ENCICLOPEDIA de BIODERECHO y BIOÉTICA

Carlos María Romeo Casabona (Director)

Cátedra de Derecho y Genoma Humano

especie humana (Técnico)

Autor: FRANCISCO J. AYALA CARCEDO

La especie humana, Homo sapiens, ha evolucionado de antepasados no humanos que vivían hace más de ocho millones de años, pasando por especies, llamadas homínidos, más semejantes a la nuestra. Con el objeto de entender la naturaleza humana, debemos conocer nuestro carácter biológico y de dónde venimos —esto es, la historia de nuestros humildes orígenes—. La historia de la evolución se reconstruyó, durante el siglo posterior a la publicación de On the Origin of Species de Darwin en 1859, con datos procedentes de la Paleontología (el estudio de los fósiles), la Biogeografía (el estudio de la distribución geográfica de organismos) y el estudio comparado de los seres vivos: su morfología, desarrollo, fisiología, etc. Por otra parte, desde la mitad del siglo XX disponemos de la Biología Molecular que, a nuestros días, constituye la disciplina más precisa e informativa para la reconstrucción de las relaciones ancestrales entre los seres vivos. Además, la tasa de descubrimiento de fósiles de antepasados humanos ha aumentado, de manera creciente, durante las últimas décadas.

I. Origen del homo sapiens.—Nuestros parientes biológicos más próximos son los grandes simios y, entre ellos, los chimpancés que están más estrechamente relacionados con nosotros que con los gorilas y mucho más que con los orangutanes. El linaje de los homínidos divergió del de los chimpancés hace unos 6 a 8 millones de años (Ma.) y evolucionó exclusivamente en el continente africano hasta la emergencia del Homo erectus hace poco más de 1,8 Ma. Los primeros homínidos conocidos son el Orrorin tugenensis, descubierto a finales del año 2000 en las colinas Tugen (Kenia) y el Sahelanthropus chadensis, cuyo descubrimiento en Toros-Menalla (Chad) fue anunciado en 2002 —la antigüedad de ambos fósiles es de, aproximadamente, 7 Ma.—. Ambas especies eran predominantemente bípedas cuando estaban en tierra, pero tenían cerebros muy pequeños. No está confirmado que fueran nuestros antepasados directos, pues pudieron haber sido ramas colaterales de bípedos, como tantas otras que vivieron más tarde.
El Ardipithecus ramidus junto con otras especies de homínidos del genero Ardipithecus, vivieron aproximadamente hace unos 4,4 millones de años, en África ecuatorial (Etiopia) —tampoco es seguro que estas especies fueran antepasados directos del Homo sapiens—. Por otra parte, se conocen numerosos restos fósiles de diversos orígenes africanos del Australopithecus, un homínido que apareció hace 3 o 4 millones de años. El Australopithecus tenía una postura erguida humana pero una capacidad craneal menor de 500 cc (centímetros cúbicos), comparable a la del gorila o el chimpancé y de más o menos un tercio de la de los humanos modernos (500 cc son equivalentes a 500 gramos). La cabeza del Australopithecus exhibía una mezcla de características simias y humanas: una frente baja y un largo rostro simiesco pero con dientes proporcionados como los de los humanos. Otros homínidos parcialmente contemporáneos del Australopithecus son el Kenyanthropus y el Paranthropus —que representa una rama lateral del linaje homínido que se extinguió—; ambos poseían cerebros comparativamente pequeños, pero algunas especies de Paranthropus poseían cuerpos más grandes.
El Homo habilis, que vivió entre hace 2 millones y 1,5 millones de años en África, tenía una capacidad craneal de algo más de 600 cc. El Homo erectus, que evolucionó en África hace algo más de 1,8 millones de años, poseía una capacidad craneal de 800 a 1.100 cc.
