Autor: CARMEN JUANATEY DORADO
I. Introducción.—Que el derecho a la vida es uno de los derechos fundamentales del hombre es algo en lo que actualmente coinciden tanto los textos constitucionales como las concepciones filosóficas, religiosas, etc. cualquiera que sea su orientación. Pero, a diferencia de lo que ocurre con ese reconocimiento general, cuando se entra en detalles sobre lo que significa en concreto el derecho a la vida, las respuestas ya no son unánimes. Cuestiones como quiénes (qué tipo de seres) tienen derecho a la vida, desde qué momento, si se trata de un derecho absoluto o de un derecho condicionado a la voluntad de su titular, si está o no justificada la pena de muerte etc., han suscitado y siguen suscitando discusiones de una enorme complejidad.
Naturalmente, la respuesta a las anteriores cuestiones debe buscarse en los textos internacionales y en las constituciones hoy vigentes en los sistemas jurídicos (occidentales) desarrollados en los que se garantiza y de forma más o menos semejante el derecho a la vida. Sin embargo, por lo general, los textos constitucionales no ofrecen respuestas claras, lo que obliga a efectuar una interpretación de los mismos y, en particular, a examinar sus presupuestos filosófico-jurídicos.
Por lo que se refiere a los textos internacionales, la Declaración Universal de Derechos Humanos establece que «todo individuo tiene derecho a la vida», pero no prevé referencia alguna a la pena de muerte. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, sin embargo, dispone que «el derecho a la vida es inherente a la persona humana» y, a un mismo tiempo, declara que «nadie podrá ser privado de la vida arbitrariamente», dejando abierta, en consecuencia, la posibilidad para los estados de aplicar la pena de muerte.
En cuanto a los textos constitucionales, como regla general, todas las constituciones iberoamericanas garantizan el derecho a la vida; sin embargo, la forma en que lo hacen difiere en unas y otras, lo que puede dar lugar a interpretaciones no coincidentes sobre el alcance de la protección constitucional del derecho a la vida. Así, por ejemplo, y sin ánimo de exhaustividad, un primer grupo de constituciones como las de Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Perú garantizan el derecho a la vida (en el caso de Paraguay y de Perú se circunscribe como un derecho de la persona; y tanto Chile como Perú incluyen de forma expresa la protección de la vida del que está por nacer). De estos países, sólo el texto fundamental de Chile menciona la pena de muerte, pero para prohibirla salvo en caso de delito contemplado en ley que haya sido aprobada con quórum cualificado.
Un segundo grupo de constituciones, como las de Colombia, Ecuador, Honduras, Nicaragua, Panamá, Puerto Rico, República Dominicana y Venezuela garantizan el derecho a la vida (en el caso de Puerto Rico se indica que se trata de un derecho fundamental del ser humano, y en los demás supuestos se señala que es un derecho inviolable —«de la persona», se especifica en el caso de la República Dominicana y de Ecuador—, incluyendo en algún caso la vida del que está por nacer — Colombia, Honduras y Nicaragua—). En todos estos países se establece una prohibición absoluta de la pena de muerte.
Un tercer grupo de Constituciones, entre las que se incluyen las de México, Costa Rica, El Salvador y Guatemala se garantiza el derecho a la vida de la persona —desde la concepción en el caso de Guatemala— y en todas ellas se permite, con mayor o menor amplitud, la pena de muerte en determinados supuestos. Dentro de este grupo cabría situar a España cuya Constitución utiliza la expresión: «Todos tienen derecho a la vida».
Finalmente, ni la Constitución de Argentina ni la de Cuba reconocen de forma expresa el derecho a la vida. En el caso de Cuba lo que se garantiza es la inviolabilidad de la persona y en el texto fundamental de Argentina se establece la prohibición de la pena de muerte por causas políticas.
Todas estas Constituciones garantizan también, de una u otra forma, la dignidad del individuo, la libertad y el libre desarrollo de la personalidad, y el derecho a no ser sometido a penas ni a tratos inhumanos o degradantes.
Podría decirse que, en general, son tres principalmente los problemas que se plantean en relación con la interpretación del derecho a la vida: quiénes tienen derecho a la vida, desde qué momento se protege este derecho y hasta cuándo; la existencia o no de un derecho a morir; y la prohibición o no de la pena de muerte.
