personalísima, relativa a un aspecto esencial de la propia existencia. Negar a un sujeto en plena posesión de sus facultades mentales la posibilidad de recabar ayuda ajena para poner fin a su vida supondría, según esta argumentación, una restricción injustificable de la libertad del ciudadano para adoptar y llevar a cabo sus propias decisiones autorreferentes, esto es, las que sólo a él le afectan y que no lesionan intereses ajenos; más injustificable aún, se añade, en la medida en que con esta restricción de su autonomía (clara muestra de paternalismo jurídico) se le está imponiendo seguir soportando un grave sufrimiento físico y psíquico.
Formulado de este modo tan sencillo y, en cierto modo, radical, el argumento puede ser un blanco fácil para sus críticos. Si ha de respetarse al máximo la autonomía individual para adoptar nuestras propias decisiones en lo que al final de la vida se refiere —rezaría el contraargumento— ¿por qué limitarse al campo de la eutanasia? ¿Por qué no admitir que se pueda quitar la vida o ayudar a suicidarse a cualquier persona que lo solicite siendo mentalmente competente, aunque no se encuentre físicamente enferma? E incluso dentro de un contexto de enfermedad y sufrimiento, ¿por qué restringir la posibilidad de ayudar a morir sólo a los mentalmente capaces que reúnan determinadas características? En definitiva: si se sitúa la base de la despenalización en la idea de la autonomía individual, resultaría incoherente —siempre según sus críticos— restringir ésta «desde fuera» y respetarla sólo en determinados casos y por determinadas razones. Así pues, desde el punto de vista opuesto a la legalización no debería abrirse ninguna brecha en la prohibición absoluta de matar o auxiliar al suicidio; con independencia de la voluntad del sujeto, estas conductas nunca deberían permitirse porque lesionan en todo caso un bien absolutamente esencial, situado por encima de la autonomía individual; la vida, en definitiva, merece en todo caso ser protegida incluso en contra de la voluntad de su titular. Desde dicha perspectiva la prohibición de aquellos comportamientos constituiría, ciertamente, una muestra de paternalismo fuerte (entendido éste como la protección de un sujeto competente frente a sus propias decisiones y por su propio beneficio), pero éste se encontraría plenamente justificado por la importancia del bien al que el sujeto quiere renunciar.
Así pues, el argumento de la autonomía individual debe enfrentarse irremediablemente a esta cuestión de la relevancia otorgada a los motivos por los que una persona competente desea la muerte, puesta en relación con la situación objetiva en que se encuentra. Y en este sentido parece claro que la intensidad adquirida por el debate en torno a la legalización de la eutanasia voluntaria en numerosos países responde (al menos en gran medida) a la percepción, altamente extendida en la conciencia social, de que quien padece un intenso sufrimiento irreversible posee una buena razón para desear morir, que —en los casos irreversibles en los que ya no cabe más ayuda posible— la sociedad puede atender sin ver menoscabado su propio sentido de la solidaridad.
4.1.2. La comparación con el derecho del paciente a decidir sobre el tratamiento médico.— Una segunda argumentación utilizada por los partidarios de la legalización de la eutanasia parte de lo que se considera una verdadera identidad valorativa entre la terminación activa de la vida o el auxilio al suicidio, por un lado, y el respeto a la decisión de un paciente de no comenzar o de interrumpir un determinado tratamiento médico indispensable para su supervivencia, por otro. Este argumento (que lógicamente toma como referencia los países en los que este último derecho se encuentra legalmente reconocido) rezaría como sigue: dado que en ambos casos el enfermo está disponiendo de su vida, está en definitiva tomando una decisión sobre cómo quiere morir, resulta contradictorio que un ordenamiento jurídico garantice como un derecho del enfermo (incluso con el rango de fundamental) la posibilidad de rechazar medidas terapéuticas salvadoras, mientras que sanciona como delito la prestación de una ayuda activa a morir. A menudo este argumento se plantea de un modo más específico, centrando la comparación en los supuestos de retiradas de mecanismos artificiales sostenedores de la vida, que como se ha dicho anteriormente, se consideran, por sus especiales características, próximas a la eutanasia activa. Según esta idea, resulta contrario al principio de igualdad que un ordenamiento jurídico respete en estos casos la voluntad del paciente (por considerar que se encuentra en juego su derecho a decidir sobre su tratamiento médico) mientras que, a la vez, castiga gravemente otras formas de causación de la muerte libremente deseada. Expresado con un ejemplo: no tendría sentido que el enfermo tetrapléjico conectado a un ventilador artificial detente el derecho a que le retiren dicho mecanismo (siendo así que se sabe con certeza que tras esa interrupción se producirá el fallecimiento) y que, en cambio, se castigue penalmente a quien ayude a morir o cause la muerte de otro sujeto con la misma condición física pero capaz de respirar autónomamente.