El Homo erectus es el primer migrante intercontinental que hubo entre nuestros antepasados homínidos. Poco después de su aparición en África, el Homo erectus se esparció por Europa y Asia, hasta llegar incluso al archipiélago indonesio y China septentrional. Se han hallado restos fósiles pertenecientes a esta especie en África, Indonesia (Java), China, Oriente Medio y Europa. Los fósiles del Homo erectus procedentes de Java se han fechado en 1,81 y 1,66 millones de años de antigüedad, y los de Georgia (en Europa, cerca de la frontera asiática) entre 1,6 y 1,8 millones de años. Varias especies de homínidos vivieron en África, Europa y Asia hace, aproximadamente, 1,8 millones de años y hasta hace 500.000 años; entre ellos se encuentran el Homo ergaster, el Homo antecessor, y el Homo heidelbergensis, quienes se poseían cerebros con tamaños bastante similares a los del Homo erectus. Algunas de estas especies fueron en parte contemporáneas, aunque vivieron en diferentes regiones del Viejo Mundo. Estas especies se incluyen a veces bajo el nombre de Homo erectus (en sentido lato). En España e Italia se han encontrado fósiles de hasta hace 780.000 años (y en España, de hasta 1,2 Ma.), clasificados como especies diversas, pero que pueden ser incluidas dentro de la categoría Homo erectus en su sentido lato. La transición del Homo erectus al Homo sapiens podría haber empezado en África tropical hace unos 400.000 años —algunos fósiles de esa época parecen formas «arcaicas» del H. sapiens— . Sin embargo, el H. erectus persistió hasta hace 250.000 años en China y tal vez hasta hace 100.000 años en Java (los restos fósiles del Homo floresiensis —cuya identificación concreta aún está por determinarse— descubiertos el 2004 en la isla indonesia de Flores, parecen relacionados con el Homo erectus, aunque el floresiensis era de tamaño mucho menor y vivió hace 12.000-18.000 años). La especie Homo neanderthalensis apareció en Europa hace más de 200.000 años y persistió hasta hace 30.000 años. Se ha creído que los neandertales eran antepasados de los humanos anatómicamente modernos, pero ahora sabemos que los humanos modernos aparecieron hace más de 100.000 años, mucho antes de la desaparición del Hombre de Neandertal. Es interesante anotar que se han encontrado, en cuevas de Oriente Próximo, fósiles de humanos anatómicamente modernos tanto anteriores como posteriores a los fósiles del Homo neanderthalensis; algunos humanos modernos procedentes de estas cuevas han sido fechados entre hace 120.000 y 100.000 años, mientras que los neandertales fueron fechados, a su turno, en 60.000 y 70.000 años, seguidos de los humanos modernos fechados hace 40.000 años. No está claro si los neandertales y los humanos modernos se reemplazaron los unos a los otros repetidamente por migración a otras regiones, o si coexistieron, o de hecho si podían haber ocurrido cruces (aunque las comparaciones del ADN de los fósiles neandertales con humanos vivos indican que ningún, o muy escaso, cruce se produjo entre los neandertales y sus contemporáneos humanos anatómicamente modernos).
Algunos antropólogos sostienen que la transición del H. erectus al H. sapiens arcaico y más tarde a los humanos anatómicamente modernos ocurrió simultáneamente en diversas partes del Viejo Mundo (África, Asia y, tal vez, Europa). Los proponentes de este modelo multirregional destacan que los datos fósiles muestran una continuidad regional en la transición del H. erectus a los H. sapiens arcaicos y modernos. Para poder explicar la transición de una especie a otra (algo que no puede suceder de manera independiente en varios sitios), postulan que el intercambio genético entre poblaciones ocurrió de vez en cuando, de forma que la especie evolucionó como un único conjunto genético. Es difícil reconciliar el modelo multirregional con la existencia contemporánea de especies o formas diferentes en regiones diferentes, tales como la persistencia del H. erectus en China y Java durante más de 100.000 años después de la emergencia del H. sapiens. Otros científicos argumentan que los humanos modernos aparecieron primero en África hace más de 100.000 años y desde allí se dispersaron por el mundo, reemplazando en otras partes a las poblaciones preexistentes del H. erectus o del H. sapiens arcaico.
Recientemente, una serie de estudios del ADN de humanos vivos han confirmado el origen africano del moderno H. sapiens que, según estos análisis, vivió hace aproximadamente 156.000 años en el África tropical. Poco después los humanos modernos se diseminaron por África y desde allí por el resto del mundo, colonizando primero, hace sesenta mil años, el sudeste asiático y la zona que ahora es China y ulteriormente Australasia. Europa fue colonizada más recientemente, hace unos treinta y cinco mil años, y América hace sólo quince mil. La diferenciación étnica entre las poblaciones de humanos modernos es, por tanto, reciente desde el punto de vista evolutivo, un resultado de la evolución divergente entre poblaciones geográficamente separadas durante los últimos 50.000 a 100.000 años.

