Autor: EDORTA COBREROS MENDAZONA
I. Precisiones conceptuales.—Por enfermedad transmisible se entiende en Medicina aquélla que reúne, acumuladamente, dos características o requisitos: el primero, que se trate de una enfermedad infecciosa y, el segundo, que tenga la posibilidad de ser contagiada a otros individuos (de la misma o de distinta especie).
Enfermedades infecciosas se consideran las que vienen originadas por un agente consistente en un virus, bacteria, hongo, protozoo, rickettsia, prión... Y por transmisibles o contagiosas se entienden las que pueden pasar o trasladarse desde un ser vivo a otro ser vivo; lo que puede suceder de forma directa (por contacto), de forma indirecta (por vehículos químicos, físicos o biológicos transmisores) o por un vector (otro ser vivo que permite la transmisión del agente infeccioso, como un insecto o un roedor).También debe notarse que hay enfermedades infecciosas que no son transmisibles, esto es, que no se contagian de un individuo a otro, sino que son determinadas circunstancias especiales de tipo medioambiental, por accidentes, etc., las que posibilitan su transmisión; la persona o animal infectado, en este caso, no transmite a otro la enfermedad aunque la sufra. Y, por otro lado, puede haber personas que no manifiestan la enfermedad, pero que sí la pueden transmitir (los portadores sanos o asintomáticos).
Finalmente, hay que hacer referencia a un supuesto específico de transmisibilidad que es el de las enfermedades hereditarias, que a su vez no hay que confundir con las congénitas, que son las adquiridas en el nacimiento y que pueden haber venido producidas por un trastorno durante el periodo embrionario o en el parto. Se conoce como enfermedades hereditarias a un conjunto de enfermedades genéticas cuya especificidad es la transmisión de padres a hijos (esto es, de generación en generación). Son, pues, enfermedades transmisibles, pero no son infecciosas. Por eso y porque el vehículo para su transmisión ofrece unas características específicas (y, en su caso, un tratamiento jurídico netamente diferenciado) se dejarán de lado en esta voz (advirtiendo, eso sí, que en esta misma obra existen otras voces que se ocupan también de la problemática que, directa o indirectamente, presenta este concreto tipo de enfermedades transmisibles).
Precisado todo ello, a continuación se tratarán los aspectos jurídicos que plantean las enfermedades transmisibles (en el acotado sentido ya señalado). Pero antes conviene hacer alguna matización más. Así, se suelen considera sinónimos transmisible y contagioso, de tal manera que la denominación que se ha dado tradicionalmente al ámbito de la protección de la salud pública* solía ser el de la “lucha contra las enfermedades infecto-contagiosas” y así se recoge en algunas disposiciones (destacadamente, cuando figuran como impedientes del ejercicio de alguna profesión u oficio del desempeño de un servicio público). Sin embargo, en la actualidad, y precisamente para no entrar en la consideración genérica de “enfermedad contagiosa”, se propugna en el caso del VIH/SIDA*, por ejemplo, su tratamiento como enfermedad transmisible, para no entrar en las genéricas prohibiciones establecidas para los listados de “enfermedades infecto-contagiosas”, teniendo en cuenta que las vías de transmisión de este virus están plenamente comprobadas y son muy concretas (perinatal, sanguínea o por relaciones sexuales desprotegidas; en definitiva, por el contacto de fluidos corporales con alta concentración viral); y que, por lo tanto, la convivencia con personas portadoras del VIH puede hacerse con completa normalidad, adoptando las concretas medidas procedentes. Se trata, en último término, de evitar una indeseable marginación y, con ello, una inadmisible discriminación* y el consiguiente estigma.
