ENCICLOPEDIA de BIODERECHO y BIOÉTICA

Carlos María Romeo Casabona (Director)

Cátedra de Derecho y Genoma Humano

razas y racismo (Ético )

Autor: FRANCISCO JAVIER BLÁZQUEZ RUÍZ

I. Introducción.—Pocos conceptos a lo largo de la historia han suscitado tanta controversia y han generado tantos conflictos, como acontece con las nociones de «raza» y «racismo». Conflictos de carácter cultural, social, político y jurídico, hasta el punto de que la UNESCO tras la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, se pronunció explícitamente en los años 1950, 51, 64 y 67, a través de sucesivas Declaraciones sobre la «cuestión racial» afirmando reiterada y taxativamente que la idea de raza era un sinsentido, carente de cualquier fundamento y validez, tanto de carácter científico, como moral o jurídico.
Conviene precisar inicialmente que el concepto de raza, al igual que el de población, es una mera abstracción. Se trata de una categoría taxonómica que comenzó a utilizarse como herramienta metodológica para agrupar y organizar información biológica, pero está privada de cualquier valor operativo. No enuncia ni describe una realidad humana precisa, determinada, que sea diferenciada. Ni hace referencia en modo alguno a un hecho empírico y real.
A este respecto el desarrollo progresivo del conocimiento científico y en especial el avance de la investigación genética ha demostrado que la diversidad es lo propio de todos los seres humanos —polimorfismo— y que la variabilidad es mucho mayor entre los individuos de cada población que entre poblaciones diversas, incluso entre las que se encuentran alejadas geográficamente. No cabe por ende establecer arbitrariamente ordenaciones rígidas, clasificaciones estáticas ni subdivisiones raciales de la especie humana. Pues carecen manifiestamente de cualquier eventual justificación. Sin embargo a pesar de que no existen razas en términos biológicos, sí existen por el contrario prejuicios, pensamiento y discurso racial, que se han erigido tradicionalmente en nutrientes de acendradas ideologías. A partir de las cuales emergen intempestivamente tanto el racismo como las aviesas prácticas racistas, con sus múltiples atuendos y metamorfosis. Ideologías que de una u otra forma promueven e intentan legitimar estratégicamente y de forma falaz como veremos a continuación, mitos y principios tales como: jerarquía, superioridad, inferioridad, desigualdad, diferencia, con el fin de ejercer continuamente relaciones de poder y dominación social. La historia precedente con el racismo biológico y también en la actualidad por medio del neorracismo o racismo cultural nos aporta, inequívocamente, pruebas significativas y elocuentes.
II. Perspectiva histórica y científica.—El término «raza» proveniente muy probablemente del vocablo árabe «ras», que significa origen o descendencia, fue utilizado inicialmente en España a finales del S. XIV y más tarde en Francia y Alemania en el S. XVI. Pero fue posteriormente durante el S. XIX cuando se asentó históricamente como categoría erudita. A su vez el término «racismo » fue acuñado en pleno S. XX, concretamente en el periodo comprendido entre las dos grandes guerras mundiales. Sin embargo el racismo europeo se había fraguado y aplicado podríamos decir con anterioridad a la teoría, concretamente a partir del encuentro con el Otro, con pueblos y culturas a los que impuso su mentalidad, sus valores. A los que dominó y sojuzgó en el proceso de conquista y colonización, provocando a veces cruentas matanzas de poblaciones indígenas.
En términos más precisos podría decirse que si bien los primeros trabajos científicos raciales comenzarán en 1775, con la obra de J.F. Blumenbach, a través de su obra De generis humani varietata nativa, gran parte de los historiadores de la idea de racismo datan su avance en el S. XIX. En la época de la expansión del colonialismo, del progreso de la ciencia, del desarrollo de la industria, así como del crecimiento demográfico de las ciudades, del auge de la inmigración, de la mezcla de poblaciones, y de la irrupción de los nacionalismos. De hecho el racismo aparece relacionado desde el principio con el proceso de expansión colonial británica, y más en concreto como advierte explícitamente A. Arendt, con el proyecto de construir un gran imperio, al que proporciona notable cobertura ideológica.