4.1.3. Otros argumentos.—Tales son los argumentos ética y jurídicamente de mayor peso a favor de la opción de políticas despenalizadoras de las conductas que nos ocupan. Pero también se acude con frecuencia a algunos otros: así, por ejemplo, se alude al alivio que puede suponer para un paciente el tener la seguridad de que en última instancia, en caso de no poder soportar por más tiempo una determinada situación de sufrimiento, podrá contar con ayuda ajena para ponerle fin de un modo suave e incruento. Saber que si lo necesita podrá acudir a ese último recurso le permitiría afrontar sus padecimientos con una mayor tranquilidad espiritual, y vivir con mayor plenitud lo que todavía pueda quedarle. En cambio, el hecho de no contar con esa seguridad produciría una situación de angustia a muchos pacientes, angustia que en algunos casos (así, por ejemplo, a afectados por patologías degenerativas como las distrofias musculares o la ELA, que abocan a una durísima situación final de parálisis y por tanto de imposibilidad total de valerse por uno mismo) podría conducirles a adelantar demasiado su final y quitarse la vida mientras aún pueden hacerlo por sí solos, precisamente por el miedo de que por esperar a que la enfermedad avance por más tiempo pudieran llegar a una situación de total postración en la que no podrán contar con ayuda ajena para morir.
Los partidarios de políticas criminales despenalizadoras esgrimen también un argumento similar al utilizado durante mucho tiempo en relación a la interrupción voluntaria del embarazo: según este razonamiento, es un hecho contrastado que la prohibición legal no logra impedir que en la práctica se lleven a cabo este tipo de comportamientos, que precisamente por encontrarse al margen de la ley no se sujetan a ningún tipo de requisito ni control. En cambio, la adopción de normas que los autoricen pero condicionándolos a determinados requisitos, con límites y garantías, serviría a la postre —mejor que la inevitable práctica clandestina— para asegurar que no se produzcan abusos.
4.2. Argumentos en contra.—Para comenzar con este repaso de los principales argumentos esgrimidos en contra de la legalización de las prácticas eutanásicas (y, por tanto, favorables al mantenimiento de su prohibición), quizás convendría reseñar algo obvio, pero no por ello menos importante: que las razones susceptibles de esgrimirse en cada momento histórico, social y político para justificar una determinada norma pueden y suelen variar (aunque la norma no lo haga) en función precisamente de esas distintas coordenadas. El caso de la prohibición del suicidio asistido y la eutanasia constituye un buen ejemplo de ello, pues lo que en épocas anteriores podía pretender sustentarse en determinadas justificaciones (por ejemplo, una cierta pertenencia social de la vida del ciudadano, que no sería tan sólo un bien de titularidad individual), puede en la actualidad ser defendido con argumentos que en la mayoría de los casos nada tienen que ver con aquéllas. Por otra parte, conviene en este momento hacer una referencia a los argumentos de raíz religiosa (como el muy frecuente según el cual nadie puede terminar con una vida ajena, ni siquiera con el consentimiento de su titular, porque la vida constituye un don divino sustraído por completo a la disponibilidad por el hombre), que siguen encontrándose presentes, y de modo muy activo, en el debate social actual. Pues bien, precisamente por tratarse de razonamientos de base religiosa, pertenecientes al arcano de la conciencia individual y asentados sobre unas determinadas creencias (sobre la existencia o no de la divinidad, etc.), tales argumentos no pueden ser esgrimidos de forma válida en una sociedad laica (en la que las creencias religiosas son tan respetables como la ausencia de ellas), cuya política legislativa no puede verse definida por lo que desde una determinada confesión religiosa se considere o no compatible con los dictados de su fe. Por tanto, para que un argumento en contra de la eutanasia pueda desempeñar un papel realmente relevante en el debate público en torno a su legalización, debe asentarse sobre una base no religiosa.
4.2.1. Los argumentos de «pendiente resbaladiza ».—A día de hoy los razonamientos principales esgrimidos a favor del mantenimiento de la prohibición de la eutanasia se centran en un aspecto que ha devenido el verdadero núcleo de la discusión: las posibles consecuencias que la despenalización podría llevar consigo, y que la convertirían en el punto de arranque de una especie de «pendiente resbaladiza » hacia situaciones del todo indeseables. Aunque sería posible identificar todavía alguna otra variante de esta clase de razonamiento en el ámbito de la eutanasia, nos centraremos aquí en las dos principales objeciones a su desincriminación, que se examinarán separadamente: a) Los diversos riesgos de una práctica abusiva. Por una parte (y quizás sea ésta la idea utilizada con mayor frecuencia en el debate sobre el tema), se alega que en la legalización de la eutanasia activa solicitada no resulta posible establecer unos mecanismos de control adecuados que aseguren que ésta vaya a constreñirse a los supuestos realmente desincriminados, lo que implica un riesgo claro de que termine desembocando en la práctica de eutanasias no realmente deseadas por el sujeto o, incluso, no queridas en absoluto. A este respecto suelen alegarse varios extremos diferenciables entre sí, como por ejemplo los siguientes:
— La indemostrabilidad de que existió solicitud (puesto que la persona que la formuló es precisamente el fallecido).