II. El mito de la eva mitocondrial.—La información genética que heredamos de nuestros padres está codificada en cuatro nucleótidos (representados por A, C, G, T) componentes de la secuencia lineal del ADN, de la misma manera que la información semántica está codificada por la secuencia de letras de un texto escrito. La mayor parte del ADN está contenido en los cromosomas localizados en el interior del núcleo celular. La cantidad total de ADN en el núcleo de una célula humana está constituida por 6.000 millones de nucleótidos, la mitad en cada conjunto de 23 cromosomas heredados uno del padre y el otro de la madre. Las mitocondrias, orgánulos celulares fuera del núcleo, contienen una cantidad relativamente pequeña de ADN, unos 16.000 nucleótidos. El ADN mitocondrial (mtDNA) se hereda de forma peculiar, a saber, exclusivamente por vía materna. La herencia del mtDNA es como la del apellido paterno, pero cambiando el sexo. Los hijos y las hijas heredan el mtDNA de su madre, pero sólo las hijas lo transmiten a su progenie, de la misma manera que los hijos y las hijas reciben el apellido paterno pero sólo los hijos lo transmiten a sus descendientes. El análisis del mtDNA de individuos étnicamente diversos ha mostrado que las secuencias del mtDNA de los humanos modernos coalescen en una secuencia ancestral, la Eva mitocondrial, que vivió en África hace unos 200.000 años. Sin embargo, esta Eva no es la madre de quien descendemos todos los humanos, sino una molécula de mtDNA, de la cual descienden todas las moléculas de mtDNA modernas.
Algunos divulgadores científicos, e incluso algunos científicos, han inferido que todos los humanos descendemos de una única mujer o de muy pocas, pero esto se basa en una confusión entre genealogías de genes y de individuos. Las genealogías de genes coalescen gradualmente hacia una secuencia ancestral de ADN única (de modo similar a las especies vivas, como los humanos, chimpancés y gorilas, que coalescen en una especie ancestral). Las genealogías de individuos, por el contrario, aumentan en un factor de dos en cada generación ancestral: un individuo tiene dos progenitores, cuatro abuelos y así sucesivamente. La coalescencia de una genealogía genética en un gen ancestral, originalmente presente en un individuo, no refuta la existencia contemporánea de muchos otros individuos que también son nuestros ancestros y de los que hemos heredado los otros genes.
Podemos ilustrar esta conclusión con una analogía. El apellido Ayala es llevado por gente que vive en España, México, Filipinas y otros países. Un historiador concluyó que todos los Ayalas descienden de Don Lope Sánchez de Ayala, nieto de Don Vela, vasallo del rey Alfonso VI, quien estableció el señorío de Ayala en el año 1085, en la provincia vasca de Álava. Don Lope es el Adán del que descienden todos los Ayala por línea paterna, pero también descienden de muchos otros hombres y mujeres que vivieron en el siglo XI, así como antes y después.
La inferencia justificada por el análisis del mtDNA es que la Eva mitocondrial es el ancestro de los humanos modernos por línea materna. Cualquier persona tiene un único ancestro en la línea materna en cualquier generación dada. Así, una persona hereda el mtDNA de su madre, de su abuela materna, de su bisabuela por línea materna, etc. Pero la persona también hereda otros genes de otros ancestros. El mtDNA que hemos heredado de la Eva mitocondrial representa 1/400.000 del ADN presente en cualquier humano moderno (16.000 nucleótidos sobre 6.000 millones). El resto del ADN, 400.000 veces más que el mtDNA, lo hemos heredado de otros coetáneos de la Eva mitocondrial.