Sin embargo será después de la Segunda Guerra Mundial, a partir del descubrimiento de los horrores cometidos por el nazismo en los campos de concentración y de exterminio, principalmente con los judíos, cuando el término «racismo» comenzó a extenderse en diversos ámbitos y a cobrar plena validez como sistema de ideas o concepción del mundo.
Anteriormente en pleno siglo XVIII Linneo ya había publicado la obra Systema Naturae en 1740. Sin embargo sus descripciones estáticas y tipológicas, incurrían en la vinculación de caracteres físicos con rasgos específicos de la personalidad. De hecho Linneo realizaba clasificaciones muy generalizadoras, aparentemente geográficas y descriptivas, pero en realidad asociaba juicios de valor a rasgos de personalidad, estableciendo distinciones entre europeos blancos, americanos rojos, asiáticos amarillos y africanos negros. Reflejaba así de manera infundada la mentalidad sociocultural predominante de la época, según la cual el hombre europeo ocupaba la cúspide de la pirámide humana, destacando sobre los demás por sus aptitudes como la inteligencia, racionalidad, sensibilidad cultural, etc.
Otros autores como el Conde Bufon con su Histoire Naturelle, o Arthur de Gobinau con el Essai sur l´inegalité des races humaines en 1853 —apología de la aristocracia francesa en proceso de decadencia, y que posteriormente sería adoptado como una especie de obra de texto para las teorías raciales— contribuyeron igualmente con sus publicaciones a difundir la tesis de la distinción y jerarquización de razas, abogando por la bondad de la pureza racial y denunciando la perversión y degeneración provocada por la mezcla sanguínea.
Tesis precisa e inequívocamente diferenciadora y discriminadora, que se constituye en uno de los principios que ha estado permanentemente presente en los estudios realizados por buena parte de los antropólogos y científicos de esa época. La ciencia contribuía a proporcionar así teorías y propuestas que facilitaban el desarrollo de una concepción del mundo jerárquica, que permitía llevar a cabo políticas de expansión colonial, así como a establecer relaciones de dominio y a justificar el desarrollo de la sociedad industrial entonces incipiente. No es casualidad como precisa C. Queiroz que la antropología científica y diversas sociedades etnológicas surgieran en pleno S. XIX, y experimentasen un considerable desarrollo, coincidiendo con el auge del colonialismo europeo.
La hipótesis de partida subyacente a buena parte de las clasificaciones y ordenaciones tipológicas, era que las razas, diferenciadas, habían existido originariamente en estado puro, antes de que las migraciones tuvieran lugar y hubieran provocado una mezcla intensa y progresiva. A partir de entonces se fue produciendo paulatinamente un proceso de degeneración incesante. Ante lo cual, defendían, que era preciso evitar que siguiera extendiéndose y generalizándose la mezcla y el mestizaje.
Sin embargo a este respecto, es preciso señalar que este supuesto, adoptado y postulado como axioma pero sin aportar prueba alguna, elude e ignora en primer lugar la realidad migratoria de los seres humanos que históricamente ha existido ininterrumpidamente, y que ha propiciado, como advierte Ch. Susanne los correspondientes flujos, encuentros e interacciones génicas y culturales.
De hecho, en términos biológicos, la especie humana constituye un todo indiviso, un único continuum podría decirse, en el que pueden describirse clines, es decir variaciones graduales progresivas, que siguen gradientes geográficos, a tenor de circunstancias múltiples y de naturaleza muy diversas. Pero no cabe establecer cortes, ordenaciones o realizar clasificaciones de poblaciones, rígidas y estáticas.
