ENCICLOPEDIA de BIODERECHO y BIOÉTICA

Carlos María Romeo Casabona (Director)

Cátedra de Derecho y Genoma Humano

autonomía, principio de (Ético )

Autor: MARGARITA BOLADERAS CUCURELLA

I. El concepto de autonomía y sus fuentes.—La noción de autonomía es fundamental en los ámbitos de la Ética, la Política y el Derecho. Aunque el desarrollo del concepto de autonomía personal se ha producido en la Modernidad, tiene sus raíces históricas en las ciudades-estado de la época clásica griega, llamadas autónomas por su capacidad de autogobierno. Tucídides, Demóstenes, Jenofonte e Isócrates utilizan el término en sus formas sustantiva y verbal para indicar el ser independiente, la libertad de un Estado de hacer sus propias leyes, y Herodoto y Cratino se sirven del adjetivo para referirse a la característica de vivir bajo las propias leyes, independiente de personas y Estados.
Sófocles en su Antígona proclama que ésta es «la única que vive autónoma» (verso 821), porque es capaz de actuar según la ley de su propio deber contra la prohibición del tirano Creonte. Aristóteles no utiliza el vocablo; en su Política habla del ciudadano libre como aquel con capacidad de decisión en la vida personal y de intervención en la organización de la ciudad y señala que la autarquía se da en aquellas ciudades en que sus ciudadanos participan en las instituciones, ejerciendo las funciones deliberativas y judiciales («llamamos ciudad, por decirlo brevemente, al conjunto de tales ciudadanos suficiente para vivir con autarquía», Aristóteles, 1275b12). Autarquía (autosuficiencia) y autocracia (gobierno o poder de uno mismo, autodominio) son conceptos que introducen matices distintos y que deben distinguirse del de autonomía. A lo largo de la historia ha habido sistemas socio- económicos basados en la distinción entre ciudadanos libres y esclavos; los primeros tenían el reconocimiento jurídico de sus derechos de ciudadanía, los segundos dependían de las decisiones de sus amos. A partir de la época moderna se produjo una ruptura histórica: la universalización de la consideración de todo individuo humano como ser libre y autónomo, en sentido ético, político y jurídico.
Las distintas concepciones éticas han dado más o menos protagonismo a la perspectiva del ser humano como sujeto autónomo. El clasicismo griego no desarrolló una concepción universal del principio de autonomía personal, aunque muchos autores comparten la idea de que no existe sujeto moral ni responsabilidad moral y jurídica, si no se concibe al ser humano como individuo racional capaz de tomar sus propias decisiones. La voluntariedad de la acción, las formas de actuación con o por ignorancia, la distinción entre actos voluntarios, involuntarios y no voluntarios, la carencia o debilidad de la voluntad (acrasía), así como los problemas de la deliberación, la elección y los distintos objetivos o fines son analizados en detalle en las páginas de la Ética nicomáquea de Aristóteles, y son objeto de discusión en obras de autores posteriores. En la época moderna se produjo lo que J. B. Schneewind (1998) ha llamado «la invención de la autonomía», con especial referencia a Kant, y el mundo contemporáneo sigue en esta estela, en un contexto humano y socio-político más complejo. Las aplicaciones tecnológicas han ampliado extraordinariamente la capacidad de intervención, autogestión y manipulación de la vida humana, por lo que también ha sido necesario profundizar en los derechos y deberes derivados del respeto a la autonomía de las personas. La Ética en general y la Bioética en particular han proporcionado análisis relevantes, que han tenido una gran influencia tanto teórica como práctica.