¿A partir de cuántos contemporáneos? El tema de cuántos ancestros humanos teníamos en el pasado se ha dilucidado investigando los genes del sistema inmunitario humano. Los genes del complejo antígeno leucocitario humano (HLA) existen en múltiples versiones que permiten la diversidad necesaria para que las personas se enfrenten a las bacterias y otros patógenos que invaden el cuerpo. La historia evolutiva de algunos de estos genes muestra que coalescen en genes ancestrales de hace unos 30 a 60 Ma., o sea, mucho antes de la divergencia de humanos y simios —de hecho, los humanos y los simios comparten muchos de estos genes—. La teoría matemática de la coalescencia genética hace posible estimar el número de ancestros que deben haber vivido en cualquier generación para explicar la existencia de la preservación de tantos genes diferentes a través de cientos de miles de generaciones. El número efectivo estimado es de unos 100.000 individuos por generación. Este número efectivo de individuos es un promedio más que un número constante, pero es un tipo peculiar de promedio (una media armónica) compatible con números mucho mayores pero no mucho menores de individuos en generaciones diferentes. Así, durante millones de años nuestros ancestros existieron en poblaciones de cerca o más de 100.000 individuos. Los cuellos de botella poblacionales pueden haber existido en raras ocasiones. Pero los datos genéticos indican que las poblaciones humanas nunca fueron de menos de varios miles de individuos.

III. La diferencia de ser humano: anatomía y fisiología.—Los rasgos anatómicos humanos más distintivos son la postura erecta y bípeda, así como un cerebro grande. Somos los únicos mamíferos con postura erguida; las aves andan a dos patas pero su columna vertebral yace horizontalmente en vez de erguirse vertical como sucede con los humanos. El tamaño del cerebro, dentro de un grupo dado de organismos, es proporcional al del cuerpo: cuanto más grande es éste, mayor es también el cerebro. Comparado con el peso corporal, los humanos tenemos el cerebro más grande —y más complejo— de todos los primates y también de todos los animales. El peso medio del cerebro humano es, en los hombres modernos, de 1,371 kg (en el caso de las mujeres, cuyo cuerpo es menor, 1,216 kg). El chimpancé y el orangután, cuyo peso corporal es comparable al de los humanos, tienen cerebros de 381 g y 378 g, respectivamente. Los gorilas macho cuyo peso es doble al humano, tienen un cerebro de 445 g.
La postura bípeda y el cerebro grande están relacionados entre sí, mediatizados por la construcción y uso de utensilios. La postura erguida de nuestros antepasados dejó libres los miembros delanteros; ya no los utilizaban para andar o correr, de manera que podían servirse de las manos para manejar objetos como piedras y palos a la hora de cazar. Más adelante, los homínidos empezarían a construir sus propios útiles para cazar, para descarnar las piezas cobradas o de cara a otros diversos propósitos relacionados con la solución de los problemas adaptativos al medio ambiente de la sabana abierta. Mediante el carroñeo y la caza, la dieta se vería incrementada con el aporte de proteínas de la carne, permitiendo la pérdida de los grandes aparatos masticatorios propios de los australpitecinos y parántropos. Los grandes músculos que mueven las mandíbulas en los simios, y que servirían para lo mismo en nuestros antepasados robustos, perdieron importancia y, con su disminución, pudieron desaparecer también las estructuras óseas en las que se anclaba la musculatura, unas estructuras que, al constituir una especie de viga situada en lo alto del cráneo —la cresta sagital—, habrían hecho difícil la expansión del cerebro.
La presión selectiva a favor de las estrategias de caza contribuiría también al incremento del cerebro. Los individuos con cerebros mayores serían más inteligentes y anticiparían mejor el posible uso de los utensilios, llevándoles a construir más y mejores herramientas capaces de proporcionar ventajas para sobrevivir y procrear. Como consecuencia de esa presión selectiva, el cerebro fue aumentando de tamaño a través de miles de generaciones.
El modelo hipotético que relaciona bipedia y crecimiento cerebral cuenta con ciertos apoyos empíricos. La pérdida de la masa muscular que mueve las grandes mandíbulas de los simios ha sido relacionada con una mutación en el gen que codifica las fibras de miosina II, una proteína esencial para el movimiento de contracción de los músculos. La mutación tuvo lugar hace alrededor de 2,4 Ma. y permitió que los aparatos masticatorios de los componentes del género Homo se fuesen reduciendo de forma paulatina, cosa que facilitó el incremento del tamaño craneal y cerebral.