II. Quiénes tienen derecho a la vida, desde qué momento y hasta cuándo.—Como se ha señalado más arriba, algunas constituciones se limitan a garantizar genéricamente el derecho a la vida, otras matizan que son las personas las que tienen derecho a la vida e incluso algunas especifican que ese derecho se garantiza desde el momento de la concepción. Por ello, un primer problema interpretativo, al menos de acuerdo con algunas legislaciones, surge a la hora de determinar si únicamente las personas gozan de esa protección constitucional o si otros seres como los animales estarían también amparados por la misma. Como señaló en su día Bobbio, «El elenco de los derechos humanos se ha modificado y va modificándose con el cambio de las condiciones históricas, esto es, de las necesidades, de los intereses, de las clases en el poder, de los medios disponibles para su realización, de las transformaciones técnicas, etc. No es difícil prever que en el futuro podrán aparecer nuevas pretensiones que ahora no alcanzamos siquiera a entrever como el derecho a no portar armas contra la propia voluntad o el derecho a respetar la vida también de los animales, y no sólo de los hombres ». En la actualidad, algunos filósofos se plantean si no deberíamos o bien afinar la concepción de lo que es realmente una persona para determinar si, a partir de esa concepción, algunos animales cumplen los requisitos necesarios para acceder a tal título; o bien, interrogarnos sobre si algunos animales deberían ser tratados del mismo modo que las criaturas que consideramos personas, reconociendo así que tienen derecho a la vida y, en consecuencia, que es inmoral matarlos para obtener alimento. Quienes hoy reivindican los derechos de los animales plantean la necesidad de cambios en la legislación y en las costumbres que reconozcan tales derechos entre los que se incluye, lógicamente, el derecho a la vida.
Un segundo problema interpretativo se plantea a la hora de concretar si esa protección se dispensa únicamente a las «personas ya nacidas» o si incluye también la vida del concebido pero no nacido; en definitiva, la cuestión que se discute aquí es si el reconocimiento constitucional del derecho a la vida implica o no la inconstitucionalidad del aborto y, en caso de respuesta negativa, qué tipo de regulación —el sistema de plazos o el de indicaciones— es compatible con esa protección constitucional del derecho a la vida.
En la actualidad puede afirmarse que, con independencia de que las diferentes Constituciones hagan o no referencia expresa a la protección del no nacido, en general las legislaciones de los países occidentales garantizan el derecho a la vida del que está por nacer. Ahora bien, el momento exacto en que comienza la vida humana y por tanto la protección constitucional de la misma no resulta fácil de determinar. Desde el punto de vista jurídico, la tendencia general en la doctrina científica es la de establecer el comienzo de la vida humana en el momento de la anidación o implantación del óvulo fecundado en el útero materno, a los catorce días de la fecundación, a fin de aportar seguridad jurídica y a un mismo tiempo dejar fuera del ámbito de aplicación del aborto conductas que de otro modo serían prácticas abortivas y, en consecuencia, punibles. Así, esta interpretación posibilita, por un lado, la legalidad de la utilización de medios anticonceptivos como el dispositivo intrauterino; y, por otro lado, la legalidad de la reproducción humana asistida y la investigación científica: la destrucción del óvulo fecundado en laboratorio dentro de los primeros catorce días o la utilización del mismo con fines terapéuticos son, de acuerdo con este criterio, prácticas legítimas. No obstante, existen posiciones doctrinales que defienden la ilegitimidad de tales prácticas porque suponen la destrucción de la vida de un ser humano, interés prevalente frente a esos otros intereses a los que se enfrenta. En definitiva, en el ámbito jurídico, de lo que se trata es de resolver no tanto el problema de cuándo comienza la vida, sino de determinar a partir de qué momento existe protección constitucional de la vida y cuál ha de ser el grado de protección.
A partir del momento de la anidación se protege el derecho a la vida del no nacido, de manera que la destrucción del embrión o feto podría ser constitutivo de un delito de aborto. No obstante, la protección que se dispensa al derecho a la vida del no nacido varía en las diferentes legislaciones. Mientras que algunas le otorgan una protección absoluta y defienden la inconstitucionalidad del aborto en todo caso, otras admiten la justificación del aborto en determinados supuestos (algunas legislaciones optan por el sistema del plazo y otras por el sistema de indicaciones).
En cuanto a la determinación del momento de la muerte, desde el punto de vista jurídico, debido fundamentalmente a la técnica de transplantes de órganos, en la actualidad dicho momento ya no se hace coincidir con el cese de los latidos del corazón y la ausencia de respiración, sino que se acude a criterios legales que suelen hacer coincidir dicho momento con el cese de la actividad cerebral.