1.1. Definición de autonomía.—La palabra autonomía deriva del griego autós (propio) y nómos (regla, norma, ley, autoridad), y se utilizó por primera vez con referencia al autogobierno y la autodeterminación de las ciudades-estado griegas independientes. Este sentido político llega hasta el siglo XVIII. En Del Contrato Social Rousseau introduce la idea de libertad como obediencia a las leyes que nos imponemos nosotros mismos: «Según lo precedente, podría añadirse a la adquisición del estado civil la libertad moral, la única que hace al hombre auténticamente dueño de sí; porque el impulso del simple apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que uno se ha prescrito es libertad» (I, VIII). Para este autor la moralidad surge de la vida en sociedad, del estado civil, que substituye el instinto por la justicia. Sin embargo, es Kant el filósofo que da el paso definitivo de situar la noción de autonomía en el centro de la concepción del ser humano y de la moral; define la autonomía como la capacidad de la persona de regir su propia conducta, dándose la ley a sí misma, gracias al ejercicio de su voluntad vinculada a la razón. «La autonomía de la voluntad es aquella modalidad de la voluntad, por la que ella es una ley para sí misma (independientemente de cualquier modalidad de los objetos del querer). El principio de autonomía es por lo tanto éste: no elegir sino de tal modo que las máximas de su elección estén simultáneamente comprendidas en el mismo querer como ley universal » (Fundamentación para una metafísica de las costumbres, A87).
En el siglo XX, Rawls escribe en su Teoría de la justicia que «actuar autónomamente es actuar a partir de principios que podríamos consensuar como seres racionales libres e iguales» (Rawls, 1971, 516). Dearden ha afirmado que «una persona es autónoma en la medida en que lo que piensa y lo que hace no puede ser explicado sin referencia a la actividad de su propia mente» (Dearden, 1972, 453). Gerald Dworkin, en The Theory and Practice of Autonomy, hace notar que autonomía a veces se presenta como equivalente de libertad, a veces de voluntad libre o, también, de soberanía propia o autogobierno (G. Dworkin, 1988, 6); es obvio que las personas reciben diferentes tipos de influencias, los motivos subjetivos y las causas externas de sus acciones se entrecruzan, que sus deseos y decisiones cambian; todo ello hace que sea conveniente distinguir entre las características genéricas de la libertad y las habilidades para tomar decisiones en situaciones concretas, así como para cambiar las preferencias o los objetivos de vida en un momento dado. «La idea de autonomía no es simplemente una noción evaluativa o reflexiva, sino que incluye también alguna habilidad tanto para cambiar las preferencias de uno como para hacerlas efectivas en las acciones y, realmente, hacerlas efectivas porque uno ha reflexionado sobre ellas y las ha adoptado como propias» (G. Dworkin, 1988,17); así llega a la caracterización de la autonomía como «una capacidad de segundo orden de las personas para reflexionar críticamente sobre sus preferencias, deseos, voliciones, etcétera, de primer orden, y la capacidad para aceptar o intentar cambiar éstos a la luz de preferencias y valores de orden superior. Al ejercitar tal capacidad, las personas definen su naturaleza, dan sentido y coherencia a sus vidas, y se hacen responsables de la clase de persona que son» (G. Dworkin, 1988, 20 y 108). Esta definición especifica bien no sólo la capacidad de tomar decisiones de forma racional y coherente, sino también el hecho relevante en la vida humana de los cambios de preferencias y objetivos, aspecto decisivo que debe tenerse muy en cuenta en el ámbito bioético.
Más adelante se tratarán otras definiciones dadas desde la Bioética; ahora concluiremos con la de Carlos S. Nino (1989, 204): el principio de autonomía de la persona «prescribe que, siendo valiosa la libre elección individual de planes de vida y la adopción de ideales de excelencia humana, el Estado (y los demás individuos) no debe interferir en esa elección o adopción, limitándose a diseñar instituciones que faciliten la persecución individual de esos planes de vida y la satisfacción de los ideales de virtud que cada uno sustente e impidiendo la interferencia mutua en el curso de tal persecución». Para este autor, el bien más genérico que está protegido por el principio de autonomía es la libertad de realizar cualquier conducta que no perjudique a terceros.