II. Enfermedades transmisibles y Derecho.— Incluso en los momentos de menor intervención estatal en la sociedad puede decirse que, en el ámbito sanitario, las cosas eran un poco distintas: si bien la salud individual era cosa —se pensaba— que correspondía cuidar y procurarse al propio individuo, la salud colectiva justificaba y exigía la intervención de la autoridad. El argumento era que, como la consecución de la salud colectiva se escapaba de las posibilidades de los ciudadanos, era la autoridad la que debía intervenir e incluso imponerse sobre las personas afectadas, para preservar la salud de todos de los riesgos colectivos (provenientes, fundamentalmente, de las enfermedades transmisibles). Hoy las cosas han cambiado, sobre todo por lo que respecta a la primera parte, pero no cabe ninguna duda de que la salud colectiva sigue siendo una preocupación de primer orden para los poderes públicos. Es más, en un mundo tan interrelacionado y con una velocidad y posibilidades de movimiento y traslación de personas y bienes tan impresionantes, la dimensión internacional de la lucha contra las enfermedades transmisibles —claramente perceptible ya desde la segunda mitad del siglo XIX (recuérdese que la primera Conferencia Sanitaria Internacional tuvo lugar en 1851, en París)— ha adquirido una relevancia indiscutible, aunque el objeto de preocupación sanitaria haya variado también en el tiempo. En fin, de un planteamiento muy tosco desde el punto de vista jurídico —que podíamos resumir en la conocida máxima ciceroniana “Salus populi suprema lex esto”— hemos pasado a un marco que exige inexcusablemente ciertos requisitos para la válida actuación de las autoridades públicas también en este ámbito y que presupone el respeto a los derechos fundamentales de las personas, al principio de legalidad y al principio de proporcionalidad. Dicho más gráficamente, hoy “ya no vale cualquier cosa”, por mucho que con ello se pretenda salvaguardar la salud pública.
Contra las enfermedades transmisibles siempre se ha preconizado que es indispensable la prevención. Es cierto que el trabajo preventivo tiene, asimismo, un ámbito de aplicación muy grande en la asistencia individual (la medicina preventiva es evidente que cada vez se aplica más en todos los ámbitos sanitarios), pero desde hace ya mucho tiempo se viene considerando capital en la preservación de la salud pública. Se trata, en definitiva, de impedir o minimizar las condiciones en las que el agente patógeno pueda instalarse y/o propagarse.
Las medidas establecidas al servicio de la prevención de las enfermedades transmisibles son muy variadas: la información y educación sanitarias o las actuaciones puramente higiénicas o profilácticas se encuadran perfectamente en ellas. Pero también hay que incluir otras medidas de una incidencia mayor sobre la esfera de las personas, como son, por ejemplo, los exámenes médicos a efectos del posterior ejercicio de determinadas actividades (mejor, para adverar la idoneidad del sujeto o de sus circunstancias, a fin de que no suponga un riesgo para la salud de los demás); u otras más incisivas. Así, entre éstas se pueden incluir las vacunaciones —de cuyo éxito científico globalmente ninguna persona sensata puede dudar—, que tienen por objeto conseguir la inmunización de los sujetos que la reciben (e indirectamente, evitar que transmitan la enfermedad, en caso de que sea contagiosa). Pues bien, conviene precisar que, a veces, se habla con cierta impropiedad de “vacunas obligatorias” para referirse a aquéllas que figuran en los calendarios de vacunación establecidos por las autoridades sanitarias y que están sufragadas por la Administración Pública. Pero éstas no son obligatorias, en sentido estricto, porque no se establecen con tal carácter, sino que, más bien, se parte del principio general de la voluntariedad de todos los tratamientos. Ello no obsta para que, cuando se opte por la no vacunación, se puedan deparar desventajas relacionadas con la protección de la salud pública, como pueden ser la negativa a la escolarización u otras. Y cosa distinta es la posibilidad de su imposición coercitiva como medida excepcional establecida en el caso de un riesgo inminente para la salud colectiva, como en algún caso se ha producido. En fin, en la hipótesis —que, desgraciadamente, se produce en alguna pequeña proporción— de reacciones adversas en el sujeto tras su aplicación, éstas deberán compensarse a través de la responsabilidad extracontractual de la Administración.