La relación existente entre el aumento del cerebro y la capacidad intelectual pone de manifiesto el hecho de que lo que aumenta en una medida desproporcionada es la corteza cerebral, donde tienen lugar las funciones asociativas complejas que caracterizan a la inteligencia. El resto del cerebro, donde residen funciones comunes con otros animales, como el control de las hormonas o los movimientos musculares, se incrementó mucho menos. Como resultado, la proporción del cerebro representada por la corteza cerebral es un 30 por ciento mayor en los humanos que en el chimpancé, el gorila o el orangután.
El bipedalismo y la postura erguida fueron acompañados de cambios en la configuración de la espina dorsal, la cadera y la forma del pie. Son también considerables las modificaciones de los brazos y de la mano, como la particular forma en que los pulgares se oponen al resto de los dedos. Si bien el pulgar oponible se fijó, en la evolución de los primates, hace 45 Ma., los movimientos que permite en la mano de los humanos hicieron posible la manipulación precisa de objetos.
Otros cambios anatómicos y fisiológicos que han tenido lugar en la evolución del linaje humano incluyen la reducción del tamaño de la mandíbula, dientes y muelas, y la reconfiguración consiguiente de la cara; la disminución del vello corporal, con cambios en la piel y en las glándulas superficiales; la infancia prolongada y la madurez sexual tardía, que extienden el tiempo en que los niños son dependientes de sus padres, facilitando su educación; la modificación de la laringe, las cuerdas vocales y los músculos asociados que se implican en el lenguaje articulado; la ovulación oculta, sin rasgos exteriores notorios, y la receptividad sexual continua de la hembra. Entre muchos otros cambios anatómicos más o menos, sutiles, los anteriores definen un ser muy especial.

IV. La diferencia de ser humano: inteligencia y conducta.—La ovulación oculta de la mujer condujo a la evolución de la familia nuclear, que requiere la presencia y participación del padre, y no solo de la madre, en la cría y educación de los hijos. En los primates no humanos la hembra «anuncia » su ovulación con una expansión de los órganos sexuales externos que adquieren una coloración llamativa. Una vez que la hembra se ha apareado, el macho no tiene incentivo biológico para permanecer asociado a ella, pues la fertilización ya se ha producido. La selección natural favorece, por tanto, machos que buscan otras hembras con las que aparearse, para tener más hijos y aumentar así la transmisión de sus genes. Pero cuando la ovulación se hizo más sutil en los homínidos, desapareciendo la expansión y coloración brillante de los órganos sexuales externos, el macho no sabía si la hembra era fértil en ese momento o no. La selección natural favoreció así a machos que permanecían asociados con la hembra no sólo para poder aparearse de nuevo con ella, sino para evitar, además, que fuera montada por otros machos. Sólo de esta manera se aseguraban de que los hijos de la hembra fuesen hijos suyos, portadores de sus genes. La otra cara de esta moneda es la posibilidad de que la mujer se aparee aun cuando no esté ovulando, al contrario de lo que ocurre en las hembras de otros primates, cuyos órganos sexuales externos se contraen haciendo imposible la penetración del macho.
La raíz fundamental de las diferencias que existen entre la conducta de los humanos y la de los demás primates es la inteligencia asociada con nuestro gran y complejo cerebro. La inteligencia humana se distingue, entre otras características, por su capacidad de abstracción, categorización y razonamiento lógico.
La capacidad de abstracción nos permite formar imágenes mentales de entidades que no están presentes como, por ejemplo, la anticipación de acontecimientos futuros. O que ni siquiera existen en concreto, como la belleza, la moralidad, la pasión o la felicidad. O que trascienden incluso la realidad fenoménica, como son los conceptos de espíritu o de Dios.
Gracias a esa capacidad de abstracción los seres humanos organizamos nuestros conocimientos por medio de categorías generales que abarcan objetos concretos semejantes entre sí: las categorías de manzana o pera se aplican, por ejemplo, a ciertas frutas. La categorización es necesaria para hacer juicios de valor, como cuando juzgamos una acción más virtuosa que otra o consideramos un edificio más bello o eficiente que otro, o preferimos la riqueza a la pobreza. Esa conexión conduce al razonamiento lógico, como sucede en los silogismos, mediante los que se deduce una conclusión a partir de dos premisas; pero que también aparece, y con mayor frecuencia, siempre que los humanos llegamos mediante el raciocinio a toda clase de consecuencias que afectan a nuestro comportamiento. Así, por ejemplo, nos subimos a un tren con el fin de llegar a un lugar determinado o compramos la ropa que creemos que es apropiada para ir a la playa.