1.2. La autonomía como fundamento ético.— Estas expresiones de Nino nos recuerdan la filosofía de John Stuart Mill, piedra angular del liberalismo, que afirma la dimensión de la libertad en un doble sentido: ser libre implica, por un lado, la no intromisión del Estado ni de otras personas en las decisiones de uno (delimitación en sentido negativo); por otro lado, en un sentido positivo, supone la posibilidad de actuar según la propia voluntad, sin otro límite que no perjudicar a terceros (De la libertad). «La única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien, cada uno a su manera, siempre que no tratemos de privar a los demás del suyo o de entorpecer sus esfuerzos para conseguirlo; cada uno es el guardián natural de su propia salud, física, mental y espiritual. La especie humana gana más dejando a cada hombre vivir como le acomode que obligándole a vivir como les acomode a los demás» (Mill, 1965, 51-52). Más tarde I. Berlin (1988) profundiza en esta doble vertiente de la libertad en sentido negativo y positivo.
Mill articula su ética y sus teorías políticas sobre la base de que la libertad y la felicidad son los bienes supremos. No se interesa por el análisis del libre arbitrio o los problemas metafísicos de la voluntad, sino que parte de los supuestos antropológicos de la necesidad de libertad y el deseo de felicidad. Es evidente la gran distancia que hay entre la posición de este autor y la moral kantiana basada en la autonomía; pensadores como Bruce Jennings (2007, 72) subrayan esta diferencia.
Kant construye su filosofía práctica sobre los conceptos de voluntad y razón. La voluntad del ser humano es la «facultad de determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la representación de ciertas leyes. Semejante facultad sólo puede hallarse en los seres racionales». «El ser racional debe considerarse siempre como legislador en un reino de fines posible por la libertad de la voluntad», es decir, los humanos establecen sus propias leyes como seres racionales, delimitando así un ámbito distinto (mundo inteligible, reino de fines) de aquel que está sólo determinado por las leyes de la naturaleza. «Cuando nos pensamos como libres, nos trasladamos al mundo inteligible como miembros de él y reconocemos la autonomía de la voluntad, junto con su corolario, que es la moralidad » (Fundamentación para una metafísica de las costumbres, A110). «La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional». Kant afirma también que «el único derecho originario que el hombre posee en virtud de su humanidad es la libertad » y que el «Derecho es el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio del otro, según una ley universal de la libertad» (La Metafísica de las Costumbres, §B). Según esta concepción, la voluntad puede querer la ley de la propia razón, universal y objetiva (el imperativo categórico) e impulsar la acción según los deberes que se derivan de ella. Las dos formulaciones más relevantes del imperativo categórico son: «obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal» (Fundamentación para una metafísica de las costumbres, A52) y «obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio» (A66). Este imperativo práctico establece el deber de no instrumentalizar a las personas, de considerarlas siempre como miembros del reino de fines, es decir, como sujetos racionales que determinan sus propios fines; en ello reside su dignidad, que debe ser respetada en toda circunstancia.
1.3. Autonomía y derechos constitucionales democráticos.—Las transformaciones que se producen en el ámbito ético-político moderno tienen sus hitos históricos en la Declaración de Virginia de los EE.UU. de 1776, que influyó en la Declaración de Independencia de ese mismo año, y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 que se proclamó en Francia y tuvo una repercusión extraordinaria en todos los países europeos. Los artículos cuarto y quinto de esta última afirman los derechos de libertad: «la libertad consiste en poder hacer todo lo que no daña a los demás. Así, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene más límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos. Estos límites sólo pueden ser determinados por la ley»; «la ley no puede prohibir más que las acciones dañosas para la sociedad. Todo lo que no es prohibido por la ley no puede ser impedido, y nadie puede ser obligado a hacer lo que ésta no ordena» (Boladeras, 1999, 50 y sigs.). Los movimientos sociales y las teorías éticas y políticas cristalizan en las constituciones democráticas que establecen como derecho fundamental el respeto a la libertad individual e introducen mecanismos institucionales y legales necesarios para el desarrollo de la autonomía personal. Estos mecanismos eran muy insuficientes al principio, pero, poco a poco, las legislaciones han ido incorporando los derechos y las obligaciones de los distintos agentes sociales, ampliando tanto los procedimientos de garantía como los de exigencia de responsabilidades. Muchos de los problemas bioéticos que se presentan en la actualidad no sólo requieren una buena orientación ética, sino también la promulgación de leyes que amparen o desautoricen determinadas prácticas profesionales, a fin de hacer efectiva la autonomía de los ciudadanos en las nuevas situaciones que plantea la innovación científica.
