ENCICLOPEDIA de BIODERECHO y BIOÉTICA

Carlos María Romeo Casabona (Director)

Cátedra de Derecho y Genoma Humano

ecología (Jurídico)

Autor: VICENTE BELLVER CAPELLA

I. Introducción.—Ernst Haeckel, biólogo alemán discípulo de Charles Darwin, acuñó el término Ecología en 1869 mediante la unión de dos palabras griegas: oikos (casa, vivienda, hogar) y logos (estudio o tratado). En la actualidad, la Ecología es considerada una rama de la Biología que estudia los seres vivos, su medio y las relaciones que se establecen entre ellos. Pero el término Ecología no sólo se emplea para dar nombre a una parcela de la Biología. También se utiliza para referirse tanto a la reflexión filosófica sobre las relaciones del ser humano con el ambiente, que ha crecido exponencialmente desde finales del siglo XIX, como a las propuestas políticas y jurídicas orientadas a replantear esas relaciones.
El desarrollo tecnológico protagonizado por la humanidad desde finales del siglo XIX ha puesto en sus manos una poderosa herramienta que le permite explotar los recursos naturales, e intervenir y manipular los procesos naturales produciendo alteraciones irreversibles. Este poder ha generado un crecimiento económico y unas condiciones de vida incomparables con cualesquiera anteriores, pero también ha alterado completamente las condiciones ambientales del ser humano: de vivir en un entorno limitadamente modificado por su propia intervención, el ser humano ha pasado a vivir en un ambiente enteramente modificado por su poder tecnológico, que recibe el nombre de tecnosfera.
Pero en la tecnosfera no todo es bienestar para el ser humano: las nuevas condiciones ambientales aparecen también como una amenaza para la calidad de vida de las generaciones presentes y la supervivencia misma de las generaciones futuras. Además, incrementan las desigualdades humanas, pues las adversidades ambientales se ceban con los más desfavorecidos, que se encuentran más expuestos y menos provistos de recursos para combatirlas. La crisis ecológica, el incremento de las desigualdades entre las personas y los riesgos que se proyectan hacia las generaciones venideras son los principales efectos negativos de los cambios antropogénicos en el ambiente.
En todo caso, las reacciones ante este nuevo escenario plagado de luces y sombras han sido muy diversas: desde la alarma por los riesgos generados para la supervivencia de la humanidad o de la naturaleza no humana, hasta el entusiasmo por las posibilidades que se plantean de mejorar las condiciones de vida, pasando por una actitud entre moderada y gravemente preocupada por el futuro. Detrás de ellas encontramos una vasta y plural reflexión filosófica. Tras una referencia a la evolución histórica de la causa ecológica, se presentarán las principales posiciones filosóficas contemporáneas sobre las relaciones del ser humano con la naturaleza, para concluir con un apunte sobre las relaciones entre la Bioética y la Ecología.

II. Historia de la Ecología.—De igual modo que la Ecología como ciencia biológica surge en la segunda mitad del siglo XIX, simultáneamente surgen en los Estados Unidos algunas de las figuras que hoy consideramos precursoras del ecologismo como David Henry Thoreau (1817-1862) y John Muir (1838-1914), fundador del «Sierra Club», la primera asociación ecologista del mundo.
A nivel filosófico, será en el primer tercio del siglo XX cuando surjan las primeras reflexiones centradas en la relación del ser humano con la técnica y con el medio ambiente. Autores como Ortega y Gasset, Lewis Mumford o Jacques Ellul aún no se ocupan específicamente del impacto negativo que la acción humana tiene sobre el ambiente pero sí sobre la transformación que la técnica ejerce en la vida individual y social.
Ahora bien, será a partir de los años sesenta cuando se empiece a hablar de forma generalizada de crisis ecológica y se expandan por todo el mundo los movimientos ecologistas. El rápido deterioro ambiental generó una nueva conciencia ecológica que, a su vez, trajo consigo la aparición de movimientos sociales y políticas públicas inéditas hasta entonces.