Está claro que los animales también poseen tienen inteligencia —algunos de ellos, como los primates, más que otros, como las tortugas—, pero ni siquiera los chimpancés, nuestros parientes evolutivos más cercanos, tienen una inteligencia crítica remotamente comparable a la nuestra o con capacidades tan avanzadas como las descritas. Una manifestación importantes es el lenguaje; otra, la tecnología.
El lenguaje simbólico y creador de los humanos es uno de sus atributos conductuales más distintivo —que se deriva, como muchos otros, de nuestras eminentes capacidades cognitivas—. Las ballenas se comunican por medio de sonidos transmitidos a través del mar, los primates lo hacen por medio de gestos, los pájaros cantando y las mariposas y hormigas a través de señales químicas. La eficacia de estas señales es, en muchos casos, extraordinaria. Las tortugas de mar emiten señales químicas a través del agua que son percibidas por sus machos a muchos kilómetros de distancia. Por su parte, los afrodisíacos lanzados al aire por las mariposas africanas del genero Papilio son recibidos por las antenas de machos situados a kilómetros de distancia, que siguen la dirección de las moléculas para encontrar a las hembras.
Los medios de comunicación animal no se reducen a las señales químicas. En ocasiones son tan complejos y simbólicos como los de las abejas de miel, que para comunicarse utilizan el movimiento —como la llamada «danza de las abejas» que está constituida por una serie de movimientos rápidos repetidos en figura de ocho alargado que hace una abeja frente a su colmena para comunicar la distancia, dirección y abundancia de las flores y el néctar que ha descubierto durante su vuelo—.
Estas formas de comunicación animal pueden llamarse «lenguaje» porque sirven para el propósito adaptativo de comunicar información. Más aun, se trata con frecuencia —como en el caso de las abejas— de una comunicación simbólica como es la propia del lenguaje humano. Pero la relación entre signos y significado está determinada en gran parte, o en su totalidad, por los genes. No se trata de un lenguaje creativo con la capacidad virtualmente infinita de expresión y comunicación que caracteriza al lenguaje humano, tanto hablado como escrito. Además, el aprendizaje, cuando existe, como en el caso de ciertos pinzones y otros pájaros cantores, está muy restringido: sólo se aprenden los cantos de ciertos pájaros y sólo durante periodos limitados de su desarrollo.

V. De la biología a la cultura.—Otros atributos específicamente humanos incluyen a la tecnología, cuyos inicios pueden hallarse en las primitivas herramientas producidas por nuestros antepasados de hace algo más de dos millones de años y que desempeñaron un papel clave en el aumento del tamaño del cerebro y desarrollo de la inteligencia; las artes plásticas, la música y literatura imaginativa; la Ciencia y la Filosofía; los medios de comunicación como la prensa, radio, televisión y cinematografía; la moralidad y la religión; la organización y cooperación social; las instituciones políticas y códigos de leyes y otros muchos comportamientos distintivos que podrían añadirse. Algunos de ellos se encuentran de manera rudimentaria en algunos primates y otros animales. Por ejemplo, los chimpancés usan palos y piedras como utensilios y a veces quitan las hojas de una rama para poder introducirla mejor en un termitero y comerse luego las termitas adheridas. Pero las manifestaciones de tecnología y cultura animales son extremadamente limitados comparadas con la tecnología y cultura humanas.
La evolución de los seres humanos, a diferencia de la de los demás organismos, tiene dos dimensiones: una biológica y otra cultural. La evolución cultural es específicamente humana; no se da, al menos en sentido propio, en ningún otro organismo. La evolución biológica y la cultural dependen una de la otra, pues la cultura solo puede existir sobre una base biológica apropiada y depende por completo de la naturaleza y las cualidades de tal base. Al mismo tiempo, la cultura extiende sobremanera el poder adaptativo de la naturaleza biológica y constituye la fuente más importante de los cambios ambientales que intervienen en la actualidad sobre nuestra evolución biológica.