1.4. Las críticas.—Hay corrientes de pensamiento críticas de la tradición kantiana y de la concepción liberal que discuten el carácter central de la autonomía en la Ética. Entre otros, los comunitaristas piensan que el individualismo exalta la subjetividad y ésta puede ser muy mala consejera para los auténticos intereses de las personas y, tanto en el nivel de decisiones y actos concretos como en un nivel más general de opciones de vida y de las concepciones sobre lo bueno, es necesario procurar lo mejor en un sentido objetivo; el Estado o la comunidad puede dar preferencia a aquellos intereses y estilos de vida que son objetivamente mejores. Carlos Santiago Nino llama a estos autores (Taylor, Sandel, MacIntyre, etc.) perfeccionistas y considera que, en última instancia, proponen un paternalismo que tiende al autoritarismo y al trato discriminatorio de las personas que no se comportan según un estándar (Nino, 1989, 205 y sigs.). Esta posición no distingue con suficiente claridad el nivel del análisis ideal, de la promoción y difusión de los ideales de vida (y el papel que el Estado debe jugar en él), y el nivel del respeto a la identidad personal y a la toma de decisiones de los individuos; tampoco asume el valor objetivo de la autonomía; todo ello tiene implicaciones graves en relación al respeto efectivo de los derechos individuales.

II. La autonomía como principio bioético.—Si la autonomía es un concepto fundamental de la Ética, es evidente que debe serlo también de la Bioética, pero además ésta se aplica a problemas que, en muchos casos, tienen que ver con los límites, obstáculos y transgresiones del principio de respeto a la autonomía. El desarrollo de la Bioética en los últimos treinta años se ha producido en gran parte para hacer frente a los múltiples dilemas prácticos que se derivan de las exigencias éticas del principio de autonomía y otros principios fundamentales en los ámbitos de la sanidad, de la investigación científica y la industria farmacéutica, de las técnicas de reproducción humana asistida, los análisis genéticos y las aplicaciones biotecnológicas en general.
Desde la perspectiva Bioética se han dado definiciones como «el principio de autonomía exige que todo acto que comporta consecuencias para otros sea subordinado al consentimiento de la persona implicada. Sin este acuerdo, la acción no es legítima y se puede defender moralmente el uso de la fuerza para resistirse a ello» (Hanson, 2001, 73), una expresión que recuerda la resistencia a la opresión de las declaraciones de derechos humanos. H. Tristram Engelhardt, en la segunda edición de su libro Los fundamentos de la Bioética, llama «principio de autoridad moral» al principio de autonomía, porque quiere destacar que «no está en juego ningún valor que poseen la autonomía o la libertad, sino el reconocer la necesidad de obtener autoridad moral a través del permiso de los implicados en una empresa común». Por ello, finalmente, introduce como primer principio de la Bioética el «principio del permiso»: «La autoridad de las acciones que implican a otros en una sociedad pluralista secular tiene su origen en el permiso de éstos. Como consecuencia, 1) sin ese consentimiento o permiso no existe autoridad; 2) las acciones en contra de esta autoridad son censurables, en el sentido de que sitúan al infractor fuera de la comunidad moral en general y, por otra parte, hacen lícito (aunque no obligatorio) el recurso a la fuerza con fines defensivos, punitivos o de represalia» (H. T. Engelhardt, 1995, 138).
El Informe Belmont (1978) indica que «el respeto por las personas incorpora al menos dos convicciones éticas: primera, que los individuos deberían ser tratados como entes autónomos, y se gunda, que las personas cuya autonomía está disminuida deben ser objeto de protección»; el ente autónomo es definido como «el individuo capaz de deliberar sobre sus objetivos personales y actuar bajo la dirección de esta deliberación» y el respeto a su autonomía significa «dar valor a las opiniones y elecciones de las personas así consideradas y abstenerse de obstruir sus acciones, a menos que éstas produzcan un claro perjuicio a otros. Mostrar falta de respeto por un agente autónomo es repudiar los criterios de estas personas, negar a un individuo la libertad de actuar según tales criterios o hurtar información necesaria para que puedan emitir un juicio, cuando no hay razones convincentes para hacerlo» (Belmont, se hizo público en 1978; la traducción es de 1999, 315).