De ahí que la determinación y concreción de diferencias raciales guarde estrecha relación, unívocamente, con los criterios que se utilizaban, provenientes de las clasificaciones realizadas en los S. XVIII y XIX, cuando las distinciones se asociaban v.g. al color de la piel predominantes en los diversos continentes. Sin embargo conviene precisar que la variación del color de la piel —concentración diferenciada del pigmento melanina— al igual que sucede con otros caracteres morfológicos, ya sea el tamaño del cuerpo, o la longitud de sus miembros, guarda estrecha relación con las adaptaciones ambientales, se distribuyen gradualmente y no constituyen un carácter con valor taxonómico. Además estos últimos caracteres están igualmente afectados por factores culturales, tales como la dieta alimenticia, la ingesta de vitaminas o la actividad laboral; o a través de la propia interacción que se produce entre los genes y el ambiente.
Por otra parte es preciso insistir en que la mayor parte de las variaciones humanas, ya sean en el plano morfológico como bioquímico, se produce principalmente entre los individuos de cada población. Esa es la realidad constatada y acreditada por la investigación genética. Otra cosa muy distinta es la tendencia y propensión del pensamiento tipológico a realizar agrupaciones estáticas. Tendencia que de forma reiterada, por motivaciones diversas, desatiende o incluso llega a despreciar las variaciones internas de carácter biológico, dentro de una población determinada, prefiriendo centrarse únicamente en las variaciones que existen entre grupos humanos.
Así pues podría hablarse en primer lugar de una singular falacia científica, que consiste en afirmar la existencia de un sustrato biológico que determina no sólo el aspecto externo, fenotípico, sino también diversas aptitudes intelectuales y cualidades morales de los miembros de las supuestas razas. De este modo se elabora especulativamente, sin rigor alguno, una noción de «naturaleza humana» no tanto a partir de datos empíricos contrastados, sino a tenor de criterios arbitrarios, ajenos a la dimensión biológica humana. Noción impregnada y transida de valores específicos, vinculados a determinadas estructuras sociales y políticas. Que posteriormente contribuyó al desarrollo de prácticas eugenésicas y de sucesivas leyes de esterilización.
De este modo el pensamiento racista, elabora una determinada concepción de la vida, a partir de la cual procede a integrar e interpretar todos los datos desde sus propias categorías, desde su singular interpretación del mundo, al margen de la realidad de los hechos y haciendo caso omiso de las argumentos o demostraciones que se le presenten.
El racismo se convierte así en una forma de biologización del pensamiento social y se erige en un vector clave de la cultura occidental especialmente desde el S. XIX. Además el racismo fue constituyéndose progresivamente como una poderosa ideología que suministraba, como destaca A. Arendt, abundante munición a las políticas colonialistas e imperialistas, desde el comienzo de siglo. El núcleo duro de esta singular ideología está constituído básicamente por la afirmación de una desigualdad basada en diferencias de naturaleza, hereditaria, entre los grupos humanos o razas.
Desigualdad que conlleva después aviesas manifestaciones de discriminación y de exclusión, así como de persecución o de exterminio, tal y como sucedió a lo largo del S. XX, durante el régimen nacionalsocialista, especialmente con gitanos y judíos. O a través de otras expresiones como la segregación, apartheid, en la que el grupo racializado vive confinado en espacios controlados y delimitados, de los cuales tan sólo puede desplazarse en determinadas condiciones, con carácter restrictivo, tal como sucedió en Sudáfrica. Del mismo modo podríamos apelar a la ignominiosa «limpieza étnica» perpetrada en la década anterior por dirigentes serbios como Milosevic, Karadzic o Madlic en Bosnia, que provocó la expulsión y asesinato de miles de ciudadanos bosnios, principalmente musulmanes.
Claro que podría decirse que, más allá de sus planteamientos e intereses inconfesados, la coartada científica llevaba impresa su fecha de caducidad. De hecho ni el recurso a determinadas tesis de la antropología ni de la biología de los siglos XIX y XX puede servir ya como argumento para apelar y fundamentar las propuestas racistas. De hecho los avances de la biología molecular a partir de 1960, y el desarrollo de la investigación genómica a través del megaproyecto Genoma Humano, han aportado datos relevantes así como conclusiones precisas y contundentes respecto a la diversidad genética humana, desmintiendo categóricamente los infundados prejuicios racistas, contribuyendo así al abandono de los fenotipos en beneficio de la relevancia de los datos genéticos y de su manifiesta interacción.