El deterioro ambiental se advierte a través de dos manifestaciones bien diferentes. Por un lado, los ciudadanos empiezan a sufrir en sus vidas diarias los efectos negativos de la acción humana sobre el ambiente. Por otro lado, la sucesión ininterrumpida de desastres ambientales desde la segunda mitad del siglo XX, que afectan a miles de personas en cada caso y conmocionan a la opinión pública de todo el mundo. Esta percepción de la crisis ecológica viene acompañada de una proliferación de libros y artículos que, con planteamientos sumamente heterogéneos, coinciden en generar un gran impacto social, y se convierten en obras de referencia para los movimientos ecologistas surgidos por entonces: Silent Spring (1962), de la botánica Rachel Carson; The Population Bomb (1968) del biólogo Paul Ehrlich; The closing circle (1971) del también biólogo Barry Commoner; The limits of Growth, informe del Club de Roma de 1972; A Blueprint for survival, (1972) de Edward Goldsmith; Small is beautiful (1973), del economista inglés Ernst Friedrich Schumacher; Gaia: A new vision at life on earth (1979), del químico James Lovelock son algunas referencias básicas.
El primer capítulo de la reciente conciencia ecológica culmina en junio de 1972 con la Cumbre de Naciones Unidas sobre el Medio Humano. En ella se aprueba un documento que va a ser emblemático de la causa ecologista: la Declaración de Estocolmo sobre medio ambiente humano, cuyo primer principio afirma: «El hombre tiene el derecho fundamental a la libertad, la igualdad y el disfrute de condiciones de vida adecuadas en un medio de calidad tal que le permita llevar una vida digna y gozar de bienestar, y tiene la solemne obligación de proteger y mejorar el medio para las generaciones presentes y futuras. A este respecto, las políticas que promueven o perpetúan el apartheid, la segregación racial, la discriminación, la opresión colonial y otras formas de opresión y de dominación extranjera quedan condenadas y deben eliminarse». Este principio sintetiza la doble dimensión diacrónica y sincrónica de la justicia ecológica: por un lado, se reconoce el deber de las presentes generaciones hacia las futuras de asegurar unas condiciones de vida dignas venideras (dimensión diacrónica); por otra, se afirma que todos los seres humanos tienen derecho a gozar de unas condiciones de vida adecuadas y que ese objetivo no se puede alcanzar sin superar cualquier forma de discriminación o dominación (dimensión sincrónica).
De entre la diversidad de planteamientos filosóficos acerca de las relaciones entre el ser humano y la naturaleza, la Declaración se decanta por situar al ser humano en el centro de su atención: debemos proteger el ambiente porque los seres humanos, presentes y por venir, lo necesitan no sólo para sobrevivir sino para tener una vida plena. La protección del ambiente se configura así como un derecho fundamental, como una necesidad básica de cualquier ser humano.
Durante los años ochenta asistimos al segundo capítulo en el desarrollo de la conciencia ecológica. Si en los sesenta y setenta se suceden los hechos y las ideas que desembocan en los movimientos sociales, los ochenta se caracterizarán por la consolidación de las formaciones políticas de corte ecologista y la plasmación jurídica de las reivindicaciones ambientales.
Aunque el primer partido ecologista es fundado en el Reino Unido por Edward Goldsmith en 1973, los partidos «verdes» alcanzan representación parlamentaria en la década de los ochenta. El referente indiscutible será «Die Grünnen», el partido verde alemán, cuya evolución es un modelo de la que han tenido la mayoría de los partidos ecologistas en el mundo. Creado en 1980, se nutrió de muy diversas corrientes políticas, sociales y filosóficas: desde ecomarxistas a ecolibertarios. Esa heterogeneidad, y la dificultad de integrarla en una opción política mínimamente unitaria y coherente, fue una de las causas del estancamiento y declinar de este partido, después de haber llegado a obtener casi un 10% de representación parlamentaria en las elecciones legislativas alemanas de 1988. Tampoco se puede olvidar que, durante esos años, los partidos políticos convencionales se apresuraron a integrar las demandas ambientales, tratando así de neutralizar el atractivo que ofrecían los partidos ecologistas. Desde entonces, las políticas ambientales ocupan un espacio importante en el programa de cualquier partido político y la presencia de partidos de corte estrictamente ecologista ha pasado a ser, en la mayoría de los países, testimonial.
Así como en el campo político se pasó del auge puntual de los partidos ecologistas a la incorporación generalizada de un programa ambiental en todos los partidos políticos, a nivel jurídico asistimos a un acelarado desarrollo de la producción normativa tanto a nivel internacional como nacional.