Pero cabe pensar en otras medidas de carácter puramente preventivo (al menos, para algunas circunstancias) pero muy contundentes para los afectados como son aquéllas del tipo cuarentenal o de aislamiento del sujeto. Estas actuaciones tan restrictivas de la libertad —en especial, de la fundamental libertad deambulatoria (tan elemental y necesaria para el desarrollo de la personalidad y para preservar la dignidad)— requieren de manera ineludible el respeto al principio de proporcionalidad y, en algunos supuestos, el refrendo judicial (cuando se trate de imponer, contra la voluntad del interesado, una auténtica privación de la libertad stricto sensu). No conviene identificar, por tanto, medidas preventivas con actuaciones sin incidencia directa en los sujetos destinatarios.
Junto a la prevención, hay que hacer referencia también al principio de precaución* o cautela, de reciente elaboración y más reciente aún aplicación al terreno de la salud. En efecto, la prevención como elemento justificador de la intervención de los poderes públicos tiene su origen en la protección del medio ambiente, pero a finales de los años noventa —a raíz del problema surgido con la encefalopatía espongiforme bovina (conocida popularmente como “la enfermedad de las vacas locas”) y su riesgo para la salud humana (en forma de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob)—, y de la mano del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, ha empezado a adquirir carta de naturaleza también en el ámbito que aquí interesa.
Aunque comparta algunas características con el principio de prevención, conviene destacar su autonomía conceptual. A estos efectos, y con carácter previo, es necesario recordar que una de las características de nuestra sociedad actual (a nivel mundial) es la existencia de múltiples riesgos que, a diferencia de otras épocas (y sin perjuicio de que continúen subsistiendo peligros clásicos provenientes de la naturaleza), traen causa —algunos de ellos, al menos— de la acción del hombre. En este contexto, muchos riesgos son de una enorme complejidad y no resulta nada sencillo conocer su etiología, su posible evolución o sus eventuales remedios. Aquí, precisamente, es donde ha comenzado a entrar en juego el principio de precaución o cautela, a fin de evitar que la incertidumbre científica al respecto no suponga una inacción ante tales riesgos o, dicho de otra manera, para que la falta de constatación científica del origen o de los remedios de un riesgo no enerve la posibilidad de intervención pública para preservar la salud pública. De tal manera que, en su nombre, en caso de incertidumbre sobre la existencia o el alcance del riesgo para la salud pública, se pueden adoptar medidas de protección sin tener que esperar a que se demuestre plena y fehacientemente la realidad y la gravedad de tal riesgo o peligro.
La prevención procede en los casos de riesgo cierto o conocido; la precaución en los de riesgo incierto. Con el conocimiento científico se actúa preventivamente; con los meros indicios se actúa precautoria o cautelarmente. El riesgo conocido se prevé; las medidas de precaución se adoptan ante riesgos con aspectos desconocidos. El principio de precaución justifica la intervención pública para eliminar o paliar un riesgo, aunque tal actuación no se base en premisas científicas contrastadas, sino ante indicios y sobre la base de “lo más probable posible”.
En el triple juicio que comporta la aplicación del principio de proporcionalidad en la actuación de los poderes públicos —esto es, la adecuación de la medida (como apta o coherente para conseguir la finalidad pretendida), su necesidad (en el sentido de que resulte la menos restrictiva, si es que fueran posibles varias) y la intensidad, el quantum o la proporcionalidad en sentido estricto de la misma— la incertidumbre puede incidir sobre los tres aspectos, ya que el punto de partida es, precisamente, el conocimiento científico parcial o fragmentario sobre el problema sanitario, con lo cual no se puede, en puridad, “asegurar” ninguno de los tres niveles de enjuiciamiento. Así y todo el principio de precaución es el que permite actuar también en estos casos. Ahora bien, dado que con esto se amplía mucho el ámbito de actuación de los poderes frente a los riesgos para la salud pública, no se puede ocultar el riesgo (ahora utilizado el término en otro sentido) que para los particulares puede suponer. Este problema no resulta nada sencillo y el control judicial ofrece evidentes limitaciones, pero en ningún caso pueden desparecer las garantías de los particulares afectados también en estos supuestos de intervención limitativa de derechos que se fundamente en el principio de cautela.