El reciente desciframiento y cartografiado del genoma desmiente y excluye cualquier posible interpretación discriminadora. Porque frente a la eventual pretensión de uniformidad o de homogeneidad genética, el polimorfismo se erige en la norma, podría decirse. Y la diferencia nada tiene que ver con la desigualdad en términos éticos y jurídicos. De ahí que a la hora de afrontar el discurso y las prácticas racistas no se trate de eludir o negar las diferencias naturales, graduales, que existen entre individuos y poblaciones, a veces claramente ostensibles. Se trata por el contrario de reconocer y garantizar que los diversos grupos de población, cada uno de sus individuos, son diferentes por naturaleza y al mismo tiempo nacen libres e iguales en dignidad y en derechos, sin discriminación alguna, tal y como precisan los Artículos 1 y 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.
III. Discurso ideológico y político. Nuevas formas de racismo.—Sin embargo a pesar de las evidencias y pruebas que desmienten una y otra vez sus asertos y que permiten desmoronar sus inconsistentes cimientos, el pensamiento racial ha sido capaz de transmutarse y de sobrevivir. De hecho una vez desvelado y desmentido categóricamente el mito de la superioridad biológica de la raza blanca, y la inferioridad de las otras razas, asentado en la supuesta neutralidad científica, cabría esperar a continuación el alejamiento del error y del avieso empecinamiento por parte de sus apologistas y acólitos, bien con carácter inmediato o al menos al cabo de un plazo de tiempo determinado. Máxime después que la UNESCO sancionase a través de la última Declaración sobre la raza y los prejuicios raciales que «el racismo falsifica de forma grosera los conocimientos relativos a la biología humana».
Y es que como advertía explícitamente Lévi- Strauss en su célebre y legendario ensayo Raza e Historia que se convirtió en un documento clásico del antirracismo, las diferencias naturales y la diversidad de culturas no entrañan peligro alguno para los grupos sociales, sino que por el contrario se erigen en signos ostensibles de pluralidad y de riqueza humana. El racismo como concepción jerárquica surge después, deliberada pero aviesamente, cuando a partir del reconocimiento de la diferencia, se impone por la fuerza la tesis de la desigualdad de esas culturas. Y a continuación se ejerce una relación de dominio y exclusión, basada en un infundado sentimiento de superioridad.
Ante ese planteamiento reduccionista y determinista, es preciso aducir y reivindicar en primer lugar, desde una perspectiva ética y jurídica, que en una sociedad, abierta, plural, democrática, configurada política y jurídicamente como un estado de derecho, el discurso y las subsiguientes prácticas racistas no tienen sentido. No ha lugar para su defensa y menos para la adhesión por parte de los ciudadanos a sus postulados. Sus aviesas propuestas se encuentran justamente en las antípodas de los principios y valores éticos y jurídicos que articulan y jalonan la vida colectiva.
Son precisamente antitéticos con los principios morales y cívicos que sustentan y articulan los sistemas democráticos. Y atentan frontalmente contra los principios y derechos reconocidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Declaración Universal, que representa como precisa N. Bobbio la máxima conciencia que el hombre ha alcanzado en términos jurídicos-políticos, de la sustancial unidad del género humano.
Y sin embargo, conviene señalar que a pesar de resultar en principio paradójico, ni la refutación ni la denuncia han resultado realmente suficientes. La vertiente de-constructiva permite descubrir, desvelar y descodificar argumentos y teorías, pero esa demostración razonada es accesible generalmente a un sector de la población relativamente especializado. Se trata sin duda de una tarea inexcusable y necesaria, pero a su vez no deja de ser parcial y limitada, pues no llega a extenderse y generalizarse hasta el punto de elucidar y borrar de las mentes esa imagen distorsionada. Ni tampoco llega a determinar y cristalizar en normas y preceptos jurídicos, precisos e inequívocos, respaldados políticamente por la mayoría de los representantes democráticos.