2.1. Los cuatro principios bioéticos.—El primer documento de carácter internacional en el que se define el consentimiento informado es el Código de Núremberg (1947); este Código surgió en el contexto de los juicios de Núremberg, acabada la Segunda Guerra Mundial, contra altos cargos del ejército y del gobierno nazi que participaron en la muerte de miles de civiles y algunos científicos que llevaron a cabo experimentos con seres humanos, sin importarles ni su muerte ni sus sufrimientos; por ello se consideró necesario un compromiso solemne contra tales procedimientos. La Declaración de Helsinki de la Organización Médica Mundial de 1964, luego actualizada en múltiples ocasiones, asume y refuerza dicha posición, especificando los requisitos éticos de toda investigación con seres humanos. Más adelante, en 1974, el Congreso de los EE.UU., encargó a un grupo de expertos el estudio de los problemas relativos a los sujetos de experimentación tanto en las ciencias biomédicas como en las de la conducta humana (National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research) y, tras cuatro años de trabajo, los miembros de la comisión emitieron el informe Belmont (1978) (Boladeras, 1999, 40 y sigs.); este informe y las publicaciones posteriores de algunos autores que participaron en su elaboración han tenido una influencia decisiva en la difusión ampliamente aceptada de los llamados «cuatro principios bioéticos». Beauchamp y Childress los sistematizaron en su libro Principios de Ética biomédica (1979; trad. cast. 1999). Los cuatro principios son: 1) principio de respeto a la autonomía; 2) principio de no maleficencia; 3) principio de beneficencia y 4) principio de justicia (en el orden en que los presentan los autores mencionados). Los cuatro tienen el mismo valor principial y deben tenerse en cuenta conjuntamente, en un sentido prima facie, ya que la casuística puede requerir la consideración especial de alguno de ellos.
Se ha producido un amplio debate sobre la justificación, coherencia y el rango de los principios bioéticos. La tradición ética médica siempre ha proclamado el primum non nocere (lo primero es no hacer daño) y el hacer el bien como las reglas de oro de su deontología. El saber y el buen hacer del médico eran la autoridad absoluta en la toma de decisiones en dicho ámbito. Pero esas decisiones afectan a personas que han de poder tomar una posición propia, no sólo con relación a sus inmediatos intereses y preferencias personales sino también en coherencia con su concepción de la vida y sus creencias. Como ha indicado Bernard Hanson (2001, 74), si la regla de oro de la moral es «compórtate con los demás como tú quisieras que los demás se comportaran contigo», ahora, en sociedades pluralistas respetuosas de las distintas creencias y de la autonomía de los ciudadanos, es preciso introducir una nueva formulación: «Compórtate con el otro como el otro quisiera que te comportaras con él». El principio de respeto a la autonomía del paciente obliga a reconsiderar la dinámica de la relación sanitario-paciente, investigador- sujeto de experimentación.
La Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la UNESCO de 2005 reafirma la importancia fundamental del principio de respeto a la autonomía personal y destaca la obligación del consentimiento informado para la realización de este principio. El artículo 5 indica: «Se habrá de respetar la autonomía de la persona en lo que se refiere a la facultad de adoptar decisiones, asumiendo la responsabilidad de éstas y respetan do la autonomía de los demás. Para las personas que carecen de la capacidad de ejercer su autonomía, se habrán de tomar medidas especiales para proteger sus derechos e intereses».
2.2. El principio de respeto a la autonomía.— El principio de respeto a la autonomía prescribe el respeto a la voluntad y a las decisiones de cada persona sobre la forma de vivir y de morir, así como suministrar la información y el apoyo necesarios para que puedan decidir con conocimiento de causa sobre aquellas cuestiones que afectan a su salud, su vida y su muerte.