III. La disponibilidad o indisponibilidad del derecho a la vida. 3.1. Introducción.—Antes de entrar en el análisis jurídico sobre la disponibilidad o no del derecho a la vida, conviene hacer algunas precisiones sobre el concepto moral de suicidio o muerte voluntaria con la finalidad de poner de manifiesto algunos problemas ideológicos y conceptuales que subyacen a la hora de abordar la cuestión desde la perspectiva del Derecho. 3.2. El concepto de suicidio o muerte voluntaria desde el punto de vista moral.—Es obvio que todos los autores que se han planteado el problema de la disponibilidad o no del derecho a la vida, cualquiera que haya sido su postura, han partido de una determinada concepción de la moral, lo expresen o no explícitamente, lo que se refleja en el concepto de suicidio que manejan.
Así, aunque se han dado numerosas definiciones de lo que cabe entender por suicidio, quizás todas ellas puedan agruparse en alguna de estas tres categorías. La primera es el tipo de definición más simple: existe suicidio si y sólo si la persona tuvo la intención de terminar con su vida. La segunda no se fija ya en el elemento intencional y entiende por suicidio todos aquellos casos en los que la muerte de una persona es el resultado directo o indirecto de su propia acción y la víctima sabe que su acción producirá ese resultado. Finalmente, según el tercer tipo de definición —lo que se ha llamado «definición ómnibus»— un suicidio tiene lugar cuando una persona lleva un tipo de vida que sabe que puede llegar a matarle y a pesar de ello sigue viviendo así. Como puede apreciarse a primera vista, cada una de ellas delimita un ámbito distinto de lo que cabe considerar como suicidio. Así, por ejemplo, en el caso de la eutanasia indirecta en que el sujeto acepta un tratamiento que sabe que acortará su vida o de la negativa a las transfusiones sanguíneas por parte de los testigos de Jehová, cabría decir que, de acuerdo con la primera definición, no serían conductas suicidas (pues los pacientes no tienen intención de quitarse la vida, aunque acepten la muerte como consecuencia de su actuar), mientras que sí sería suicidio si se partiera de la segunda o de la tercera definición.
Ahora bien, estos tres tipos de definición plantean un doble problema. El primer problema es que las tres definiciones expuestas adolecen de una cierta vaguedad. Así, en relación con cada una de ellas, siempre podrán presentarse casos en los que sería dudoso decir si efectivamente se ha cometido o no suicidio, pues las nociones de «intención», «resultado» o «estilo de vida», elementos fundamentales en cada una de esas definiciones, no son en absoluto claras.
El segundo problema es de carácter ideológico. Y es que el concepto de suicidio es un «concepto interpretativo» que no puede definirse en forma «neutral». En nuestra cultura —en la cultura occidental—, la idea de suicidio suscita, en términos generales, un sentimiento de rechazo; cuando no se considera un pecado —el más grave de todos— se suele ver como una reacción patológica o como un tabú. El problema es que, en general, se tiende a evitar considerar como suicidio una acción que parezca moralmente justificada (como sucede con el rechazo frontal por parte de los autores cristianos a denominar suicida la conducta de los mártires cristianos o la del mismo Jesucristo). En definitiva, se tiende a considerar como suicidio sólo aquellos casos en los que una persona se da muerte a sí misma, pero en forma injustificada.
Este problema de tipo ideológico es lo que explica la existencia de definiciones de suicidio que excluyen tanto los casos de suicidio indirecto como los de suicidio altruista. El suicidio indirecto sería aquel supuesto en que una persona realiza una acción que sabe que finalizará o acortará su vida, pero lo hace por una razón justificada y de forma que él no elige la muerte ni como fin ni como medio. De esta manera, podría excluirse del concepto de suicidio la acción de Sansón cuando al destruir el templo termina no sólo con los filisteos, sino también con su propia vida; y también ciertos casos de eutanasia en los que se rechaza un tratamiento médico que sólo permitiría extender la vida por un breve período y a costa de graves padecimientos. Suicidio altruista sería aquel supuesto en que alguien se quita la vida para salvar la de otros o para procurar un bien de una gran entidad. Como ejemplos del mismo, estaría el caso del prisionero que, sabiendo que va a ser torturado y que no resistirá la tortura, se quita la vida para evitar revelar información que supondrá la muerte de todos sus compañeros; o el caso de Sócrates (que en el Fedón había condenado el suicidio) quien toma la cicuta, en lugar de huir como le proponían sus discípulos, como acto supremo de obediencia a las leyes de la ciudad; o el caso del capitán Oates que, en la expedición a la Antártida, se alejó del campamento para evitar ser una carga para sus compañeros (este último sería un supuesto de suicidio altruista e indirecto).