Respecto de las medidas que materialmente pueden adoptar las autoridades frente a las enfermedades transmisibles, lógicamente éstas pueden variar mucho según la intensidad, extensión y gravedad de la enfermedad de que se trate. Los problemas jurídicos que se presentan, entonces, son también matizables. Así, un rápido repaso a lo más significativo ofrece algunas cuestiones que merece mencionar.
Dejando de lado ahora las investigaciones y avances médicos que, siguiendo las pautas científicas dominantes, se realizan por personas privadas o públicas (pero que pueden tener incidencia en las cuestiones que plantean los ensayos clínicos*), en primer lugar puede hacerse una referencia al caso más normal de contención de las enfermedades transmisibles, como es el supuesto ordinario de quien voluntariamente acude a los servicios sanitarios —motu proprio o por indicación de las autoridades sanitarias— y, tras el diagnóstico, prosigue el tratamiento y las pautas indicados por el médico. Dada la premisa de la que parte este supuesto (la voluntariedad y la asunción voluntaria del tratamiento), los problemas que se pueden presentar son, por un lado, los más genéricos de la confidencialidad* y del secreto profesional* y, por otro lado, cómo afrontar el riesgo que para terceros pudiera suponer el sujeto afectado.
Uno de los medios que se han demostrado más útiles en la lucha contra las enfermedades infectocontagiosas transmisibles es la obtención de datos de información epidemiológica, a partir sobre todo de los deberes de comunicación establecidos y que recaen, fundamentalmente, sobre los médicos que conocen de los casos así indicados. El problema que aquí se presenta —obviamente, cuando el dato de la identidad del enfermo se aporta y no está disociado del dato de la enfermedad— es el relativo al almacenamiento de estos datos en ficheros y/o, en su caso, el establecimiento de registros específicos, lo que debe cohonestarse con los derechos establecidos en favor de los interesados por la normativa de protección de datos*, tan ligada al derecho a la intimidad*.
Los siguientes medios a considerar son aquéllos ya más contundentes sobre el patrimonio e incluso sobre la propia persona del afectado. Pero antes de mencionarlos debe hacerse hincapié en la conveniencia, siempre, de otorgar la posibilidad de un cumplimiento voluntario de las medidas (aunque sean ordenadas por la autoridad). No sólo porque ello es más respetuoso con la propia libertad de las personas (recuérdese que tales actuaciones siempre deben estar regidas por el principio favor libertatis), sino también por razones de pura eficacia, pues parece claro que incentivar el cumplimiento de las medidas (incluidas las gravosas, se insiste) resulta mucho más operativo. Es más, aun existiendo un peligro cierto para la salud de terceros, puede resultar que el establecimiento de un tratamiento sanitario obligatorio llegue a tener unos efectos contraproducentes, en el sentido de que los sujetos enfermos o susceptibles de transmitir la enfermedad “oculten” esta circunstancia (fundamentalmente, por temor al rechazo o estigma social, aunque también podría ser por miedo a someterse a un tratamiento, en especial si conlleva el internamiento) y no acudan a los servicios sanitarios, con lo que el riesgo de transmisión puede ser mayor. Por tal razón, en estos casos deben tenerse muy en cuenta tanto el tipo de personas afectadas y sus circunstancias concretas, como la clase de enfermedad y sus vías de transmisión, así como la presentación pública de las medidas sanitarias previstas y las formas de ejecución de tales medidas por parte de las autoridades sanitarias.