Se debe distinguir entre la capacidad de las personas de ser autónomas y la realización efectiva de su autonomía. Ésta requiere unas condiciones: vida consciente, integridad corporal y psíquica, es decir, verse libre de dolores y de presiones psíquicas; posibilidad de desarrollar las facultades intelectuales, lo que significa acceso a una educación; medios básicos para establecer una identidad personal y un pensamiento crítico propio, que den acceso a conductas autónomas: libertad de expresión, establecimiento de una vida privada, desempeño de un trabajo, etc. (Nino, 1989, 224). Es responsabilidad de los representantes institucionales y de las personas en general lograr los medios necesarios para esa realización efectiva de la autonomía de cada persona, sin la cual no hay mayoría de edad de los seres humanos como decía Kant.
2.3. Exigencias éticas del respeto a la autonomía.— Beauchamp y Childress (1999, 117-118) escriben acertadamente que ser autónomo no es lo mismo que ser respetado como agente autónomo. Respetar a un agente autónomo implica, como mínimo, asumir su derecho a tener opiniones propias, a elegir y a realizar acciones basadas tanto en sus valores como en sus creencias personales. Este respeto debe ser activo, y no simplemente una actitud. Implica no sólo la obligación de no intervenir en los asuntos de otras personas, sino también la de asegurar las condiciones necesarias para que su elección sea autónoma, mitigando los miedos y todas aquellas circunstancias que puedan dificultar o impedir la autonomía del acto.
Los deberes que se derivan de estas exigencias para muchos ámbitos profesionales son muy numerosos. Los profesionales sanitarios deben informar adecuadamente para que los pacientes puedan tomar sus propias decisiones y han de dar el apoyo necesario para ayudarles a superar los temores y dudas que se les presenten; deben recabar el consentimiento del paciente y no de terceras personas en las situaciones normales (si bien puede haber circunstancias especiales de urgencia, discapacidad temporal, etc. que aconsejen la intervención de familiares o personas responsables); deben prever situaciones futuras de incapacidad y fomentar los documentos de voluntades anticipadas o instrucciones previas.

III. La aplicación del principio de autonomía.— Los principios éticos requieren un análisis y una interpretación cuidadosos que permitan una aplicación no sólo correcta a ciertos casos conflictivos, sino también orientadora e incentivadora de determinado tipo de conductas de forma generalizada.
La reflexión sobre las implicaciones del principio de respeto a la autonomía ha promovido el consenso sobre protocolos de actuación por parte de distintos sectores profesionales, especialmente el biomédico y el clínico. Sin embargo, algunos autores critican, con razón, el formalismo y la burocratización que se han producido en muchos casos en la práctica del consentimiento informado y otros procedimientos médicos (O’Neill, 2002; Gaylin y Jennings, 2003). A pesar de todo, las malas prácticas existentes no pueden ser un motivo para rechazar la necesidad de progresar en una buena relación sanitario-paciente, en la que el respeto a los derechos individuales sea la base de un trato humano y personalizado.

3.1. La autonomía del paciente.—La facultad genérica de la autonomía personal se hace efectiva en el curso de la vida, aunque es posible que se den muchas situaciones en las que no se tenga suficiente capacidad de decidir y de actuar por causas diversas: insuficiente madurez en el caso de los niños, enfermedades que afectan al buen discernimiento, estados de inconsciencia, alteraciones seniles, etc. Como ha indicado Pablo Simón (2000, 277), la realización de la autonomía requiere el desarrollo de habilidades concretas; la «competencia o capacidad se entiende como la aptitud o idoneidad para desempeñar una tarea». Si la competencia es la habilidad para realizar una tarea, un paciente o un individuo es competente para tomar una decisión si es capaz de entender la información material, de hacer un juicio sobre dicha información tomando como base sus valores personales, de pretender alcanzar un determinado objetivo y de exponer sus deseos ante sus cuidadores o investigadores (Beauchamp y Childress, 1999, 127). En Derecho penal, Derecho civil y Medicina clínica los criterios de competencia tienden a basarse en la capacidad del individuo para entender y procesar la información y en su competencia para reflexionar sobre las consecuencias de un acto. Se usan los términos ‘competencia’ para referirse a la capacidad de obrar de hecho o natural (‘capacity’ en el Derecho y la Bioética norteamericanos) y ‘capacidad legal’ para indicar la capacidad de obrar de derecho o legal (‘competency’ en EE.UU.) (Simón, 2000, 338); algunas traducciones poco precisas dan lugar a confusiones.