— La existencia de numerosos factores que pueden presionar al enfermo en la formación de su voluntad, hasta el punto de imposibilitar que su decisión sea realmente libre e incondicionada: desde la presión ejercida por unos familiares deseosos de librarse de la carga emocional y económica que el enfermo supone, hasta la que puede ejercer el propio médico, que indirectamente puede influir en el enfermo según la manera en que le presente las alternativas disponibles.
— La existencia de una forma de presión mucho más sutil que las anteriores, cual es la que proviene del mero hecho de que la posibilidad de solicitar y recibir ayuda para morir se encuentre legalizada; y es que, se argumenta, el mero hecho de que esta alternativa sea socialmente contemplada como una salida racional a su situación puede hacer que el enfermo se sienta en cierto modo culpable por no acudir a ella (sobre todo si su estado coloca a sus allegados en una situación difícil), lo que le inclinaría a solicitar el adelantamiento de su muerte incluso aunque no fuese éste realmente su deseo.
— La dificultad, si no imposibilidad, de que sea realmente libre una decisión tomada en un contexto de intenso sufrimiento (físico y psíquico), por cuanto en estas circunstancias el paciente normalmente estará sumido en un estado depresivo o semidepresivo que no permitirá la formación calmada y reflexiva de su voluntad. Con este razonamiento se hace referencia, por tanto, no a los condicionamientos que pueda sufrir el paciente por presiones externas sino a una especie de falta de libertad intrínseca o consustancial a decisiones adoptadas en este marco de intenso dolor.
— La dificultad de establecer con absoluta seguridad un diagnóstico de irreversibilidad, y, en relación con ello, la posibilidad de que, dados los continuos avances de la Medicina, pueda encontrarse un tratamiento satisfactorio para la enfermedad del que solicita morir.
En cualquier caso, en este punto cabría formular una observación a la que habrían de poder contestar los defensores de los argumentos que acabamos de examinar. Y es que no deja de llamar la atención que quienes oponen este tipo de razonamientos a la legalización de la eutanasia no suelan aplicarlos al ámbito de los rechazos de tratamientos médicos vitales, a pesar de que también aquí nos encontramos ante decisiones atinentes al fin de la vida de la persona, igualmente susceptibles de ser adoptadas bajo presión, inestabilidad psicológica, etc.
b) El riesgo de pérdida de respeto por la vida. Acabamos de referirnos a una serie de factores que, según los detractores de la eutanasia, ponen de manifiesto la gran probabilidad de que, una vez legalizada, se produzca una práctica abusiva que no respete los límites inicialmente fijados. Pues bien, en este contexto ha de mencionarse también otra argumentación relativamente habitual, muy influida por cierto por la terrible experiencia del nazismo (no en vano es frecuentemente formulada por autores alemanes), y referida no tanto a la noción de abuso como a la idea misma de encontrarnos ante una «pendiente»: la idea de que una vez legalizada le eutanasia solicitada, una vez roto el tabú de la intangibilidad de la vida ajena, existe el riesgo (con independencia del buen o mal funcionamiento de los mecanismos de control) de que se produzca en la sociedad una progresiva falta de respeto por aquélla que desembocará en la aceptación de supuestos muy diferentes de la eutanasia solicitada (como la terminación de la vida de ancianos o minusválidos físicos o psíquicos), y en la consiguiente presión sobre el legislador para que siga avanzando en el proceso de desincriminación.
4.2.2. Otros argumentos.—Además de los anteriores, en el debate actual resulta habitual la utilización de algunos otros razonamientos en contra de la legalización de prácticas eutanásicas Así, por ejemplo, con frecuencia se pone de manifiesto una determinada correlación entre eutanasia y cuidados paliativos. En este sentido se alega con frecuencia la idea de que cuando un paciente que sufre pide morir, no está realmente solicitando que se ponga fin a su vida, sino que lo que desea es dejar de padecer. De este modo, se sostiene, la pretendida demanda social de la legalización de la eutanasia no se corresponde con la realidad, puesto que con una buena red de cuidados paliativos (a los que deberían poder acceder todos los pacientes) las peticiones se reducirían al mínimo. Este punto de partida sirve a los defensores de este argumento para dar un paso más: antes de hablar siquiera de legalizar la eutanasia, un país debería proporcionar a sus ciudadanos, como parte del sistema sanitario público, una red eficaz de cuidados paliativos. Legalizar la eutanasia, esto es, ofrecer a los enfermos la posibilidad de que otro termine con su vida, sin haber puesto previamente a su disposición todos los medios para calmar su sufrimiento, se considera ética y jurídicamente inadmisible.