Dado todo lo expuesto, quizás la mejor alternativa sea partir de una concepción lo más amplia posible (aunque no tan amplia como la denominada «definición ómnibus») que incluya tanto los casos claros como los casos dudosos de suicidio. De esta forma se evitan los riesgos de confundir el problema del concepto de suicidio con el problema de su justificación. En principio, pues, el concepto de suicidio debería abarcar tanto supuestos de suicidio justificado como de suicidio injustificado. Y a partir de ahí, habrá que ver cuáles son los criterios que pueden utilizarse para determinar si una determinada acción —con independencia de que queramos denominarla o no «suicidio»— es o no es una acción moralmente lícita.
3.3. La disponibilidad o indisponibilidad del derecho a la vida desde la perspectiva jurídica. 3.3.1. Análisis doctrinal.—Lo que caracteriza a la cuestión del carácter disponible o no del derecho a la vida es que aquí no se trata de establecer los límites del derecho a la vida en relación con otras vidas o con la autonomía de otros sujetos o con determinados intereses sociales, sino en relación con la propia autonomía del sujeto titular del derecho a la vida; no se trata, por tanto, de resolver un conflicto de tipo interpersonal, sino intrapersonal. Y, por ello, el problema de interpretación que surge en este caso es el de cómo hacer compatible el derecho a —o el valor de— la vida con otros bienes o valores constitucionales como son, fundamentalmente, la libertad y la dignidad del hombre.
La postura tradicional frente a este dilema ha sido la de considerar que el derecho a la vida tiene un carácter absoluto e inalienable; esto es, que la vida es un bien sagrado y el hombre no puede en ningún caso disponer de ella. En términos generales, podría decirse que detrás de esta tesis late la idea de que las especiales características del derecho a la vida (la irreparabilidad de su lesión y su carácter extraordinario por ser la base de los demás derechos frente a los que, por tanto, ocupa una posición preferente) obligan a rodearla de especiales garantías entre las que se encuentra la de su indisponibilidad. No obstante, este carácter absoluto e indisponible del derecho a la vida no es defendido siempre ni con los mismos argumentos ni con la misma radicalidad. Así, mientras algunos defienden que el consentimiento en ningún caso puede justificar el homicidio, pero admiten que cabría el perdón judicial si se comete por motivos de piedad (por ejemplo, en algunos supuestos de eutanasia); otros, por el contrario, mantienen una postura radical y defienden que la vida y la integridad corporal no son bienes que nos pertenezcan de manera ilimitada, sino que nos vienen impuestos como obligaciones de carácter social cuyo incumplimiento no podemos jurídicamente eludir.
En los últimos años cabría decir que las cosas han cambiado y ahora parece prevalecer la opinión contraria: el derecho a la vida, como todos los derechos, tiene un carácter relativo; lo que se debe proteger no es la «santidad de la vida», sino la «calidad de la vida»; y de ahí que se defienda que el individuo, en uso de su autonomía, puede disponer de su vida. No obstante, entre quienes han defendido la disponibilidad del derecho a la vida pueden distinguirse, a su vez, diversas posturas.
La tesis más radical es la que parte de que el suicidio es una decisión a la que todo hombre tiene derecho. La libertad debe situarse en la cumbre de los valores y, por ello, lo que debe hacerse es respetar hasta sus últimas consecuencias el principio de la autonomía de la voluntad: la vida sólo debe ser defendida si el titular de dicho interés así lo quiere.
Un segundo grupo de autores defiende, aunque no de forma tan radical, el carácter disponible del derecho a la vida y, con ello, la legitimidad de las contribuciones, activas u omisivas, de terceros al libre acto del suicidio. Así, en relación con la eutanasia voluntaria se afirma que se trata de un comportamiento justificado por un estado de necesidad. No se trata de que aquí no se lesione el derecho a la vida, sino de que en este caso pesan más otros «intereses constitucionales»; concretamente: el libre desarrollo de la personalidad, la dignidad, la libertad ideológica y la prohibición de tratos inhumanos y degradantes. De acuerdo con esta opinión, constitucionalmente no sería posible una interpretación del derecho a la vida incompatible con la dignidad humana, y dado que ésta supone el rechazo de cualquier instrumentalización, en aras a salvaguardar el libre desarrollo de la personalidad, parece indiscutible que el sujeto puede disponer libremente de su vida. Serían más bien razones éticas o religiosas las que permitirían justificar el castigo de la cooperación al suicidio libre y responsable o la eutanasia voluntaria.