La comunidad internacional, por su parte, ha pasado de un interés creciente por la cuestión ecológica, que alcanza su apogeo en la Conferencia Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo de Río de Janeiro en 1992, a una situación de perplejidad y falta de acuerdo a principios del siglo XXI, que queda reflejada en la Cumbre sobre el medio ambiente de Johannesburgo de 2002. En cuanto a los planteamientos de fondo, todos los grandes textos sobre medio ambiente aprobados en el marco de Naciones Unidas —desde la Declaración de Estocolmo (1972) a la de Río (1992), pasando por el informe Bruntland «Nuestro futuro común» (1987)— afirman la centralidad del ser humano en la naturaleza. La única excepción es la Carta Mundial de la Naturaleza (1981), que manifiesta ciertos titubeos a la hora de afirmar la primacía del ser humano sobre la naturaleza y la necesidad de protegerla por el bien de aquel.
El momento presente está dominado por un problema ambiental: el conjunto de cambios en las condiciones climáticas de la atmósfera como consecuencia de la acción humana, fundamentalmente por la emisión de gases de efecto invernadero. Se trata de un problema complejo tanto en su comprensión como en su solución; de alcance universal y duración prolongada a lo largo de décadas; que afecta en mayor medida a las poblaciones más vulnerables; y que sólo se puede afrontar con planteamientos compartidos. Es un desafío que, de alguna manera llega de mano de la globalización y que sólo se puede acometer desde la globalización. El contexto internacional dominante en los últimos años, de falta de acuerdo sobre la cuestión ambiental, no ha permitido adoptar hasta el momento medidas unánimes y eficaces para afrontar el problema del cambio climático. En todo caso, esta evolución histórica sólo se comprende bien al conocer la diversidad de reflexiones filosóficas contemporáneas acerca de las relaciones entre el ser humano y su ambiente natural, que se tratan a continuación.

III. Ecología y Filosofía.—La Ecología como reflexión filosófica se ocupa de las relaciones del ser humano con la naturaleza. Aunque la cuestión está ya presente en los albores de la Filosofía, su novedad reside en la aparición de la tecnología, que se apoya sobre una base científica y que tiene una capacidad de incidencia ilimitada sobre el ambiente. En los últimos decenios se han multiplicado las propuestas sobre cómo deben ser las relaciones entre el ser humano, la tecnología y el ambiente. A efectos didácticos, estas se pueden reunir en tres grandes corrientes: las tecnocráticas, las biologistas y las personalistas.
3.1. Ecofilosofías tecnocráticas.—Estas Ecofilosofías exaltan las posibilidades benéficas del desarrollo tecnológico y recelan de la imposición de límites a la intervención en la naturaleza. En esta corriente podemos distinguir dos líneas de pensamiento que, aunque en principio se oponen entre sí, confluyen en articular el pensamiento dominante en los países desarrollados, en particular, los anglosajones. Esas dos líneas son el individualismo y el utilitarismo.
El individualismo se asienta sobre dos bases: el valor absoluto del ser humano autónomo, es decir, de quien puede darse a sí mismo normas de conducta y llevar a cabo un proyecto de vida; y la negación de la naturaleza como una realidad dotada de un significado que el ser humano pueda comprender y del que pueda obtener orientaciones para su actuación. Según esta Filosofía, el único límite a la actuación humana es la libertad de los demás, y la tecnología es la gran herramienta de que dispone el hombre para dominar la naturaleza y ponerla enteramente a su servicio. Cuando, como consecuencia del desarrollo tecnológico, se generan problemas ambientales que amenazan la supervivencia humana se piensa que las soluciones vendrán de las tecnologías, bien creando tecnologías alternativas a las causantes de los problemas ambientales, o bien creando otras capaces de reparar los daños causados por las primeras.
El utilitarismo coincide en negar que la naturaleza contenga un significado orientador de la conducta humana. Pero se diferencia del individualismo en que el eje de la moralidad ya no se encuentra en la autonomía del individuo sino en su capacidad de sentir placer y dolor. Sólo los seres capaces de sentir en acto placer y dolor son sujetos de la moralidad. En consecuencia, mantener que los sujetos de la moralidad son sólo los seres humanos es una forma de discriminación denominada especieísmo, aquella que discrimina en función de la especie a la que se pertenece. Para los utilitaristas, lo seres humanos carentes de capacidad de sentir no serían sujetos de moralidad y sí lo serían, en cambio, aquellos animales que la tuvieran suficientemente desarrollada. Esta Filosofía ha servido de fundamento a un importante sector de los defensores de los derechos de los animales.