De hecho es fácil constatar cómo a pesar de su anunciado certificado de defunción como teoría pseudocientífica, el pensamiento racista y sus diversas manifestaciones han mostrado su singular virtualidad para emerger y ocupar nuevas posiciones fuera de las fronteras de la comunidad de expertos. No sólo sobreviviendo a las pruebas incontestables aportadas por la investigación científica, sino trocándose y conquistando progresivamente nuevos ámbitos, cada vez con mayor presencia pública, sutilmente podría decirse, entre ellos los espacios mediáticos, políticos y electorales.
Cabe recordar a este respecto las palabras del científico antirracista Jacques Ruffié, quien tras constatar su dilatada vigencia, se refería explícitamente a esa pervivencia del racismo mostrando su perplejidad, y afirmando: que una teoría sin ningún fundamento haya podido ser adoptada, defendida y propalada hasta nuestros días «es ciertamente sorprendente». Y preocupante podríamos añadir, amén de ostensiblemente peligroso.
Pues no deja de constituir una prueba fehaciente, por una parte de la facilidad que encuentra el pensamiento racista para difundir falacias y propagar prejuicios racistas, que son aceptados banalmente, sin que llegue a ser cuestionada su eventual veracidad, y sin que sean sometidos al menor sentido crítico. Y en segundo lugar permite constatar la dificultad de articular y coordinar una propuesta o contracorriente de contenido antirracista, que además de ser consistente en los planos intelectual y moral, y beligerante en términos de discurso social y político, así como jurídico, sea capaz también de asentarse, de afrontar sus embates y de contribuir a anular socialmente sus perversos efectos.
De hecho, desde que surgió principalmente en Inglaterra a partir de los años 60, el racismo actual o neorracismo ha ido extendiéndose y ganando terreno entre los países más desarrollados económicamente, siguiendo la dirección Norte-Sur. Este neorracismo también denominado como «racismo simbólico» presenta particularidades específicas que lo caracterizan y diferencian de otras épocas precedentes. Adopta nuevos ropajes argumentativos diferentes y se centra fundamentalmente en la apología de la identidad cultural.
La metamorfosis es evidente ya que actualmente sus mentores y apologistas no defienden el racismo que asociaba el comportamiento de diversos grupos a la herencia genética. Ahora el núcleo duro del discurso cambia de emplazamiento y dirección. Se desplaza y orienta desde el ámbito de la desigualdad biológica, hacia la absolutización de la diferencia cultural. Trasladando su marco de referencia concretamente de la raza al ámbito de la cultura.
De este modo si el racismo clásico buscaba su fundamentación y legitimidad en la dimensión biológica, en sus características físicas, el neorracismo subraya e incide en la naturaleza diferente de sus víctimas. Postula que algunas culturas son tan distintas, tan ajenas e incompatibles, que no es posible que llegue a producirse la adaptación ni asimilación de sus integrantes.
Vemos así no sólo que el discurso y los argumentos utilizados difieren. Es muy distinta también la lógica subyacente y la estrategia que sigue el pensamiento racial en la actualidad. Pues así como los defensores del racismo tradicional preconizaban e impulsaban la diferenciación del Otro, para denigrarlo a continuación, sojuzgarlo y facilitar así su explotación, lo cual no dejaba de ser como señala Wieviorka, una forma particular, pero en cierto modo real de integración, ahora el objetivo perseguido se orienta en otra dirección.
La vertiente cultural del neorracismo focaliza su atención e incide una y otra vez en la diferencia y en la imposibilidad de su convertibilidad o asimilación, como paso previo para facilitar a continuación el proceso subsiguiente de exclusión o expulsión. Se comprende así v. g. que los seguidores del Islam se hayan erigido en uno de sus blancos preferidos, por sus creencias y hábitos; asociándolos con frecuencia a la vertiente delictiva, al ámbito de la inseguridad ciudadana, y llegando a veces a estar vinculados con grupos terroristas.