Las dos dimensiones de la evolución humana, la biológica y la cultural, corresponden a las dos clases de herencia —genética y cultural también— que existen en el ser humano. La herencia biológica es similar en el ser humano y en los demás organismos de reproducción sexual —se basa en la transmisión de información genética en forma de acido desoxirribonucleico (ADN) de una generación a la siguiente a través de las células sexuales o gametos—. El cigoto, resultante de la fertilización del ovulo femenino por el espermatozoide masculino, contiene la información genética que, interaccionado con el ambiente, dirige el desarrollo de las características anatómicas, fisiológicas y psicológicas del individuo adulto.
Pero además de la herencia biológica, los humanos pasamos a otros miembros de la especie una herencia cultural. Esta consiste en la transmisión de información a través de la enseñanza y la imitación, al margen del parentesco biológico. La cultura se recibe no solo de los padres, sino de todos los seres humanos con los que se entra en contacto. El mecanismo de transmisión no son las células sexuales, sino la comunicación directa, oral o gesticular, o la indirecta, los libros, la prensa, la radio y la televisión, el cine y el teatro, y, en general, cualesquiera de los medios de comunicación. La cultura nos permite acumular y transmitir experiencias y conocimientos a través de las generaciones, algo que les es imposible a los demás animales. Ortega y Gasset lo manifestó al escribir que nuestra mayor ventaja sobre los animales consiste en que poseemos «memoria social», además de la memoria individual que tenemos en común con ellos.
Uso aquí la palabra «cultura» en un sentido muy amplio que incluye las características conductuales mencionadas más arriba: los hábitos adquiridos y maneras de vivir de los individuos, las técnicas de producir y usar utensilios y otros objetos, el lenguaje, las instituciones sociales y políticas, las tradiciones estéticas, éticas y religiosas, los conocimientos científicos y humanísticos. Es decir, la cultura significa, en este caso, todo lo que la humanidad conoce o hace como resultado de haberlo aprendido de otros seres humanos.
En este sentido, la cultura tiene una dimensión individual y otra social. Por un lado, están las ideas, hábitos, actitudes, preferencias, valores y creencias de cada individuo. Por otro, los resultados públicos de la actividad mental humana: la tecnología y sus productos (como edificios, carreteras, automóviles y aviones); los conocimientos científicos y humanísticos; la literatura, la música y las artes plásticas; los códigos de leyes y las instituciones sociales y políticas; las normas morales y las tradiciones religiosas.
El filosofo Karl Popper argumentó hace años que la realidad contiene tres componentes que se pueden llamar Mundo 1, Mundo 2 y Mundo 3. El Mundo 1 está formado por las realidades físicas, como son los continentes, las plantas, los planetas y las estrellas, y nuestro propio cuerpo y cerebro. El Mundo 2 lo forman las realidades mentales, tales como las ideas, hábitos y creencias anteriormente mencionados (los llamados «memes» por el evolucionista Richard Dawkins). El Mundo 3 está conformado por los productos públicos de la mente y actividad humana, tales como las ideas expresadas en los escritos científicos o literarios, en la música y el arte, en la arquitectura y la ingeniería, etc. Para demostrar la independencia de los mundos 2 y 3, Popper recurrió a un experimento mental. Supongamos que la humanidad actual desaparece sin dejar descendientes; el Mundo 2 habría desaparecido con ella, pero no así el Mundo 3. Unos eventuales visitantes de otros planetas podrían descubrir las ideas expresadas en escritos o reflejadas en las obras de arte y la tecnología. Quizá no lo lograsen en la medida completa en que nosotros podemos entender esos códigos, pero qué duda cabe que ese Mundo 3 no es reducible al Mundo 2. Las ruinas de Teotihuacán, al norte de la Ciudad de Méjico, contienen unos códigos, aun no descifrados, correspondientes a la civilización responsable de la construcción de la ciudad —aunque aún se espera un equivalente a la piedra de Rosetta, sabemos que en Teotihuacán figura un mensaje procedente de un pensamiento humano que fue albergado por unos humanos que ya no existen—.