La Filosofía utilitarista ha sido objeto de crítica, entre otras, por parte de las posiciones ecologistas radicales, que la han acusado de caer en el sentientismo: una forma de discriminación tan ilegítima como el especieísmo y que consiste en discriminar entre los seres en función de su capacidad de sentir placer y dolor. Según los ecologistas radicales, todos los seres que componen un ecosistema tienen igual valor, porque su valor deriva de su pertenencia al ecosistema: un ser humano o animal superior no tienen más valor que un río, un bosque o una colonia de medusas. La dignidad corresponde a los ecosistemas en cuento tales y a los elementos que los integran; y, por ello, el círculo de la moralidad habría que ampliarlo más allá de los seres humanos y los animales para incluir también los vegetales, minerales y, en general, los equilibrios ecosistémicos.
Tanto desde el individualismo como del utilitarismo se niega que la naturaleza pueda proporcionar pautas para el comportamiento moral humano. La naturaleza no es un libro, según la metáfora clásica, en el que el ser humano descubre el sentido de su existencia, porque la naturaleza no aporta más que un conjunto de conocimientos empíricos valorativamente neutros. Desde estas posiciones, la metáfora de la naturaleza como libro es sustituida por la del vasto y desordenado almacén de materias primas que corresponde al hombre organizar y poner a su servicio para obtener todo lo que desee. El complejo científico tecnológico se convierte, entonces, en la gran herramienta de la que se sirve el hombre para poner la naturaleza bajo sus deseos.
Sin llegar necesariamente a los extremos tecnocráticos, tanto el individualismo como el utilitarismo ven en la tecnología la respuesta a la crisis ambiental: si existe contaminación o se agotan los recursos, habrá que desarrollar nuevas tecnologías que reduzcan esa contaminación y permitan el empleo de nuevos recursos. Se trata, en definitiva, de incluir los problemas ambientales dentro de los desafíos que la tecnología tiene que afrontar y resolver.
A pesar de los empeños del pensamiento individualista- utilitarista por mantener el carácter avalorativo de la naturaleza y salvador de la tecnología, lo cierto es que los problemas ambientales no sólo no se van resolviendo sino que se incrementan y, al mismo tiempo, los seres humanos se resisten a desproveer a la naturaleza de un significado y un valor prescriptivo para su acciones. El creciente agravamiento de los problemas ambientales y la fuerza interpeladora que ejerce la naturaleza sobre el hombre han llevado al rechazo de las Ecofilosofías tecnocráticas y a postular otras alternativas. A continuación se hace referencia a las Ecofilosofías biologistas y, por último, a las personalistas.
3.2. Ecofilosofías biologistas.—Se puede rastrear en toda la historia de la Filosofía una corriente que tiende a divinizar la naturaleza. El ecologismo radical, su más reciente versión, surge como una reacción ante las notorias insuficiencias del pensamiento tecnocrático hegemónico para afrontar el problema ambiental.
Aunque son muchas las corrientes que integran el ecologismo radical, y no siempre resultan convergentes, podemos decir que su punto de partida es el reconocimiento de Gaia, la Madre Tierra, como la única entidad dotada de valor por sí misma. Ese valor se extiende a cada una de las biorregiones o ecosistemas más o menos autosuficientes que la integran. La naturaleza en su conjunto, y las biorregiones en particular, se convierten en entidades prescriptivas en cuanto tales: todo lo que ocurre en ellas no es, ni más ni menos, que lo que debe ocurrir. La ley de la naturaleza es la ley moral por la que se deben regir los seres humanos. Esta Filosofía se autodenomina Ecología profunda (Deep Ecology) para diferenciarse de lo que ellos mismos llaman despectivamente la Ecología superficial (Shallow Ecology), en la que incluyen todas las posiciones para las que la defensa del medio ambiente no exige cuestionar la centralidad del ser humano en la naturaleza.
Desde esta Filosofía, se considera que la causa de los males ambientales es el antropocentrismo, el afán de colocarse el ser humano en el centro del planeta y de la consideración moral. Si la única entidad valiosa es Gaia, el propósito del ser humano de arrogarse para él mismo esa dignidad le convierte en una peligrosa especie depredadora. El ser humano se ha multiplicado y ha consumido muchos más recursos de lo tolerable para mantener el equilibrio entre las especies y los ecosistemas. Y lo ha hecho sirviéndose de la tecnología, mediante la cual una especie tan vulnerable como la humana ha conseguido imponerse sobre todas las demás hasta desplazarlas o incluso aniquilarlas.