En relación con esta objeción, desde el punto de vista partidario de la despenalización se alega que, sin duda, la cobertura universal de los cuidados paliativos constituye un derecho de los ciudadanos que el Estado tiene el deber de proporcionarles. Pero aun contándose con una buena red de paliativos, se dice, siempre seguirán existiendo casos de sufrimiento insoportable o supuestos en los que más que un dolor físico la razón para desear morir estribe en el rechazo a una situación de postración y absoluta dependencia (supuestos de parálisis absolutas).
Otro tipo de argumentos contrarios a la eutanasia —que se podrían calificar de carácter secundario— se centran en el papel que se pretende atribuir al médico en ese proceso y la forma en que éste sería percibido por los pacientes. Ciertamente, tanto las regulaciones despenalizadoras actualmente vigentes, examinadas más arriba, como cualquiera de las numerosísimas propuestas legales formuladas por sus partidarios en diversos países, confieren al médico un papel protagonista, en la medida en que la legalidad de la conducta se condiciona a que sea llevada a cabo por un profesional. Frente a ello se alega (frecuentemente por el sector de la profesión más reacio a las políticas despenalizadoras), que el papel del médico no puede ser nunca el de quitar la vida, sino únicamente el de intentar sanar, o, cuando ello no sea posible, el de paliar el sufrimiento; además de las consabidas alusiones al Juramento Hipocrático (que por cierto no constituye en sí mismo norma jurídica de ningún tipo), a menudo se insiste en que el autorizar legalmente a los médicos a quitar la vida a un paciente terminará de alguna manera lastrando las cualidades de confianza y seguridad que deben presidir la relación médico-paciente.
Véase: Consentimiento, Cuidados Paliativos, Dignidad humana, Enfermedad, Lex Artis, Muerte, Neonato, Objeción de conciencia, Omisión de tratamiento, Derechos del paciente, Principio de autonomía, Rechazo de tratamiento, Responsabilidad penal de los profesionales biosanitarios, Suicidio asistido, Tratamiento.
Bibliografía: CONSEJO CONSULTIVO DE ANDALUCÍA, Dictamen núm. 90/2007 (www.juntadeandalucia.es/ consejoconsultivo/index.jsp); CORCOY BIDASOLO, Mirentxu / GALLEGO SOLER, José Ignacio, «Política criminal en el ámbito de la disponibilidad de la propia vida (eutanasia)», en MIR PUIG, Santiago / CORCOY BIDASOLO, Mirentxu (dirs.) / GÓMEZ MARTÍN, Víctor (coord.), Política criminal y reforma penal, Edisofer, Madrid, 2007, págs. 219-272; DWORKIN, Ronald, El dominio de la vida: una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual, versión española de Ricardo Caracciolo y Víctor Ferreres, Ariel, Barcelona, 1994; GARCÍA RIVAS, Nicolás, «Hacia una justificación más objetiva de la eutanasia», en ARROYO ZAPATERO, Luis A. / BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE, Ignacio, (dirs.) Homenaje al Dr. Marino Barbero Santos, In Memoriam, Ediciones de la Universidad Castilla-La Mancha / Ediciones Universidad de Salamanca, Cuenca, 2001, págs. 149-171; GASCÓN ABELLÁN, Marina, «¿De qué estamos hablando cuando hablamos de eutanasia?», en Humanitas, núm. 1, monográfico eutanasia, enero-marzo 2003, págs. 5-12; GÓMEZ TOMILLO, Manuel (dir.) / LÓPEZIBOR, Juan José / GUTIÉRREZ FUENTES, José Antonio, Aspectos médicos y jurídicos del dolor, la enfermedad terminal y la eutanasia, Fundación Lilly / Unión Editorial, Madrid, 2008; MARCOS DEL CANO, Ana María, La eutanasia. Estudio filosófico-jurídico, Marcial Pons, Madrid/Barcelona, 1999; TOMÁS-VALIENTE LANUZA, Carmen, La disponibilidad de la propia vida en el Derecho penal, BOE / Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1999; TOMÁS-VALIENTE LANUZA, Carmen, Posibilidades de regulación de la eutanasia solicitada, Documento de Trabajo 71/2005, Fundación Alternativas, Madrid, 2005, disponible en www.fundacion alternativas.com
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