Además, algunos de los integrantes de este grupo de autores defienden, por un lado, que la libertad representa «la norma de clausura del sistema de derechos fundamentales»; es decir, existiría algo así como una presunción en favor de la libertad; la carga de la argumentación correría a cargo de quien pretenda sostener que respecto de alguna determinada circunstancia otros bienes y derechos fundamentales tienen suficiente peso como para desplazar a la libertad; y, por otro lado, que la tesis de la indisponibilidad, cuando el sujeto ha tomado la decisión de morir de manera plenamente autónoma, incurriría en un paternalismo no justificado.
Finalmente, un tercer grupo de autores, si bien sobre la base de una diferente argumentación, han defendido también el carácter disponible del derecho a la vida, pero limitan, en mayor o menor grado, el alcance de esa disponibilidad. En términos generales, sus tesis les lleva a defender, por un lado, la licitud de la conducta del suicidio libre y responsable y el deber de terceros de abstenerse de interferir en esa conducta; y, por otro lado, la ilicitud de las contribuciones «activas» e importantes de terceros a ese suicidio libre.
3.3.2. Análisis jurisprudencial.—Podría decirse que, la doctrina jurisprudencial dominante ha venido sosteniendo tradicionalmente la tesis de la indisponibilidad de la vida y de la preeminencia absoluta de la vida frente a la libertad. Buena prueba de ello han sido los pronunciamientos del Tribunal Supremo español a propósito de la objeción de conciencia que formulan algunos grupos religiosos —como los testigos de Jehová—, contra determinados tratamientos médicos. En sus resoluciones, el Tribunal ha declarado que la autorización judicial para realizar una transfusión de sangre en contra de la voluntad del paciente —mayor de edad— es una conducta justificada penalmente, excluyendo de ese modo la apreciación de un delito de coacciones. En su opinión, «el consentimiento cuando afecta a la vida, bien indisponible, es absolutamente ineficaz»; el derecho a la vida goza de una supremacía absoluta «por ser el centro y principio de todos los demás derechos», por lo que debe prevalecer siempre en el conflicto con cualquier otro derecho.
Una posición semejante, aunque quizás no tan radical, es la que han mantenido el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) y la Corte Interamericana de derechos humanos (CIDH). Así, por un lado, el TEDH, en el caso Pretty v. Reino Unido, ha manifestado que, del artículo 2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos donde se establece que «la ley debe proteger el derecho de todos a la vida», no puede deducirse un derecho a morir y a exigir del estado prestaciones positivas en tal sentido. De este precepto cabe deducir, a juicio del Tribunal, una prohibición de ingerencias estatales sobre la vida humana pero no un reconocimiento del derecho a decidir sobre la propia vida. Por el contrario, el precepto establece el deber de los Estados de amparar la vida de los individuos bajo su jurisdicción, sin que puedan limitarse a protegerla de las agresiones no consentidas. Además, la negativa a proporcionar inmunidad a quienes asisten al suicidio no puede considerarse un trato degradante y la prohibición absoluta del suicidio asistido, en opinión del Tribunal, no resulta desproporcionada ya que existen peligros evidentes de abuso (sentencia de 29 de abril de 2002). Por otro lado, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha señalado que «el derecho a la vida es de carácter fundamental, por cuanto de su salvaguarda depende la realización de los demás derechos. Si no se respeta el derecho a la vida, todos los derechos carecen de sentido. Los estados tienen la obligación de garantizar la creación de las condiciones que se requieran para que no se produzcan violaciones de ese derecho inalienable y, en particular, el deber de impedir que sus agentes atenten contra él» (sentencia de 3 de marzo de 2005, caso Huilca Tecse vs Perú).
Igualmente, algunos Tribunales iberoamericanos se han pronunciado en esos mismos términos. Así, la Suprema Corte de Justicia Bonaerense rechazó la solicitud de un ciudadano que reclamaba la interrupción de la alimentación e hidratación artificiales a su mujer, en contra de la familia de ésta, con el argumento de que «la vida es un bien supremo porque de él dependen todos los demás bienes». El Tribunal admitió el derecho de toda persona a rechazar un tratamiento médico, pero matizó que se trata de un derecho personalísimo que no puede ser ejercido por el representante legal del paciente sustituyendo la voluntad de éste (Sentencia de 9 febrero de 2005). Y el Tribunal Constitucional de Chile declaró que el derecho a la vida tiene carácter preferente frente a los demás derechos constitucionales, argumentando que el derecho a la vida es el más preciado de los derechos garantizados por la Constitución (Sentencia de 26 de junio de 2001).