La adaptación biológica tiene lugar debido a la selección natural, es decir, a la reproducción preferencial de variantes genéticas que mejoran la interacción de un organismo con su entorno. Pues bien, en el ser humano, y sólo en él, la adaptación al ambiente se puede llevar a cabo también por medio de la cultura. La cultura es, de hecho, un modo de adaptación considerablemente más eficaz que el biológico por tres razones principales: la adaptación al entorno por medio de la cultura puede ser dirigida, es más rápida y es más poderosa que la adaptación biológica.
Al contrario de lo que sucede con la adaptación biológica, que depende en último término de acontecimientos azarosos, como la mutación o la recombinación genética, la adaptación por medio de la cultura puede ser dirigida. Los inventos y las innovaciones culturales surgen del propósito intencionado de mejorar nuestra posición frente a las circunstancias ambientales. Como las mutaciones genéticas surgen mediante un proceso que es aleatorio con respecto a su posible utilidad, son en su mayor parte perjudiciales.
La rapidez es otra circunstancia distintiva que obra a favor de la adaptación cultural. Una mutación genética favorable surgida en un humano necesita de gran número de generaciones para ser transmitida a una porción considerable de la especie. Por el contrario, un descubrimiento científico o técnico puede ser transmitido a toda la humanidad en una generación, o incluso menos. Con los medios modernos de comunicación e intercambio cultural, la mayor parte de la humanidad puede, al menos en teoría, beneficiarse de una invención tecnológica o de un descubrimiento científico muy pocos años después de que este haya aparecido; sirvan de ejemplo la proliferación de ordenadores y teléfonos móviles o el uso, ya casi universal, de Internet, introducido en la década de 1990.
El poder superior de la adaptación cultural es aparente cuando se considera que, durante los últimos milenios, la humanidad ha adaptado el ambiente a sus genes mucho más que sus genes al ambiente. Para extender su hábitat geográfico, una especie tiene que adaptarse, por lo general, a través de una lenta acumulación de mutaciones genéticas apropiadas a las condiciones de clima, nutrición, etc., existentes en el territorio a colonizar. Los humanos estamos biológicamente adaptados a los climas tropicales o subtropicales, a unos ambientes en los que la temperatura media es de unos 25 grados. Pero el descubrimiento del fuego y el uso de vestidos y refugios han permitido al ser humano extenderse por toda la Tierra y colonizarla, con la excepción de la Antártica, sin necesidad de mutaciones que le adaptaran anatómica y fisiológicamente al frío o la altitud. La humanidad no está a la espera de mutaciones que le permitan adquirir alas; la conquista del aire ha sido llevada a cabo de forma eficaz construyendo aviones. De la misma manera, los humanos viajan y viven durante largos periodos en los ríos y los mares aunque carezcan de branquias y aletas. Y el espacio está siendo explorado por astronautas provistos de trajes presurizados y portadores del oxígeno que necesitan para respirar. Nuestra especie ha colonizado la Tierra y colonizara el espacio no debido a la adaptación de sus genes al ambiente, sino modificando los ambientes de acuerdo con sus necesidades biológicas. La humanidad es la especie dominante sobre la Tierra debido a su capacidad de adaptación superorgánica, a través de la cultura.

Véase: ADN, Análisis genéticos, Antropología y Bioética, Biodiversidad humana, Biología molecular, Darwinismo, Genética de poblaciones, Genoma Humano, Perfiles de ADN, Proyecto Genoma Humano, Ser humano.

Bibliografía: AYALA, Francisco J., La Evolución de un Evolucionista. Escritos Seleccionados, Universidad de Valencia, Valencia, 2006; AYALA, Francisco J., Darwin’s Gift to Science and Religion, Joseph Henry Press, Washington DC, 2007; AYALA, Francisco J., Darwin y el Diseño Inteligente. Creacionismo, Cristianismo y Evolución, Alianza Editorial, Madrid, segunda edición, 2008; AYALA, Francisco J. / CELA CONDE, Camilo José, La piedra que se volvió palabra. Las claves evolutivas de la humanidad, Alianza Editorial, Madrid, 2006; CELA CONDE, Camilo José / AYALA, Francisco J., Senderos de la Evolución Humana, Alianza Editorial, Madrid, cuarta edición, 2006; CELA CONDE, Camilo José / AYALA, Francisco J., Human Evolution. Trails from the Past, Oxford University Press, Oxford, 2007.


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