Frente a la hegemonía humana sobre la naturaleza se propone ahora un planteamiento ecocéntrico, en el que el ser humano asuma una posición más modesta, reconociendo su igualdad con las demás especies y ecosistemas. El primer paso será el establecimiento de unas relaciones mucho más frugales con la naturaleza. La naturaleza no está para satisfacer todos los deseos del ser humano; la naturaleza es el único ser valioso y el hombre, que ocupa un lugar en ella, no debe colocarse por encima. Ello significa moderar sus hábitos de consumo, limitar la incidencia de sus tecnologías sobre el entorno, desarrollar la vida en comunidades pequeñas y estables y, lo más importante, frenar el crecimiento de la población y reducir su número hasta que de nuevo se ajuste a las necesidades de espacio y recursos de las demás especies.
Como los países con mayores índices de natalidad y más recursos naturales son los más pobres, las propuestas de la Ecología profunda van dirigidas a controlar la población de esas regiones y a evitar que el desarrollo tecnológico alcance a esos países, para mantenerlos así en su estado natural. Por lo que respecta a los países ricos, como son prácticamente irrecuperables para una organización ecocéntrica del mundo por la irreversible degradación de sus territorios, la estrategia a seguir será crear parques naturales en aquellas regiones en las que todavía se encuentren ecosistemas ricos en biodiversidad y el resto, ya dado por perdido, dejarlo al albur de la tecnología y el mercado.
Es indudable que la Ecología profunda tiene intuiciones acertadas, como el reconocimiento de la dependencia del ser humano respecto de la naturaleza y la exigencia de una actitud más humilde hacia el resto de las especies. Pero presenta también graves inconsistencias, que disminuyen drásticamente el valor de sus aportaciones.
En primer lugar, consagra un estado de injusticia universal. A los pobres les impide crecer económica y demográficamente porque se ha decidido que sus tierras se conviertan en ser grandes parques naturales para el resto de la humanidad. Se infringen así algunos de los derechos más básicos de la persona como la libertad para determinar el número de hijos que se desea tener o el derecho a unas condiciones de vida dignas.
En segundo lugar, descuida la atención a los ambientes dominados por la presencia humana, por entender que ya no forman parte de la naturaleza. Para esta Filosofía el objetivo no es conseguir que el hombre tenga un ambiente en el que vivir con dignidad, sino preservar unas condiciones en las que la naturaleza se desarrolle espontáneamente. Por ello, los desastres naturales, cuando no tienen una causa humana, no son vistos como tales y no estiman necesario luchar por combatirlos, aunque ocasionen muchas víctimas humanas. Hacerlo sería ir en contra de la naturaleza.
En tercer lugar, la Ecología profunda no sólo es profundamente inhumanista sino también incoherente consigo misma porque el resultado de aplicar rigurosamente sus propios postulados sería la justificación del poder tecnológico humano sobre la naturaleza. Si, como afirma la Ecología profunda, la ley de la naturaleza es la ley moral, la consecuencia no es la autolimitación humana, como ellos deducen, sino la lucha por la vida y la supervivencia de los más aptos. Por ello, si lo que se quiere es una ética de la autolimitación humana y del respeto a la naturaleza, habrá que buscar otros fundamentos más consistentes. Ese es el objetivo de las Ecofilosofías personalistas.