En las situaciones en que la facultad de autonomía puede estar disminuida o es inexistente, deben establecerse formas de protección para que la persona no sufra las consecuencias de decisiones arbitrarias o contrarias a sus intereses. Por eso los procedimientos sanitarios prevén el consentimiento dado por familiares u otras personas responsables. Asimismo, pueden tomarse decisiones y dejarlas por escrito ante la eventualidad de discapacidad. Son las llamadas voluntades anticipadas o instrucciones previas (advance directives) o testamento vital.
3.2. La casuística.—Los deberes que se derivan del principio de respeto a la autonomía pueden resultar muy duros en los casos de rechazo de un tratamiento médico por parte del paciente, de peticiones de aborto y de eutanasia. Por el principio de autonomía es evidente que todo paciente competente ha de poder rechazar un tratamiento médico y así lo contemplan muchas legislaciones como la española. Se producen discusiones sobre todo si ese rechazo conlleva la muerte del paciente; sin embargo, en las situaciones límite es cuando los principios morales fundamentales cobran su pleno sentido.

Véase: Aborto, Principio de Beneficencia, Bioderecho, Bioética, Bioética: instrumento civil, Bioética internacional, Capacidad, Consentimiento, Consentimiento de grupos, Derechos humanos, Dignidad humana, Discapacidad, Eutanasia, Formación en Bioética, Instrucciones previas, Objeción de conciencia, Paternalismo, Principialismo, Principio de justicia, Principio de no maleficencia, Solidaridad.

Bibliografía: BEAUCHAMP, Tom L. / CHILDRESS, James F., Principios de Ética biomédica, Masson, Barcelona, 1998; INFORME BELMONT, texto redactado por la National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research, EE.UU. 1978, trad. cast. en COUCEIRO, Azucena (ed.), Bioética para clínicos, Triacastela, 1999, 313- 324; BERLIN, Isaiah, Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1988; BOLADERAS, Margarita, Bioética, Síntesis, Madrid, 1999; DEARDEN, R. F., «Autonomy and Education» en DEARDEN, R. F., Education and the Development of Reason, Routletge and Kegan Paul, Londres, 1972; DWORKIN, Gerald, The Theory and Practice of Autonomy, Cambridge Un. Press, Cambridge, 1988; ENGELHARDT, H. T., Los fundamentos de la Bioética, Paidós, Barcelona, 1995; GAYLIN, W. / JENNINGS, B., The Perversión of Autonomy: Coercion and Constraint in a liberal Society, Georgetown Un. Press, Washington, 2003; HANSON, Bernard, «Autonomie», en HOTTOIS, G. / MISSA, J. N. (dir.), Nouvelle encyclopédie de bioéthique, De Boeck, Bruselas, 2001; JENNINGS, Bruce, «Autonomy», capítulo 3 de Steinbock, B. (ed.), The Oxford Handbook of Bioethics, Oxford Un. Press, 2007; KANT, I., Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Alianza Editorial, Madrid, 2002; KANT, I., La Metafísica de las Costumbres, Tecnos, Madrid, 1989; MILL, John Stuart, De la libertad, Tecnos, Madrid, 1965; NINO, Carlos Santiago, Ética y Derechos humanos, Ariel, Barcelona, 1989; O’NEILL, Onora, Autonomy and Trust in Bioethics, Cambridge Un. Press, Cambridge, 2002; RAWLS, John, A Theory of Justice, Harvard Un. Press, Cambridge, 1971; ROUSSEAU, Jean-Jacques, Del contrato social, Alianza, Madrid, 1980; SCHNEEWIND, J. B., The Invention of Autonomy. A History of Modern Moral Philosophy, Cambridge Un. Press, 1998; SIMÓN, Pablo, El consentimiento informado, Triacastela, Madrid, 2000.


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