Sin embargo, en España, con ocasión del conflicto que planteó, a finales de 1989, la declaración en huelga de hambre de varios reclusos pertenecientes a los Grupos Revolucionarios Primero de octubre (GRAPO), comenzó a afirmarse por parte de algún sector jurisprudencial la tesis de que la vida es un derecho disponible. De los Autos de ese sector jurisprudencial se extrae la tesis de que el Estado (en este caso, la Administración penitenciaria) tiene el deber de velar por la vida y la salud del huelguista, pero se concibe esa obligatoriedad desde una perspectiva exclusivamente garantista; esto es, el deber asistencial de la Administración debe ceder ante el derecho del interno a renunciar libre y voluntariamente a dicha asistencia —siempre y cuando el huelguista se encuentre en estado de consciencia. La alimentación forzosa, se afirma, atentaría contra la dignidad del individuo y podría constituir un trato degradante. Se acepta, por tanto, cierta disponibilidad del derecho a la vida.
Asimismo, esta problemática de la huelga de hambre de internos en centros penitenciarios dio lugar también a tres sentencias del Tribunal Constitucional español (Sentencia 120/90 de 27 de junio, 137/90 de 19 de julio y 11/90 de 17 de enero), en las que se planteaba precisamente la interpretación constitucional del derecho a la vida y el conflicto entre este derecho y el derecho a la libertad —entendido como derecho a la autonomía del individuo—.
Estas tres sentencias se dictaron en resolución de otros tantos recursos de amparo planteados por presos en huelga de hambre, en los que se aducía que la alimentación forzosa, de la que estaban siendo objeto por parte de la Administración penitenciaria, vulneraba la Constitución. El Pleno del Tribunal Constitucional a lo largo de sus sentencias va descartando uno a uno los diversos motivos de impugnación, reconociendo, sin embargo, que la alimentación coactiva supone una vulneración del derecho constitucional a la integridad física y moral. No obstante, el Tribunal declara que tal vulneración se encuentra justificada por la necesidad de preservar el bien de la vida humana. Y, a su vez, frente al conflicto entre el valor de la vida y el valor de la libertad, resuelve en favor del primero, en virtud de una serie de argumentos —no compartidos siempre por todos los miembros del Tribunal—. La conclusión que extrae el Tribunal es que la privación de la propia vida o la aceptación de la propia muerte es un acto que la ley no prohíbe y no, en ningún modo, un derecho subjetivo que implique la posibilidad de movilizar el apoyo del poder público para vencer la resistencia que se oponga a la voluntad de morir. En virtud de lo anterior, el Tribunal concluye que «no es posible admitir que la Constitución garantice un derecho a la propia muerte y, por consiguiente, carece de apoyo constitucional la pretensión de que la asistencia médica coactiva es contraria a ese derecho constitucionalmente inexistente. Pero, además, el Tribunal afirma que la vida es «un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional» y «supuesto ontológico sin el que los restantes derechos no tendrían existencia posible».
A pesar de lo anterior, podría decirse que la posición del Tribunal Constitucional no es precisamente clara, pues en una sentencia posterior (STC 48/1996 de 25 de marzo) el Tribunal declaró que «no puede imponerse a una persona asistencia médica en contra de su voluntad» y lo hizo basándose en la doctrina sentada por el mismo órgano en su Sentencia de 27 de junio de 1990.
3.3.3. Conclusiones.—El examen de las diferentes posiciones doctrinales y jurisprudenciales sobre el alcance del derecho a la vida y, en particular, sobre si existe o no un derecho al suicidio permite concluir que se trata de un problema sumamente complejo que previsiblemente va a seguir planteándose por mucho tiempo. Esto es así debido, al menos, a las tres razones siguientes. La primera es que, desde el punto de vista constitucional, es un problema abierto: las Constituciones, en general, no ofrecen un criterio explícito al respecto. La segunda razón es que detrás de esta discusión hay otra de tipo filosófico y ético que tampoco puede considerarse ni mucho menos cerrada. Finalmente, la tercera razón es de tipo conceptual; tanto la doctrina como la jurisprudencia se ven obligadas a manejar conceptos que en ocasiones resultan poco claros. Por eso, es importante aclarar qué tipo de derecho es el derecho a la vida y qué significa afirmar que el derecho a la vida es un derecho «inalienable» (o «alienable») y si ese concepto coincide con el de «indisponible» (o «disponible»).
Así, cuando se plantea el problema de si el derecho a la vida implica o no, como suele decirse, «el derecho a morir», lo que enfrenta a los partidarios de una u otra postura es que los primeros — quienes afirman la existencia (en sentido lato) de un derecho a morir— estarían configurando el derecho a la vida como una libertad negativa, como una libertad positiva o como una simple libertad o privilegio: el ejercicio del derecho por parte de su titular es de carácter facultativo; mientras que los segundos —quienes niegan que exista un derecho a morir— están configurando el derecho a la vida como un derecho cuyo ejercicio por parte del titular es de carácter obligatorio.