Así pues podría decirse que tras haber sido desvelada la falacia de la existencia de razas humanas, en virtud de la cual el discurso del racismo había sido des-cubierto y expuesto inicialmente al desnudo, apenas ha existido ni perdurado el vacío. Pues inmediatamente se ha iniciado un nuevo proceso estratégico de investidura, para poder recubrirse y volver a ser operativo. Para lo cual el pensamiento racial ha recurrido a otras categorías conceptuales distintas a las provenientes de la biología y genética. Mantiene así el mismo objetivo del discurso racista clásico: la discriminación o segregación, pero ahora reivindica, como vamos a comprobar a continuación, una nueva dimensión: la vertiente diferencialista cultural.
Podría decirse que básicamente defiende, de forma meditada y ambigua, dos posiciones bien precisas. Por una parte, destaca la relevancia de la identidad cultural. Por otra elogia, en principio, el reconocimiento del derecho a la diferencia, tanto individual como comunitaria. Posiciones que prima facie no parecen contradecir en ambos casos, ningún principio democrático. Es más se encuentran plenamente consolidadas socialmente y de ahí su alto grado de plausibilidad y de aceptación pública. Se pasa así subrepticiamente de la proclamación de los enunciados heterófobos precedentes, a la elaboración y expresión de un discurso heterófilo, que afirma aceptar sin reparo alguno el derecho a la alteridad y el reconocimiento de la diferencia.
Pero a decir verdad, esa relación entre la identidad cultural y la diferencia expuesta teóricamente como legítimas, no dejan de ser en la práctica realidades dialécticas y antitéticas. De ahí que a continuación, el discurso racista introduce aviesamente la consiguiente inferencia. De hecho los mentores del neorracismo pasan a defender con vehemencia el postulado de que esas diferencias en el Otro, son no-asimilables. Y por ende su inclusión es inviable en términos de convivencia social, por incompatibles.
En otras palabras, como insiste Taguieff, se ha producido un claro desplazamiento procesal desde la realidad racial hacia la realidad cultural. Y subsiguientemente ha tenido lugar la sustitución correlativa de la identidad cultural «auténtica» por la pureza racial. A partir de ahí comienzan a propagarse tópicos y a emerger en la opinión pública las consabidas frases: «yo no soy racista, pero». O la reiterada y cacofónica expresión «son ellos los que no quieren adaptarse a nuestras tradiciones y cultura». Es decir, el Otro, por su origen, por sus características culturales, además ostensibles, no puede ser reconocido jurídicamente en términos de igualdad, dada su radical inconvertibilidad. Especialmente si se trata de personas provenientes de países no europeos o de cultura occidental, no cristiana.
Este nuevo planteamiento una y otra vez recurrente, que constituye realmente el núcleo duro de su argumentación, y que supone la utilización neorracista de la identidad cultural, nutre los discursos defendidos por determinados grupos políticos, cada vez más beligerantes con la inmigración, así como el discurso de diversos medios de comunicación que han encontrado en este argumento un artefacto de gran capacidad para persuadir y movilizar políticamente a buena parte de la opinión pública, con el objetivo de alcanzar copiosos resultados electorales.
Desde esos presupuestos, consideran que plantear y promover la posible integración carece de sentido, es simplemente inviable. A partir de ahí podrían inscribirse las continuas e ineficaces Leyes de Extranjería o las recientes Directivas para el retorno de los inmigrantes de la Unión Europea, que permiten retener a un inmigrante sin documentación reglada hasta 18 meses, o incluso llegar a repatriar a un niño indocumentado a países ajenos al suyo…
IV. Consideraciones finales.—Así pues, tal y como acabamos de exponer el nuevo racismo de la diferencia cultural, ha presentado sus credenciales sociales en un mar de ambigüedades, como un discurso racial reconvertido, ahora defensor de la diversidad y de todas las identidades de grupo. Los argumentos ideológicos raciales se han transformado y adaptado a los nuevos contextos sociales y económicos. Y lo han hecho de forma rápida, adoptando formas y figuras inesperadas como el supuesto respeto a la identidad y diversidad cultural, más allá de cuestiones biológicas o fenotípicas. Ganándose así aviesa y estratégicamente la adhesión acrítica —a veces de forma ingenua podría decirse— de amplios grupos de la sociedad.