3.3. Ecofilosofías personalistas.—Resumidamente podríamos decir que las Ecofilosofías tecnocráticas niegan el valor de la naturaleza y únicamente reconocen el valor del individuo autónomo o con capacidad de sentir. Las Ecofilosofías biologistas, por su parte, niegan el valor del ser humano y afirman el valor de la naturaleza en su conjunto. La crisis ecológica que vive el planeta desde la segunda mitad del siglo XX ha evidenciado la necesidad de dar mayor relevancia a la dependencia del ser humano respecto de la naturaleza y de contener su afán de dominio para que no destruya el ambiente del que depende, como proponen las Ecofilosofías biologistas. Pero ese reconocimiento no puede hacernos olvidar la centralidad del ser humano en la naturaleza, derivada precisamente de su capacidad —única entre todos los seres vivos— para tomar conciencia de la naturaleza como un bien valioso y merecedor de cuidado. Este es el fundamento de las relaciones del ser humano con la naturaleza para las Ecofilosofías personalistas: el reconocimiento de que el ser humano depende de la naturaleza para su supervivencia y, al mismo tiempo, es el responsable del cuidado de esa naturaleza. La naturaleza no es una esclava generosa (Ecofilosofías tecnocráticas) ni una severa madrastra (Ecofilosofías biologistas): la naturaleza es fuente de recursos y, a la vez, fuente de significado para el ser humano. El ser humano, por su parte, no es ni dueño ni miembro insignificante de la naturaleza, sino su administrador y custodio.
Desde esta perspectiva, el objetivo que configura las relaciones del hombre con la naturaleza es la satisfacción de las necesidades básicas de todos los seres humanos de la tierra. Frente a los antiguos, para los que el destino o el linaje determinaba los recursos que correspondían a cada individuo, y frente a los modernos, que consideran que cada individuo es dueño de sus cualidades y de los frutos de su trabajo, el ecopersonalismo entiende que los bienes de la naturaleza son primariamente bienes sociales y, por ello, todos los seres humanos tienen derecho a satisfacer con ellos sus necesidades básicas. Esas necesidades son tanto materiales —alimento, vestido, habitación— como espirituales —apertura a la trascendencia, deleite estético y lúdico—. Esa destinación universal de todos los bienes se extiende también a las futuras generaciones, de modo que ellas puedan disfrutar, al menos, de unas condiciones de vida semejantes a las nuestras.
Para el ecologismo personalista la primera y más importante condición de unas relaciones armónicas del ser humano con la naturaleza es la garantía de unas condiciones de igualdad entre todos los seres humanos. Dos movimientos sociales recientes —el ecofeminismo y el movimiento por la justicia ambiental— han profundizado en esta línea, el primero destacando la relación entre la desigualdad entre varón y mujer y el mal trato a la naturaleza, y el segundo señalando que la desigualdad entre ricos y pobres se acrecienta con los modos erróneos de relacionarse el ser humano con la naturaleza.
a) Ecofeminismo. Uno de los movimientos sociales que más incidencia ha tenido en la transformación social de occidente en la segunda mitad del siglo XX ha sido el feminismo. En los años setenta, coincidiendo con la extensión de la conciencia ambiental por todo el mundo, surgió una interpretación de la crisis ambiental desde la perspectiva feminista. Según ésta, el problema ambiental aparece porque el pensar humano y la organización social han estado dominados durante toda la Modernidad por valores estrictamente masculinos. El modo masculino de aproximarse a la realidad se caracteriza principalmente por la voluntad de dominio, que lleva a fragmentar la realidad para mejor apoderarse de ella y manipularla. El método de las ciencias positivas y sus aplicaciones tecnológicas serán las herramientas utilizadas para proceder a esa fragmentación de la realidad y a su posterior manipulación.
Según el ecofeminismo, el pensamiento moderno ha implantado ese modo masculino de conocer y actuar sobre la realidad y ha reducido la idea de naturaleza a puro objeto. Las mujeres —confinadas al ámbito privado del hogar y dedicadas al mantenimiento de la vida humana y de la casa— son vistas como sujetos pasivos, casi enteramente identificados con la naturaleza, y merecedoras, por tanto, de igual trato que aquélla. El resultado de esta concepción, en la que la mujer es identificada con la naturaleza y la naturaleza reducida a la condición de objeto absolutamente manipulable, ha sido el desastre ecológico y la discriminación de la mujer, incluso allí donde se ha proclamado su igualdad formal con el varón.
Desde este feminismo, se afirma que los valores históricamente asignados a la mujer —el cuidado, la conservación, el afecto, la sensibilidad, el ponerse en el lugar del otro, la solicitud por el más necesitado—, han carecido de cualquier reconocimiento social. La causa de la crisis ecológica habría sido la marginación de esos valores; y la solución pasaría por su íntegra recuperación.