De acuerdo con lo anterior, en el debate actual en torno a la disponibilidad o no del derecho a la vida se puede hablar de dos grandes posturas. Por una parte, estarían quienes defienden el derecho a la vida como un derecho absoluto y, en consecuencia, irrenunciable, lo que significa que cualquier conflicto entre este derecho y otros derechos o intereses también protegidos constitucionalmente ha de solventarse siempre en favor de aquél. De acuerdo con esta opinión, estaríamos obligados a vivir, aun cuando el seguir viviendo signifique un atentado contra la autonomía del individuo, un trato inhumano y degradante y, además, un atentado contra la dignidad individual. Significaría tratar al individuo como un objeto y no como un sujeto; como un medio y no como un fin en sí mismo.
Por otra parte, estarían aquellos que sostienen que ningún derecho reconocido constitucionalmente, incluido el derecho a la vida, goza de protección absoluta. Esta es también la opinión del Tribunal Constitucional español manifestada en su trascendental sentencia 53/1985 de 11 de abril, en la que se declaró la constitucionalidad del sistema de indicaciones en materia de aborto, es decir, la autorización para abortar en los supuestos expresamente previstos en la ley. En esta decisiva sentencia el Tribunal Constitucional niega la existencia de derechos absolutos cuando afirma que «todos los bienes y derechos constitucionalmente reconocidos, en determinados supuestos, pueden y deben estar sujetos a limitaciones». En consecuencia, de acuerdo con lo anterior, si el derecho a la vida no es un derecho absoluto, esto significa que, en principio, cuando se presente un conflicto entre el derecho a la vida y otros derechos o valores también protegidos constitucionalmente, habrá que realizar una ponderación de los intereses en juego y resolver en favor de aquellos que se consideran prevalentes en el caso concreto. Es cierto que dada la importancia del bien jurídico vida, normalmente, los conflictos se dirimirán en favor de la vida. Pero pueden darse casos, aunque excepcionales, en que no ocurra así, por ejemplo, cuando el sujeto en el ejercicio de su autonomía pide ayuda para morir dignamente.
El fundamento de esta opinión es que, en contra de quienes entienden que las Constituciones otorgan al derecho a la vida una protección absoluta y, por tanto, lo conciben como un derecho irrenunciable, el derecho a la vida debe configurarse, en principio, como un derecho-libertad y, en concreto, como una libertad positiva; y, al mismo tiempo, como un derecho inalienable en un sentido débil.
Así, por un lado, entender el derecho a la vida como una libertad positiva significa que los otros, y en particular el Estado, están obligados a efectuar aquellas acciones necesarias para que podamos seguir viviendo, pero lo que no pueden es obligarnos a vivir; es decir, los demás tienen obligaciones que sin embargo nosotros, en determinadas circunstancias, podemos cancelar. En favor de la configuración del derecho a la vida como una libertad positiva y, por tanto, en favor de la disponibilidad del derecho a la vida, se aducen los siguientes argumentos: 1) El suicidio en los sistemas jurídicos occidentales es una conducta no prohibida y, en consecuencia, lícita. 2) El derecho a la vida no goza de una protección constitucional absoluta: por ejemplo, las legislaciones justifican que se pueda dar muerte a otro en caso de legítima defensa e, incluso, algunas, como se ha visto, admiten la pena de muerte. Además, como ha señalado algún autor, si se admite la existencia de derechos absolutos, la resolución del hipotético conflicto entre el derecho absoluto de una persona y el derecho absoluto del mismo tipo de otra (por ejemplo, el derecho a la vida de dos personas diferentes) sería lógicamente imposible. 3) La indisponibilidad absoluta del derecho a la vida sería una manifestación de paternalismo injustificado. 4) Admitir la disponibilidad del derecho a la vida y, por tanto, que el derecho a la autonomía puede prevalecer frente al derecho a la vida, es la interpretación de este último derecho que mejor se compadece con una interpretación de los derechos fundamentales respetuosa con los valores de dignidad y libertad o autonomía personal. Tal disponibilidad legitimaría, bajo determinadas circunstancias —por ejemplo, en supuestos de eutanasia voluntaria— la intervención de terceros en le libre acto del suicidio. 5) La configuración del derecho a la vida como una libertad positiva, y no como una mera libertad negativa, permite establecer, en determinados supuestos, la obligación de terceros de impedir el acto del suicidio. Así, si quien pretende disponer de su propia vida no lo hace autónomamente, por ejemplo, su decisión de morir es voluntaria pero supone un atentado contra su dignidad, el deber de impedir el suicidio estaría justificado precisamente en virtud de la protección del derecho a la vida compatible con los valores constitucionales de dignidad y libertad o autonomía personal.