A este respecto la Declaración sobre el racismo y los prejuicios raciales de la UNESCO en 1967 ya había advertido expresamente de este eventual peligro, cuando en el punto 6 afirmaba explícitamente que a pesar de haber sido demostrada la falacia de sus postulados el «racismo encuentra siempre estratagemas nuevas para justificar la desigualdad de los grupos sociales».
Claro que una mínima reflexión sobre el proceso histórico seguido por el pensamiento racial y sus discursos y prácticas, a través de sus diversas etapas, nos permite plantear de nuevo la cuestión sempiterna: acaso la suprema astucia del diablo ¿no consiste justamente en hacer creer que no existe?
El discurso racial y las diversas manifestaciones racistas, a tenor de lo expuesto, y al margen de sus ropajes o nueva indumentaria, ya sea desde postulados biologicistas o a partir de argumentos culturalistas, constituye sin lugar a dudas una forma de fracaso y perversión en el ámbito de las relaciones humanas, y más concretamente una forma degradada de la interacción en las conductas individuales y sociales.
Cada ser humano constituye una parte representativa de la humanidad, a la cual se encuentra indisociablemente unido. Y la unidad del género humano constituye como precisa N. Bobbio uno de los principios fundamentales acrisolados en la cultura de los Derechos Humanos. De hecho la igualdad entre todos los seres humanos respecto a los derechos fundamentales es el resultado de un proceso gradual a lo largo de la historia, de eliminación de discriminaciones, reconociendo una naturaleza común del hombre, por encima de las diferencias de sexo, color o religión. Lo cual no es óbice, para que la civilización sólo pueda ser multicultural.
Tesis que por otra parte ratifica las célebres palabras de Confucio, cuando en el S. V. antes de Cristo desde el continente asiático, afirmaba «La naturaleza de los hombres es idéntica, son las costumbres lo que les separa», anticipándose así a la posterior emergencia del etnocentrismo y a la irrupción del mito de la diferenciación racial.
Lamentablemente ni el discurso ni las subsiguientes prácticas racistas se han basado precisamente en el conocimiento y respeto del Otro, en su acercamiento, sino más bien en su aviesa ignorancia y discriminación. Y se ha erigido históricamente en un planteamiento ideológico intolerante y excluyente, que prejuzga, jerarquiza y niega el reconocimiento de los principios de igualdad, dignidad y libertad, como derechos fundamentales.
De hecho el racismo se ha apoyado tradicionalmente, como acabamos de analizar, en teorías y falacias pseudocientíficas exentas del más mínimo rigor y consistencia. Además se ha erigido en soporte y baluarte de proyectos ideológicos, políticos y económicos, que han propiciado durante siglos la ignominiosa práctica de la esclavitud hasta periodos recientes. Ha contribuido igualmente a establecer regímenes de discriminación y exclusión social como el apartheid, y ha hecho posible que sistemas totalitarios como el nazismo, llevaran a cabo en pleno S. XX el genocidio de millones de judíos. Por todo ello carece de la más mínima validez y justificación ya sea desde el plano científico, cultural, social, moral o jurídico.
Ya para concluir y desde una vertiente prospectiva es preciso señalar que sin duda queda mucho camino antirracista por recorrer, y que es preciso evitar la ilusión y optimismo que conllevan las críticas desmitificadoras. Porque no es suficiente con analizar sus errores o desvelar la confusión conceptual que preside la argumentación racista. Es necesario además impulsar y adoptar medidas concretas, proactivas, eficaces, contra toda manifestación racista, en diversos contextos específicos. Entre otros y especialmente en el ámbito jurídico a través de la creación y posterior aplicación rigurosa de normas positivas precisas, sancionadoras de actitudes y comportamiento discriminadores. Que reciban el apoyo, el consenso y el inexcusable compromiso para su erradicación por parte de los representantes políticos, más allá de sus planteamientos o intereses partidistas.