Así, respecto de los bienes pueden imponerse medidas de desinfección de locales, de destrucción de medios materiales o la inmovilización e incluso sacrificio de animales (según el medio de transmisión de que se trate). Y respecto de las personas, pueden establecerse medidas consistentes en la prohibición de determinadas actividades o limitaciones a la libertad deambulatoria. El máximo de incidencia es la imposición de un tratamiento sanitario obligatorio. Esta excepción al principio del consentimiento* (informado) previo está admitida en los casos de peligro para la salud pública. Ahora bien, en función del riesgo y de las circunstancias del caso, el tipo de tratamiento puede ser muy diversos: la simple inoculación de una vacuna, un tratamiento obligatorio, pero en medio ambulatorio o, incluso, el tratamiento que conlleve el internamiento forzoso en régimen de aislamiento. Aquí, como en seguida se advierte, nos encontramos ante afecciones muy serias a la libertad de la persona. Por eso resulta de importancia establecer los límites para una válida actuación de las autoridades sanitarias en estos supuestos. Así, hay que señalar preliminarmente que, aunque el consentimiento (mejor, su ausencia) del interesado pueda ser superado por la autoridad al estar en riesgo la salud de terceros, el derecho a la información sanitaria (del tratamiento que se le va a imponer, se entiende) no desaparece, sino que debe serle facilitado al afectado igualmente. Por otro lado, se requiere que el tratamiento repercuta beneficiosamente en la propia salud de quien lo recibe; a lo máximo, podría permitirse que, simplemente, no fuese perjudicial. No será admisible, sin embargo, un tratamiento que, para preservar la salud de terceros, incida negativamente, empeorándola, en la salud de quien lo sufre (supuesto en el que no se podría siquiera hablar de “tratamiento sanitario”). Para estos casos, la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales a la vida, a la integridad física y moral, a no ser sometido a tratos inhumanos o degradantes y a la libertad y seguridad personales se erigirían en obstáculos insalvables para que una o unas personas pudiesen ser consideradas, en definitiva, como mero medio u objeto en beneficio de otras. En los supuestos-límite que se pudieran producir, a lo máximo que se podrá llegar, para preservar la salud de terceros, será a la medida de aislamiento de esa persona.
Eso sí, cuando por razones de salud pública la imposición de un tratamiento sanitario conlleve la privación o restricción de libertad del sujeto afectado, siempre será necesario contar con la garantía de la intervención judicial —a ser posible, previa; y, si no, ratificadora (que, en nuestro caso, está atribuida a los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo)— frente a tan contundentes medidas.
En este sentido de garantizar los derechos de las personas que se puedan ver sometidas a imposiciones obligatorias por razones de salud pública, en primer lugar, se debe subrayar en las exigencias del principio de legalidad, tan básico para la debida actuación de los poderes públicos en un Estado de Derecho. Y a este respecto conviene no olvidar que las previsiones normativas establecidas para los casos de riesgo para la salud pública suelen tener, inevitablemente, un altísimo grado de indeterminación. En efecto, tanto el presupuesto de hecho (que no es sino el riesgo producido por la enfermedad) como las medidas autorizadas se suelen establecer de manera muy vaga y genérica, de tal manera que lo usual suele ser hablar de las medidas “necesarias” o que resulten “más adecuadas”, etc. Esto quizás tenga mucho de inevitable, puesto que se trata de prever normativamente algo que se desconoce en qué circunstancias se va a producir, ya que pretende ser válido como previsión para situaciones muy diversas y porque no se desean descartar los avances científicos que se pudieran producir —en definitiva, porque se trata de evitar “encorsetamientos” que pudieran resultar inapropiados en el momento en el que se tengan que poner en marcha las medidas sanitarias—; pero, en todo caso, hay que insistir en que éste no puede ser un ámbito exento al control judicial (sobre todo, bajo el prisma de la proporcionalidad) y en el que la responsabilidad, también patrimonial, no puede descartarse a priori, sino que puede llegar a tener su lugar propio, como forma de resarcimiento. En fin, y como ya ha quedado indicado, si entrase en juego la privación de libertad —como forma de aplicación de un tratamiento sanitario obligatorio por causa de salud pública—, contra la voluntad del interesado, la garantía judicial sobre este aspecto específico resulta, asimismo, ineludible; de tal manera que, en este supuesto, la sola orden de la autoridad pública sanitaria no es suficiente.
Véase: confidencialidad, consentimiento, derecho a la intimidad, discriminación y salud, ensayo clínico, principio de precaución, protección de datos de salud, salud pública, secreto profesional, sida.
Bibliografía:
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