Por otro lado, entender el derecho a la vida como un derecho inalienable en un sentido débil quiere decir que: no se puede confiscar por error o falta de su titular; es irrevocable, esto es, uno no puede ser privado de él sin su consentimiento; no se puede abandonar el derecho en cuanto tal pero sí se puede renunciar a él, esto es, se puede disponer de él en el sentido de decidir si se desea morir o vivir.
En definitiva, el derecho a la vida ha de entenderse como un derecho inalienable pero, al mismo tiempo, de libre disposición. Y ésta es, en opinión de cierto sector doctrinal, la forma más plausible de interpretar lo que significa el derecho a la vida en relación con el derecho a la libertad. Esta interpretación es la que permitiría la legalización de determinados supuestos de eutanasia voluntaria y de ayuda al suicidio.
IV. La pena de muerte.—Como se ha visto más arriba, aunque los textos internacionales y las Constituciones reconocen, de una u otra forma, el derecho a la vida de las personas, muchos de estos textos admiten, a un mismo tiempo, ciertos límites a ese derecho, al permitir la aplicación de la pena de muerte.
Aquellos estados cuya legislación permite la pena de muerte parten de una concepción del derecho a la vida como un derecho, al menos en determinados supuestos, confiscable (por error o falta de su titular) y revocable (la persona puede ser privada de su vida sin su consentimiento). Lo que resulta paradójico es que muchos de los países que prevén en su legislación la pena de muerte y, en consecuencia, parten del carácter confiscable y revocable del derecho a la vida, paralelamente, defienden al indisponibilidad del mismo por su titular. Como ha señalado algún autor, el suicida no podría ser ayudado a morir pero sí podría perder el derecho a la vida que no desea cometiendo un delito que tenga prevista la pena de muerte.
En la actualidad y en torno a la pena de muerte, sigue vivo el debate entre los abolicionistas que demandan la supresión de la pena capital (por su inhumanidad, su inutilidad, y su carácter irreparable e injusto) y los retencionistas que defienden su subsistencia (como instrumento imprescindible para la defensa de la sociedad frente a ciertos delincuentes especialmente peligrosos, y por su carácter intimidante y ejemplarizante). Aunque en Europa la pena de muerte ha sido prácticamente abandonada, sin embargo, países tan influyentes como China, Japón o EE.UU. la mantienen y la aplican, lo que hace pensar que el debate va a continuar por largo tiempo.
Véase: Abortivo, Aborto, Anidación, Anticonceptivos, Calidad de vida, Derechos Humanos, Dignidad humana, Eutanasia, Fecundación, Huelga de hambre, Muerte, Objeción de conciencia, Persona, Reproducción asistida, Ser humano, Suicidio asistido.
Bibliografía: BEAUCHAMP, Tom, «Suicide», Matters of life and death. New Introductory Essays in Moral Philosophy (edited by Tom Regan), New York, Random House, 1980, págs. 67 y ss; BOBBIO, Norberto, El tiempo de los derechos, Sistema, Madrid, 1991; DEVINE, Philip E., Ethics of Homicide, Indiana, Notre Dame, 1990; DÍEZ RIPOLLÉS, José Luis / GRACIA MARTÍN, Luis (COORDS.), Comentarios al Código penal, parte especial, T.I., Tirant lo Blanch, Valencia, 1997; DWORKIN, Ronald, El dominio de la vida, Ariel, Barcelona, 1994; FEINBERG, Joel, «Eutanasia voluntaria y el derecho inalienable a la vida» (traducción de Rocío Villanueva Flores), en Anuario de derechos humanos, núm. 7, 1990, págs. 61-88; JUANATEY DORADO, Carmen, El Derecho y la muerte voluntaria, Fontamara, México, 2004; RUÍZ MIGUEL, Alfonso, «Autonomía individual y derecho a la propia vida (un análisis filosófico-jurídico)» en RCEC, núm. 14, enero-abril, 1993, págs. 135 y ss; ROMEO CASABONA, Carlos, El derecho y la Bioética ante los límites de la vida humana, CERA, Madrid, 1994; TOMÁS-VALIENTE LANUZA, Carmen, La disponibilidad de la propia vida en el Derecho Penal, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1999.
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