Dentro del ecofeminismo existen muy diversas corrientes y algunas de ellas están más vinculadas a las propuestas ecocéntricas de la Deep Ecology que al ecopersonalismo. Estas variantes del ecofeminismo coinciden en identificar el androcentrismo (la concepción que coloca los valores masculinos como organizadores de la sociedad) como la causa del problema ambiental. Pero en vez de orientar la propuesta de solución hacia una recuperación e integración social de los valores femeninos junto con los masculinos, se orienta hacia la total identificación de la mujer con la naturaleza, con la Madre Tierra, y a la desconsideración del varón.
b) El movimiento por la justicia ambiental. El término Justicia Ambiental comenzó utilizándose para aludir al movimiento de lucha contra la localización de instalaciones contaminantes —sobre todo, plantas para el tratamiento de residuos peligrosos— en barrios habitados principalmente por minorías raciales o por ciudadanos con bajos ingresos económicos en los Estados Unidos. Pero pronto el objetivo del movimiento se amplió hasta abarcar la lucha contra todas las formas de discriminación racial-ambiental (Environmental Race Discrimination), entendida como la exposición desproporcionada de las minorías a los peligros ambientales en general: automóviles, instalaciones industriales, vertederos de residuos tóxicos, incineradoras, productos tóxicos como el plomo que contienen algunas pinturas de pared, etc.
Este movimiento se siente heredero y continuador de la tradición de los movimientos en favor de los derechos civiles, cuyo principal objetivo fue conseguir la igualdad efectiva de las personas de color en los Estados Unidos, a través del reconocimiento de la igualdad de derechos y de la afirmative action (acción afirmativa o discriminación positiva). La continuidad entre ambos movimientos se basa en que el movimiento por la justicia ambiental considera que la principal fuente de problemas ambientales para la población es la discriminación racial y, en menor medida, la económica. Desde esta perspectiva, los problemas del medio ambiente son los problemas para la salud y la calidad de vida de las poblaciones que sufren el peso de las mayores cargas contaminantes, que son las minorías raciales y las personas con menores ingresos económicos. En consecuencia, la lucha en favor del medio ambiente es, desde la perspectiva de la justicia ambiental, el nuevo nombre de la lucha contra la discriminación racial.
El objetivo de este movimiento no es, en primera instancia, la lucha contra los problemas ambientales sino un justo reparto de la carga contaminante que genera y ha de soportar la sociedad. Si esa distribución se realiza con arreglo a criterios de justicia y no en función de la raza o de los ingresos económicos, el resultado inmediato será una mayor justicia social; y el siguiente la adopción de las medidas necesarias para que esa carga de contaminación se reduzca hasta unos límites tolerables para todos los miembros de la sociedad en el presente y en el futuro. La lucha por alcanzar una mayor justicia distributiva en el reparto de las cargas contaminantes conduce, por tanto, a unas relaciones más equitativas con la naturaleza.

IV. Ecología y Bioética.—Existe una estrecha relación entre la Ecología y la Bioética: ambas se ocupan de las relaciones de los seres humanos con la naturaleza. La Bioética se centra en conocer el modo correcto de actuar (recta ratio) sobre la propia naturaleza biológica del ser humano. La Ecología, por su parte, se pregunta por la recta ratio en las relaciones con el conjunto de seres vivos y ecosistemas.
Existe también un paralelismo en cuanto a su origen y evolución histórica. Se ha señalado que la Ecología se convierte en una corriente de pensamiento y en un movimiento social de alcance universal en la década de los sesenta. Con frecuencia, aparece asociada a los movimientos alternativos surgidos con las revueltas universitarias del 68: pacifismo, feminismo, lucha por los derechos civiles, etc. Aunque al universalizarse irá incorporando los perfiles propios de otras culturas, inicialmente el ecologismo es un movimiento occidental, uno de los llamados grassroots movements, (movimientos de base). Como los otros movimientos con los que se alinea, tiene una base teórica amplia y heterogénea, pero con una indudable voluntad de proyección ética y política. Las graves crisis ambientales, con su consecuencia dramática en vidas humanas, son el combustible que alienta el desarrollo de este movimiento. Todas estas características son también comunes a la Bioética: surge en occidente y en los años sesenta; impulsada desde abajo y no desde las estructuras dominantes; con una importante base especulativa, aunque con el objetivo de incidir en la vida individual y colectiva; urgida por los graves escándalos en la investigación con seres humanos o en su atención clínica.