Por otra parte también a través del ámbito de la educación, porque el racismo y la discriminación no radican en los genes. Los prejuicios y las actitudes excluyentes no son innatos, ni se heredan biológicamente sino que se aprenden, y eso significa que son enseñados. No se pueden adquirir de otro modo. De ahí la relevancia de la escuela y la trascendencia del ámbito educativo, así como la necesidad de contar con formadores competentes para educar ciudadanos que aprendan a convivir en plano de igualdad, a conocer al Otro, a reconocerlo en su diversidad, y a respetarlo.
Solo así podremos aspirar a constituir y fraguar una sociedad abierta, plural, tolerante, solidaria, multicultural, impregnada de valores y principios democráticos. Capaz de reconocer y respetar el derecho a la diferencia, pero integrándolo armónicamente y cuando sea preciso limitándolo o condicionándolo a la asunción de valores y principios inequívocamente democráticos. Principios y valores de carácter ético y jurídico, que permitan proteger y salvaguardar la dignidad de cada persona, al tiempo que sirvan de base y fundamento para vertebrar, dar sentido y legitimar al Estado de Derecho.
Todo lo cual ha de contribuir a evitar que las elocuentes palabras de R. Aron puedan seguir vigentes, cuando afirmaba en tono crítico: «Los hombres son raras veces contemporáneos de su propia historia. Siguen invocando una ideología mucho tiempo después de que ésta ha sido desmentida por los acontecimientos».

Véase: Antropología y bioética, Biología molecular, Biodiversidad humana, Datos genéticos, Derecho a la identidad, Derechos fundamentales, Derechos humanos, Determinismo biológico, Dignidad humana, Discriminación y salud, Diversidad biológica, Especie humana, Eugenesia, Genética de poblaciones, Genoma humano, Herencia biológica, Identidad, Minorías étnicas, Multiculturalismo, Proyecto Genoma Humano, Pueblos indígenas, Reduccionismo, Ser humano.

Bibliografía: ARENDT, Hannah, The origins of totalitarism. ii: imperialism /Los orígenes del totalitarismo, t. 2. IMPERIALISMO, Alianza, Madrid, 1987; BOBBIO, Norberto, EL tiempo de los derechos, ed. sistema, Madrid, 1991; DUMMET, Michael, On immigration and refugees / Sobre inmigración y refugiados, Cátedra, Barcelona, 2004; LEVI-STRAUSS, Claude, Race et histoire. Race et culture/ Raza y cultura, cátedra, Colección Teorema, Barcelona, 1993; QUEIROZ, Claire., «Eugenesia y racismo» en CAMBRON, Ascensión., Entre el nacer y el morir, ed. Comares, Granada,1998, págs. 95-115; SUSANNE, Charles / REBATO, Esther / DELIGNE, Jean., «Razas y racismo» en REBATO, Esther, SUSANNE, Charles CHIARELLI, Brunetto (eds.), Para comprender la antropología, EVD., Estella, 2005, págs. 655-664; TAGUIEFF, Pierre. A; «Las metamorfosis ideológicas del racismo y la crisis del antirracismo» en ALVITE, Juan Pedro. Coord. Racismo, antirracismo e inmigración, Gokoa, Donostia, 1995, págs. 143-204; UNESCO, 1. Déclaration sur la race, Paris, juillet 1950, 2. Déclaration sur la race et les différences raciales, Paris, juin 1951, 3. Propositions sur les aspects biologiques de la question raciale, Moscou, août, 1964, 4. Déclaration sur la race et les préjugés raciaux, septembre, 1967; VAN DIJK, Teun, A., Elite discourse and racism/ racismo y discurso de las élites, Gedisa, Barcelona, 2003; WIEWIORKA, Michel, «Raza, cultura, sociedad» en NEZAU, ALSAYYADCASTELL, Miguel, ¿Europa musulmana o euro-islam?, Alianza, Madrid, 2003, págs. 187-196.


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