Junto a todos estos puntos de relación, destaca el hecho de que el «inventor» del término Bioética, Van Rensselaer Potter, se inspirara en Aldo Leopold (1887-1948), uno de los grandes iconos del ecologismo americano, quien en su obra póstuma A Sand County Almanac (1949) sostiene que es necesario ampliar el ámbito de la ética para incluir dentro de ella a todos los seres que integran la naturaleza. En su obra Bioethics, bridge to the future (1971) Potter emplea el término Bioética para designar el puente que es necesario establecer entre las humanidades y las ciencias, entre la ética y la biología, en particular, para lograr la supervivencia futura de la humanidad. El fin de la Bioética es el logro de unas relaciones armónicas del ser humano con la naturaleza. Por ello, no sólo se ocupa de la Ética médica sino también de la Ética ambiental, la Ética social, la Ética religiosa y la Ética económica. Según Leopold, la ética ha ido evolucionando a lo largo de la historia: en primer lugar se ocupó de las relaciones entre los individuos; posteriormente también trató de las relaciones entre el individuo y la comunidad. Ahora tiene que ocuparse de las relaciones del individuo con el resto de la naturaleza. Al asumir este punto de partida, Potter construye una Bioética naturalista, en la que lo correcto e incorrecto viene determinado por las leyes de los ecosistemas, y holística, en la que el hombre deja de tener una posición central para convertirse en un elemento del conjunto de la naturaleza. Se trata de un concepción de la Bioética más teórica que práctica, más centrada en crear una nueva forma de pensar que en dar respuesta a problemas concretos de la práctica biomédica. Una concepción de la Bioética en la que el ser humano pierde la centralidad y pasa a ocuparla la naturaleza, o mejor, el equilibrio ecosistémico del ser humano con el conjunto de la naturaleza.
Contemporáneamente con la propuesta Bioética de Potter se desarrolla otra —que es la que acabará siendo hegemónica— que centra su atención en la salvaguarda de los intereses de las personas y, particularmente, de su autonomía individual en el ámbito de la atención sanitaria y la investigación biomédica. Esta corriente, surgida en el seno del Kennedy Institute of Ethics dependiente de Georgetown University, no propone un nuevo paradigma de relaciones entre el ser humano y la naturaleza, como hace Potter, sino que se limita a tutelar los intereses de los individuos en el ámbito biomédico.
En la actualidad, ambas corrientes se han aproximado. Por un lado, se reconoce de forma generalizada que la Ecología es una rama fundamental de la Bioética, junto con la Ética biomédica, la Gen-ética, la Ética de los animales y la Ética de los alimentos. Por otro, los planteamientos ecológicos de Potter han sido enriquecidos con muchos otros puntos de vista que, reivindicando el valor de la naturaleza, sin embargo, no disuelven el valor trascendental del ser humano. La salud pública, en la medida en que se preocupa por fomentar un ambiente sano y saludable, constituye un punto privilegiado de encuentro entre la Ecología y la Bioética, entre los planteamientos bioéticos clínicos y los ecológicos.

Véase: Animales, Antropología y bioética, Armas biológicas, Biodiversidad humana, Biodiversidad no humana, Biotecnología, Calidad de vida, Derechos biológicos, Derechos humanos, Desarrollo sostenible, Diversidad biológica, Especie humana, Generaciones futuras, Globalización y Bioética, Herencia biológica, Ingeniería genética, Justicia, OMG, Protección jurídica del medio ambiente, Razas y racismo, Salud pública, Ser humano.

Bibliografía: BALLESTEROS, Jesús, Ecologismo personalista, Tecnos, Madrid, 1995; BELLVER, Vicente, Ecología: de las razones a los derechos, Comares, Granada, 1994; DOBSON, Andrew, Pensamiento verde: una antología, Trotta, Madrid, 1997; GAFO, Javier (ed.), Ética y Ecología, UPCO, Madrid, 1991; GARCÍA GÓMEZ-HERAS, José María / VELAYOS, Carmen (eds.), Responsabilidad política y medio ambiente, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007; MARCOS, Alfredo, Ética ambiental, Universidad de Valladolid, Valladolid, 2001; MIES, Maria / SHIVA, Vandana, Ecofeminismo. Teoría, Crítica y Perspectivas, Icaria, Barcelona, 1997; OST, François, Naturaleza y Derecho, Mensajero, Bilbao, 1997; RIECHMANN, Jorge (coord.), Perdurar en un mundo habitable, Icaria, Barcelona, 2006.


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